Recuerdo un conocido de mi adolescencia que se alistó en la legión española. Lo hizo para salir de su pueblo, lo hizo para escapar de su condena. Excepto los festivos, salía al mar cada día. Lo llevaba haciendo desde los doce o trece años y supo que ese sería el curso inalterable de su fugaz existencia. Sin estudios, sin ganas de prepararse, sin aspiraciones, ni inquietudes, pero con el propósito de poner tierra entre el océano donde faenaba seis noches de cada siete y él, decidió enrolarse y ser legionario, sin saber nada sobre la legión, salvo la fantasía legionaria. Cuando lo conocí, él ya intimaba con las drogas, quizá porque el dinero que ganaba embarcado le quemaba en las manos y porque su vicio ardía en la plenitud de sus trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete años, cuando en Galicia no resultaba complicado pillar tabaco de batea, un talego de chocolate, una papelina de caballo o medio gramo o uno entero de nieve en polvo. Quizá su decisión no solo guardase relación con huir de una vida que sintió cuál condena marinera que le aterraba en silencio, pues nunca lo expresó a quienes solo le conocíamos en la distancia. Quizá vio en su elección la única vía de escape para abandonar su hogar, donde el otoño y el invierno no solo eran estaciones del año, eran tempestades y furia marinas, ausencia del azul celeste y de los alegres, cálidos y juveniles días de verano. Supongo, aunque suponer nada demuestra, que vivía entre la inconsciencia de una juventud maldita y la nostalgia de un futuro desconocido, irreal, pero imaginado lejos de las drogas y del tempo que había anclado el devenir de aquella villa bañada por nuestras salvajes, frías, peligrosas, pero siempre hermosas aguas atlánticas; quizá pensando que lo haría para siempre, salvo esporádicos regresos veraniegos que le igualarían a los felices visitantes estivales. No puedo precisar cuando volví a verle, pero sí recuerdo que entonces su ilusión había desaparecido, también la ingenuidad que le llevó a partir. Nos contó que en la legión su coqueteó con las drogas fue creciendo, incluso nos comentó que allí él no era ninguna excepción. Si es verdad o no, no puedo afirmarlo ni negarlo. Nunca he estado en la legión y mi vida no guarda paralelismos con la suya, pues, salvo algunas tristes navidades, yo era de las alegres visitas estivales. Puede que lo que nos dijo fuese invención, pero su historia se grabó en mi memoria y regresó cuando vi por segunda vez Morirás en Chafarinas (1995), un atractivo thriller dirigido por Pedro Olea, ambientado en Melilla, en la isla de Chafarinas, aunque debido al rechazo del Ejército, los exteriores se rodaron en su mayor parte en Tánger y en Cabo de Gata, y en un cuartel de Regulares españoles destinados en la ciudad de donde mi conocido regresó para encauzar su destino en el pueblo que le vio nacer; o puede que ya no esté allí o que allí encontrase un lugar en el mundo, menos gris y tormentoso que el de su juventud. ¿Por qué cuento todo esto para hablar de una película de ficción, basada en la novela de Fernando Lalana, que coescribió el guion junto a Olea, quien también la produjo? La respuesta sería redundar en lo dicho, en la figura de aquel fantasma del pasado que regresó durante la investigación sobre las muertes que Jaime (Jorge Sanz) y Cidraque (Javier Albalá) tratan de resolver en el cuartel donde ambos están destinados y donde ninguno de ellos encaja dentro del orden cerrado y jerarquizado castrense. La trama y la intriga no son novedosas, ni Olea profundiza en los diversos temas que apunta —drogas, racismo, homosexualidad, colonialismo, dos culturas, las distancias invisibles que las separan, o la ruptura total entre el capitán Contreras (Óscar Ladoire) y Elisa, su mujer y un personaje que, aunque breve, se beneficia de la presencia de la actriz María Barranco—, pero esto resulta un acierto de cara al entretenimiento y el equilibrio de un film cuya exposición de los Regulares de Melilla, de algunos de sus mandos y sus usos, de la infidelidad conyugal —<<un mando del Ejército que nos puso todas las pegas del mundo me advirtió de que en ningún caso resultaba creíble que la mujer de un capitán se enamorara de un simple soldado>>1—, disgustaron a las autoridades militares, que se opusieron a este thriller por el que asoman los rostros de varios jóvenes actores que, como Alberto Sanjuan, Ernesto Alterio, Pepón Nieto, Antonio De la Torre o Guillermo Toledo, no tardarían en cobrar protagonismo en el cine español.
1.Pedro Olea en Izarra, Josean: Pedro Olea, el genio del cine que desafió al Ejército. Diario El Mundo, 17 de octubre de 2020.
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