sábado, 6 de febrero de 2021

Makinavaja. El último choriso (1992)


El mundial de fútbol de 1982 agudiza el ingenio de los Leguineche al inicio de Nacional III (1981), pero solo es una de las múltiples excusas que Luis Garcia Berlanga toma para satirizar la situación de la España de los primeros años de la democracia. Una década después, en 1992, el país volvía a reclamar la atención internacional con los Juegos Olímpicos de Barcelona y con la Exposición Universal celebrada en Sevilla; que por qué se llama universal, podría preguntar alguien de fuera. Los pequeños planetas siempre hemos sufrido fiebre de grandeza cósmica, aunque nuestra temperatura quizá sea más cercana a la de una estrechez de miras que nos congela sin más movimientos que los permitidos por su fría uniformidad modal y por su alienante ilusionismo que oculta qué.


Risueña era la imagen visible, la de un país moderno que participaba de la bonanza de la Unión Europea (desde 1986) y que se abría al mundo para mostrar su esplendor y su desarrollo. Pero había (y siempre las hay) imágenes que no salen en las postales, ni en las fotos prefabricadas que aparecen en muros y paredes, ni en la televisión, aunque estén ahí, delante de nosotros, solo que quizá no nos detengamos lo suficiente o cerremos los ojos para no verlas. En ocasiones, esas imágenes dan origen a estudios, diálogos, discusiones e incluso a películas como las de Berlanga, cuya genial sátira fue una continua crítica social, o a tiras cómicas como las de Makinavaja, en las que los héroes no son deportistas de élite, ni artistas universales, aunque terrenales, ni la clase política, ni empresarios que asoman en listas que para la mayoría son fantasías más lejanas que el mundo de Oz. De hecho, en ese país caricaturizado en la viñeta, los héroes son los delincuentes de medio pelo, los emigrantes sin papeles, las prostitutas y otros apaleados que, en su caricatura, no pierden su autenticidad, porque la representan (en su máxima exageración) para hacerla notar.

La suya es la cotidianidad a la que están condenados en un país de varios rostros y doble, triple y cuádruple rasero, en un entorno donde chorisos como el Maki (Andrés Pajares) y el Popeye (Jesús Bonilla) sobreviven haciendo trabajillos que apenas les da para ir tirando después de cumplir con la amablemente implacable Hacienda pública. Lo cierto es que Maki es un fuera de tiempo, ni es un antisistema ni un criminal, es un romántico y un iluso que adora al Sinatra, un soñador que evoca, porque sabe que el olvido conduce al vacío. La versión cinematográfica del personaje creado por Ivà, y publicado desde 1986 hasta 1994 en el semanario satírico El jueves, sirvió para que Carlos Suárez realizase una divertida caricatura de la sociedad española. De hecho, a día de hoy, el film todavía funciona en su combinación de humor gamberro, nostalgia, reflexión, crítica y presencia de Andrés Pajares en el papel del Maki y del resto del elenco, que parecen divertirse recreando las situaciones y los personajes a los que dan vida y humor. Otro cantar sería la segunda parte, estrenada un año después, sin la gracia de esta primera adaptación cinematográfica del último choriso, el último capaz de filosofar sobre las situaciones cotidianas, porque más que dar palos y golpes, a Maki le gusta sentarse en el bar del Pirata (Pedro Reyes) y pensar que no son ellos los maleantes de una España moderna y europea, una donde la apariencia ha cambiado, pero no los llamados malos hábitos ni las miserias, que ni los trucos de magia las hacen desaparecer.

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