domingo, 13 de agosto de 2023

Living (2022)

La humanidad de Takashi Shimura en Vivir (Ikiru, Akira Kurosawa, 1952) la hereda Bill Naghy en Living (Oliver Hermanus, 2022), aunque el actor británico no alcanza a exteriorizar su pesar y su transformación a través del cuerpo y del rostro tal como lo hace aquel funcionario japonés atrapado entre la burocracia y la proximidad de su muerte. Son dos tipos de interpretación distintas, igual de válidas, pero la de Shimura me hace olvidar que actúa. Simbólicamente, traspasa la frontera de la representación y me aproxima de tal modo su no vivir inicial, su dolor y su pesar posterior, su ilusión revivida tras los primeros azotes de la tempestad interior que sigue al dictamen médico que confirma su desahucio de la vida, que la compasión (si así puedo llamar a lo que siento), el acompañarle y el sentirlo en su recorrido vital, resultan más allá de la contemplación cinematográfica; son reales aunque sepa que estoy ante una ficción. Logra generar en mí sensaciones y emociones veraces, a fuego lento, sin forzar su transitar emocional por los últimos días de su vida. Habla con el silencio, con el cuerpo y la mirada. Su sinceridad corporal se me antoja brutal, tal, que puedo (o creo) sentir la agonía y las emociones de su personaje en el movimiento muscular, en la caída de hombros o en una mirada apagada, huidiza, tímida, que primero parece negarse a mirar la realidad de los otros y la suya propia cara a cara. Sus emociones contenidas pasan desapercibidas para los colegas de trabajo, la familia y los vecinos, ocupados en sí mismos. Apenas alguien lograría entrever lo que bulle en su interior: miedo, necesidad de encontrar una vía de escape a la proximidad de lo inevitable, soledad, tristeza, resignación, ganas de vivir o de volver a sentir que vive, satisfacción… Acabo de comparar a groso modo las interpretaciones entre Shimura y Nighy, dejando la de este último sin expresar sus matices, quizá porque descubro que el inglés no logra superar la actuación, es decir, me genera la impresión de que siempre está actuando, no me hace olvidar que estoy ante una interpretación (algo que sí logra Shimura). Noto algo así como que fuerza su contención, que se contiene a la hora de recrear el papel de su moribundo que descubre la necesidad de sentirse vivo en la certeza de su muerte. Pero eso no aparta de mi mente la sensación de “sí pero no” que me embarga al contemplar su agonía y su posterior y postrero revivir.

No quiero ni voy a hacer una comparativa entre las películas y sus directores porque son incomparables. Cierto que lo que quiero casi nunca lo consigo, pero que no se diga que no intentaré que las inevitables comparaciones sean las menos posibles. No veo utilidad ni riqueza en comparar a un maestro de la talla de Kurosawa con un cineasta del que apenas conozco su obra, ni la de someter a la prueba del espejo las imágenes que se enfrentan para decir que el reflejo carece del alma del original. Tampoco veo utilidad a preguntarme para qué realizar una nueva versión de Vivir. La respuesta que podría darme sería la misma que me daría para responder para qué realizar una versión de ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946) o de Amanecer (Sunrise, Friedrich Wilhelm Murnau, 1927). Las emociones que generan los films de Capra y Murnau, al igual que las transmitidas por el de Kurosawa, solo pueden existir y ser ahí, en esas imágenes. Cada una de esas películas, tienen su propia alma; su identidad, la grandeza de obras maestras cuyos pros y contras juegan a favor de un estado emocional que me contagia. Respecto a Living, no siento ese contagio, quizá por el hecho de que juega en su contra el ser la versión “moderna” y occidentalizada de una obra maestra —que Hermanus y Kazuo Ishiguro saben de antemano que no podrán superar— que, más que admirar, siento. Pero, por otra parte, tiene a favor que la mayoría del público actual no ha visto el film de Kurosawa; ni lo conocía, al menos hasta el estreno de esta película rodada setenta años después de Vivir. Mirando alrededor, al panorama cinematográfico anglosajón actual, comprendo que Living no es una mala película, no lo sería de no existir el monumento humanístico y cinematográfico que trata inevitablemente de imitar; y al interior, siento que me resulta imposible dejar al margen la original. Su acierto (uno de ellos) no reside tanto en el guion de Ishiguro (que tampoco se de distancia demasiado del de Kurosawa) ni de la dirección de Oliver Hermanus. Reside en ubicar la historia del señor Williams en un periodo y en un espacio gris, apático, tan “estirado” como el inglés de mitad del siglo XX, cuando el imperio se derrumba y esa Inglaterra, cuna del esnobismo y de la altivez de clase, es un lugar donde la burocracia y el orden son básicos en la cotidianidad sombría en la que se descubre a lo señor Williams (Billy Nighy), cuya grisura no desentona con la del resto, ni tampoco con los personajes que en “Momo” venden su tiempo. Como la japonesa, la británica es una sociedad jerarquizada y ordenada donde la sensación de control y encierro, de alienación y asistencia de libertad de movimientos, se traslada al ámbito laboral donde nada parece fluir natural, salvo el novato en su primer día, cuando, ilusionado ante lo que supone, pero que desconoce, choca con la apatía de sus compañeros, ya asimilados por el sistema. El veterano, Williams, carece de ese brillo. Ya no tiene ilusiones de ningún tipo, pero las recuperará frente a la muerte que se acerca. Nada puede hacer para detenerla; nadie puede, pero algo nace dentro de él, un deseo, una necesidad, hacer algo por otros, lo cual le genere la sensación de vivir, la de haber hecho algo de su vida que haya merecido la pena. En “La conquista de la felicidad”, Bertrand Russell dice algo así como que para alcanzar la felicidad hay que dejar atrás el uno y dirigirse a los otros; convertirlos en el centro, lo que depararía el desplazamiento del egocentrismo (en el que la felicidad es imposible) y el paso al altruismo, la generosidad sin precio, la que surge espontánea y natural y se ofrece sin pretender una recompensa. Nada quiere para sí, el señor Williams cuando decide ayudar al prójimo y alcanza la felicidad a las puertas de la muerte.



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