sábado, 13 de febrero de 2021

El último acto (1955)


<<Esta película cuenta la historia de una época que, como tal, no debe repetirse jamás. El guion se basa en fuentes históricas y en los relatos de los supervivientes>>. Con esta advertencia inicia
Georg Wilhem Pabst El ultimo acto (Der Letzte akt, 1955), el primer largometraje que narra los últimos días de Hitler en el búnker donde el 30 de abril de 1945 la historia fecha su suicidio y el Eva Braun, con quien se había casado el día anterior. El 16 de enero de ese mismo año, con los aliados avanzando hacia la capital alemana, Hitler y su séquito de criminales, adoradores y advenedizos bajan al búnker construido bajo la nueva cancillería. ¿Miedo a la derrota o precaución? Allí, vivió durante ciento cinco días y, salvo al final, no concebía la derrota. Hasta prácticamente el último momento creía en la victoria, en su destino y en el del Reich de los mil años, que acabaron siendo solo doce, pero de los más o los más aberrantes y sangrientos de la historia que ha llegado hasta nuestros días. El hecho de bajar al búnker y ocultarse, a la espera quizá de un milagro, parece indicar lo opuesto a la confianza que grita a sus subordinados, que callan, posiblemente porque saben que nada les salvará y menos ese hombre desquiciado al que han servido y dicho <<jawohl>>. Las palabras y los hechos, la contradicción del líder nazi que en 1933 hablaba de paz y se preparaba para la guerra.


La imagen del líder de 1945 es diferente a la chulesca que mostraba en las reuniones de Nuremberg; brazos en jarra, elevando el puño y el perfil, exclamando su grandeza y la de una Alemania inexistente, salvo en el desequilibrio que contagia a millones de mentes maleables, impresionables o enfermas, con el brazo estirado ligeramente elevado, a modo de saludo romano, copiado a Mussolini, como muchas otros gestos y símbolos que en su momento resultaron efectivos; de hecho, políticos posteriores los adaptaron a sus repertorios y los hicieron suyos. Pero en el búnker, es otra figura, una en descomposición, nerviosa, que intenta ocultar su deterioro mental y físico mientras acusa a sus colaboradores de haberle traicionado. Es incapaz de reconocer su responsabilidad en la derrota, ya no digamos reconocer sus atrocidades o su locura. Se dedica a evadirse de cuanto le rodea y culpa al resto, pues a ninguno considera a su nivel. Por otra parte, se trata de un nivel imposible de alcanzar salvo para sus íntimos, su oponente Stalin y algún individuo más que firmó su paso por la vida con muertes. Hitler (Abin Skoda) piensa que el pueblo alemán le ha fallado, de hecho, hasta su último suspiro asume ser una especie de mesías, de elegido o de salvador, pero la realidad confirma lo opuesto: un megalómano que destruyó cuanto tocó. Pero el de elegido (por él mismo) fue el papel que interpretó y acabo creyéndose cuando alcanzó el poder en 1933. Y así, los años pasan, anexiona territorios y países, inicia la guerra, persigue judíos, perpetra matanzas de millones y, confiado en el milagro e ido por completo de la realidad que domina en el exterior, desciende al bunker donde el capitán Wüst (
Oskar Werner) llega con la orden de entrevistarse con él y explicarle la situación en un frente roto y de unas tropas incapaces de frenar el avance de los soviéticos, por el este, y el de los aliados británicos, estadounidenses y franceses, por el oeste y suroeste.


De las versiones cinematográficas de los últimos días de Hitler —El último acto (1955), Hitler: los últimos diez días (Hitler: The Last Ten DaysEnnio De Concini, 1973), la televisiva El búnker (The BunkerGeorge Schaefer, 1981) y El hundimiento (Der UntergangOliver Hirschbiegel, 2004)— la de Pabst me parece la más oscura y alucinada, quizá debido al uso de la cámara en los espacios cerrados, a su fotografía en blanco y negro, y la sensación malsana que se adueña de la narración y que remite a la locura desenmascarada del líder nazi y de sus fieles; también es la más opresiva, claro que esto y lo anterior, posiblemente se deba a la cercanía de los hechos —solo una década de diferencia separan los hechos reales de los narrados en la película—, a que Pabst despliega su pericia para crear sensaciones de encierro —como había hecho ya en la magistral Carbón (Kameradschaft, 1931)— y a que, salvo los niños, los que participaron en el film fueron de algún modo testigos de la realidad irracional que dominó Alemania durante doce años, una irracionalidad que ponen al descubierto dos generales que hablan de que no tendrán que rendir cuentas ante nadie, ya que muerto Hitler a nadie deberán explicaciones, ni a los vencedores (un tiro en la sien, lo arregla) ni a Dios —uno dice tajante y seguro: <<no existe, pues de existir, no existiríamos nosotros>>—; o el capitán Wüst, cordura y arrepentimiento, que en sus últimas palabras advierte: <<Permaneced alerta. No volváis a decir jawohl>>

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