sábado, 22 de enero de 2022

Se vende un tranvía (1959)


El número de películas dirigidas por Juan Estelrich no hace justicia al buen hacer cinematográfico de un profesional del cine que trabajó con Jesús Franco, Jules Dassin, Orson Welles, Bardem, Fernán Gómez, Berlanga o Buñuel, aunque sí dejan entrever el buen cineasta que podría haber sido; y que llegó a ser en los dos títulos en los que asumió la dirección: Se vende un tranvía (1959) y El anacoreta (1976). Así lo apuntan el interés por la historia que cuenta, su dirección de actores —que más que actuar, se divierten jugando a ser los personajes que cada uno asume en complicidad del resto; y esa sensación la contagian al espectador—, o su narrativa sencilla y fluida —incluso sin salir del cuarto de baño en El anacoreta—, a la que se suma la ironía y el humor que, sin demérito para él, seguramente estuvieron influenciados por Rafael Azcona, el guionista de ambos films. En realidad, Se vende un tranvía, también tuvo a Berlanga en el guion y en la supervisión de este cortometraje de media hora de duración, que iba a ser el primer episodio de un proyecto titulado Los pícaros, y que no tuvo continuidad debido a cuestiones ajenas a sus responsables artísticos. Parte del cine de Berlanga son crónicas de fracaso que giran alrededor de pícaros perdedores o de individuos corrientes que nunca obtendrán una victoria, ni siquiera una pírrica. Podrán saborearla y soñarla, como el empresario teatral de Bienvenido, Mister Marshall (1952), las fuerzas vivas de Los jueves, milagro (1957) o los marqueses en Nacional III (1982), pero, al final, habrán de resignarse a continuar igual o peor que siempre, aunque lo hagan con el optimismo del truhan que sabe que volverá a intentarlo o con el pesimismo del verdugo obligado por el sistema y sus pilares a convertirse en quien no desea. Lo mismo puede decirse para los pícaros de esta única entrega de la serie, un pequeño lujo cómico que, aparte de los ya nombrados, reunía a grandes profesionales del cine español: Francisco Regueiro ejercía de auxiliar de dirección, Francisco Sempere asumía la dirección de fotografía y José Luis López Vázquez encabezaba un reparto que, entre otros, contaba con María Luisa Ponte, Pedro Beltrán, Luis Ciges, José Orjas y Chus Lampreave. Desde el inicio de Se vende un tranvía, con la voz del narrador situándonos en el patio de una cárcel que parece el de un colegio, el humor es la nota que predomina sin disimulo para acercarnos la historia de Julián “el Toribio” y compinches. La voz, tras decirnos que todos los presos claman su inocencia, pero que son culpables de querer vivir sin trabajar —<<y para vivir sin trabajar, hay que trabajar horrores>>—, llama la atención del prisionero protagonista, a quien pide que relate su delito. El reo duda, jura su inocencia, pero, ya en confianza, comenta que le encerraron por tener demasiado talento. Julián no es un timador a pequeña escala como pueden serlo los delincuentes de Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959), sino que él es uno con aspiraciones de genio, como confirma la invención de un timo de gran envergadura: la venta de un tranvía a un primo (Antonio Martínez) que ha llegado del pueblo a la gran ciudad con la cartera llena de billetes y bien sujeta a la chaqueta. Como siempre sucede en estos casos, el timado también quiere hacer negocio; de hecho, le da igual traicionar la confianza de Julián o, mismamente, el amigo del timado no muestra el menor reparo a la hora aprovecharse de una jovencita (Chus Lampreave) cuyo padre se supone enfermo, para conseguir su propio tranvía y su gran negocio.



2 comentarios:

  1. Gracias Toño por abrir el horizonte

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    1. Gracias a ti, Francisco, y a toda la magnífica labor que vienes desarrollando tanto en docencia como en “Acorazado cinéfilo”, una página en la que, además de cine y otras artes, nos acercas autores, filosofía y pensamientos que invitan al análisis y a la reflexión; y esa invitación creo que es una de las máximas aspiraciones del magisterio.

      Saludos.

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