Posiblemente, cuando la guionista Suso Cecchi D’Amico le propuso a Luchino Visconti realizar en cooperativa una producción modesta sobre un relato de Fiodor Dostoievski, sabía que los gastos podrían dispararse. No en vano, ya había trabajado con el realizador —en Bellissima (1951) y Senso (1954)— y conocía su despreocupación por los presupuestos. A Visconti le interesaban los detalles, la atmósfera, la escena, todo lo relacionado con el proceso artístico de sus filmes, ya que, no cabe duda, para él eran su obra, aunque tuviese un espléndido equipo de colaboradores. Y este egoísmo artístico y creativo viscontiano beneficia a Noches blancas (Le notti bianche, 1957), que funciona donde fallan otras adaptaciones cinematográficas de obras de Dostoievski. Aunque fiel a la trama, Visconti no se pliega ante el genio de Dostoievski. Lo desafía haciendo suyo el relato, que pasa a ser narrado en presente y por un narrador omnisciente, el propio Visconti, que toma el relevo de maestro de ceremonias y su dirección de escena se erige en el Demiurgo que hace girar a sus personajes, sus existencias solitarias y espectrales, sus sueños y sus deseos, las distancias que les separan y los puentes que los acercan por la brevedad compartida. También es el fantasma que hay entre ellos, y así interpone el recuerdo del hombre (Jean Marais) a quién Natalia (Maria Schell) espera. La chica y Mario, el personaje interpretado por Marcello Mastroianni, son, a su vez, espectros solitarios en las noches de una ciudad que parece existir exclusivamente para ellos, de hecho, así fue, al insistir Visconti en construirla en decorado, para remarcar la artificialidad que le permite acceder a una verdad más allá del realismo, accede a la soledad que reina en Noches blancas. Ese espléndido decorado, iluminado fantasmal y magistralmente por Giuseppe Rotunno, existe para que ellos paseen su soledad o, en mutua compañía, intenten huir de ella soñando el amor que ambos buscan hacer real. Por otra parte, el material literario del que parte el film escrito por Suso Cecchi D’Amico y Visconti resulta más sencillo de adaptar a la pantalla que otras obras del escritor ruso, pues Crimen y castigo, El idiota, Los demonios o Los hermanos Karamazov, todos ellos, son textos de mayor densidad y complejidad narrativa, humana y psicológica...
Mario/Marcello camina solitario por la noche urbana, neones de locales, algún transeúnte, alguna prostituta y una joven que llora sobre uno de los múltiples puentes que unen las orillas de los canales que son arterias de la ciudad donde él se detiene a mirar a la afligida. En ese instante ya la desea, ve en ella a una mujer diferente a las que caminan por ese espacio espectral donde él es el mayor de los espectros, hasta que comprende que Natalia le iguala. Ella desespera y espera, después huye del desconocido y acaba por necesitar su presencia. Le cuenta su historia, su enamoramiento y sus esperanzas, así como los temores que la desesperan. Mario la escucha, como si comprendiera y quisiera ayudarla, pero apenas oye más sonido que el de sus propias palabras, las que se dice en silencio. El personaje masculino de Noches blancas difiere del expuesto en el relato. Mastroianni le da cuerpo, lo hace a la vez teatral y terrenal, mientras que en Dostoievski, más que un hombre o un personaje, es un recuerdo o la evocación de un sueño ya no de amor, sino de la ilusión de sentir amor, de sentirse amado o, lo que sería similar, de sentir que se ha encontrado a alguien que rompe la soledad de uno, para ser la de dos durante esas noches de ilusión y de huir de la desesperación de sentirse condenado a la soledad de la que huye un instante, antes de regresar.
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