martes, 4 de enero de 2022

La senda de los elefantes (1953)


<<Desde hacía algún tiempo tenía la sensación, poco acusada, pero creciente, de que la cosa no iba bien. Vivien, que siempre había puesto mucho cuidado al elegir sus papeles, se entusiasmaba últimamente con un trabajo que a mí me parecía una mala elección: un melodrama vulgar, ambientado en Ceilán, que iba a empezar a rodarse a fines de enero de 1953>>.1 La senda de los elefantes (Elephant Walk, 1953) no es tan vulgar como Laurence Olivier refiere en sus memorias, aunque diste de ser uno de los grandes films de William Dieterle. Como cualquier otra, también esta película tiene una historia previa a su exhibición en las salas comerciales y parte de la misma afectó a Oliver y a Vivien Leigh. <<Los productores me habían propuesto que fuera yo quien interpretara el papel masculino de la película. Vivien me pregunto si estaba seguro de que no quería hacerlo. Comprendía que era una pregunta bastante inútil, sabiendo, como sabía, que no solo estaba en contra del proyecto, sino que me esperaban las dieciséis semanas que todo productor necesita para preparar la película, revisar la banda sonora y el doblaje, hacer la combinación definitiva del color, y montar The Beggar’s Opera. Cuando, casi al momento, Vivien dijo que en ese caso el protagonista no podía ser más que Peter Finch, lo comprendí todo, y la cosa sonó en mis oídos como el repique de una campana que toca a muerto>>.2 De los tres, solo Finch asoma en las imágenes de La senda de los elefantes, y esto fue debido a que la actriz que iba a protagonizar esta trama espectral y obsesiva, ambientada en la actual Sri Lanka, sufrió una depresión nerviosa que provocó su sustitución por Elizabeth Taylor. <<Irvin Asher, amigo desde hacía mucho tiempo, y el productor de Ceilán, Cecil Tennant, me llamaron verdaderamente aterrados. La conducta de Vivien estaba haciendo imposible el rodaje. No mostraba vestigio alguno de su disciplina habitual, y no se podía razonar con ella>>.3 No cabe duda de que la presencia de la nueva actriz introduce cambios en el personaje, otra edad y otra manera; si para mejor o peor, eso no lo sabemos.



Resuelto el problema con la actriz,
 Dieterle pudo respirar y concluir este film de encargo que guarda aspectos comunes con Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), aunque no logra su atmósfera fantasmagórica, romántica e inquietante. Lo hizo con solvencia, contando una historia de amor y fantasmas, de la figura paterna ausente que obsesiona la memoria filial. La película se ambienta en la mansión que el difunto Thomas Wiley levantó en medio del camino de los elefantes, para indicar que él era quien mandaba en hombres, tierras y animales. Ese espacio, al que se accede después de la introducción londinense, es el mausoleo y el símbolo de la egolatría y de la sed de dominio de un hombre fallecido que todavía se impone entre los vivos, como apunta el diario que abre La senda de los elefantes, donde aparece escrito su nombre en letras más grandes (y sobre) el de su hijo John (Peter Finch), el continuador y custodio de la obra e imperio paternos. Por si hubiera duda u olvido, su tumba, en medio del jardín, recuerda que Tom Wiley continúa ahí, en su trono, vigilante, imponente, totalitario, espectral. Ese mismo espectro, sombra obsesiva que se cierne, cubre, oscurece y atrapa a John, lo descubre Ruth (Elizabeth Taylor) cuando llega a Ceylán —hoy, Sri Lanka—, y vive su primera jornada de anfitriona en La senda de los elefantes, al lado de un hombre que difiere de aquel de quien se enamoró en Londres, adonde llegó, quizá, imitando a su padre décadas atrás, que viajó a Inglaterra para encontrar la esposa adecuada que le diese un heredero. La historia parece repetirse, lo que también indicaría que la relación de John con Ruth nace del deseo paterno de prolongar el reinado iniciado por el fantasma que asusta a Ruth, el mismo que Apuhami, el jefe de los siervos, venera y custodia y el que el grupo de británicos que le idolatran hasta el extremo de tenerlo siempre en mente y en boca, brindando por el en sus noches de borrachera. En ese ambiente masculino, cerrado por muros más impenetrables que el pétreo que impide el paso natural de los elefantes, y enfermizo, Ruth no tarda en sentirse prisionera, una extraña en un mundo extraño que la rechaza, una mujer que solo encuentra consuelo en Carver (Dana Andrews), el único que no respira bajo el influjo del difunto gobernador. La imposibilidad y el fantasma de La senda de los elefantes se cierne sobre Ruth, quien, de centro de atención de los amores de John, recibe indiferencia y pasa un plano ornamental desde su llegada a la plantación de té; ni siquiera eso, pues la finalidad de su estancia en el reino de Tom es la de una reina consorte, extraña en la corte, sin más importancia que la de asumir su rol secundario, algo a lo que ella no está dispuesta.


1,2,3.Olivier, Laurence: Memorias (traducción de Jorge Bertevoro). Torres de Papel, Madrid, 2014.

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