lunes, 19 de abril de 2021

Amor bajo el crucifijo (1962)


—Es una mujer muy bella —dice la sirvienta (Mieko Takamine) cuando ve la procesión que conduce a una joven a la muerte.


—Qué triste es ser mujer —suspira Ogin (Inako Arima), ante el paso de la condenada a crucifixión.


—¿Haber desobedecido a la autoridad merece ese trato tan miserable? Es muy cruel. No lo puedo comprender.


—Pero a ella se le veía un rostro tan sereno —comenta Ogin en un instante en el que intenta comprender y admira la liberación de quien ha decidido seguir a su corazón, y morir, que entregarse a un hombre poderoso a quien no ama, ni con quien quiere estar.


En parte, ese encuentro define el camino que también recorrerá la protagonista de Amor bajo el crucifijo (Ogin-sama, 1962), pero, por otra parte, muestra una realidad social de la época en la que se ubica el film: la imposibilidad femenina, la de tomar sus decisiones y elegir con una libertad que no existe para ella en una sociedad feudal y patriarcal.



Ambientada en la era de Tensho, Amor bajo el crucifijo (Ogin Sama, 1962) fue el último largometraje dirigido por Kinuyo Tanaka, cuya obra detrás de las cámaras, aunque breve, no desmerece respecto a su labor delante, como confirman Cartas de amor (Koibumi, 1953) y Pechos eternos (Chibusa yo eien nare, 1955). La cineasta, inmortalizada para el celuloide en su faceta de actriz —sus inolvidables protagonistas en los films de Kenji Mizoguchi La señorita Oyu (Oyû-sama, 1951), Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku Ichidai Onna, 1952) o Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953) solo son tres de sus numerosas y magistrales interpretaciones en obras maestras del cine japonés—, realizó un total de seis películas, siendo esta historia de amor imposible otro espléndido ejemplo de su sensibilidad y su posicionamiento respecto a las figuras femeninas. Tanaka desarrolla el drama de Ogin en una época de inestabilidad que tiene la peculiaridad de introducir un nuevo factor determinante en el conflicto que se representa en la pantalla. Lo hace con elegancia, dando relevancia al verde, sobre el resto de tonos, y a la ceremonia del té, en japonés chanoyu. El verde y la ceremonia son símbolos que acompañan a la heroína en su camino a la armonía espiritual (la serenidad que observa en la condenada) y hacia un destino similar al de muchas protagonistas de Mizoguchi y Kinoshita, los cineastas que más influenciaron en su cine, aunque también trabajase para otros maestros como Yasujiro Ozu o Mikio Naruse. Salvo el de los pioneros, como el del resto de cineastas, el cine de Tanaka recibe influencias, cierto, pero las lleva a su terreno y ahí es donde las dota de una feminidad que no se encuentra en Mizoguchi, y en Keisuke Kinoshita existe idealizada —su perspectiva es la de un hombre que admira la mujer en sus múltiples rostros, no se limita a un determinado tipo o a una en particular— y, en todo caso, resulta más cercana a la sensibilidad narrativa y cinematográfica de la realizadora.


En
Amor bajo el crucifijo ambienta la tragedia en el pasado, la de una pareja protagonista en la que la mujer, sufrida, vive en la aflicción y la resignación, pero no por ello reniega de su amor, mientras que el hombre se muestra tan pasivo como los que asoman en los melodramas de Kinoshita, pues, salvo en su último encuentro, cuando confiesa sus sentimientos, Ukon (Tatsuya Nakadai) no actúa, se somete. El personaje masculino vive sometido al orden, el tradicional samurai y la religión cristiana que abraza, mientras que Ogin, condicionada por la sociedad patriarcal y las creencias religiosas del hombre casado al que ama, expresa sus sentimientos desde el primer momento, aunque no encuentre posibilidad para llevarlos a un plano terrenal y carnal, imposibilitados tanto por la tradición feudal como por el cristianismo en las islas —Ukon asume que su matrimonio, por el rito matrimonial cristiano, es una promesa que no puede romperse. Esta situación altera el orden hasta entonces heterogéneo, pero la cineasta no va a mostrar la complejidad y el enfrentamiento e intereses de dos ideas. A ella, le interesa de ese presente de 1587, en el que inicia su relato, y de esas dos realidades distantes, que enfrentan a los señores que mantienen la tradición y los que abrazan la religión que los europeos (portugueses y holandeses) introducen en el país del sol naciente, la situación de su protagonista femenina, el cómo se encuentra atrapada entre el feudalismo y cristianismo; esas dos posturas ideológicas para las que su opinión y sus sentimientos apenas cuentan, de ahí que no sorprendan los hechos que vemos a lo largo de tres años y el desenlace que Ogin asume como el único posible; quizá ese instante sea lo más cercano a poder decidir su presente, un instante en el que comprende lo que había leído en el rostro de aquella mujer condenada que no quiso traicionar su corazón.



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