Con cada nuevo biopic sobre músicos o cantantes, Amadeus (Milos Forman, 1984), Bird (Clint Eastwood, 1988) y De-Lovely (Irwin Winkler, 2004) cobran en mi pensamiento esplendor creciente, pues brillan con mayor inventiva, emoción e intensidad que La bamba (Luis Valdez, 1987), Gran bola de fuego (Greats Balls of Fire!, Jim McBride, 1989) o Ray (Taylor Hackford, 2004) y que las pirotécnicas y entregadas al postureo Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018), Rocketman (Dexter Fletcher, 2019) o Elvis (Baz Luhrmann, 2022), que buscan el espectáculo en el mito que tanto gusta y vende entre el respetable. El nombre y el icono que introducen es el gancho y la excusa, pero ¿qué hay detrás del mito? La vida que hay detrás no puede atraparse ni en un libro ni en una película. Eso es obvio, como también lo es que la posibilidad que queda para expresar la esencia del personaje consiste en desarrollar o representar distintas ideas que desvelen partes de una totalidad imposible de aprehender y llevar a folios o fotogramas. Las biografías que se publican o se filman están condenadas a no poder atrapar entre sus paginas y sus imágenes el quien, el ser real poliédrico. Tampoco es lo que se busca, ni se pretende retratar a la persona, sino a un personaje. Lo interesante para la historia son las aportaciones de tal o cual y para el cotilleo lo anecdótico. Se ofrece el estudio (mejor o peor estudiado) llevado a cabo por el biógrafo, que suele consistir en la sucesión de datos y reflexiones, de declaraciones, no pocas descontextualizadas, de opiniones de la época o de cómo fulano y mengana lo vieron. Todo lo más se antoja imposible, lo que se busca sería recrear en el papel o en la pantalla no a la persona en sí, sino esa parte a la que se accede y que los biógrafos intentan expresar en sus obras, ensayos y estudios. Sin embargo, no todos aspiran a una biografía al uso, menos aún si el “biógrafo” es alguien que, como Luhrmann, escapa de cualquier intención realista para llegar a alguna realidad. No es mala opción para poder ahondar en el biografiado y expresarlo, desvelarlo. Pero dudo que aquí se consiga…
¿Qué persigue Luhrmann? ¿Un musical y “biofantasía” roquera y mefistofélica? Ni idea, solo escucho la insistencia y el poco que decir de la voz en off del manager, el coronel Parker (Tom Hanks), que cuenta que él no es el malo de la historia, aunque haya quien le tilde de tal y le acuse de ser el responsable de la muerte del cantante que descubre en la década de 1950. El coronel dice que Elvis (Austin Butler) no sería lo que Elvis sin él y sigue hablando sobre imágenes que temen cualquier momento de quietud. En cine, nunca se habla tanto como cuando nada hay que decir. Esa es la sensación que me genera Elvis, su narrador y Luhrmann, que pretende ritmo y cree conseguirlo mediante la banda sonora y el montaje dominado por la ansiedad de hacer algo chulesco, que no frenético ni marchoso, menos aún rockero, entregado a los continuos cambios de planos y esa voz en off que acaba resultando cansina, casi tanto como la imposibilidad del cineasta australiano de detenerse más de un segundo en un mismo plano.
El film resta responsabilidades a Elvis, le despoja de sus decisiones, de su persona, fuese la que fuese la que se encuentra tras la leyenda que el director de Moulin Rouge (2001) no alcanza, tal vez ni lo busque, puesto que no parece interesado en el personaje, ni en el hombre que hay detrás ni en la época que le toca vivir, sino que su biopic es su intento de lucirse, a partir de la leyenda, como cineasta creativo, como si fuese el no va más del musical de la última vanguardia que, por su condición de última moda, acaba siendo el primero en evidenciar obsolescencia. ¿Lo logra? ¿Dentro de veinte o cuarenta años será un referente o un olvido más entre un millón más de títulos ya olvidados? Tengo mi respuesta y supongo que muchos más tendrán la suya. Me resulta difícil entrar en una historia sin historia propia, una que no me invita a pensar, al contrario, y que vela sus carencias huyendo de ellas a través de la sucesión de imágenes que, en su afán de vertiginosidad, al instante se olvidan y de esa voz insistente que presume decir pero que solo quiere escucharse. ¿Se le escapa al director la importancia de saber dosificar? ¿La cree necesaria para sentir que está contando algo? Es su estilo, el confundir la estética con una cuestión solo formal, que busca el espectáculo, que lo fuerza, ya que todo es artificio, el engaño en el que Luhrmann insiste. Elvis vive en la farsa y, tras la imagen, no hay nada, pues sus fanáticos seguidores desconocen al hombre que le presta atributos físicos. Poco importa que el cineasta introduzca pinceladas de intolerancia en la aparición de moralistas que denuncian el movimiento de caderas de la estrella, los mismos que a otro Elvis le enseñó Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), para insinuar un conflicto que nunca llega a serlo más allá del estereotipo y del nada nuevo en el panorama industrial de Hollywood, donde parece que la serenidad es pecado y donde predominan las imágenes intranquilas, en fuga, como temerosas de que alguien pudiese pensarlas y descubriese en ellas huecos y vacíos…
Tengo que revisar mi informe...pero el tuyo me parece muy acertado, como siempre. 😁
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