<<Vamos a seguir con el entierro>> <<No, yo voy a ver esa una moto>> <<¡Si no es una moto, es un coche de cojo!>> <<¡Qué no es un coche, es una moto! <<¿Qué te juegas a que es un coche de cojo? Vamos a preguntar>>, discuten los dos niños que observan el cochecito de Lucas (José Álvarez "Lepe") estacionado en el cementerio donde aquel y su amigo don Anselmo (Jose Isbert) visitan a sus respectivas difuntas. Su vehículo motorizado le permite salir de la vaqueriza, moverse por la ciudad, dejar atrás a sus tres hijas, reunirse con sus nuevos compinches o competir en el Retiro con otros bólidos similares. Todo un lujo, pensaría el anciano, feliz y satisfecho de su adquisición, mientras alaba el milagro tecnológico responsable de que la sangre vuelva a correr por sus venas. En un primer momento el descubrimiento del vehículo no influye en la vida de Anselmo, pero la felicidad e independencia que observa en su viejo amigo le generan cierta envidia y acabarán por agudizar la sensación de soledad que siente tanto en su hogar, donde apenas cuenta para los suyos, como posteriormente, cuando, en compañía de un Lucas rejuvenecido, acude a la concentración campestre donde, si se exceptúan las constantes quejas de uno de los presentes, todo semeja alegría y cercanía. En un primer momento se siente aceptado y útil. Canta, va de aquí para allá sin apenas aliento, atiende a los allí reunidos o quiere invitarles a vino, porque ya saborea el haber encontrado la solución para sus males formando parte del grupo. En su seno observa y comparte energía, desparpajo, camaradería y reconocimiento, aunque no la discapacidad física que los ha convertido en dueños de cochecitos. Como consecuencia de la minusvalía que capacita a los motoristas a pertenecer a un todo y a él lo incapacita para ser parte del mismo, su rictus de júbilo da paso a la decepción que significa no poseer un medio de locomoción motorizado, carencia que lo excluye y lo devuelve a la soledad, su única, leal e indeseada compañera de vejez. Don Anselmo es consciente de ello, como también lo es de que si pretende volver a sentir el significado de ser alguien, antes de dejar de ser definitivamente, debe conseguir un último modelo, pues solo así "sería de nuevo", ya fuese como uno más en las competiciones automovilísticas en las que participa su amigo o como miembro de pleno derecho de esa pandilla que sin sus coches estaría condenada a la inmovilidad y a la dependencia que el protagonista pasa por alto, porque también él se decanta por dar exclusividad a sus necesidades. Basada en un relato de Rafael Azcona, El cochecito (1960) fue otra de las grandes colaboraciones del guionista riojano con el director italiano Marco Ferreri, quizá la mejor de todas, gracias a su lúcida negrura y al patetismo de su historia, sencilla en apariencia, osada y deshumanizada en esencia, a las cercanas y certeras interpretaciones y a la tragicómica sátira social que fluye de la picaresca y de la humanidad que desprende el anciano interpretado por José Isbert, impagable e inolvidable en su papel de excluido e incomprendido. El irreversible paso del tiempo, el egoísmo de quienes lo rodean, el suyo propio o la certeza de no encontrar su lugar dentro de un espacio donde un jubilado como él resulta un estorbo, lo empujan a buscar una solución que lo reinserte dentro de una sociedad que lo arrincona. En su inocencia, cercana a la infantil, se aferra a la idea de que su situación cambiará en cuanto tenga su cochecito, porque solo así formaría parte de un algo que le permitiría dejar atrás la inexistencia y la soledad que lo atormentan. Sin apenas recursos para llevar a cabo su conquista, opta por la táctica de dar pena, a la espera de que su hijo (Pedro Porcel) se apiade y le compre su salvación. Se queja de sus años, asegura que le fallan las piernas, pero sus intentos resultan tan inútiles como el bastón que le presta un vecino. Frustrado, dolorido en su orgullo mil veces golpeado, no le queda otra que asumir que debe radicalizar sus tácticas, así pues, comienza su deambular en busca de la solución que le permita alcanzar su meta. Durante su recorrido, los personajes que lo rodean no muestran ningún interés por las necesidades emocionales de quien se ve abandonado: Lucas ha dejado de ser su compañía y su familia lo ignora salvo para preguntarle cuándo le dará las joyas a su nieta. Por ello Anselmo se deja embaucar por el ortopédico (Antonio Gavilán), que lo ve como un beneficio inmediato, al tiempo que se deja guiar por su necesidad, que potencia la picaresca típica de la sociedad que lo excluye y le genera la idea que rige sus actos e intenciones. Finge su caída ante la puerta de su hogar, se niega a levantarse de la cama o empeña las joyas de su difunta esposa en una casa de empeño donde quien se queja es la usurera, pero a él ya todo le da igual, porque en su mente el vehículo se ha fijado como el salvador que le devolverá el lugar perdido con el paso del tiempo. Más que un capricho de viejo, como afirma su hijo, para el anciano el coche es una necesidad vital que le permitiría sentir que su vida tiene sentido más allá de los desplantes de su nuera (María Luisa Ponte), de la indiferencia mostrada por el resto de su familia o de su fallida relación con Álvarez (Ángel Álvarez). Como consecuencia miente, suplica, roba e incluso envenena (la censura obligó a introducir el arrepentimiento del protagonista), acciones todas ellas a las que se ve empujado por el constante rechazo que se expone desde el humor negro e irónico que el dúo Ferreri-Azcona ya había empleado para dar forma a El pisito (1958), y que Azcona retomaría al lado de Berlanga en Plácido (1961) y El verdugo (1963), un humor que mezcla realismo y esperpento para satirizar sobre la sociedad española del momento, que, ajena a las necesidades de los individuos que la conforman, destierra a los don Anselmos a la amarga inexistencia que el heroico jubilado de El cochecito se niega a aceptar.
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