En sus títulos de crédito se reúne de lo mejor de la historia de Hollywood, desde Raoul Walsh, el director del invento, hasta Jerry Wald y Richard Macaulay, los guionistas que ya habían trabajado con Walsh en Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) y La pasión ciega (The Drive by Night, 1940), en las que también participaron otros dos nombres propios acreditados al inicio de Alta tensión (Manpower, 1940): los productores Hal B. Wallis (ejecutivo) y Mark Hellinger (asociado), cuya importancia en el cine negro resalta en los títulos que le unieron a Walsh, a Robert Siodmak —Forajidos (The Killers, 1946)— y a Jules Dassin. Pero, aparte de los nombrados, la suma de imprescindibles continúa en los créditos en Ernest Heller, quien también se había encargado de la fotografía de Los violentos años veinte, uno de los films fundamentales en la transición del cine de gánsters al cine negro, el compositor Frederick Hollander y el editor Ralph Dawson. Casi nada, así que la cosa promete y si se le suma el reparto, encabezado por Edward G. Robinson, Marlene Dietrich y George Raft, se antoja difícil que el conjunto no funcione. Y lo hace, aunque Alta tensión no alcance el nivel de las arriba nombradas. No obstante, se trata de una muestra más del buen hacer de Walsh detrás de las cámaras; sencillamente, no abusa ni exhibe. Está y, en su saber estar, narra mejor que la mayoría. Por eso es uno de los grandes del cine estadounidense, como también lo fue Howard Hawks, a quien evoco porque la trama bien podría ser materia para una de sus películas. Alta tensión ambienta su historia en un grupo masculino cerrado, prácticamente una familia, que se dedica a un oficio de riesgo. Pero entre todos ellos, Walsh centra su atención en dos amigos —lo mismo sucede en los títulos previos— y una mujer que, sin pretenderlo, llega para entremeterse en dicha amistad y alterarla. Pero hasta ahí las coincidencias entre Hawks y Walsh, pues las narrativas de ambos cineastas difieren. Walsh toma el grupo como recurso o complemento, no como eje; aparte, su expresión me resulta más ágil que la mayoría, tal vez por desenfadada, y presenta a los dos amigos, inseparables, en una situación que esconde más de lo que aparenta, pues y desvela dos modos de ser. En ese instante, remarca las diferencias entre Johnny (George Raft), un seductor de éxito, confiado en sus posibilidades; y Hank (Edward G. Robinson), un tipo rudo, sin refinamiento, sin suerte con las mujeres. También queda claro, en la siguiente escena, que los personajes son trabajadores, personas corrientes, ni criminales ni héroes, solo electricistas que trabajan en una cuadrilla de la compañía eléctrica. Arreglan las averías en los cables de alta tensión; llueva, hiele o haga calor, acuden donde les envíen, como corrobora la noche de tormenta en la que Hank sufre el accidente laboral que le cuesta su cojera y casi la vida. Pero tiene mayor fortuna que Pop (Egon Brecher) en un trabajo posterior. La importancia de Pop en el relato es determinante, aunque su presencia sea mínima, ya que se trata del padre de Fay (Marlene Dietrich), una ex convicta a quien apenas conocía. Ella le mira sin amor, algo que Johnny observa cuando acompaña a Pop a recogerla a la puerta de la prisión. En ese instante, ya los prejuicios del personaje de Raft saltan a la vista; son los que le indican que no se trata de una buena chica. Pero ni le pregunta sus motivos ni busca conocerla y entenderla, simplemente la desconsidera por su pasado que, aparte del rojo de una cartera, él ignora por completo y por la fachada tras la que ella se esconde. Asume una fachada dura y se gana la vida en un club nocturno, pero lo que nunca pierde es su sinceridad y eso, aparte de su belleza, es lo que llama la atención de Hank, quien le pide matrimonio. El personaje de Fay es quizá el más interesante porque enfrenta la apariencia con la esencia, la que Johnny descubre más adelante, cuando ya la mujer está casada con su amigo…
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