Hay y Hubo actores y actrices que se creyeron sus personajes o que acabaron intentando ser sus personajes. Norma Desmond solo es fruto del cine, así que quizá Bela Lugosi sea el caso más evidente fuera de la pantalla, aunque popularizado dentro, gracias a Tim Burton y su Ed Wood (1994). Pero hubo otros que, sin creerse Drácula ni llegar a sentir ser sus personajes, se convirtieron en un personaje más de los que podrían haber interpretado. Me vienen a la mente John Wayne y Charlton Heston, dos actores que representaron (y todavía lo hacen en el recuerdo cinematográfico) el héroe de acción y, en un sector del imaginario popular, al reaccionario subido a un tanque y al del rifle en mano, el que solo le quitarán de sus manos muertas. El primero es el héroe genuinamente estadounidense, si es que lo genuino existe fuera del irregular que da origen a la norma que se establece posterior a la irregularidad seminal. Y el segundo vendría a ser algo así como una imagen heroica supranacional cuyas únicas fronteras las establece Hollywood, que hace que cualquier nacionalidad y época pierdan su particularidad y pertenezcan al país de la industria más poderosa del celuloide o del material audiovisual que esté en uso. Así Heston puede ser héroe en el Medioevo, en el Antiguo Testamento o en la Roma que se convertirá en Imperio, un guía hebreo, un artista italiano, un policía mexicano, un guerrero castellano, varios Marco Antonio, pelear en un país grande y viajar al planeta de los simios, ponerse los hábitos del cardenal Richelieu y los uniformes del general británico Charles Gordon o de Andrew Jackson, y hacer de todos ellos ciudadanos hollywoodienses. Esa es la nacionalidad de sus personajes, la del espectáculo cinematográfico y este no se atiene a realidades históricas ni atiende a más razón fronteriza que a la búsqueda del beneficio económico y del entretenimiento; en ese orden.
Después de brindarle una oportunidad de oro en El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952), Cecil B. DeMille le convirtió en estrella al vestirle de Moisés y obligarle a subir al Sinaí en su versión en color de Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, 1956). En la cima del monte, bajo truenos, sin rifle en mano, pero cargado con las tablas, la imagen de Heston se acomodaba en leyenda del celuloide. Por si había duda, tres años después, prestó cuerpo y voz al Ben-Hur (1959) de William Wyler y arribó a la “inmortalidad” cinematográfica. En ambos casos, sus héroes, el uno bíblico y el otro literario, superan las barreras y las distancias de sus orígenes para instalarse en un país llamado mito cinematográfico, del que son ciudadanos y compatriotas de su Miguel Ángel, que fue otro de sus ilustres que rompió fronteras, en este caso artísticas. Lo hizo en El tormento y el éxtasis (The Agony and the Ectasy, Carol Reed, 1965). En cuando El Cid, otro de sus icónicos, y diré que legendarios más que históricos, tampoco entiende de altos fronterizos y se instala en la leyenda más allá de la propia leyenda que confunde el personaje histórico con la imagen que asoma por el Mio Cid o por la propaganda nacionalcatólica. En ambos casos, Wayne y Heston, no sabría decir qué parte de su vida fuera de los platós era actuación y cuál era auténtica; pero sí me atrevo a decir que sus vidas eran auténticas en su actuación; y en tal autenticidad, a veces es posible que ya no se distinga donde acaba el personaje y donde empieza la persona. Pero tampoco importa demasiado, ya que se trata actores y de sus películas; que es lo que realmente interesa al cine y a quien ve y disfruta cine viajando a esos lugares e historias solo existentes en la pantalla.