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domingo, 20 de octubre de 2024

El estrangulador de Rillington Place (1970)


Los motivos que empujan al joven consentido interpretado por Farley Granger en La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955), a los estudiantes de Impulso criminal (Compulsion, 1959) y a Albert DeSalvo en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968) a asesinar es su psicología, diferente en cada uno de los casos, pero con la coincidencia de que no encuentran una explicación lógica (un móvil) para sus actos; lo mismo podría decirse del señor Christie (Richard Attenborough) en El estrangulador de Rillington Place (10 Rillington Place, 1970), cuya apariencia retraída, como insegura y sospechosa, le hace parecer como si temiese que descubriesen algo que desea mantener oculto; y así es. La introducción del personaje en 1944, en plena II Guerra Mundial, mostrándose amable con una inquilina a la que no tarda en asesinar, valiéndose de monóxido de carbono, y enterrar en su jardín, marca la siguiente parte del relato, que se desarrolla en 1949. Entonces, la familia Evans, formada por un matrimonio, Beryl (Judy Geeson) y Tim (John Hurt), y su hija bebé, alquilan el apartamento que cinco años atrás ocupaba la víctima de la que nadie tiene constancia. El recuerdo de esos primeros minutos de metraje se une a las mentiras y al comportamiento del señor Christie para generar incomodidad, amenaza, irracionalidad. Se comprenden sus intenciones y por dónde van sus deseos, aunque no puedan explicarse; probablemente ni él mismo pueda. De ese modo, combinando lo ya expuesto y lo que anuncia, ideas que se juntan en la mente del espectador, Fleischer logra enrarecer el ambiente hasta hacerlo claustrofóbico, sensación que se agudiza al situar la acción en el interior del inmueble, casi irrespirable.


El cine de Richard Fleischer, al menos los títulos nombrados y otros como las espléndidas y contundentes Fuga sin fin (The Last Run, 1971) y Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972), es, más que psicológico, uno que se adentra en la psicología de los personajes y la intenta expresar en imágenes. Pero, aparte, semeja que en películas como Los nuevos centuriones o El estrangulador de Rillington Place también busca desvelar parte de la psicología social de la época y el cómo esta afecta a sus componentes. En este último caso, a la mujer y a la clase trabajadora. Fleischer aborda el analfabetismo, la pena de muerte y el aborto, sin insistir en ninguno de ellos. Los expone naturales a los hechos que tienen como centro al asesino que lleva a cabo su plan para saciar su deseo irracional, irreprimible. También hacia el final del film, Fleischer insinúa una idea, cuando el comité médico considera a Tim (y a su clase) primitivo, algo así como inferior, una idea esta que existía en la primera mitad del siglo XX (sino más allá). Deja claro que la ley y la economía son factores decisivos que empujan a Beryl hacia el aborto y el riesgo que conlleva. Pero no es una elección caprichosa, sino que obedece a su situación económica, la cual se antoja insostenible para un matrimonio en el que solo Tim recibe remuneración por su trabajo. Su sueldo resulta insuficiente, no tienen para pagar el alquiler de los muebles ni podrían mantener a otro hijo. Viven al límite de la asfixia económica que repercute en su vida personal hasta el extremo de sacar a flote la violencia de hombre como Tim, que ni sabe leer ni escribir, ni pretende aprender, y situar a la mujer en la “obligación” de practicar un aborto ilegal, lo que supone ponerse en manos inexpertas. La ley, herramienta imperfecta de control social, no contempla la precariedad que obliga a dar a Beryl un paso que en otras circunstancias nunca daría. Así, la joven madre se pone en manos del señor Christie, que se ofrece amablemente a practicarle una intervención que asegura conocer, pues presume de conocimientos médicos de los que en realidad carece.


Estos instantes centrales de El estrangulador de Rillington Place, que encuentra su inspiración en la realidad —al inicio, se advierte la intención de mantenerse fiel a los hechos reales en los que se basa—, son recreados por Fleischer de tal modo que agudiza la sensación de incomodidad, de peligro y de malestar consciente ante una amenaza ignorada por el matrimonio, que tampoco comprende que está siendo manipulado por un psicópata que, tras su fachada de buen vecino, que presume de haber sido policía honorario durante la guerra, de hombre casado, cuya mujer nada sospecha, y con trabajo estable, esconde el otro rostro que sale a relucir ante la oportunidad que lleva buscando desde que el matrimonio llega al edificio. Christie juega con Beryl y con Tim, sobre todo con este último, a quien maneja a su antojo después de cometer el crimen. Comprende que la ignorancia del joven le beneficia y le mantendrá a salvo, ya que puede engañarle con suma facilidad. La simpleza del ya viudo, fruto de su falta de formación intelectual y de su ingenuidad tal vez natural, hace sentir superior al asesino y violador, sensación que, en cierto modo, lo iguala a las mentes criminales de los títulos citados al inicio; pues, en su desequilibrio emocional y racional, todas ellas padecen su propio engaño, aunque no un conflicto moral por sus actos, y creen llevar la delantera, incluso cuando les acorralan o les atrapan…


lunes, 9 de diciembre de 2019

La muchacha del trapecio rojo (1955)


Existe un espacio físico en
La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955) que sustituye la realidad por la fantasía. Se trata de la habitación donde cuelga el columpio rojo del título. Es el jardín de los sueños, el único lugar donde Evelyn (Joan Collins) y Stanford White (Ray Milland) acarician el paraíso y viven el suspiro idílico que comparten e interpretan de distinta manera. Allí, ambos son felices, la realidad queda fuera del interior donde ella siente la protección de la figura madura —con la que quizá pretenda llenar el vacío de la paterna ausente, vacío que su madre (Glenda Farrell) ha intentado ocupar hasta entonces—, y la del príncipe azul, rico, elegante y famoso, con el que ha fantaseado, y que en ese instante es quien la balancea hasta tocar la Luna simbolizada en el techo. Por su parte, mitigado durante ese paréntesis el conflicto que enfrenta su fidelidad marital y el deseo que de nuevo despierta en él, Stanford recupera la juventud e inocencia perdidas. Pero solo es un espejismo que se quiebra fuera de la habitación, en la realidad que marca las distancias y la tragedia. Quizá por ello, la imagen final de Evelyn, balanceándose sobre un columpio similar al idealizado, venga a decir que ahora es consciente de la imposibilidad de que los sueños superen los límites de un momento pasajero o de las representaciones que se realizan sobre las tablas de Broadway, donde inicialmente entra a trabajar como corista, o en el espectáculo de feria desde donde se despide como la protagonista y la víctima de los hechos narrados por Richard Fleischer. La imagen idílica de la habitación es un oasis en el desierto de imposibilidad e inestabilidad emocional por donde transita el drama que propone La muchacha del trapecio rojo, título que, sin dudar, incluyo entre lo mejor de Fleischer (y también de Charles Brackett, como guionista y productor tras su brillante etapa junto a Billy Wilder). Lo encuadro dentro de la parte de su obra cinematográfica que puede interpretarse como un estudio del comportamiento humano, de la violencia y del desequilibrio que habitan o estallan en personajes que emplean la primera condicionados por lo segundo. La mayoría de personajes obedecen a interioridades inestables o al medio que los empuja hacia el estallido que no pueden reprimir o controlar.


En
Los vikingos (The Vikings, 1958) la violencia es inherente a la sociedad, a la época y al espacio, mientras que en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968) y en El estrangulador de Rillington Place (10th Rillington Place, 1971) funciona como válvula de escape para personalidades inestables, en constante conflicto consigo mismas, al tiempo destructivas y autodestructivas. En Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972) y en Fuga sin fin (The Last Run, 1971) la violencia, la decepción o la soledad surgen de las relaciones establecidas entre los oficios (en márgenes opuestos de la ley) que George C. Scott ejerce y los medios donde se producen, o en Impulso criminal (Compulsión, 1959), el desequilibrio y la violencia se originan en la superioridad intelectual y moral que los jóvenes interpretados por Bradford Dillman y Dean Stockwell se atribuyen, pero también se encuentran en el espacio que los juzga. En La muchacha del trapecio rojo la inestabilidad emocional habita en Harry Thaw (Farley Granger), y cobra visibilidad en su irracional fobia hacia Stanford White y en los celos que este le provoca. Irracional porque no hay explicación para su odio, salvo que Harry ve en el arquitecto a quien le impide alcanzar el puesto en lo más alto del escalafón social -aquel que considera suyo-, al tiempo que envidia la fama y el éxito obtenidos por White a través de su trabajo, no por nacimiento como sería su caso; en definitiva, envidia a un enemigo imaginario porque, a parte de ser respetado por méritos propios, es cuanto él nunca logrará ser. Todo ello apunta una mezcla de complejo de inferioridad, de envidia y del consentimiento sin límite en el que ha sido malcriado, una mezcla explosiva que Fleischer señala en varios momentos del film. El primero, en la presentación del personaje, cuando este llega al local y descubre que Stanford y su mujer (Frances Fuller) ocupan la mesa que desea, simplemente porque es esa pareja, y no otra, la que allí se sienta. Ante la imposibilidad de conseguirla, se violenta y rompe las gafas del metre que le repite que nada puede hacer para satisfacer su exigencia. Un arrebato similar, aunque contenido por la presencia de un amigo, se produce cuando descubre que en su fiesta faltan dos invitadas, y que estas se encuentran en compañía de su rival, a quien ha imaginado como tal. Todo apunta a un comportamiento perturbado, consecuencia del exceso de la sobreprotección de una madre que le ha consentido todo y más. Pero, como es constante en el cine de Fleischer, el realizador no juzga, expone, y lo hace como parte natural del desequilibrio que convierte a Stanford y a Evelyn en víctimas de la obsesión enfermiza que aqueja a Thaw y lo transforma en un individuo inestable e incapaz de contener sus arrebatos de violencia verbal y física. Si los retratos humanos son importantes para el realizador de Sábado trágico (Violent Saturday, 1955), lo mismo podría decirse del medio que ocupan: la alta sociedad de principios del siglo XX, de la que apunta su esnobismo, la irrealidad festiva, el desenfreno, el sexo implícito, la ambigüedad moral tanto de la familia Thaw como de Delmas (Luther Adler) -más en el cómo obliga a testificar a la protagonista que en su labor de abogado defensor de Harry-, el sensacionalismo de la prensa a la caza de titulares y la rapiña practicada por el promotor de espectáculos que, a imagen de los periodistas, acosa a Evelyn a la salida del juzgado.

jueves, 9 de mayo de 2019

Impulso criminal (1959)


Si por un instante volvemos nuestra mirada hacia BorzageFord, Hawks, Hitchcock, VidorWilder y tantos otros que realizaron toda o gran parte de su carrera dentro de la industria cinematográfica, con éxitos y fracasos comerciales, algunos nos quedaríamos un buen rato disfrutando una vez más de sus películas, pero no se trata de eso, si no de comprobar que una buena película no necesita la aceptación popular ni la especializada para serlo, aunque sí es indispensable que posea personalidad. Esta se encuentra en sus responsables, en qué pretenden contar y en cómo lo cuentan, porque, más allá de que se hable del montaje o del guion como partes fundamentales, son los cineastas quienes deben responder a las múltiples preguntas que surgen antes, durante y después de cada jornada de rodaje y son quienes convierten las diferentes historias en imágenes (y sonidos) y no la sala de montaje, donde nunca se podría descentrar el encuadre como hace 
Richard Fleischer para agudizar el desequilibrio de dos jóvenes de altas capacidades, ni filmar unas gafas que reflejan en sus lentes a sospechoso y acusador que han vivido, durante un tiempo omitido en la pantalla, la presión que puede aparecer señalada en los argumentos, aunque, por muy buenos que sean sobre el papel, carecen de forma audiovisual. Hacer visible lo invisible no resulta sencillo, como tampoco lo es rodar con perspectiva, saber donde conviene colocar la cámara y qué hacer con ella, qué iluminación se precisa o cómo dar con el equilibrio total que permite a la mayoría de sus producciones sobrevivir más allá del ser aceptadas o ninguneadas por su época (crítica y público), que, como en cualquier otra, no siempre acierta en sus valoraciones. A veces, el aplauso popular y los premios recaen en films irregulares y la indiferencia hace lo propio en títulos que en la actualidad son referentes de esto que llamamos cine. Una muestra de esto que llamamos cine, al tiempo personal y comercial, con aciertos y fallos, éxitos y fracasos, la encontramos en Fleischer, capaz de equilibrar en sus mejores largometrajes intereses creativos propios —su composición visual de los planos en función de lo que quería contarnos— con factores externos que pueden atraer al público y agradar a los estudios que los financiaron. Uno de los rasgos que define lo mejor de su obra fílmica lo encontramos en la presencia de la violencia como parte del espacio y de la psicología de los personajes, de ahí que no siempre sea visible y que nunca surja como artificio o relleno.


A
Fleischer le interesaban los personajes complejos, sometidos a un constante enfrentamiento con ellos mismos y con sus entornos, y no el exhibir escenas violentas gratuitas, que no encuentran mayor razón que la de armar ruido para ocultar la falta de sustancia e identidad de producciones que no tienen nada que decir. En las películas de Fleischer esto no sucede, al menos no hasta su última etapa, como tampoco en sus compañeros de "generación", llámense estos Donald SiegelNicholas Ray, Richard Brooks, Robert Aldrich o Samuel Fuller. En sus grandes películas, la violencia se contiene, suele ser un factor más interno que externo, fruto de tensiones y compulsiones que se descubren en comportamientos que van desde lo corriente y aceptado por la sociedad, pensemos que en el mundo de Los vikingos (The Vinkings, 1958) o en la guerra de Los diablos del Pacífico (Between Heaven and Hell, 1956) la fuerza es un atributo reconocido e incluso necesario para sobrevivir, hasta el desequilibrio que apura a los dos jóvenes de Impulso criminal (Compulsion, 1959) a cometer lo que ellos pretenden el crimen perfecto, aquel que demuestre su superioridad intelectual y moral sobre el resto de los mortales, mientras que a nosotros, el público, nos demuestra la obsesión enfermiza que les ha empujado a cometerlo. Similares en intenciones a la pareja de asesinos de La soga (The Rope; Alfred Hitchcock, 1948), pero de mayor complejidad, Artie (Bradford Dillman) y Judd (Dean Stockwell) son los protagonistas de la primera parte de esta espléndida película, aquella parte que se inicia en la nocturnidad durante la cual acaban de realizar una de sus fechorías, aunque esta no sería más que un primer paso hacia lo que no veremos cometer en pantalla. En ese instante intuimos que pueden matar, al menos, que no existe en ellos un condicionante que se lo impida. Fleischer apunta las intenciones de la pareja cuando un borracho se cruza en su camino, pero su víctima no será este, sino un niño, a quien nunca hemos visto ni veremos en la morgue donde Sid, compañero de facultad de los asesinos, descubre que las gafas que suponen de la pequeña víctima no son suyas. Los anteojos son fundamentales para el avance de la historia, Fleischer los emplea con acierto y desde ellos introduce los elementos necesarios para que el film alcance el periodo intermedio, durante el cual hace su acto en escena el implacable fiscal (E. G. Marshall), quien sonsaca a los dos jóvenes sus confesiones, y con él, el film desemboca en el tribunal y en el personaje del abogado defensor interpretado por Orson Welles, cuya lucha contra la pena de muerte le lleva a aceptar el caso de Artie y Judd. Pero Impulso criminal no solo trata sobre un juicio donde observamos a un abogado que cambia su defensa, cuando contempla al jurado, o donde se habla de un crimen que nadie disculpa, trata de ahondar en la psicología de los personajes, en sus motivos y en sus comportamientos, que apuntan la paranoia del uno y la esquizofrenia del otro, igual que intenta señalar la violencia y la sinrazón de la pena capital. Desde estos últimos puntos de interés, la película gana sustancia, plantea circunstancias que otro Richard, Brooks, ahondará y expondrá en A sangre fría (In Cold Blood; 1967), otro título fundamental en la evolución del cine criminal con interés psicológico y contra la pena de muerte.

domingo, 17 de marzo de 2019

Sábado trágico (1955)



<<La composición visual de cada plano tiene que estar en función de lo que quieres decir, o de lo que quieres contar. No debe ser un fin en sí mismo, digamos que no se debe componer por componer, sino que debe estar en función de un sentido dramático>>


Richard Fleischer (de la entrevista publicada en "Dirigido por", nº 154. Enero, 1988)


Consciente de su existencia, omito en estas líneas la parte final y los títulos de relleno que existen en la filmografía de
Richard Fleischer, relleno que prácticamente se puede encontrar en la de cualquier cineasta. Partiendo de esta omisión, el resto de la obra de Fleischer me resulta de las más estimulantes e interesantes de los realizadores hollywoodienses que debutaron en la década de 1940. Tanto en su forma como en su fondo las mejores películas del realizador de Impulso criminal (Compulsion, 1959) desvelan a un cineasta que compone con la cámara para ahondar en personajes que se alejan de estereotipo del héroe. No son individuos planos, poseen hondura psicológica, tienen problemas con su entorno y consigo mismos, los sufren, los silencian o se ven superados por ellos, lo cual lleva a algunos a vivir en el constante desequilibrio que expresan en arrebatos de violencia. La ausencia de héroes no es exclusividad de su cine, como tampoco lo es el uso de la violencia que nace de la relación de los protagonistas con la sociedad que les rodea y de la propia interioridad, que, bajo la atenta mirada de Fleischer, se convierte en el objeto y sujeto de estudio del comportamiento humano. ¿Qué los condiciona y afecta? ¿Qué comunican y silencian? ¿Ejercen o mantienen el control sobre sus vidas y sus decisiones? En historias como Sábado trágico (Violent Saturday, 1955), cuyo título remite a los hechos que concluyen la jornada del atraco a la oficina bancaria de Bradenville, comprendemos que el interés del realizador no se encuentra en el asalto al banco, reside en sus personajes, en su intimidad y en sus comportamientos.


Desde el inicio, la película se decanta por el aspecto humano, que descubrimos a partir de la exposición del espacio (una pequeña localidad minera del medio oeste estadounidense) y de los personajes, cuyas inquietudes e inseguridades se plasman en las imágenes que transmiten conflictos y, en casos puntuales, interioridades sino vacías, amenazadas por las diferentes circunstancias que nada tiene que ver con el hecho que rompe la aparente y tranquila monotonía de la localidad donde se desarrolla la mayor parte de los hechos. Por todo ello, esta aportación de
Fleischer al cine de atracos resulta una espléndida película que aprovecha su adscripción genérica para hablar del amor y el desamor, sobre el azar y cómo este influye de forma aleatoria en la vida y en la muerte, sobre la inexistencia de héroes, solo de momentos que pueden o no conllevar comportamientos quizá heroicos, para incidir en la violencia que forma parte natural del individuo y que, en su aparente inexistencia, puede brotar en un instante límite en el que las creencias se van al traste —como le sucede al Amish interpretado por Ernest Borgnine. Quizá en un primer instante, pase desapercibida la importancia de las casualidades, pero cabría preguntarse si pudo haber sido otro pueblo y no este, si pudo haber ocurrido un día que no fuese sábado, si no hubiera entre los asaltantes del banco uno de gatillo fácil, incluso si pudo suceder media hora antes, si el automóvil secuestrado no fuese el de Shelley Martin (Victor Mature) o si el matrimonio Fairchild no intentase salvar su relación ese mismo día. Pero ninguna de estas circunstancias falló: el pueblo era Bradenville, la jornada, sábado, Dill (Lee Marvin) se encontraba entre los asaltantes, la hora coincidía con el momento que Emily Fairchild (Margaret Hayes) solicitaba en la oficina los cheques de viaje que posibilitarían el nuevo horizonte matrimonial lejos de la villa. Las casualidades se producen sin que ninguno de ellos pueda preverlas, y por tanto puedan actuar en consecuencia. De modo que tanto el matrimonio, como el apoderado (Tommy Noonan), la familia Amish o Martin son víctimas de los hilos entretejidos por ese azar que sus comprensiones de la realidad no contemplan, por lo que ninguno podría haber predicho la tormenta de violencia que se desata hacia final del film. La única certeza la descubrimos a posteriori, a través del pensamiento de Boyd Fairchild (Richard Egan), cuando le dice a Linda (Virginia Leith) que cuatro horas antes su mujer estaba viva e ilusionada con el nuevo comienzo. Y así permanece, pensativo, contrariado, consciente de la mínima distancia que separa vida y muerte, el planear para ser y el dejar de ser en apenas un suspiro que se presenta sin aviso y lo cambia todo.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Testigo accidental (1952)


¿Es consecuencia de desconocimiento o de inmediatez irreflexiva afirmar que el cine de hoy es peor o mejor que el de ayer? El tiempo nos ha desvelado (y lo seguirá haciendo) que en cualquier periodo (silente, sonoro, hablado, digamos también colorista, panorámico... hasta la actualidad) se han realizado buenas y malas películas. La diferencia entre las distintas etapas son las personas que las han vivido, los hechos que las han caracterizado, los diferentes adelantos técnicos y su uso, entre otras cuestiones fruto de intereses económicos y de la evolución (o en ocasiones podríamos hablar de involución) exigida por un medio de expresión y de entretenimiento que, salvo excepciones, siempre ha estado condicionado por su alto coste de producción. Esto ha permanecido inalterable y quien pone el dinero, lo hace para obtener beneficios e incluso, para lograr su fin, se entromete en aspectos creativos y técnicos que desconoce. Su máxima parece ser: recupera la inversión y obtén el máximo de beneficios lo antes posible, y si para ello se debe sacrificar calidad, ingenio, imaginación o la perspectiva de los cineastas, se hace. En el Hollywood dorado, pocos eran los directores que podían realizar el montaje de la película que habían filmado y, si tenían la presencia suficiente para señalar su disconformidad, y lograban concluir su film en la sala de montaje, mejor conseguir un éxito comercial. Los grandes realizadores lograron superar esta imposición comercial en muchas ocasiones gracias a su maestría, a los éxitos de sus películas precedentes y a su capacidad para filmar las imágenes precisas para un montaje que se aproximara a la idea que tenían del film en cuestión. También los hubo que buscaron financiación independiente, quienes arriesgaron su propio dinero o crearon sus productoras y aquellos otros que encontraron mayor libertad creativa en pequeños estudios y en películas de bajo presupuesto que no implicaban pérdidas cuantiosas y sí posibles beneficios. Esto no ha cambiado, sobre todo en el cine más industrializado del planeta, donde el cine de antes y el de ahora podrán diferir en su forma, en su fondo y en mayor medida en los cineastas, pero no difiere en su carácter industrial. Ayer igual que hoy, en Hollywood (como en cualquier parte donde se haga cine) se producen muchas películas que carecen de interés y de calidad. Sin embargo el tiempo nos hace mirar hacia el pasado con parcialidad, y solo recordamos lo mejor de aquel entonces y así miramos a aquella mítica serie B que, repleta de títulos de dudosa calidad, sorprendía con joyas cinematográficas que todavía brillan cuando se apagan las luces y la acción nos traslada al blanco y negro. Como en la literatura, la música u otras artes, la mediocridad en el cine es una realidad que sobresale en las obras que parecen producidas en cadena, siguiendo modas que contenten a una mayoría poco exigente. Esto fue (y es) válido para la serie A y la B, aunque esta última encontró su justificación en los bajos presupuestos que manejaban sus responsables y en la brevedad temporal exigida a los rodajes (si podía filmarse en una semana, mejor que en ocho días). No obstante, esa mismas trabas no siempre fueron contratiempos, algunas veces agudizaron las mentes y en esa segunda división de la industria cinematográfica hollywoodiense se realizaron grandes películas y se foguearon grandes cineastas, como demuestra que en ocasiones las producciones baratas superasen en calidad y en entretenimiento a los grandes estrenos de los estudios. Entre esos realizadores que se curtieron como profesionales en "pequeñas" producciones destacó Richard Fleischer, quien antes de dar el salto a los altos presupuestos con 20.000 leguas de viaje submarino (20,000 Leagues under the Sea, 1954) rodó un puñado de espléndidos films de cine negro para la RKO. Se trataba de producciones de corta duración, realizadas con pocos medios, con repartos sin estrellas, pero con el encanto de aquel tipo de películas que, podemos asegurarlo, ya no se hacen, películas que iban directas al grano e iban en la dirección correcta. Quizá fuese porque ese tipo de films estaban en manos de narradores cinematográficos natos como Fleischer, cuya agilidad a la hora de componer la acción y manejar la psicología de los personajes, los espacios y la cámara, se dejan notar en sus films más logrados.


Lo mejor de Fleischer lo encontramos en sus producciones donde la violencia verbal y física forman parte del entorno y sobre todo de los personajes, sea por cuestiones psicológicas o por cuestiones inherentes a la situación que les afecta. Una excelente muestra de lo escrito es Testigo accidental (The Narrow Margin, 1952), una de sus mejores películas anteriores a su adaptación de la novela de Julio Verne para los estudios Walt Disney. Tendría que remontarme al Alfred Hitchcock de Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938) para encontrar una intriga tan entretenida desarrollada en el interior de un tren, aunque posea tres momentos fuera del transporte: al inicio, hacia la mitad del film y al final. Todo lo demás sucede en el interior de los vagones que viajan de Chicago a Los Ángeles, por los pasillos, compartimentos, aseos o el coche restaurante. El desarrollo en espacio cerrado de The Narrow Margin no resta agilidad ni elimina la constante sensación de movimiento del film, al contrario, es una de sus grandes y mejores bazas, y esto se debe a la pericia de Fleischer tras la cámara, a como maneja con brillantez las limitaciones espaciales del decorado, los encuadres de la cámara, las confusas identidades de los personajes y la acotación temporal de la acción (que se desarrolla en unas pocas horas), intensificando la amenaza adquirida por el tiempo desde el inicio nocturno de la película, un tiempo que se echa encima de perseguidores y perseguidos. Salvo en los breves momentos que el detective Brown (Charles McGraw) comparte con Anne Sinclair (Jacqueline White) y con el hijo de esta en el vagón restaurante o en la parada intermedia, los personajes viven en constante tensión y, ya desde su inicio en la nocturnidad de Chicago en la que se descubre a Brown y a su compañero Gus Forbes (Don Beddoe) hasta la conclusión del metraje, cuanto muestra la cámara denota la situación límite en la que viven sus protagonistas. Esta sensación aumenta la del peligro que se cierne sobre Brown y la testigo (Marie Windsor) que solo uno de los policías podrá trasladar hasta el tribunal californiano donde se espera que declare y entregue la lista de los miembros de la organización a la que pertenecía su marido. Para completar su misión con éxito, Brown comprende que debe mantenerla oculta, pues los matones no tienen su descripción, de modo que decide jugar al escondite con sus perseguidores. Oculta a la mujer, a quien protege aunque en todo momento la rechaza, porque nada de lo que observa en ella le genera simpatía. En su compañía o en sus encuentros con los matones, el policía se muestra violento, siempre en guardia, sin embargo su comportamiento se relaja en presencia de Ann Sinclair. Durante esos instantes baja la guardia y no se platea el peligro que supone que la vean con él, pues dicha posibilidad no entra dentro del pensamiento del agente, incapaz asociar la imagen idealizada de Ann con la amenaza que los acecha.

martes, 18 de septiembre de 2018

Fuga sin fin (1971)


Su primera aparición en la pantalla delata el carácter meticuloso de Harry Garmes (George C. Scott) a la hora de preparar (mimar) el descapotable que pone a punto para probarse que todavía continúa vivo, aunque consciente de que la muerte le ronda en la tumba de su hijo, en la ausencia de su mujer o en su retiro en el pueblo pesquero del Algarve donde, nueve años atrás, pretendía iniciar una nueva vida que se quedó en nada. Su decepción vital es evidente, también lo es su necesidad de recuperar aquella parte de sí mismo que regresa por última vez a raíz del encargo de transportar a un fugitivo de la justicia española hasta tierras francesas. Garmes sabe que e
l tiempo es su enemigo, que agudiza su soledad y la monotonía que acaba por convencerlo para retomar su antigua ocupación al servicio de quien le pague por pilotar. Esto lo sabremos más adelante, aunque durante los títulos de crédito de Fuga sin fin (The Last Run, 1971) Richard Fleischer nos presenta a su protagonista sin necesidad de palabras. Lo hace con su imagen solitaria, cuidando su auto como si este fuera un órgano vital de su cuerpo. Y así es, como confirmará la conclusión del film. En la escena que sigue a los créditos iniciales, Harry prueba su máquina y su destreza, al tiempo que su primera carrera en casi una década confirma al espectador su inmediato regreso al asfalto. ¿Por qué regresa al camino que dejo tanto tiempo atrás? Con precisión y brillantez, Fleischer nos responde introduciéndonos en la psicología de un hombre maduro que vive fuera del mundo, un hombre que comprende su muerte en vida, pues sus años de inactividad así se lo hacen sentir. Harry necesita probarse, saber que aún respira, huir de su desencanto existencial y de la amenaza crepuscular que forma parte de la cotidianidad en la que se relaciona de forma esporádica con Monique (Colleen Dewhurst), la prostituta que ha convertido en su confidente y consuelo carnal, y Miguel (Aldo Sambrell), quien realiza el trabajo pesquero que él no pudo hacer. Si la presentación de Harry Garmes es un alarde de la habilidad de síntesis de Fleischer, la recreación de Scott está a la altura de la humanidad exigida por su personaje, pero, aparte de la precisa y esclarecedora introducción y de la aportación del actor, una de sus mejores y más contenidas interpretaciones, Fuga sin fin sobresale por el equilibrio alcanzado entre las trepidantes escenas de acción en carretera y la intimidad compartida por el trío protagonista durante la fuga que une sus destinos. Este fue el gran logro de Fleischer -que había sustituido a John Huston al frente del film-, el combinar con fluidez las secuencias de acción con las escenas que nos van descubriendo las distintas personalidades de los fugitivos, su evolución y su acercamiento, aunque el de Claudine (Trish Van Devere) a Garmes resulta en cierto modo ambiguo, pues nunca llegamos a saber a ciencia cierta si sus sentimientos son fruto de la sinceridad o de las indicaciones de Rickard (Tony Musante) y la necesidad del apremiante momento que los tres comparten.

martes, 17 de enero de 2017

Los nuevos centuriones (1972)


La transformación sufrida por la industria cinematográfica hollywoodiense durante la década de 1960 encuentra parte de su explicación en el desencanto y en las circunstancias político-sociales que afectaban al país por aquel entonces. Atrás quedaban el sistema de estudios, las coloristas comedias musicales o las grandes superproducciones, que encontraron su canto de cisne en
Cleopatra (Joseph L.Mankiewicz, 1963). Aquel Hollywood, para algunos dorado, dejó paso a otro más sombrío donde el pesimismo y la violencia, que ya se observan en films como Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1955), fueron ganando presencia en la pantalla hasta convertirse en parte fundamental del discurso fílmico de los dos géneros por excelencia norteamericanos: el cine negro y el western. La evolución se había iniciado en los años cincuenta, pero la ruptura llegó a partir de los nuevos movimientos cinematográficos que se impusieron a principios de los sesenta, de la necesidad de renovación del propio medio audiovisual, de la realidad social (segregación racial, amenaza nuclear, los asesinatos de J.F.K. y Martin Luther King, entre otros, el aumento de la criminalidad en las ciudades y un largo etcétera) y de la escéptica interpretación que de esta hicieron aquellos cineastas que sustituyeron el clasicismo anterior por nuevas formas de plantear sus historias. El western dio paso al crepuscular, que encontraba sus primeros brotes en el ciclo Ranown de Budd Boetticher, en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance; John Ford, 1962) o en Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country; Sam Peckinpah, 1962). Algo similar ocurrió con el cine negro de los años cuarenta y cincuenta, cuyas luces y sombras fueron sustituidas por el color de policíacos que empezaban a transitar por espacios urbanos (en menor medida rurales y "retro") decadentes y desesperanzados que afectan el comportamiento y el pensamiento de los antihéroes de Código del hampa (The Killers, Donald Siegel, 1964), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967) o Bullit (Peter Yates, 1968). Esta característica se agudizó en el nuevo decenio, con las fundacionales The French Connection (William Friedkin, 1971) y Harry el sucio (Dirty Harry, Donald Siegel, 1971) y su nada complaciente visión de un mundo a la deriva que encuentra su reflejo en las áreas metropolitanas donde se desarrolla la acción…

Aunque con menos renombre que otros títulos imprescindibles del policíaco estadounidense de la década de 1970, uno de los más certeros, pesimistas y escépticos en su acercamiento a la desorientación de sus personajes fue Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972), un excelente drama policíaco que adaptaba la primera novela de Joseph Wambaugh, cuya experiencia policial quedó recogida en las páginas de sus libros. Como había hecho un año antes en la también destacada Fuga sin fin (The Last Run, 1971), Richard Fleischer supeditó cualquier tipo de acción a la intimidad y a la complejidad emocional de sus personajes, de modo que la secuencia inicial en la academia de policía adquiere su sentido para mostrar la ilusión y la inocencia que poco después se irá diluyendo en las calles de Los Ángeles donde el crimen, la violencia, el deterioro urbano, la crisis y los policías veteranos se convierten en los compañeros inseparables de los novatos durante su proceso de aprendizaje y su contacto con el abismo. Roy (Stacy Keach), uno de los recién salidos de la academia, encuentra en Kilvinski (George C.Scott) la imagen de quien aprender un oficio que empieza a cobrar relevancia en su vida, hasta el extremo de apartarlo de su familia y de sus estudios de Derecho. A pesar de la dureza de su trabajo, del peligro que este conlleva (no tarda en recibir un balazo en el estómago) y de la decadencia metropolitana, que antecede a la expuesta por Martin Scorsese en Taxi Driver (1976), para el policía resulta adictivo patrullar por la ciudad en compañía de su veterano compañero, en quien ve a alguien con respuestas y recursos que no se encuentran en el manual. Su deambular por las calles muestra las miserias de un sistema repleto de carencias, por el que asoman la prostitución, el racismo, la inmigración ilegal (y los abusos a los que son sometidos los emigrantes), la violencia doméstica o la persecución sufrida por homosexuales. Todo ello forma parte de la realidad de las calles y del oficio que se convierte en principio y fin de hombres como Kilvinski y Roy, de ahí que el primero se suicide al no soportar el vacío y la soledad que acompañan a su retiro del cuerpo o la caída en el alcoholismo del segundo para suavizar la deriva existencial de una vida rota, pero que semeja recomponerse cuando inicia su relación con Lorreine (Rosalind Cash), la cual le posibilita equilibrio y la tardía comprensión de sí mismo y del medio caótico y desolador por donde transita.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Richard Fleischer. Un cineasta todo terreno



Su padre, Max Fleischer, fue uno de los pioneros del cine de animación, inventor del rotoscopio, creador de Betty Boop y responsable de la primera serie animada protagonizada por Popeye el marino. A esto habría que añadirle que, junto a su hermano Dave, fundó en 1918 la única compañía de animación (Fleischer Studios) que en la década de 1930 hacía sombra a Walt Disney, lo cual ya permite hacerse una idea de la importancia que el cine tenía dentro de la familia Fleischer. De tal manera era inevitable que Richard, nacido en diciembre de 1916, entrase en contacto con el medio cinematográfico a muy temprana edad. Tampoco sorprende que en su juventud se decantara por estudiar Arte Dramático, aunque lo suyo ni sería la interpretación ni la animación cinematográfica. Su primer contacto profesional con el medio artístico-laboral al que dedicaría el resto de su vida se produjo en 1943, cuando dirigió Flicker Flashbacks Nº 1, el primero de una serie de montajes cómicos de películas mudas para la RKO, estudio en el que debutó en la realización de largometrajes con Hija del divorcio (Child of Divorce, 1946). Durante un tiempo continuó filmando películas de bajo presupuesto para la productora, films que apenas superan la hora de duración, pero que le sirvieron para ir adquiriendo la narrativa contundente que lo emparenta con otros directores de la denominada generación de violencia (Don Siegel, Nicholas Ray, Richard BrooksRobert Aldrich o Sam Fuller). Algunos de los títulos destacados de este periodo se encuadran dentro del cine negro, películas de serie B como Asalto al coche blindado (Armored Car Robbery, 1950) o Testigo accidental (The Narrow Margin, 1952), su favorita de este periodo. Pero el punto de inflexión en su carrera llegó en 1954, cuando, con total libertad creativa, asumió las riendas de la adaptación cinematográfica de una de las novelas más famosas de Julio Verne20.000 leguas de viaje submarino (20,000 Leagues under the Sea, 1954), producida por Walt Disney e interpretada por Kirk DouglasJames Mason y Paul Lukas, resultó un éxito comercial que le proporcionó un contrató con la 20th Century Fox, lo que le permitió contar con mayores presupuestos y con intérpretes de primer orden, aunque condicionado por las normas del sistema industrial para el cual trabajaba.


Durante los años que siguieron demostró su capacidad para equilibrar su visión artística, priman la composición del plano y personajes tortuosos que se expresan desde la violencia, con las exigencias comerciales de la industria en películas que abarcan prácticamente todos los géneros. De sus producciones de los años cincuenta destacan
 La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955), Sábado trágico (Violent Saturday, 1955), Bandido (1956), Los diablos del Pacífico (Between Heaven and Heaven, 1956) o la espléndida Los vikingos (The Vikings, 1958), uno de sus mejores trabajos, de nuevo con Kirk Douglas de protagonista, aunque en esta ocasión el actor también ejerció de productor del film, lo que deparó discrepancias entre ellos. Otro título indispensable de su filmografía es el inquietante thriller psicológico Impulso criminal (Compulsion,1959), en el que contó con Orson Welles para uno de los papeles principales. Ese mismo año filmaría Duelo en el barro (1959), para iniciar la década de 1960 con las irregulares Una grieta en el espejo (Crack in the Mirror, 1960), por encargo de Darryl F. Zanuck, y Barrabás (Barabbas, 1962), que seguía la moda épico-histórica impuesta por Ben-Hur (William Wyler, 1959) y confirmada en Espartaco (SpartacusStanley Kubrick, 1960). Tras Barrabás, tuvieron que pasar cuatro años y varios proyectos frustrados para que Fleischer volviera a ponerse detrás de la cámara, y lo hizo en Viaje alucinante (Fantastic Voyage, 1966), producción de ciencia-ficción que inspiró a Joe Dante para realizar El chip prodigioso (Innerspace, 1987). Aunque su película más destacada de la década, y una de sus obras capitales, fue El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968), en la que el cineasta empleó la multipantalla y el desenfoque en las imágenes para expresar el desequilibrio y la múltiple personalidad del personaje de Tony Curtis. En 1970 Fleischer asumió la dirección de la parte estadounidense de Tora, Tora Tora!, superproducción bélica que iba a codirigir al lado de Akira Kurosawa, sin embargo el maestro japonés fue sustituido por Kinji Fukasaku y Toshiro MasudaAl año siguiente regresó al thriller en El estrangulador de RillingtonPlace (10 Rillington Place, 1971), otra de sus películas favoritas, en la que volvió a conceder el protagonismo de la historia a un asesino en serie. Los excelentes policíacos Fuga sin fin (The Last Run, 1971) y Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972), ambas interpretadas por George C. Scott, uno de sus actores preferidos, y otro clásico de la ciencia-ficción, Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973), dieron paso a la última etapa del cineasta, durante la cual realizó producciones que no alcanzan el nivel mostrado en títulos anteriores, aunque esta circunstancia no resta interés al conjunto de una filmografía que, cuatro décadas después de iniciarse, concluyó en 1989 con el cortometraje Call from the Space.



Filmografía como director

Hija del divorcio (Child of Divorce; 1946)

Banjo (1947)

So This Is New York (1948)

Bodyguard (1948)

Acusado de traición (The Clay Pigeon; 1948)

Ven tras de mí (Follow Me Quietly; 1948)

Make Mike Laughs (1949)

Atrapado (Trapped; 1949)

Asalto al carro blindado (Armored Car Robbery; 1950)

His Kind of Woman (1951) (sin acreditar)

Testigo accidental (The Narrow Margin; 1952)

The Happy Time (1952)

Arena (1953)

20.000 leguas de viaje submarino (20,000 Leagues Under the Sea; 1954)


La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing; 1955)


Sábado trágico (Violent Saturday; 1955)
Bandido (1956)

Los diablos el Pacífico (Between Heaven and Hell; 1956)

Los vikingos (The Vikings; 1958)

Impulso criminal (Compulsion; 1959)


Duelo en el barro (These Thousand Hills; 1959)

Una grieta en el espejo (Crack in the Mirror; 1960)

La gran apuesta (The Big Gamble; 1961)

Barrabás (Barabbas; 1962)

Viaje alucinante (Fantastic Voyage; 1966)


El doctor Doolittle (1967)

El estrangulador de Boston (The Boston Strangler; 1968)


Ché! (1969)

El estrangulador de Rillington Place (10 Rillington Place; 1971)

Fuga sin fin (The Last Run; 1971)

Terror ciego (See No Evil; 1971)

Los nuevos centuriones (The New Centurions; 1972)


Cuando el destino nos alcance (Soylent Green; 1973)


El Don ha muerto (The Don Is Dead; 1973)

Tres forajidos y un pistolero (The Spikes Gang; 1974)

Mandingo (1975)

Sara (The Incredible Sarah; 1976)

El príncipe y el mendigo (Crossed Swords; 1977)

Ashanti (1979)

El cantor de Jazz (The Jazz Singer; 1980)

El hombre más duro (Tough Enough; 1983)

El pozo del infierno (Amityville 3-D; 1983)

Conan el destructor (Conan the Destroyer; 1984)

El guerrero rojo (Red Sonja; 1985)

Pasta gansa (Million Dollar Mystery; 1987)

Call from the Space (1989)