viernes, 26 de febrero de 2021

La batalla de Chile (1972-1979)


No siempre se logra entender la complejidad histórica y la carga emocional que encierran determinadas películas, pues son reflejos vivos del instante que filman, de los acontecimientos de los que forman parte y de los que no pueden ni quieren escapar. Está claro que no son películas de evasión, tampoco lo pretenden, ni buscan entretener al público, nada más lejos de su intención, sino que se enfrentan de cara a la historia de la que son parte activa. Existen en el momento que registran, toman partido y legan sus impresiones y sus imágenes al futuro, desde el cual, hecho presente, se convierten en el eco y la memoria del pasado que, por un instante, se recuerda y así vence al tiempo que antes o después, no tiene prisa, conseguirá borrar las huellas del ayer. Más que películas son testimonio audiovisual de fuerzas vivas y contrarias, fuerzas que chocan condenadas a no entenderse, a crear protagonistas y antagonistas, víctimas y victimarios, mártires y villanos. Me refiero a películas como La batalla de Chile. La lucha de un pueblo sin armas (1972-1979), que es algo más que un film en tres partes o tres documentales que muestran un instante —como también son algo más Araya (Margot Benacerraf, 1959), Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1965-1972) o La hora de los hornos (Fernando “Pino” Solanas y Octavio Gettino, 1968)— trasciende lo documental y se convierte en historia del cine latinoamericano y de su época.


La batalla de Chile
es un film único que documenta un instante único, sin ser consciente del alcance de lo que capta, al menos al inicio del proyecto, cuando el grupo El tercer año salía a la calle para capturar las impresiones populares del tercer año de gobierno de Unidad Popular. Las reuniones obreras, las calles de Santiago, su ambiente y su gente, la tensión creciente, la lucha de contrarios, la acción-reacción, las fábricas, el boicot económico estadounidense que se une al estrangulamiento político llevado a cabo por la oposición, la huelga de transporte promovida por la patronal, la agitación social, los movimientos populares que logran evitar el colapso total de la economía, preceden al 11 de septiembre de 1973, la fecha que marca el final de la utopía de reformas sociales (revolucionarias y democráticas) y el inicio de la pesadilla de la dictadura. Aquel día de septiembre, el golpe militar, apoyado por la administración Nixon, por la oposición burguesa y por la ultraderecha, llevó a Augusto Pinochet al poder y desde allí institucionalizó el terror como medio de control. Aquella misma jornada, el colaborador de Patricio Guzmán, Pedro Chaskel, filmó, desde la ventana de un edificio próximo, el bombardeo aéreo al palacio presidencial de La Moneda, donde Salvador Allende todavía ejercía sus funciones de presidente constitucionalista electo. Esa y otras imágenes filmadas por Guzmán y sus colaboradores son parte de la historia chilena, pero también de la geopolítica internacional, aunque, cuando decidieron realizar su reportaje sobre el tercer año de Allende, ignoraban que estaban documentando el principio de un oscurantismo indefinido.


<<Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. Me seguirán oyendo. El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano>>.

(Discurso radiofónico de Allende, 11-9-1973)


Elegido por sufragio universal tres años antes de ese instante de destrucción que inicia el documento de
Guzmán, el presidente chileno fue depuesto por las armas de los insurrectos liderados por Pinochet y, así, la democracia más estable de sudamericana sucumbía y era sustituida por un estado de terror. Ese día de septiembre, Chile perdía su gobierno legítimo a manos de un militar que instauró el horror y la represión durante los días y los años que siguieron, tiempo de silencio, de muerte y de exilio, para muchos; y de campar a sus anchas para la minoría adepta al totalitarismo en el poder. Pero el golpe de Estado no fue una cuestión de un solo día, ni el capricho de un solo hombre, sino que tuvo su origen en causas que transcienden la geografía chilena y las encuentra en el orden y desorden mundial. Era el tiempo de la guerra fría entre el capitalismo y el comunismo, también de continuar la secular lucha de clases, cuyo origen se remonta a un tiempo anterior. Las dos máximas potencias de entonces, EEUU y la URSS, mantenían su disputa lejos de sus fronteras; de hecho no se las reconoce oficialmente como guerra, simplemente, a las acciones bélicas en las que se enfrentaron se las denominó conflictos locales, al ubicarse en un lugar determinado del globo terráqueo. Pero la disputa existía, era real y, cada cierto tiempo acrecentaba la paranoia en ambos bandos: el miedo a la supremacía del contrario. Este tira y afloja, los convenció para intervenir allí donde no tenían legitimidad ni derecho internacional ni moral. De ese modo, durante la década de los sesenta y setenta, agentes estadounidenses  asesoraron y colaboraron en diferentes golpes de estado en Sudamérica, el más sonado fue el chileno, porque pudo filmarse y sus imágenes se internacionalizaron. Por otra parte, nada habría sucedido de no existir el rechazo de la clase dominante a las reformas económicas y sociales que el gobierno socialista marxista de Allende estaba llevando a cabo. Ese malestar de las clases privilegiadas se unió al recelo estadounidense, que temía que Chile se convirtiera en otra Cuba. Así, tras ver como el gobierno nacionalizaba las minas de cobre, la banca e industrias varias y expropiaba unos seis millones de hectáreas y las redistribuía entre miles de familias campesinas, los agentes estadounidenses y los opositores chilenos movieron sus fichas para generar inestabilidad. Pero el gobierno electo resistió la presión política y económica como pudo, hasta que el 11 de septiembre, el poder democrático cayó ante la fuerza de las armas. Horas después, la Junta Militar liderada por Pinochet se dirigió a la nación. Como cualquier golpista de manual, el general justificó el levantamiento armado hablando de salvar la patria: <<Las Fuerzas Armadas y del orden han actuado en el día de hoy solo bajo la inspiración patriótica de sacar al país del caos que, en forma aguda, lo estaba precipitando el Gobierno de Salvador Allende. La junta mantendrá el poder judicial y la asesoría de la controlaría. Las cámaras quedarán en receso hasta nueva orden. Eso es todo>> (Pinochet, de su discurso televisivo emitido el 11 de septiembre de 1973)


El general se vende como el héroe salvador de la patria, pero el legítimo Salvador, era Allende, muerto ese mismo día en el que 
Patricio Guzmán y sus colaboradores: Pedro Chaskel, Paloma Guzmán, Bernardo MenzFederico Elton o Jorge Müller Silva, el cámara que sería secuestrado por la policía del régimen en 1974 —y dado por desaparecido desde entonces—, vieron caer la democracia, y lo testimoniaron en La batalla de Chile, película que sería montada en el exilio y dedicada a Müller y, desde él, a los miles de desaparecidos y desaparecidas durante la dictadura que se instauró el 11 de septiembre, pero que se gestó durante los meses anteriores, quizá desde el mismo día de las elecciones de 1970. Ese es el momento que viven Guzmán y sus colaboradores, el que filmaron —gracias a los quince mil metros de película virgen que les consiguió enviar Chris Marker— a pie de calle y sin conocimiento previo del lugar donde la historia les llamaría para dejar constancia de la situación y de la tensión que empezaron a filmar en 1972. Desde este instante, la película testimonia el conflicto y los hechos que precedieron al mortal golpe a la democracia chilena. Lo hace en tres partes: La insurrección de la burguesía, que recoge imágenes y testimonios desde semanas antes de las elecciones de marzo hasta el golpe fallido del 26 de junio, El golpe de estado, que se centra en el periodo que abarca los dos golpes, y El poder popular, que retrocede en el tiempo para detallar la resistencia y la lucha pacífica de los obreros y campesinos para frenar los estragos de la huelga de transporte, la especulación y el ahogo económico. En parte consiguieron frenar la situación, pero el esfuerzo no pudo parar la violencia que se desató aquella mañana de septiembre en la que Allende habló al pueblo chileno para decirles que <<Tienen la fuerza. Podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor>> (11-IX-73)

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