Didier (Thierry Neuvic) asiente.
Marie: ¿Qué hay después de la muerte?
Didier: ¡Vaya pregunta! –responde ante la incomodidad que supone.
Marie: Di.
Didier: Morimos y ya está. Se apagan las luces. ¿Por? ¿Por qué?
Marie: ¿Nada más? ¿La oscuridad total?
Didier: Total. Se va la luz. El vacío eterno.
Marie: ¿No crees que pueda haber algo más?
Didier: ¿Cómo qué?
Marie: No lo sé. Algo. El más allá.
Desde que la humanidad tomó conciencia de su mortalidad, que presumo se produciría al mismo tiempo que su conciencia de estar vivo, también creó o intuyó un mundo espiritual, paralelo al físico e imposible para los sentidos, pero uno que sentía real, quizá por la necesidad de calmar el temor a lo desconocido o a ese <<vacío eterno>> al que se refiere Didier durante la conversación que, debido al tema a tratar, inicialmente le desubica y le resulta un tanto incomoda. Las distintas culturas que se han sucedido desde la prehistoria hasta la actualidad presentan cultos mortuorios, ritos funerarios y distintos más allá, cuyo acceso sería a través de la muerte, la supuesta puerta a la otra vida, como reza sin suposición el cura en el entierro de Jason, el hermano gemelo de Marcus (Franklin McLaren/George MacLaren). ¿Pero quién tiene respuestas? Ante falta de respuestas concretas, solo queda la incredulidad o la credulidad, llámese fe o deseo, pues lo único cierto es el desconocimiento y la elección subjetiva: el qué creer. En Más allá de la vida (Hereafter, 2010), Clint Eastwood escoge la vida y la muestra en contacto con la muerte. Escoge los lazos que unen a los vivos y la memoria de aquellos a quienes estos recuerdan. Eastwood presenta a sus protagonistas en contacto con la muerte: Marie la experimenta durante sus minutos bajo la aguas de un tsunami; George (Matt Damon), que de niño murió técnicamente durante una operación, en su capacidad de contactar con el más allá –y su rechazo a hacerlo, después de años ganándose la vida con la muerte–; y a Marcus lo muestra en la pérdida de su hermano gemelo, cuya unión queda expuesta en la aparición de ambos en pantalla. Más que traumática, la experiencia de Marie transciende el trauma, pues puede decirse que estuvo muerta durante la brevedad que se muestra al inicio de la película. En ese instante tiene contacto con algo que no puede describir, pero que tampoco puede olvidar una vez de regreso en el mundo de los vivos. Era un lugar difuminado, ingrávido, silencioso, de sombras que apuntaban ser siluetas. Esa sensación de haber estado en el más allá es la que le lleva a las preguntas que inician el texto, preguntas sin respuestas o que pueden tener tantas o más. Eastwood no las ofrece, puesto que no se trata de responder, sino de plantear.
Al igual que ha intentado dar respuestas, desde sus orígenes, el mundo físico humano ha ido perdiendo contacto con su espiritualidad, con su lado abstracto, que nada tiene que ver con cuestiones o creencias religiosas. Dicha espiritualidad ha sido sustituida o anestesiada por sobredosis de supersticiones, de materialismo, de mercantilismo y de comercialización que relegan aspectos básicos e indisociables de la vida, como pueda serlo la muerte, que suele ser un tema tabú —salvo que se despersonalice y se aborde desde el humor negro o se use como golpe de efecto— o, como mínimo, incómodo en una conversación como la que mantienen Marie y Didier e incómodo también para el funcionamiento de una cotidianidad de compra-venta, de huida hacia la “felicidad” y de instantáneas que desaparecen tan pronto cumplen su misión de impactar en la opinión irreflexiva, la cual encaja a la perfección en las altas velocidades que impiden mayor contacto con la intimidad y con el entorno, pues impiden una pausa durante la cual plantearse qué necesitamos realmente, qué hacemos con “nuestro” tiempo, si vivimos condicionados para huir de nuestra humanidad o cómo queremos y podemos vivir. Se habla de libertad, pero seguimos pautas marcadas de las que solo salimos cuando una experiencia traumática nos expulsa de la rueda. Entonces, fuera de orden, asoma un nuevo ritmo, aparecen preguntas, se inician búsquedas y se concede importancia a cuestiones que la agresiva cotidianidad tecnológica no contempla o deshumaniza para convertirla en parte de sí. Eastwood destaca por mantenerse alejado de esa rueda, aunque forme parte de ella, de ahí que su propuesta sea a contracorriente o, cuando menos, sea valiente en su manera de abordar la muerte, pero también la vida. El veterano cineasta no da respuestas, sabe que no las posee, tampoco pretende efectos, ni dar lecciones, ni esperanzas en el más allá. Su discurso es el aquí y el ahora, donde el sufrimiento y el vacío también forma parte de la experiencia vital. No hay superstición ni ciencia en lo que cuenta, hay honestidad, emociones, impresiones, dudas y temores humanos. Sus protagonistas son tres personajes que están atrapados más allá de la vida, pues están atrapados entre dos mundos que están en este: el que está fuera (el exterior y quienes lo ocupan) y el que llevan dentro (su pensamiento y sus sentimientos, lo racional y lo irracional que determina al ser humano completo). No hay equilibrio entre ambos: Marcus se siente desprotegido y solo, tras la muerte de su hermano, doce minutos mayor, y emprende una búsqueda en la que descubre embaucadores que se ganan la vida con el dolor y el vacío que dejan los seres queridos fallecidos; George quiere vivir, pero lo hace huyendo de su realidad, de la capacidad extrasensorial que le permite un contacto que le hizo sentir que vivía de la muerte; y Marie, que no puede retomar su cotidianidad, necesita comprender su experiencia, comprensión que no conlleva conocimiento ni certezas, como explica cuando presenta en público el libro que ha escrito sobre su vivencia y su contacto con la muerte.
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