miércoles, 28 de abril de 2021

Una chica afortunada (1937)


Las comedias alocadas de Mitchell Leisen —así como las de Gregory LaCava, Howard Hawks o Leo McCarey— son elegantes y brillantes caricaturas de la alta sociedad, enredos que vivieron su máximo apogeo entre mediados de la década de 1930 y la Segunda Guerra Mundial. Se trata de mundos de ensueño, de lujo y glamour, entornos donde no hay espacio para el drama. En esos ambientes todo semeja blanco y las sombras que amenazan el tono inmaculado no tardan en resplandecer como parte del cinismo y de la ironía que se esconde detrás de la cómica ensoñación de celuloide que asoma en la pantalla, en ocasiones de apariencia ingenua y frívola, pero que resulta más desenfadada, moderna e insinuante que la mayoría de comedias hollywoodienses posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El auge de la screwball comedy coincide con el largo proceso de recuperación económica iniciado por la administración Roosevelt y su política New Deal, de ahí que en ocasiones se introduzcan en ese ambiente elitista reflejos distorsionados de la realidad, aunque exageradamente cómicos. Son instantes que en Una chica afortunada (Easy Living, 1937) asoman en un autoservicio donde la mendicidad y el hambre se dan un festín cuando estalla el caos precipitado involuntariamente por John Ball, hijo (Ray Milland), a quien el vigilante del local descubre dando pastel de carne a Mary Smith (Jean Arthur) —allí todo esta calculado para obtener el mayor beneficio y las cámaras de vigilancia controlan a los empleados y a los clientes para que no se pierdan centavos ni se regale comida—, o en la bolsa, donde la fragilidad de los mercados bursátiles se evidencia en la reacción ante los rumores que provocan la caída del acero y el <<crash>> de la bolsa —porque se corre la voz de que el magnate J. B. Ball (Edward Arnold) ha confirmado a Mary Smith, su supuesta amante, que las acciones del acero bajan. Estos ejemplos de caricaturas de la cotidianidad se cuelan en este enredo escrito por Preston Sturges y dirigido por Leisen, que encontró tanto en los guiones de Sturges como de Billy Wilder y Charles Brackett diálogos que no ocultan la cínica comicidad de sus autores o esa acidez con la que cuelan su sociedad contemporánea en sus guiones y en sus películas.



Si bien Sturges hubiese sido más despiadado y osado, dudo que alguien pueda reprochar a Leisen la elegancia y el lujo de su puesta en escena, ni el tono vital que imprime a esta divertida sátira sobre el capitalismo y la fragilidad de los mercados. Para demostrar dicha fragilidad, contacta a un miembro de la clase trabajadora, como Mary, con las altas finanzas, aunque ella lo ignora, pues, al contrario que el personaje de Claudette Colbert en Medianoche (Midnight, 1939), que parte de un guion de Wilder y Brackett, Mary es pasiva y sufre la acción sin ser consciente de lo que sucede —mientras que Colbert es quien pone en marcha su plan para lograr su ascenso social. Y lo curioso del asunto es que quien no busca nada, salvo la moneda que guarda en su hucha, alcanza la vida fácil y quien la desea, acaba por renunciar a ella. En Una chica afortunada, Leisen crea un enredo que permite a Mary una vida de lujo durante un fin de semana, desde que el abrigo de piel de marta le cae sobre su sombrero, cuando viaja hacia su trabajo en un autobús, hasta que logra deshacerse de él. Entremedias, la despiden de su empleo, porque existe una clara moralidad puritana que, consecuencia de su propio puritanismo, es incapaz de tener un pensamiento puro. Pero esa no es la única traba a superar por esta víctima del destino, pues, sin empleo, sin ahorros y sin más que la moneda que empleará en la máquina de café, le anuncian el desahucio del cuarto donde vive —y que alquila a razón de siete dólares a la semana, desayuno incluido. Pero Mary no desespera, o no demasiado, es joven, vital y, aunque desfallezca por el hambre, tiene la fortuna de que ese abrigo que precipita su despido también la pone en boca de la alta sociedad, pues los cotilleos apuntan que es la amante de J. B., el hombre que le regala el abrigo y un sombrero. Desde el instante que empieza a circular el rumor, quienes antes no habrían mirado para ella, quieren que anuncie esto, que compre aquello, que ocupe la suite Imperial del hotel Louis o que le pregunte a quien tiene en esa habitación imperial si el acero subirá o bajará, solo que le pregunta al Ball equivocado...




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