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miércoles, 15 de febrero de 2023

Undercover (1942)


Del cine de propaganda bélica producida por Ealing Studios durante la Segunda Guerra Mundial, Undercover (1942) es la única que no tiene a los británicos como protagonistas. Los héroes de esta segunda y última película dirigida por Sergei Nolbandov son yugoslavos. En concreto, la familia Petrovich: padre (Tom Wells) y madre (Rachel Thomas), dos hijos: Stephan (Stephen Murray), prestigioso cirujano, y Milos (John Clements), oficial del ejército yugoslavo, derrotado al inicio del film, y una nuera, Anna (Mary Morris), casada con el segundo hijo y profesora en la escuela del pueblo. De un modo u otro, son miembros de la resistencia. Es decir, cada uno resiste y se enfrenta al invasor hasta las últimas consecuencias, pues luchan por su hogar, por sus raíces, por su libertad. Es una guerra que implica a todos: hombres, mujeres, niños. No hay más campo de batalla que el país entero, sea en los pueblos y montes donde la guerrilla golpea al invasor o en las ciudades donde, entre las sombras, se infiltran individuos como el doctor, que se gana la confianza del general von Staengel (Godfrey Tearle), el gobernador militar alemán.



Por su parte, Milos, teniente yugoslavo, asume el mando de un grupo de partisanos y realiza acciones de guerrilla, responsabilidad que le aparta de Anna, que resiste la brutalidad del invasor que pretende sonsacarle información sobre el paradero de su marido. Con la ayuda de los niños de la escuela, logra escapar y puede reencontrarse con Milos, uniéndose a la lucha armada, pero los pequeños héroes que la ayudaron sufrirán las consecuencias de su valerosa acción. La represión es brutal y el coronel alemán (Robert Harris) obliga a Petar —con este papel, Stanley Baker debutaba en el cine— a ser testigo de la ejecución de sus compañeros, para darle una lección que no olvide mientras viva. La primera reacción de los guerrilleros es la de vengar a los niños. El padre de los Petrovich defiende esta postura, quiere venganza inmediata, pero Milos pide paciencia y disciplina e impide que los voluntarios se precipiten en sus ganas.



Undercover inicia su recorrido en la primavera de 1941, previo a que el ejército alemán ocupe el país, en un instante en que los yugoslavos sospechan que el conflicto es inminente. Se está celebrando el aniversario del matrimonio Petrovich, pero la fiesta se ve ensombrecida por aviones alemanes que la sobrevuela y arrojan octavillas, que indican que se unan a ellos, que sus líderes les han traicionado. Obviamente, la treta propagandística no funciona, como corrobora la siguiente escena, formada por imágenes de archivo en las que se bombardea y destruye una ciudad. La trama avanza y se confirma la ocupación alemana de Yugoslavia, gobernada por un general que pretende someter el país corrompiendo a sus líderes con dinero y privilegios. Así entra en contacto con el doctor Petrovich, quien poco después se gana su confianza al salvarle la vida tras sufrir el impacto de una bala. Stephan lo hace porque comprende que si deja morir al general será peor para el pueblo; sabe que en caso de muerte, habrá represalias. Además, necesita mantener su tapadera para continuar informando a su hermano, que dirige a un grupo de hombres y mujeres, incluso niños, que aprenden a luchar y a resistir las duras condiciones a las que se ven obligados; condiciones que chocan con las que se intuyen del nuevo jefe de estación del pueblo, el antiguo operario ferroviario que ha visto como la llegada de los alemanes eleva su condición laboral. Entre su tono propagandístico y los dos espacios en los que se mueven héroes y heroínas, Undercover avanza por la lucha al tiempo que envía su mensaje de resistencia y sacrificio a la población inglesa, que si bien no sufrió la presencia de un ejército de ocupación en su territorio, sí padeció los constantes bombardeos que preparaban una invasión que no se produjo.




miércoles, 27 de julio de 2022

Nine Men (1943)


La aparente facilidad con la que el ejército alemán había avanzado hacia Francia y obligando a rendirse al ejército francés y al ejército británico a replegarse y a evacuar sus tropas del continente, durante el llamado milagro de Dunkerque, precipitó el optimismo suficiente para que, a mediados de 1940, Mussolini decidiese hacer su propia guerra en África contra el tocado Imperio Británico, a quien quiso arrebatar Egipto, para engrandecer su ego de “ducce” y crear su imperio mediterráneo. Pero lo que parecía un camino fácil, resultó no serlo, puesto que los británicos ni estaban derrotados ni tenían la intención de dejarse vencer. Esto se observa en la ficción de Nine Men (1943), un bélico rodado por Harry Watt con una precisión y detalle envidiable, quizá por su experiencia de documentalista en la GPO Film Unit —venía de realizar los documentales bélicos The First Days (Alberto Cavalcanti, Peter Jackson, Humphrey Jennings y Harry Watt, 1939), London Can Take It (Humphrey Jennings y Harry Watt, 1940), Target for Tonight (1941)— o porque así lo exigía el tiempo de guerra; puede que una combinación de ambas. La propuesta bélica de Watt se desarrolla en pasado para decir a su público que lo peor ha quedado atrás y, aunque la lucha continúe, ya no será a la defensiva, como sí acontece en el pretérito que, salvo la introducción, engloba la totalidad de una historia que tiene como protagonistas a nueve soldados británicos que se ven obligados a enfrentarse a más de sesenta italianos en el desierto.



Espléndida en su ritmo, Nine Men se inicia en el presente inglés, cuando el sargento Watson (Jack Lambert) adiestra a un nuevo grupo de reclutas y les detalla aquel momento excepcional durante el cual sobrevivió al enemigo. Las imágenes se trasladan al pasado, acompañadas por la voz del suboficial, la cual, a lo largo del metraje, hará de guía para informar de la situación y de las sensaciones que les generaba en instante: sin apenas municiones, con escasez de agua, obviamente una de sus mayores preocupaciones, nada de comida y un oficial muerto y un soldado moribundo que no tarda en hacer compañía a la tumba del primero. El realizador de Night Mail (1938) expone la acotación espacial y la situación de cerco como si estuviese sucediendo en ese preciso instante, y no en la memoria del narrador; en todo caso resulta un bélico que, más allá de la propaganda y de la capacidad de síntesis de Wyatt, me trae a la memoria el gusto de Howard Hawks por retratar a hombres atrapados en una situación que asumen sin quejas, la encaran y luchan, y La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1933), pero Nine Men no es un film fantasmal donde el enemigo se intuye, pero no se deja ver. En este bélico de la Ealing, el enemigo es reconocible: son esos soldados italiano contra quienes combaten los británicos en el desierto de Libia y en otras zonas del continente africano; más adelante, cuando la situación pinte de cara para los anglosajones, los latinos solicitarán ayuda a su aliado germano, recrudeciéndose el conflicto, pero también obligando al ejército alemán a destinar tropas y recursos al norte de Africa y a Grecia, divisiones y logística que necesitaba para la Operación Barbarroja.




lunes, 25 de julio de 2022

San Demetrio London (1943)


Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la marina mercante británica navegó el Atlántico norte de su costa a la estadounidense, y de nuevo al puerto de partida, para llevar a suelo inglés el material bélico, los alimentos y el petróleo necesarios para continuar resistiendo el cerco y la envestida alemana durante los primeros años del conflicto armado; a la espera de que el pariente norteamericano se decidiese a entrar en la guerra y aligerase el peso que escoceses, galeses e inglesas soportaban desde que se produjo la caída del continente europeo. Los estudios Ealing de Michael Balcon se volcaron —a instancias del gobierno británico— en la producción de películas de propaganda bélica durante este periodo de guerra, pero también son películas que, en su buen hacer y en sus mejores casos, todavía resultan una delicia ver. Ese buen hacer era una de las máximas de Balcon y se aprecia en San Demetrio London (1943), un film realizado por Charles Frend, quien también participó en la escritura del guion. Inspirado en el rescate del San Demetrio real, Frend trabajó el argumento y la historia al lado de Robert Harmer —quien, sin acreditar, rodó algunas escenas— y Pen Tannyson, responsable de Convoy (Pen Tennyson, 1940), otro título de referencia del bélico hecho en la Ealing, y en el que ya se apuntaba la importancia de la marina mercante en la guerra que se estaba librando, ya que sin esos barcos de carga, Gran Bretaña habría sido asfixiada por falta de recursos.



En San Demetrio London, la Ealing homenajea a esos marinos no militares que se entregan y se sacrifican por el bien común de su país: ganar la guerra, pero nunca pierde de vista la importancia de realizar una buena historia, una que entretenga y contenté al público, al tiempo que le comunique la propaganda exigida por la situación bélica que se estaba viviendo en la realidad: el tiempo de guerra reflejando en el film de Frend, el cual se inicia en la calma que precede a la tempestad. En esta ocasión, la tormenta se presenta en forma de buque enemigo, que cañonea el navío inglés, a su regreso de Galveston (Texas) donde ha cargado sus bodegas hasta los topes de petróleo. De poco le sirve al San Demetrio viajar en un convoy, ya que se rezaga y sufre los cañonazos que obligan al capitán y a los hombres a abandonar la nave; siendo rescatados todos menos un grupo de marineros que navega en un bote salvavidas durante dos días y dos noches, padeciendo hambre y frío, prácticamente resignándose a perecer. Pero el mar les devuelve al viejo conocido, que todavía se mantiene a flote, aunque su aspecto no augura nada bueno: las llamas continúan sobre la cubierta, amenazando con hacer volar lo que ya podría llamarse viejo cascarón. No obstante, los hombres eligen subir a bordo y arriesgar sus vidas en el petrolero, que hallar una muerte casi segura en la barca. A partir de ese instante, la película se trasforma en una constante superación y colaboración, previamente lo había sido de supervivencia, sin héroes puesto que todos lo son. De eso se trata, de elevar la moral con un film donde el espíritu británico no se rinde ni en las condiciones más adversas. Son hombres corrientes, pero todos son héroes en los instantes más decisivos, que son tácticamente todos desde el ataque. No se dejarán vencer ni se darán por vencidos; y ese es el mensaje propagandístico, el que sale a relucir a la superficie gracias al esfuerzo conjunto que se convierte en la heroicidad coral de un grupo de hombres al límite, cuyo esfuerzo y entrega sirven para que los autores del film logren uno de sus propósitos: levantar y unir el espíritu de la “Union Jack” en escoceses, galeses, ingleses, quizá algún irlandés del norte, e incluso un canadiense que viajan en el mismo barco y reman en la misma dirección.




domingo, 17 de julio de 2022

Dance Hall (1950)


Aunque en su seno se desarrolló el liberalismo, la británica ha sido de las sociedades más conservadoras de la historia, ejerciendo un control silencioso, incluso por medio de sus propios sometidos, para mantener el orden de las cosas, un orden contra el cual se rebelarán los jóvenes airados del free cinema, pero no las protagonistas de Dance Hall (1950), quienes en su conformismo heredado, y veintisiete años antes que Toni Manero sufra la Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, John Badham, 1977), buscan su liberación momentánea en la pista de baile. El salón de baile es la vía de escape para la cotidianidad de estas jóvenes trabajadoras fabriles que carecen de oportunidades de futuro, al menos de uno diferente al que les aguarda siendo esposas y madres de familia o continuando su labor de operarias, en caso de soltería. Pero no piensan en ello, lo han aceptado o se lo han impuesto  para que lo acepten sin plantearse su situación más allá de la desesperación emocional que, en momentos puntuales del film de Charles Crichton, pueda descubrirse en Eve (Natasha Perry). Ella es una de esas muchachas que los fines de semana llegan al Palais para bailar y escapar de su monotonía laboral y de la familiar en hogares de apenas dos habitaciones, una de las cuales ella comparte con dos hermanas pequeñas.



Puede que no sea de sus películas más brillantes, para mí, esas son sus comedias, pero 
Dance Hall no decepciona en su ritmo. Más bien, invita a acompañarlo, lejos del acelere del cine actual; acelerado respecto al expuesto por Crichton en este melodrama producido por la Ealing. Hoy, la trama puede pecar de ingenua, ya que el tiempo que nos distancia de 1950 se han roto cadenas y liberado condenas como las sufridas, sin saberlo conscientemente, por las jóvenes como Eve y sus amigas; aunque quizá el hoy nos condene a todos a otro tipo de cadenas. Pero la impresión de ese acelere parece precipitar que ya no se viva el tiempo existencial, sino que se consuma a alta velocidad, aunque, como les sucede a las protagonistas de la película, no se vaya a parte alguna. Esto puede apreciarse en las imágenes de Crichton, que envuelve a sus personajes y les hace danzar, también les da tiempo para que desarrollen su conflicto y les concede importancia, aunque no las libera de su condena, siendo cualquier final feliz el retorno al orden. Se trata de un relato fílmico humano que viene a reflejar una situación que se comprende en mayor dimensión cuando Eve, después de su desengaño con Alec (Bonar Colleano), se casa con Phil (Donald Huston), su antiguo novio y deja su trabajo en la fábrica y sus veladas de baile los sábados noche. Pero la historia planteada por Crichton, que parte de un guion original de E. V. H. Emmett, Diane Morgan y Alexander Mackendrick, obviamente destaca fuera de la pista de baile, en espacios clandestinos, hogareños y fabriles y en breves instantes laborales y ociosos que hacia finales de la década de 1950 ganarían protagonismo en los films del free cinema.




martes, 22 de febrero de 2022

El faro azul (1949)


Cuatro nombres fundamentales de la Ealing, aportaron talento creativo a El faro azul (The Blue Lamp, 1949), un espléndido policiaco urbano dirigido por Basil Dearden, en el que inicialmente detalla y alaba la cotidianidad de los bobbys londinenses por calles donde el malestar social agudiza la violencia en hogares y zonas deprimidas donde proliferan jóvenes delincuentes como Spud (Patric Doonan) y Tom Riley (Dirk Bogarde), cuyo comportamiento, por momentos, apunta el rechazo, menos violento, asumido por los airados protagonistas de los títulos más celebrados del free cinema. Cuatro nombres, apunté arriba, Dearden es el primero, los otros tres son los del productor y director artístico Michael Relph, el guionista y ex-agente de policía T. E. B. Clarke y el futuro realizador Alexander Mackendrick, que aportaba su grano de arena en los diálogos adicionales y en su función de ayudante de Dearden, un cineasta que, al contrario que Charles Crichton o el propio Mackendrick, no fue asiduo de las comedias de la casa. A él le encargaban melodramas, policiacos y una pieza de prestigio como Matrimonio de estado (Saraband for Death Lovers, 1948). Pero, quizá su mayor éxito popular fuese El faro azul, como parece señalar que dio origen a una serie que la BBC empezó a emitir en 1955, cinco años después del estreno de la película.


Durante dos décadas,
Dixon of Dock Green (1955-1976) permaneció en pantalla, tomando como personaje principal a George Dixon, el bobby interpretado por el actor Jack Warner en el film. Figura paternal, George ha hecho tantas rondas callejeras y recorrido tantos kilómetros que nada le sorprende. Siempre sonríe, como si todo fuese familiar para él, y ese talante conforta a Andy Mitchell (James Hanley), el novato a quien el veterano acoge en su hogar, para que la integración del muchacho en el cuerpo y en la ciudad sea plácida y familiar. Los primeros instantes del film se centran en estos dos hombres y en la señora Dixon (Gladys Henson), así como en la camaradería que reina entre los uniformados que pasean las calles día y noche. Dearden no esconde su admiración (lo más probable que sea la de Clarke), ni su intención de mostrar a los agentes del orden en su mejor versión, homenajeando su labor; pero, tras ese tono amable, no exento de instantes cómicos, los detalles que se van sumando a la acción nos ofrecen una perspectiva más amplia y compleja, entre el documento urbano de posguerra y la ficción policial. Respecto a este punto, El faro azul poco o nada tiene que envidiar al policiaco semidocumental hollywoodiense de la segunda mitad de la década de 1940; ni en su carácter partidista, siempre alabando la función de las fuerzas de seguridad del estado, ni en su intención de detallar hechos y modos en la investigación policial que, aquí, Dearden inicia una vez la trama entra en la búsqueda de los dos delincuentes.

miércoles, 16 de febrero de 2022

La bella Maggie (1954)


La primera de las dos colaboraciones de Alexander Mackendrick con el guionista estadounidense William Rose —la segunda, El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), se rodaría al año siguiente— dio como resultado La bella Maggie (The Maggie, 1953), cuya comicidad, irónica y entrañable, nace de la humanidad de sus personajes y de la contraposición entre la calma que se respira en la embarcación que da título al film y la prisa que define a Calvin B. Marshall (Paul Douglas), el empresario estadounidense que, tras perseguir la embarcación en avión, taxi o por teléfono, acaba formando parte de la tripulación, aunque de manera accidental y a disgusto. Pero a bordo de esa pequeña y vieja barcaza, que amenaza con dejar sus piezas sobre las aguas del Clyde, de la costa o de lagos escoceses, Marshall vive una experiencia inolvidable que, aparte de hacerle sentir ridículo y perder su mercancía, le permite comprender aspectos de la vida que ha pasado por alto y que afectan a sus relaciones personales. Su velocidad a la “americana”, similar a la que Jacques Tati satiriza en su cartero de Día de fiesta (Jour de fête, 1949), le ha deparado fortuna, aunque, a cambio, le ha restado tiempo a su vida personal e impedido instantes vitales para dedicar a su relación matrimonial o a cualquier otra que no sea su negocio. La barcaza y su patrón, el capitán McTaggart (Alex Mackenzie), son lo contrario al empresario estadounidense. No tienen prisa. Ambos encallan sin ver en ello ninguna tragedia, la una cuando baja la marea y el otro cuando aprovecha la presencia de un bar donde le sirvan una pinta. McTaggart es todo un personaje, un viejo lobo de río, lago, mar y pub, que se encuentra en una situación delicada y, para no perder su Maggie, se las apaña para confundir a Pusey (Hubert Gregg) y que este les contrate para transportar con “urgencia” la mercancía que Marshall quiere llevar de Glasgow a Kilterra.



Enamorado de un modo de vida que el progreso y la modernidad apagan, uno representado en su Maggie, donde nació, el marinero vive a otro ritmo y mira la vida desde otra perspectiva, desde la que no ve su barcaza vieja o estropeada. Ve belleza en ella, la ve con su corazón, la ve como su hogar, pero sobre todo como parte de su propia existencia, algo que el estadounidense no comprende. Aunque carece de la poética romántica-onírica de
L’Atalante (Jean Vigo, 1934), The Maggie posee su propia poesía, de versos de humor e ironía, de costumbrismo y amor, el que se establece entre la nave, su capitán y la tripulación, que luchan por su supervivencia, la de la barca y la propia, sin comprender que su lucha es contra el tiempo: las prisas y el desarrollo empresarial que no tienen cabida a bordo de la pequeña embarcación. Con gracia e ironía, durante todo el metraje, Mackendrick opone ritmos e identidades: la escocesa, la estadounidense y la inglesa, en la figura de Pusey, con su traje de corte fino, su bombín, su paraguas y su refinamiento cursi. Pero, aparte de este choque de idiosincrasias nacionales y de modos de interpretar el mismo instante, el director de Mandy (1952) detalla con sutileza la evolución del personaje interpretado por Paul Douglas, que se gana las simpatías del público al evolucionar de individuo deshumanizado a una persona totalmente humanizada, sin que parezca que el proceso haya sido forzado, sino consecuencia natural a su necesidad vital y al contacto con un mundo diferente al de los negocios, un entorno humano donde se prioriza la charla en un bar, celebrar un centenario o aceptar la pausa como medio que posibilita saborear esos pequeños instantes que, en suma, componen cualquier existencia.



miércoles, 2 de febrero de 2022

Michael Balcon. El espíritu de la Ealing


Puede que las nuevas generaciones de aficionados al cine desconozcan el nombre de Michael Balcon, pero sin él, la historia del cine británico habría sido otra, posiblemente también la mundial, huérfana de las primeros "Hitchcock”, en los que se produjo el aprendizaje del futuro cineasta responsable de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), y sin Ealing Studios y, por tanto, sin sus joyas cómicas, que encuentran en la idiosincrasia británica una fuente de inspiración para su humor e ironía: Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, Henry Cornelius, 1949), Whisky Galore (Alexander Mackendrick, 1949), Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949), El hombre del traje blanco (The Man in the White Suit, Alexander Mackendrick, 1951), Oro en barras (The Lovender Hill Mob, Charles Crichton, 1951), Los apuros de un pequeño tren (The Titfield Thunderbolt, Charles Crichton, 1953), El quinteto de la muerte (The Ladykillers, Alexander Mackendrick, 1955), entre otras. E incluso, especulando más posibilidades en plan Capra en ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946), pero sin ángel, puede que sin Balcon, Mackendrick no tuviese la oportunidad de convertirse en uno de los grandes cineastas de su tiempo, ni que su hija Jill Balcon quisiera ser actriz o que el nieto de este productor imprescindible, un muchacho llamado Daniel Day-Lewis, hijo de Jill y del poeta Cecil Day-Lewis, no se dedicara a la actuación y otros actores protagonizasen The Boxer (Jim Sheridan, 1997) y Pozos de ambición (There Will Be Blood, Paul Thomas Anderson, 2007).


Años antes de ser el alma mater del mítico estudio londinense, en 1921
Balcon se asociaba con Victor Saville para fundar Victory Motion Pictures, su primera productora, aunque no sería hasta después de su viaje a Berlín, y de su visita a los estudios U.F.A. por donde camparía el gran Murnau, cuando pone en marcha un proyecto más ambicioso: la Gainsborough Studios. La empresa no tardó en dar sus frutos y sus primeros éxitos, gracias a la gestión y al buen olfato de Balcon para descubrir talento y apostar por historias cercanas al público británico. El éxito del estudio llamó la atención y le llegaron ofertas, una de las cuales aceptó y compaginó su labor al frente de su compañía. Era un nuevo paso en su evolución, era, ni más ni menos, la dirección de la Gaumont Bristish Pictures, la filial británica de la poderosa compañía cinematográfica francesa. No obstante, al igual que sucede con su estancia en la MGM británica, esta época no brilla en el imaginario como lo hace el periodo de la Ealing, ni siquiera como sus años en Gainsborough, que se relacionan con los orígenes de Hitchcock. Balcon lo había contratado como ayudante de dirección y fue quien le propuso dirigir. Bajo su producción, el cineasta debutó como ayudante de Graham Cutts, en De mujer a mujer (Woman to Woman, 1923), y posteriormente en la realización con El jardín de la alegría (The Pleasure Garden, 1925), aunque El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927) es la mejor película realizada por el responsable de Rebeca (Rebecca, 1940) en su relación con el productor y uno de los mejores films del cine mudo inglés. Pero este no solo fue el descubridor del futuro “maestro del suspense”, sino también de Robert Stevenson, Charles Crichton o Alexander Mackendrick y otros realizadores imprescindibles en el apogeo Ealing, sin duda, el periodo dorado de Balcon y de la comedia inglesa, aunque el estudio también produjo cine d e propaganda bélico durante la II Guerra Mundial, dramas tal que el histórico Matrimonio de estado (Saraband for Dead LoversBasil Dearden, 1948) o el pedagógico Mandy (Alexander Mackendrick, 1952), un film de fantasía hoy mítico, Al morir la noche (Dead of Night, Basil Dearden, Alberto Cavalcanti, Robert Hamer y Charles Crichton, 1945), o una aventura biográfica tan atractiva como la de Scott of the Antartic (Charles Frend, 1948). Con la entrada de la década de 1930, el productor asumió el control de la filial inglesa de la MGM, aunque, consumido por las exigencias empresariales y comerciales de la major, no tardaría en recuperar su independencia y buscarse la vida en un pequeño estudio que asumió su nombre de Ealing Green, la zona donde se ubicaba el edificio.



jueves, 25 de octubre de 2018

Scott en la Antártida (1948)

Producida en la Ealing de Michael BalconScott en la Antártida (Scott of the Antarctic, 1948) es otra excelente muestra de que en el mítico estudio londinense no solo se producían magníficas comedias que ironizaban sobre la idiosincrasia británica. Pero la fama se la llevaron aquellas inolvidables y divertidas joyas cómicas de Alexander Mackendrick, Charles Crichton, Henry Cornelius o Robert Hamer. Sin embargo en la productora también había espacio para el terror, el drama, el bélico o la aventura épica y para cineastas como Alberto Cavalcanti, Basil Dearden o Charles Frend, quien realizó esta destacada aventura polar y otras once películas para el estudio. Su exitosa recreación del segundo viaje a la Antárdida del capitán de la Royal Navy Frank Scott (John Mills) ensalza a su protagonista y al resto de los exploradores que lo siguieron en su viaje al continente helado, aunque esta alabanza no resta a los muchos aciertos de un film que transita por el espacio hostil que la expedición británica pretende derrotar y conquistar. Pero ¿qué impulsa a estos hombres a abandonar a sus familias y la comodidad de sus hogares y embarcarse en el "Terra Nova" rumbo al corazón del infierno blanco donde les aguarda la experiencia más dura y cruel de sus vidas? No son locos, ni suicidas, son científicos, marineros, exploradores, soldados y soñadores, sobre todo soñadores cuya ilusión es la de ser los primeros humanos en alcanzar el Polo Sur. Así los define la película, aunque sin insistir en la ambición perseguida por el personaje principal: pasar a la historia por ser el primer hombre en alcanzar el último punto virgen de la tierra. Posiblemente este fue uno de los motivos principales para que Scott pusiera en marcha su arriesgada empresa, en la que apenas presta atención a la contrariedad y al malestar que le genera la presencia de Admundsen en la Antártida, cuando daba por hecho que el noruego estaba en el Polo Norte. El Scott de Frend es un héroe inglés que ensalza el valor británico, aunque su aventura concluya en fracaso y muerte. Saber de antemano el destino de los personajes no resta interés a la película, ya que, aunque quizá haya quien crea lo contrario, conocer el final no afecta a los logros ni a la grandeza de una buena película. Y Scott en la Antártida lo es. Al tiempo estamos ante una aventura épica, una biografía y un drama que alcanza momentos de excelencia visual, pero también contemplamos un film que asume aspectos del documental y que no necesitaría palabras para expresar los hechos que narra. La mayor parte de su metraje no precisa diálogos, tampoco se resentiría de prescindir de la voz en off de Scott leyéndonos sus cartas, pues visionamos imágenes que hablan por sí mismas de las sensaciones de los exploradores, de las circunstancias en las que se encuentran y de las trabas que deben superar. Como documento nos introduce el espacio, los preparativos, las dificultades monetarias que retardan la expedición y más adelante las inherentes a un terreno congelado y frío, los materiales mecánicos (los tractores a motor) que apenas prueban, los animales con los que cuentan (perros y ponis que son sacrificados fuera de campo) y la "tracción humana" de hombres que a medida que avanzan (hacia su meta primero y después hacia el campamento base) se ven envueltos en la lucha con la inmensidad blanca e inhóspita, donde algunos se aventuran sin experiencia, pero con la ilusión común de emprender el viaje de sus vidas.

jueves, 6 de septiembre de 2012

El quinteto de la muerte (1955)



Por mucho que se planee no existe el golpe perfecto, pues existe un factor, el humano, que puede alterar todo cuanto se ha planificado. Dicha circunstancia la descubre el quinteto de cuerda que se aloja en casa de la anciana señora Wilberforce (Katie Johnson), donde preparan el robo perfecto o, al menos, eso dice el profesor Marcus (Alec Guinness) cuando expone su idea a sus compinches, mientras deja que el gramófono ensaye por ellos. La intención del profesor pasa por robar un envío en la estación de King's Cross; para ello necesita que sus cuatro colegas se ciñan al plan expuesto y que la simpática anciana (aunque no lo parezca resulta mayor amenaza para ellos que la policía) les sirva como cómplice involuntaria y se encargue de sacar el dinero del lugar de los hechos, convencida de hacerse cargo de un baúl que han enviado a su nuevo inquilino. A pesar de los pequeños sustos provocados por la dulce y entrometida ancianita el golpe resulta un éxito hasta que la viejecita descubre el dinero escondido en el estuche del instrumento del señor Lawson (Danny Green), y de ese modo el plan perfecto se convierte en un problema de proporciones dantescas. La ironía de la Ealing y del director Alexander Mackendrick se reunieron por última vez en El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), clásico del humor británico que, al igual que otras comedias de su director, rebosa de la ironía, del costumbrismo y de la comicidad que hicieron famosas a las comedias de la productora de Michael Balcon; pero en esta ocasión dicho humor resulta más negro de lo habitual, debido a la necesidad de los delincuentes de deshacerse de una abuela entrometida que ninguno quiere cargarse, lo cual provoca que se vayan eliminando entre ellos hasta que, finalmente, la inocente anciana se encuentra sola, sin saber dónde se han metido sus cómplices, y con toda la pasta, que pretende entregar a la policía. El error de cálculo del profesor Marcus reside en no darse cuenta de que la señora Wilberforce es más peligrosa que cualquiera de los miembros del quinteto, incluso que Louis (Herbert Lom), el profesional sin escrúpulos, ya que los cinco sucumben irremediablemente ante el encanto de una señora que a ninguno se le ocurriría lastimar, a pesar de que haber decidido eliminarla por razones de seguridad. Al igual que sus hermanas de la EalingEl quinteto de la muerte presenta los hábitos ingleses desde una perspectiva satírica, en esta ocasión ideada por el guionista William Rose, autor de un brillante guion —que parte de un sueño que tuvo—, repleto de escenas memorables (las ancianas, invitadas por la señora Wilberforce, obligan a los delincuentes a tomar el té, produciéndose de ese modo el cambio de dominadores a dominados o la escena en la que los maleantes amenazan a la anciana con la cárcel, ya que es cómplice en el delito, y ésta empieza a emplear la jerga propia de los delincuentes). Además, cabe destacar el reparto, capaz de transmitir una mezcla de lástima y simpatía por esos maleantes a quienes dan vida, delincuentes que no saben en qué casa se han metido, donde se convierten en víctimas de una víctima que habría sido menos peligrosa de haberla dejado con sus loros y con sus tazas de té; total ¿quién iba a creerle, si ningún agente hace caso de las historias que cuenta?