lunes, 17 de octubre de 2011

El pisito (1958)



El problema de la vivienda ha sido una constante desde que el ser humano dejó su deambular en busca de alimento y se convirtió en sedentario. Siempre quejas, dilemas y deseos: que si Totò busca piso y 
Esta casa es una ruina, que si alguien necesita El apartamento de un subordinado para encuentros clandestinos, que si se murmura por ahí que Los Blandings ya tienen casa o que hay que ser El verdugo para conseguir una vivienda de protección oficial o que si hay que compartir El pisito de una calle madrileña con varios realquilados que temen por su futuro a corto plazo. A este problema de comodidad, necesidad y derecho, el cine no ha sido ajeno, como demuestra la existencia de producciones que lo expusieron desde el realismo fantasioso que se descubre en Milagro en Milán y más terrenal en El techo, ambas de Vittorio De Sica, o desde la comedia crítica desarrollada por José Antonio Nieves Conde en El inquilino, película que sufrió una persecución exagerada por parte de la censura franquista; aunque ¿qué persecución de este tipo no resulta exagerada y aberrante? Pero, quizá, tras El verdugo o a la par, la imagen más grotesca, patética, negra y tragicómica se encuentra en El pisito, excepcional sátira dirigida por Marco Ferreri e Isidoro M. Ferri, aunque este último solo firmó como director por problemas sindicales, al ser Ferreri un director extranjero. La historia surgió de la novela homónima de Rafael Azcona, quien colaboró con Ferreri en la adaptación de la misma, iniciándose de este modo una asociación profesional fructífera que se desarrolló a lo largo de más de una decena de títulos.


A primera vista, 
El pisito se descubre como una divertida sátira que sigue las andanzas de Rodolfo (José Luis López Vázquez), un pobre trabajador mal remunerado que vive consumido por el temor a perder la habitación en la que habita como realquilado, en un piso cuya inquilina oficial resulta ser una anciana (Concha López Silva) con pie y medio en la tumba. ¿Cómo se justificaría ese miedo? La ley es clara al respecto. Si la inquilina no tiene un familiar directo, tras su fallecimiento, el piso volverá a las manos del propietario, a quien por lo visto interesa que la defunción se produzca lo antes posible. Rodolfo vive atrapado, zarandeado y empujado por fuerzas y presiones externas: Dimas (José Cordero), el callista de la habitación de al lado, o Petrita (Mary Carrillo), su novia desde hace doce años, que cansada de tanta espera le apura a conseguir una vivienda donde puedan formalizar su vida marital, o de lo contrario ya puede ir buscándose a otra. Entre el ultimátum y su situación, a Rodolfo se le viene el mundo encima, además Petrita no resulta de gran ayuda cuando se destapa como una mujer manipuladora, intolerante e incluso monstruosa, pues le exige que se case con la anciana para quedarse con el piso tras la inminente muerte de aquélla. La conducta de Petrita se comprende al escuchar las palabras de su hermana (María Luisa Ponte) <<¡quien te va a hacer caso ahora si no eres más que un loro!>>, de modo que, ante esta cruda realidad, la eterna prometida agarra el toro por los cuernos y aborda a doña Martina a la salida de la iglesia, donde se declara en nombre de ese novio que ha perdido todo derecho a elegir, y que es testigo del soponcio que casi manda a su casera al otro barrio antes de contraer las nupcias que él no desea.


Con la anciana todavía convaleciente, Dimas, el otro gran interesado, intenta convencerla de la protección que implica tener un marido; y ya algo más calmada, engatusada por el callista, doña Martina le pregunta si
cree que Rodolfo viene con buena intención. La verdad, el joven no tiene más intenciones que las que le dictan los demás, por eso, al pobre no le queda más remedio que contraer matrimonio y aparecer en unas fotos de familia en las que muestra toda su "alegría", similar a la que siente después de dos años casado. La moribunda continúa gozando de buena salud, además de ser la maternal esposa de Rodolfo, a quien llama cada día al trabajo, donde se descubre a un jefe que continúa sin poder explicarse qué tiene que ver el sueldo con el problema de la vivienda. En este último tramo de El pisito, Petrita pierde todo vestigio de compasión, consumida por la idea inalcanzable que la ha dominado durante tanto tiempo; pero ella solo tiene parte de culpa, pues la actitud impasible de Rodolfo ha sido la responsable de que las cosas hayan llegado al extremo de desear que su actual esposa no fallezca, porque de hacerlo la que aguarda sería mucho peor. En realidad, todos están atrapados en un sistema hecho para el goce de unos pocos y en esto El pisito es contundente, no se esconde y apunta desde la comedia negra una realidad que critica con gracia, ironía y fiereza, una situación no ficticia que en la ficción obliga a Petrita y a Rodolfo a perder su dignidad y su ética (valores éticos que son lujos para quienes se encuentran en su precaria situación), al decidir que su única posibilidad para vivir juntos pasa por convertirse en un extraño triángulo no amoroso y aguardar a que se produzca un deceso que nunca parece llegar.

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