Que William Wyler fue uno de los mejores cineastas de Hollywood solo se le escapa a alguien que no haya visto sus films o que no haya reparado en la minuciosa armonía del conjunto que forman las partes de películas como La heredera (The Heiress, 1949). Las interpretaciones de su elenco protagonista, la posición de una cámara que apuesta por la sutileza, por no hacerse notar innecesariamente, para captar cualquier detalle por trivial que parezca, puesto que los detalles en Wyler nunca resultan gratuitos —el mismo sombrero y los mismos guantes, colocados en el mismo lugar, provocan reacciones opuestas según sea Catherine (Olivia de Havilland) o su padre (Ralph Richardson) quien los observe—, los reflejos opuestos y la diferencia en las miradas de la pareja —antes y después del fallecimiento paterno—, la elegancia narrativa, que no desmerece a la literaria de Henry James, y la carga emocional que el responsable de Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lifes, 1946) expresa visible y en silencio, pero no acallada. Así comprendemos que Catherine no es la víctima de un cazador de dotes, sino una mujer atrapada o prisionera de la sociedad clasista y patriarcal que la condena a ser el patito feo de un entorno esnob y lleno de prejuicios, un espacio humano que la observa, la juzga y, como su padre, la infravalora por ser una joven de apariencia poco agraciada. Más que por la carnalidad o el atractivo físico que Morris (Montgomery Clift) pueda despertar en ella, el motivo de su entrega es la promesa de escapar y liberarse de la tiranía en la que vive. De ahí que su encuentro con el buscavidas sea un amor a primera vista: un flechazo a la posibilidad de hacer real la ilusión que acaricia en secreto desde tiempo atrás. Ella desea entregarse a Morris no porque se enamore del hombre, sino porque se enamora de lo que representa, o de lo que podría implicar, puesto que el apuesto caballero, adulador, elegante y sin fortuna, a quien ella no quiere ver como el resto —tanto su padre como su tía (Miriam Hopkins) sospechan las intenciones del galán—, sería para ella un trofeo similar al que para él lo sería la fortuna de una heredera. De ese modo, Catherine pretende escapar de una vida en la que ha estado sometida a las comparaciones que su padre silencia, pero que lo oculta en su pensamiento. Siempre la compara con la madre fallecía e idealizada por un hombre que desde el primer momento no es que sospeche de Morris y de sus intenciones, sino que confirma el rechazo hacia su hija, en quien no encuentra ningún atributo que pueda seducir al joven, salvo su dinero.
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