viernes, 5 de febrero de 2021

The Game (1997)



Uno de los negocios más lucrativos de la sociedad del bienestar ofrece una amplia, aunque repetitiva, gama de productos, juegos y experiencias a consumidores que pagan por evadirse de sus rutinas. Escapan a un supuesto paraíso, viajan por el desierto, corren sobre las aguas, se dejan caer desde un puente o, sin salir de casa, se conectan a una consola y se limitan a las opciones ofrecidas por los programadores que ya han pensado por ellos. Lo cierto es que hay muchas maneras de perseguir ocio, placer y una sensación de libertad que no deja de ser falsa, aunque sirve para ir tirando antes de regresar a la cotidianidad donde se ofertan y se demandan más evasiones momentáneas para la apatía que se acumula cuando la existencia se transforma en la del autómata que acepta su automatismo, sea por temor a no satisfacer las necesidades generadas por la propia cotidianidad, por la insatisfacción que se silencia cada día más, por miedo a quedarse fuera de juego o a perder cuanto se cree poseer. No existe un negocio que elimine lo rutinario, ni que ofrezca novedades a diario, lo cual implicaría que la suma dejase de ser novedosa y la novedad fuese rutina. Nadie es libre a tiempo completo, ni nadie está libre de la rutina y, ante esto, de nada sirven las quejas, que apenas tienen más sentido que pronunciarlas o escribirlas para que otros hagan lo propio o muestren su indiferencia.


Nicholas van Orton (Michael Douglas) sería uno de los indiferentes, poco le importaría el resto, solo seguir un programa que, en menor o mayor media, le genera la impresión de que controla su vida, sin ser consciente de su prisión, de que vive dormido, sin apenas sentir. Para él, también el paréntesis de oxigenación es necesario, aunque luego regrese a un punto similar de rutina y así hasta que la rueda deja de girar. No obstante, el juego, o las vacaciones de sí mismo, que su hermano Conrad (Sean Penn) le regala, es la incógnita o la novedad que quizá le espabile. Nada sabe, no conoce las reglas, no reconoce la prisión en la que vive ni sabe distinguir entre qué es real y qué no lo es. ¿Pero quién lo sabe? ¿Quién juega? ¿Quien pone las reglas? Lo único seguro es que, desde que recibe su regalo, cuanto experimenta es distinto para él. Es inexplicable, no puede programarlo, ni controlarlo. Como consecuencia, su vida se descontrola, pues no encuentra o no puede dar un sentido lógico a los hechos que radicalizan su existencia hasta límites donde nada está en su mano, donde otros son quienes manejan los hilos, de ahí que ya todo le resulte imprevisible e inexplicable. Este juego de apariencias, alienación, engaño y búsqueda de identidad es terreno fértil para que David Fincher cree un rompecabezas donde ninguna pieza parece encajar en el lugar que a priori le corresponde. Ya desde su primer largometraje, Alien 3 (1991), el realizador estadounidense juega con la percepción de sus personajes, con su comprensión/incomprensión del medio por donde más que moverse, deambulan desorientados. En The Game (1997), Fincher intenta llevar al límite la mascarada en la que atrapa Nick, y en la que pretende hacer lo propio con el público, pero sin lograrlo, o no por completo. En su afán de mantener la tensión y el suspense, de generar la sensación de paranoia y descontrol, su propuesta camina sobre giros y cuesta abajo. Aún así, el film se mantiene fiel a su idea de partida, que apunta que tenerlo todo puede implicar tener nada, pues nada es lo que se valora en el mundo de Nick o en su mente, prisionero de su pasado, condicionado por el suicidio paterno, y de su presente, durante el cual vive en la distancia, en el aislamiento donde apenas siente, salvo la inercia de acrecentar su fortuna. Y ahí entra su hermano, llega para ofrecerle la oportunidad de destruir su vida programada; pues, ¿qué mejor regalo que nada, puede hacer Conrad a un hombre que lo tiene todo?


A primera vista, se podría describir a Nicholas con adjetivos como deshumanizado, despectivo, egoísta, engreído,... pero también podría ser definido por un contradictorio pobre multimillonario, rico en soledad y en el vacío que habita más allá de sus reuniones de negocios durante las cuales se muestra inflexible. Enfrascado en su mundo de altas finanzas, se ha deshumanizado en una realidad que resulta más dañina o enfermiza que el juego que emprenderá a partir del encuentro con Conrad y la posterior visita a la empresa que lo suministra. Lo curioso es que Conrad haga un presente tan extraño el día de su 48 cumpleaños, la misma edad que tenía su padre cuando se suicidó. Quizá sea una advertencia para Nick, sin embargo este no muestra más emoción que la ligera curiosidad que lo conduce hacia la línea de no retorno que implica su juego, diseñado para cada participante, para proporcionarle aquello que falta a su vida. Nicholas realiza las pruebas físicas y las piscológicas, rellena de mala gana las hojas que se le exigen y firma el contrato que le proporcionará la experiencia de su vida, de ese modo no tarda en ver cómo esta se vuelve del revés, tras descubrir a un muñeco payaso en la misma posición en la que yacía su padre tras lanzarse desde el tejado. ¿Qué forma parte del juego y que es real? Esta cuestión confunde a Nick (y al público) a medida que se adentra en su nueva realidad, hacia la que se ve empujado, o en la caída libre en la que se convierte su vida antes de su despertar dentro de una tumba. Como si fuese un señor Scrooge de los grandes capitales, el personaje encarnado con convicción por Michael Douglas se convierte en víctima de su soberbia, de su falso dominio o control, de su carácter huraño, mientras se produce la transformación y, sin disimulo, Fincher evidencia la moraleja que esta implica. 

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