La verdad, me pregunto qué me llama de lo planteado por Sebastián Borensztein en La odisea de los giles (2019), y me respondo que no veo nada que capte mi atención. Ni sus personajes ni su historia, que parte de una excusa moral y supuestamente crítica pero que pronto se desvela autocomplaciente. A priori, parece que la venganza de los oprimidos, quienes sufren la pérdida de su dinero, de su salud y de sus ilusiones, es un punto de partida para exponer una situación compleja, hiriente, injusta, pero todo se queda en que los giles liderados por Ricardo Darín y Luis Brandoni no se rinden y vencen a Manzi (Andrés Parra); lo que no deja de ser el final de un cuento de hadas en el que la victoria de los héroes y heroínas sobre las villanas y villanos, que suelen ser cuasi todopoderosos y amorales, está cantada desde el inicio. En realidad, las imágenes y las voces que pueblan la película me suenan repetidas y la comicidad que se les supone, personalmente, me aburre porque no me llega o no la alcanzo. Tanto sus dosis de comedia como de drama las siento forzadas al máximo, caen en lo repetido y en una caricatura que no desvela. Nada de lo que se pretende satirizar posibilita el acceso o acerca la realidad hiriente de las personas corrientes, las “puteadas” por la historia y por quienes mueven los hilos, la vida de esos seres de los que forma parte un equipo de aficionados que se hermanan con los granujas de medio pelo de Rufufú (Il soliti ignoti, Mario Monicelli, 1958) y los empleados de Atraco a las tres (José María Forqué, 1962), pero carecen de la gracia y la naturalidad de los ignorados habituales de Monicelli y de los empleados prescindibles y sumisos de Foqué…
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