viernes, 25 de agosto de 2023

Contra el muro (1994)

En 1993, en el correccional de Lucasville (Ohio), cuatrocientos cincuenta prisioneros se amotinaron durante diez días, para reclamar una mejora en sus condiciones de vida en presidio. Esto no era nuevo en el sistema de prisiones estadounidenses, pero sí fue una noticia que llamó la atención sobre la necesidad de continuar con la reforma penitenciaria. Un año después, el mismo año que Cadena perpetua (The Shawshank Redenption, Frank Darabont, 1994) triunfaba allí donde se exhibía, HBO producía y estrenaba en su plataforma televisiva Contra el muro (Againts the Wall, 1994), una película también ambientada en una prisión. Pero, a diferencia de la optimista ficción de Darabont, basada en un relato de Stephen King, el dirigido por John Frankenheimer, un cineasta a todas luces con más talento cinematográfico que Darabont, y escrito por Ron Hutchinson —con un currículum televisivo nada despreciable, que ya quisieran muchos guionistas de cine para sí— recreaba (y recrea) un hecho real, nada alegre, ni amistoso ni esperanzador y señalaba, revisando el pasado, la necesidad presente de apurar la mejora de los correccionales. El suceso, el motín más sangriento en un presidio estadounidense, fue consecuencia de las precarias condiciones del correccional de Attica (en el estado de Nueva York), pero también del sistema de prisiones y de la propia sociedad estadounidense, la cual, tal como apuntan las imágenes de archivo que abren el film, con los asesinatos de los Kennedy y de líderes afroestadounidenses, con Vietnam de fondo y con los movimientos pro Derechos civiles, entre otras circunstancias, parecía al borde de la locura o de una revuelta civil.

La película de Frankenheimer centra su atención exclusivamente en el motín acontecido en septiembre de 1971, en la prisión de Attica, donde el reglamento, la segregación, el elevado número de reos y las malas condiciones y el trato denigran a los presos hasta el extremo que les empuja amotinarse y a unirse —Panteras negras, Nación islámica, Los jóvenes de Puerto Rico, los reclusos blancos,… hasta un total que superaba los mil doscientos amotinados— para exigir mejoras y más derechos. La situación es límite, violenta en un primer momento (y en el último también), siempre tensa, y han llegado a ella tras ver rechazadas todas sus peticiones y sufrir la precariedad y la denigración institucionalizadas en el correccional, las cuales no hacían más que reflejar las callejeras, las que habían nacido de las diferencias entre el blanco, que había creado el sistema para su beneficio, y las minorías étnicas marginadas como la hispana y la negra. Los primeros llegaron como consecuencia de la emigración, de buscar una vida mejor en las tierras del norte, y los segundos por obligación, pues los europeos arrastraron a sus antepasados y los hacinaron en barcos que los trasladó (a los que sobrevivían la travesía) a los mercados del llamado “nuevo mundo”; que no era nuevo, y no tardó en ser una prolongación de las costumbres y usos del viejo, incluso radicalizadas, porque lo que salió de Europa no era lo que se dice lo mejor de cada casa. Desde entonces, habían sido humillados, esclavizados y castigados. El odio consecuente de ese maltrato está presente en los amotinados de esta cruda y espléndida reconstrucción de los hechos.

Hubo treinta y nueve víctimas mortales, diez de ellas rehenes que murieron como consecuencia de los disparos de las fuerzas del Estado, y más de ochenta heridos, tras cinco días de revuelta en la que los presos, en su mayoría negros e hispanos, decidieron poner fin a lo que los miembros de sus comunidades también sufrían fuera: denigración y abusos, aunque, en la calle, se producían de un modo distinto. Lo curioso era la lentitud con la que se ponía en práctica lo que ya existía en la teoría, pues el país había abolido legalmente la esclavitud, declarado la igualdad y el derecho a la felicidad como base de su constitución, y abogaba por la integración, no por la segregación que todavía existía un siglo después de Lincoln. Avanzada la historia estadounidense, el panorama se había despejado mínimamente para la comunidad afroestadounidense —también la hispana sufría una situación similar a la afroamericana en 1970—, siempre sospechosa, condenada a vivir a la sombra y de las sobras de la mayoría protestante y anglosajona que controlaba el país y, por supuesto, la prisión de Attica. Allí llegan el mismo día Michael Smith (Kyle McLachlan), como nuevo agente, y Jamaal (Samuel L. Jackson), como preso reincidente. Este asoma en la pantalla más cercano a Malcolm X que a Martin Luther King, y se erige en uno de los líderes del levantamiento. Reivindica de forma pacífica mejoras para los presos: ropa limpia, ducharse todos los días, no una vez a la semana como establece un reglamento que no contempla al reo como persona, mejor comida, eliminar la censura de las cartas —los hispanos no las reciben porque no hay empleados que sepan el idioma para censurar el correo—, libertad de culto religioso, posibilidad de rehabilitación…, pero el supervisor (Carmen Argenziano) no le escucha. En fin, Jamaal ya ha pasado por ello antes y no se sorprende. En ese instante habla por sí mismo y probablemente por uno de los grupos separatistas, la Nación Islámica, al que pertenecía Malcolm X y del que se alejó poco antes de que lo asesinasen, pero también representa al resto. Como él, los demás amotinados piden aquello que les ofrezca dignidad humana entre rejas; tal como expresa Michael cuando, tras cuatro días de amotinamiento y miedo, habla a las cámaras que cubren la noticia del motín cuya primera víctima mortal, el agente Quinn, se debe a los golpes de los insurrectos y las restantes a los agentes del orden que asaltan el recinto —la manera de mostrarlo por parte de Frankenheimer no disfraza la brutalidad ni la rehuye; su cámara mira de frente los sucesos como ha hecho a lo largo del film— tras unas negociaciones en las que, cual su homólogo romano en Palestina, el gobernador Nelson Rockefeller se lava las manos y deja que sean otros quienes decidan la suerte de los rehenes y los presos. Un año después, la comisión encargada de investigar los hechos acaecidos en Attica concluyó que el uso de la fuerza por parte del Estado fue excesiva y que el gobernador debió acudir a Attica, tal como exigían los amotinados, y asumiese el control y las responsabilidades en y de las negociaciones…



No hay comentarios:

Publicar un comentario