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lunes, 29 de enero de 2024

¡Venga alegría! (1923)


Favorito del público y uno de los actores mejor pagados del momento, Lloyd vivía en 1923 uno de sus mejores años profesionales. A El hombre mosca (Safety Last!, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1923) y a la creación de su propia productora, Harold Lloyd Corporation, se le sumaba ¡Venga alegría! (Why Worry, Fred Newmeyer y Sam Taylor, 1923), una comedia a su medida, veloz mezcla de acción física y de gags refinados, en la que el astro hace de las suyas haciendo de millonario hipocondríaco, rol que aparentemente lo aparta de su chico de clase media habitual. Era su primer largometraje que le alejaba de suelo urbano estadounidense, pero se distanciaba del medio natural de su personaje en buena compañía. No me refiero solo a la de la enfermera (Jobyna Ralston) que le cuida, sino a dos cineastas fundamentales en el cine cómico silente: Newmeyer y Taylor, encargados de la parte técnica de esta producción en la que Lloyd demuestra ingenio y presume de plenitud física y burlesca. La historia —de Sam Taylor, con la colaboración de Tim Whelan y Ted Wilde— es sencilla. Se ajusta a lo que se espera: que sirva para dar rienda suelta a la acción física y al gag, pero no se trata solo del golpe por el golpe, sino de crear situaciones ingeniosas e hilarantes como la escena de la defensa de las murallas de la ciudad; cuando Harold, la enfermera y el amigo gigante (John Aasen) rechazan las huestes revolucionarias que atacan la plaza hacia el final de la aventura.

Para un hipocondríaco como Harold no hay mejor cura para el mal que le aqueja y le persigue allí donde va que una revolución en una isla sudamericana donde la revuelta resulta una fiesta de golpes y de situaciones hilarantes de las que será protagonista. También es el momento ideal para el lucimiento de la personalidad cómica de Harold Lloyd y del héroe estadounidense que lleva dentro de su personaje, que se descubre optimista, dinámico y valiente. Las comedias de Lloyd priorizan el ritmo, la agilidad del gag y del actor que en ¡Venga alegría! encarna a un multimillonario que elude todo tipo de responsabilidad, salvo la de cuidarse de sus enfermedades inexistentes; padecimiento del que espera curarse en Paradiso, lugar que el mapa sitúa frente a la costa chilena. Allí, con la excusa de su precaria salud, llega acompañado de su enfermera, una joven que lleva años a su servicio y que siente por él algo más que la amistad que ya les une al inicio de la travesía hacia la isla donde Blake (Jim Mason), un bandido estadounidense, ha levantado un ejército para derrocar al gobierno. El villano no pretende ninguna mejora social, solo llenarse los bolsillos, dispuesto a deshacerse de cualquiera que entorpezca sus planes. De ahí que quiera eliminar a Harold, cuyo encarcelamiento, la mañana antes de su ejecución, posibilita su encuentro con el coloso que le ayuda a escapar. Una vez fuera, el héroe le corresponde. Quiere sacarle la muela que tanto le molesta y la situación deviene en risa para el público y lucimiento para el astro. En momentos puntuales del film se observa el uso de dos idiomas en los títulos, pues al inglés se le suma el castellano, no por un interés realista, que no existe en la comedia, sino para establecer la relación entre comedia muda y la comunicación más allá de cualquier barrera idiomática —inexistente en el cine de Lloyd, de Keaton, de Chaplin o de cualquier otro cómico de la época—, que el héroe hipocondríaco supera con una tiza y un dibujo en la pared. A lo largo de los minutos, queda claro que el idioma de la comedia visual no precisa palabras para invitar a unas risas y superar las trabas tras las que Harold acabará de una vez con todas con su hipocondría…



martes, 17 de enero de 2012

El ladrón de Bagdad (1940)


El apellido Korda resultó fundamental para el desarrollo de la industria cinematográfica británica, estos hermanos de origen húngaro, encabezados por Alexander, productor y director, fueron los responsables de El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1940), sin olvidar que el film fue, en parte, dirigido por uno de los grandes directores ingleses, Michael Powell. Powell sería el encargado de dirigir la adaptación de uno de los cuentos de Las mil y una noche, sin embargo, fue Zoltan Korda quien empezaría el rodaje encargándose de la segunda unidad. La filmación de El ladrón de Bagdad no fue un camino de rosas, pues la Segunda Guerra Mundial obligó a detener el rodaje, puesto que los hermanos Korda se trasladaron a Estados Unidos, donde tiempo después continuarían con la filmación de una de las grandes producciones de aventuras fantásticas de aquella época. De este modo, como consecuencia de los imprevistos, fueron varios los directores que se unieron a la fantasía oriental puesta en marcha por Alexander Korda (quien, aparte de producirla, colaboraría en tareas de dirección); realizadores como Tim Whelan, Ludwig Berger o William Cameron Menzies (reputado director artístico y ocasional realizador) formaron parte de un proyecto en el que los efectos especiales (sorprendentes para la década de 1940) y el colorido que prometía el technicolor serían dos excelentes reclamos para su posterior éxito, sin olvidar los espectaculares decorados realizados por otro de los Korda, Vincent.

La fantasía comienza en en el presente de Ahmad (John Justin), un joven ciego que pide limosna en compañía de su perro; sin embargo, este mendigo, no tardará en descubrir su verdadera identidad cuando narra a las mujeres de palacio su desgracia, que para él fue como un comienzo a una nueva, y más plena, existencia. ¿Quién es este invidente? Ahmad fue en otro tiempo el califa de Bagdad, un joven que nada sabía de su pueblo, porque aceptaba, sin dudar, los consejos de su visir, el malvado mago Jaffar (Conrad Veitd). Jaffar destapó su vileza mediante una infame traición que a la postre produciría la caída del califa, pero también sería, inconscientemente, el responsable de que Ahmad comenzase a disfrutar de otra realidad: la verdadera vida, ya que hasta ese momento se le podría considerar como un preso dentro de un palacio de oro. La traición sirve para que la amistad se cruce en el camino del joven califa, quien se encuentra con un ladronzuelo llamado Abu (Sabu), quien ya no dejará de ser su fiel amigo; y el verdadero héroe de la historia que se narra. Tras el flashback que muestra los hechos anteriores, así como la explicación de la ceguera o el encuentro y enamoramiento de Ahmad y la princesa (June Duprez), la fantasía regresa al presente para dar rienda suelta a la imaginación y a la diversión. Caballos mecánicos que surcan el aire, un malvado sin ninguna emoción salvo su afán de poder, un genio tramposo atrapado en una botella durante dos mil años o la archifamosa alfombra voladora surcando los cielos de Bagdad, pasaron a formar parte de la historia del cine gracias a la unión de todos esos nombres que hicieron posible esta aventura fantástico-romántica que une a dos enamorados destinados a sufrir la separación a la que se ven condenados por las malas artes de Jaffar, siempre peligroso, siempre vil, siempre un villano espléndido. Pero no todo está perdido para los amantes, pues el pequeño héroe surge cuando más se le necesita, sin que piense en ningún momento en sí mismo, salvo cuando se trata de su estómago, porque su amigo le necesita. Y después ¿qué? <<Un  poco de diversión y aventura>>, como dice Abu, pues esa sería la meta pretendida y alcanzada por esta colorista producción en la que la fantasía se hizo cine; ¿o fue a la inversa?