miércoles, 21 de abril de 2021

Danzad, danzad, malditos (1969)


Dos años antes de que Sydney Pollack rodase Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They, 1969), Arthur Penn se había inspirado en la historia de Bonnie Parker y Clyde Barrow para realizar su Bonnie & Clyde (1967), una película que mostraba a dos jóvenes marginales que deseaban fama y dinero, y, para lograrlo, desataban la violencia, que no era de su exclusiva, sino que era un atributo recibido del entorno que los había moldeado. Algo similar persigue el Dillinger (1973) que John Milius llevó a la pantalla, también inspirándose en el personaje real. Común a las tres películas es la época de crisis económica en la que se desarrollan, pero lo que las aproxima, más si cabe que el escenario temporal de la Gran Depresión, es la sociedad que reflejan, una cuyos pilares son el dinero, la violencia, la competición y el espectáculo. Tomando como punto de partida la novela homónima de Horace McCoy, y el guion de James Poe, con el que el guionista de Attack (Robert Aldrich, 1956) pensaba debutar en la dirección, Pollack no se acerca a la recesión económica que siguió al crack de 1929, la toma como telón de fondo y como excusa para desarrollar un despiadado retrato de la sociedad de la competición y del espectáculo, una sociedad que el cineasta encierra en un recinto ferial donde la promesa del premio en metálico y la realidad de un techo y comida diaria destapa la irracionalidad y las miserias humanas.



Los participantes en el concurso promovido por Rocky (Gig Young) son como ganado, o así lo son para él, así lo siente y así los maneja, guiándoles por donde quiere, ya que, salvo Gloria (Jane Fonda), no protestarán —llegan marcados por la necesidad y eso les hace dóciles. Algunas parejas se apuntan por la posibilidad de que un cazatalentos de Hollywood les ofrezca trabajo en el cine, otras por ese plato diario que les costará sangre, sudor y lágrimas (y a quien gane, también le costará el premio), y todas lo hacen por los mil quinientos dolores en monedas de plata que supuestamente se entregarán a los vencedores. Supuestamente porque el promotor no tiene la intención de pagar esa cantidad a ninguno de los participantes; lo sabremos en la escena que definitivamente estrangula a Gloria, que hasta entonces se había mostrado indomable. El maratón de baile, que concluirá cuando quede una pareja en la pista, atrae a espectadores y patrocinadores, a estrellas emergentes de la pantalla, a antiguas concursantes y a quienes lanzan unas cuantas monedas a la “arena”. Todos tienen en común que ven y disfrutan del espectáculo, posiblemente aplaudan y vitoreen, ignorando de modo consciente lo más obvio: el sufrimiento y el deterioro de los concursantes. Quizá, como dice Rocky, el público acuda para sentirse mejor, al comprobar que las miserias de otros superan las propias, aunque posiblemente existan distintos motivos que explicarían el comportamiento popular. En la pista de baile retratada por Pollack en Danzad, Danzad, malditos el dinero y su ausencia, la promesa de los mil quinientos dólares, mueve y determina el mundo. Ya no se trata de una competición, o lo solo de eso, se trata sencillamente de dinero y crear el espectáculo que lo genere. Rocky, el promotor, comprende ese entorno y sabe cómo sacarle provecho, de hecho es el único de todos los presentes en esa carpa de miseria e irracionalidad que realmente sabe qué busca y cómo lograrlo. El resto, tanto los competidores como el público solo se diferencia en la situación en la que se ubican, de hecho, hay antiguos concursantes observando y animando a las parejas como la que forman Gloria y Robert (Michael Sarrazin), la una condenada a una existencia que no le depara más que una salida para dejar de sufrir, y el otro un soñador ingenuo y desorientado cuya intención no era competir y, sin embargo, acepta formar parte del juego sencillamente porque así se lo indican cuando Gloria se queda sin su pareja original.


Danzad, Danzad, malditos, cuyo título original simboliza mejor la agonía que sufren los protagonistas, muestra la inhumanidad de la competición/espectáculo, del negocio donde van pasando las horas, los días y las semanas, mientras observamos el deterioro físico y mental de los competidores, al ritmo que marca Rocky. Impasible, el promotor utiliza a sus participantes para crear y dar al público un entretenimiento que quizá aleje sus propias miserias de sus vidas, pero no lo hace de la de ese ganado que baila, se arrastra o corre por una pista donde la agonía se patentiza a medida que transcurren los días. Por otra parte, Pollack introduce en tres momentos, a mí entender, innecesarios. Son breves imágenes de presente en el que se observa a Robert: primero declarando en una comisaria, después tras el vidrio de una prisión y por último ante el juez que dictará sentencia. Son tres instantes que sirven para apuntar qué algo sucederá en la competición, pero eso se intuye en todo momento, aunque no sepamos qué o quién será víctima de la tragedia que se va gestando. Lo interesante de esos momentos reside en el tono onírico, que probablemente remite a la enajenación, quizá ya no de Robert, cuya últimas palabras, <<matan a los caballos, ¿no?>>, sino a la de un entorno que iguala a los malditos de la pista de baile y el ganado.

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