Adaptándome
a los tiempos, seré superficial y diré que el primer cisma de la Iglesia, la dividió en Romana y Bizantina (u ortodoxa). Más adelante, unos cinco siglos después, ante
los usos y abusos de los eclesiásticos romanos, a
Lutero le dio por protestar, tanto que le llamaron protestante, y a muchos príncipes, señores y políticos les vino de perlas, ya
que romper con Roma era su oportunidad para
alcanzar metas y objetivos políticos que hasta entonces no estaban a su
alcance. Por aquel entonces de rotos, descosidos y luchas por el poder, el humanismo estaba de moda,
Erasmo, Juan Luis Vives o Tomás Moro eran algunas de las estrellas mediáticas de un movimiento que abogaba por el individuo y la
razón, pero no por una ruptura con la Iglesia Católica Romana, a la que creían obra de su salvador. Con la
Reforma luterana en marcha y la ruptura como realidad que separaba
Europa, a Enrique VIII le dio por repudiar a su primera esposa, Catalina —hija de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla—, calificando su matrimonio de ilegal, puesto que antes había estado casada con Arturo, el hermano mayor del monarca británico, aunque, en realidad, todo cuanto
esgrimía su graciosa majestad no era más que la excusa con la que poner fin a un
enlace que no le había proporcionado un heredero varón al trono de
Inglaterra. Enrique Tudor, de número VIII, no se andaba por las ramas, aunque le gustasen las palomas. Quería lograr su libertad para casarse con Ana Bolena, pero la Iglesia de Roma no
estaba dispuesta a ceder a sus pretensiones, posiblemente porque el obispo romano miraba con mejores ojos a Carlos I que al monarca inglés. El Papá Clemente VII no quiso ofender a la doble corona de Castilla y Aragón, ni perder su inestimable “amistad”; y decidió que de cabrear a alguien, era mejor escoger para el fastidio a un rey que posicionó en segunda
fila. Pero sus cálculos fueron erráticos o Henry le salió rana. El monarca inglés decidió cambiar las reglas del
juego y, para ello, hizo que el Parlamento aprobase una ley que lo declarase Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, lo que suponía
una nueva ruptura para Roma, que bastante tenía con pensar en una contrarreforma a la reforma. Pero el conflicto planteado en Un
hombre para la eternidad (A Man for All Seasons,
1966) no trata de una cuestión religiosa, ni cisma ni reforma alguna, aunque haya un poco de todo eso, pero más que de otra cosa, este prestigioso film de Fred Zinnemann, a partir del guion de Robert Bolt —suya también es la obra teatral que adapta—, trata de una cuestión de la
individualidad frente a la presión del Estado y del sistema legal
sobre el que se sustenta. Se trata de la ley natural y la ley positiva, de la libertad de conciencia
frente a la presión de los estamentos monárquicos o, más cercano al tiempo de rodaje de la película, frente a cualquier caza de brujas en cualquier estado democrático del siglo XX —y ya puestos, también del XXI. Pero el personaje principal de la película de Zinnemann no es un
hombre del siglo XX, aunque fuese más tolerante que la mayoría de
los cancilleres más famosos de la centuria de las dos guerras mundiales.
Se trata de uno de los humanistas arriba nombrado, Tomás Moro, el
autor de esa ilusa creación literaria llamada Utopía. Abogado, juez, teólogo, político, Moro
fue un prohombre de su época, respetado por muchos, envidiado por
otros tantos, incluso fue apreciado por el regio Enrique (Robert Shaw) antes de
pretender que todos sus súbditos importantes jurasen fidelidad a su
causa. Pero con Tomás hace una excepción, le dice que sencillamente
le basta con que se mantenga al margen, y eso es lo que hace su
antiguo canciller. No obstante, su negativa a prestar juramento, le
sitúa en una complicada posición, sobre todo, con las intrigas e
intereses en juego, con el arribismo y la mezquindad de su tiempo.
Zinnemann pone a su protagonista solo ante el peligro, lo
sitúa en una postura similar a la de Gary Cooper en High
Noon (1952), pero sin opción a una victoria física, aunque
sí a una moral. No obstante, el Tomás Moro interpretado por Paul
Scofield es un hombre que se contradice, al menos cuando le pide,
suplica, exige, a Alice (Wendy Hiller), su mujer, que le diga
que entiende su decisión, después de que ella le diga varias veces
que no la entiende. Pretende que reniegue de su creencia, cuando él
no da el brazo a torcer con la suya. Es la contradicción humana,
pero, aparte de esa pequeña laguna que todos compartimos, Tomás es
un hombre que no puede ceder, porque no puede traicionarse, pues ya
no se trata de un capricho, o de orgullo, se trata de traicionarse
como hombre, de renegar de sí mismo por una imposición que le haría
sufrir más que la propia amenaza de muerte que se cierne sobre él.
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