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viernes, 30 de mayo de 2025

Inland Empire (2006)


Salvo por etiquetas simplistas y sus adictos, dudo que David Lynch pueda considerarse un cineasta clásico. Más bien es un cineasta inclasificable, cuyo cine resulta extraño porque es diferente a lo común que llena las salas comerciales y las pantallas de los hogares. El suyo está formado por experiencias audiovisuales, más que narraciones. Son películas imposibles de etiquetar, salvo que el etiquetado sea parte del postureo de quien etiqueta (reduce y delimita) carente de más objeto que el de su improbable lucimiento. Lynch, como Ferreri, Buñuel, Parajadnov, Pasolini y tantos otros cineastas que escapan a cualquier clasificación, se debe a su idea del cine como una posibilidad para expresarse, sentirse e incluso crearse, que vendría a ser la posibilidad de ser artista; y de quien, por mucho que me guste su obra, reconozco que si esta no hubiese existido, el cine no se habría resentido. Nunca podremos saberlo, pero quizás todo lo contrario sucedería con los pioneros, desde los Lumière, Alice Guy, Georges Méliès, Ferdinand Zecca, Porter, los cineastas italianos de la década de 1910, Griffith, Sjöström o Stiller… O sin los Chaplin, Keaton, Renoir, Ford, Lubitsch, Eisenstein, Pudovkin, Feyder, Lang, Pabst, Clair, Flaherty, Vidor, Murnau, Rossellini, Ozu… Estos sí son clásicos porque desarrollaron narrativas y estilos que influyeron a muchos otros y que se influyeron entre sí. Lynch, no, aunque haya quien intente imitarle, sin éxito —basta ver los episodios de Twin Peaks (1990) en los que no estuvo involucrado para darse cuenta de que caen en lo común; quiero decir, que sin Lynch resulta una serie más de lo mismo—. Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) o Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) son tres películas suyas que me parecen magistrales y las que definen parte de su cine: la simpatía por los seres extraños y por los mundos ajenos a los convencionalismo  y al orden establecido. En eso, siempre fue fiel. Siempre construyó sus películas alrededor de hombres y mujeres fuera de lo común, incluso fuera de la realidad, para instalarse en el sueño y el misterio, en mundos oníricos y de pesadilla, como sería el caso de Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), el primer largometraje de Lynch y uno de sus films en los que eleva su gusto por lo extraño a cotas máximas. Otra de sus cimas extrañas es, sin duda, Inland Empire (2006), aunque solo lo fuese por sus tres horas de dar rienda suelta a lo “raro”, que definiré como aquello que se nos escapa y, cuando lo descubrimos, nos sorprende. Esa rareza, el salirse de la norma, se desata en esta película que confunde la realidad (ficticia) y la película que se está rodando porque, tanto para Lynch como para nosotros que vemos su acabado de cine dentro de cine, de cine dentro de sueños y viceversa, con dosis de fantasía y de suspense, son ficciones, ensoñaciones y pesadillas del propio Lynch creador de mundos ocultos en mundos visibles a la mirada común, espacios que se abren a la imaginación y que desvelan su gusto y predilección por lo onírico, aunque representar lo onírico en pantalla se me antoja una meta pocas veces alcanzada. En el caso de Inland Empire, tiende a la pesadilla, al misterio, a la violencia, al sexo, al caos que no deja de ser un orden ajeno al común, que es aquel en el que la mayoría se siente cómodo porque no le desubica ni le exige esfuerzo mental y emocional…


viernes, 16 de junio de 2023

Corazón salvaje (1990)


En el cine de David Lynch ni los personajes ni la narración, ni el tiempo, son convencionales; tampoco se adapta a un género concreto. Son múltiples ingredientes y rostros que forman parte de un todo que remite al cineasta, al viaje que propone, pues en Lynch siempre hay un viaje, sea al lado oculto, reverso tenebroso del espacio idílico visible, o hacia la interioridad humana que desvela más allá de la apariencia. En todo caso, se trata de viajes que implican llegar a un punto existencial diferente del que se ha partido. A lo largo del camino hacia alguna parte, la fantasía y los sueños priman, así como los secretos, la violencia y los recuerdos que van fluyendo en un espacio de atmósfera enrarecida y misteriosa, pero no exento de luminosidad y ternura, en el caso de Corazón salvaje (Wild Heart, 1990), estas se aprecian en el amor puro de Sailor (Nicholas Cage) y Lula (Laura Dern) y en la inocencia de la protagonista, a pesar del sufrimiento que le intuimos a lo largo del recorrido que la pareja inicia y avanza con todo, salvo el sentimiento que les une, en contra. Y ahí, en ir contracorriente en busca de la victoria, a priori imposible, del amor, Corazón salvaje se metamorfosea de thriller en cuento de hadas, guiño a Oz, bajo la amenaza de una bruja malvada y la protección de una bondadosa, que no asoma hasta el final del camino que parece conducir a la pareja a consumar su imposibilidad, sobre todo con la irrupción de Bobby Peru (Willem Dafoe) en las vidas de los amantes fugitivos…






martes, 7 de marzo de 2023

Lucky (2016)

<<Y qué decir del gran Harry Dean. Uno de los tíos más geniales del mundo y yo le quiero a rabiar. Podría estar horas y horas en su compañía porque todo lo que sale de él es natural, no hay fingimiento, no hay chorradas, todo es hermoso, y encima es una persona de lo más bondadosa y afable. Tiene un punto melancólico, Harry Dean, y también tiene su punto espiritual. Él no está para meditaciones; su manera de meditar, dice, es la vida. Y, por si fuera poco, canta bien. Una tal Sophie Hunter hizo un documental sobre él titulado Party Fiction y corre por ahí un tráiler con imágenes de Harry Dean en su casa con un amigo suyo tocando la guitarra. Harry Dean está recostado en un sofá y lo primero que se ve es un primer plano de su cara, y en esa cara ocurren cosas. Está cantando “Everybody’s Talkin”, aquella canción que popularizó Harry Nilsson, y cuando lo vi se me saltaban las lágrimas; la manera que tiene de cantarla es, uf, absolutamente increíble. Me cuesta creer que ya no esté entre nosotros…>> Así recuerda David Lynch en un momento puntual del libro Espacio para soñar a Harry Dean Stanton, uno de los actores que más veces trabajó con él. Harry Dean es el protagonista absoluto de Lucky (John Carroll Lynch, 2016), una película sobre la existencia y un emotivo encuentro/despedida cinematográfico entre Harry Dean y algunos amigos, entre ellos el propio David Lynch, que da vida a Howard, el hombre que añora su galápago.

<<En su rostro ocurren cosas>>, cierto. En Lucky esas cosas suman una existencia que en su rostro se dibuja cercana, serena, asustada, reflexiva, resignada. En Harry Dean se descubren las arrugas de sus noventa años de vida y el miedo que confiesa a Loretta (Yvonne Huff Lee), el que despierta la cercanía de la muerte y su certeza de que no habrá nada. Lucky/Stanton lo sabe, le asusta, lo acepta; comprende que el fin llega para él igual que llega para todos. <<Nada es permanente>>, dice. Según se plantee, la realidad temporal humana —un minuto más de vida es un minuto menos que resta para la muerte— puede sonar terrible o aceptarse como nuestro discurrir natural; incluso hay quien lo interpreta como un tránsito hacia otros lares. Este no es el caso de Lucky, que asume y acepta que no somos antes ni después, que somos en la brevedad existencial que quizá sintamos infinita, aunque seamos conscientes de que algún día se acabará. Es durante ese instante, que separa la nada posterior y la inexistencia anterior, cuando suceden cosas; incluso cuando cada día parece igual y todo semejante inamovible. Y sin embargo, todo avanza, aunque sea a paso de ese galápago que asoma al final de este primer film dirigido por el actor John Carroll Lynch —sin ningún lazo familiar con David Lynch.

La cotidianidad de Lucky, fumador empedernido, rebelde, libre, filósofo de cafetería y barra de bar, aficionado a las palabras y a la música —su versión de “Volver” en el cumpleaños al que le invitan es un emotivo regalo de Harry Dean para los asistentes y para el público—, se repite ante nosotros sin aparentes variaciones, salvo en las conversaciones. No obstante en su mente sucede algo; <<ocurren cosas>>. Aunque no escuchemos su pensamiento, Lucky se pregunta y cuestiona, en su rostro se dibujan las preguntas y las respuestas; ahí sucede mucho. Acepta que <<venimos solos y nos vamos solos>>, no duda que todo regresa a la inexistencia que abandona durante el instante de su existencia. Ese es el milagro, el más grande, existir en el tiempo que principia y concluye, en el que nos soñamos infinitos, sin el antes y el después de nosotros. Lucky lo comprende y decide tomarse “la nada” <<con una sonrisa>> de resignación ante lo inevitable, de esa verdad universal de la que habla, pero también es una sonrisa por existir en ese suspiro fuera de la ausencia absoluta a la que los vivos estamos destinados.



sábado, 4 de marzo de 2023

Twin Peaks (1990-1991)

<<Yo vi el episodio piloto como si aquello fuera un largometraje y por lo que a mí respecta lo único que es realmente Twin Peaks de las dos primeras temporadas es el programa piloto. El resto es puro decorado y se hizo como se hace la tele, pero ese piloto sí que capta muy bien la idea.>> (1) Creada por Mark Frost y David Lynch, que dirigió el piloto y el tercer episodio, la primera temporada de Twin Peaks (1990-1991) se emitió por primera vez en 1990 —el piloto se estrenó el 8 de abril, un año después de la conclusión de su rodaje en 1989—. Para sorpresa de la ABC Entertainment, se convirtió en un fenómeno televisivo a escala mundial. La cadena que la produjo había retrasado su emisión; cuando les entregaron el primer episodio, los mandamases de la ABC no sabían muy bien qué tenían entre manos, pues, tal como habían pedido a sus creadores, el programa piloto era diferente y su diferencia, respecto a lo que solía emitir la televisión, desubicó a los ejecutivos al frente del negocio.

La aparición de un cadáver en la aparentemente pacífica Twin Peaks, una pequeña y aislada ciudad del noroeste estadounidense donde todos se conocen, introduce el interrogante <<¿quién mató a Laura Palmer?>> o, dicho de otro modo, presenta el “macguffin” que permite a Lynch y a Frost dar a conocer y desarrollar su universo Twin Peaks, donde lo extraño y lo común, la luz y la oscuridad, se dan la mano en presencia del personaje de Kyle MacLachlan, el agente especial Dale Cooper, quien, junto al público, es el único extraño en este entorno misterioso, íntimo, rebosante de secretos. Quizá por ello mire a su alrededor con ojos de sorpresa y de emoción, al tiempo que su rostro y su postura corporal desvelan eficacia y equilibrio mental, quizá fruto de ejercicios de meditación y misticismo oriental. Es meticuloso, se preocupa por los precios de los hoteles, porque sabe que sus gastos corren a cuenta del contribuyente, disfruta el buen café y las tartas, es amable, también puede ser duro, y no descarta la validez de los sueños como posibles pistas. En sus gustos es mundano. Lynch y Frost lo quieren cercano y a la par especial. Es su nexo con el mundo fuera de la pantalla y el único inocente o no sospechoso dentro; es decir, que, cual recién nacido, nada tiene que ocultar y tiene todo por descubrir. El agente es sensible, observador, perspicaz en su día a día investigando la violenta y extraña muerte de Laura Palmer (Sheryl Lee). Cooper investiga con la ayuda de Harry S. Truman (Michael Ontkean), el sheriff local, que en el piloto expresa irónico que empieza a ser una especie de doctor Watson. Es probable. Entre ambos va creciendo la confianza que depara una colaboración que no se fuerza, que se basa en el respeto y la admiración y tal vez en la sorpresa que el policía local siente hacia el agente del FBI que irrumpe en su vida y en la del resto de los hombres y las mujeres de la no tan pacifica localidad de Twin Peaks.

<<Al principio Twin Peaks tuvo muchísimo éxito, pero a la ABC nunca le gustó la serie, y cuando el público empezó a escribir preguntando cuando se sabría quién había matado a Laura Palmer, la cadena nos obligó a decirlo y ahí se acabó la fiesta.>> (2) Laura no es la primera víctima, sino la segunda y pudo haber una tercera, que logra escapar de la muerte, aunque no pudo evitar ser violada y apaleada por el asesino; probablemente alguien de la localidad, así lo sospecha Cooper, quien añade que <<probablemente es alguien que conocen>>. Sospechas, misterio, humor negro, sueños y secretos, intereses ocultos, fantasía, la partitura musical de Angelo Badalamenti, las actuaciones del reparto, todo en general, sirve para que Frost y Lynch generen una atmósfera enigmática, magnética, extrañamente cómica y amenazante que queda establecida en el episodio piloto dirigido por el segundo. Pero si la primera temporada de la serie fue un éxito y su episodio piloto una de las cumbres televisivas estadounidenses de finales del siglo XX, la segunda temporada resultó menos estimulante. Mantener el tono logrado el año anterior, un tono que ya entonces parecía ir de más a menos, era sumamente complicado, más si cabe con Lynch trabajando en varios frentes, uno de ellos Corazón salvaje (Wild Heart, 1990), por el malestar que sintió Frost al verse ninguneado —el público, la prensa, la industria, consideraba Twin Peaks como “la serie de David Lynch”, incluso estando este ausente— y por las presiones de la cadena, exigiendo que desvelasen la identidad del asesino de Laura (hacia la mitad de la temporada). Fue una mala decisión e implicó el final (momentáneo) de la serie. <<Cuando volví de rodar Corazón salvaje, no sabía qué estaba pasando con la serie. Solo recuerdo la sensación de que era como un tren sin control del que había que estar pendiente las veinticuatro horas para que no descarrilara. Creo que si cada episodio lo hubiéramos escrito Mark y yo juntos, la cosa habría funcionado, pero no fue así y vinieron otros. No tengo nada en contra de esa gente, que quede claro, pero ellos no conocían mi Twin Peaks y la serie dejó de ser algo reconocible para mí.>> (3) Un año después de la cancelación del programa, Lynch regresó a su universo Twin Peaks y narró los días previos al asesinato de Laura Palmer en el largometraje Fuego camina conmigo (Fire Walk with Me, 1992); y ya en 2017 realizó la tercera temporada, que consta de dieciocho episodios dirigidos todos ellos por él, probablemente para evitar que la serie se desviase de su visión, como sí había ocurrido en el pasado.


(1) (2) (3) David Lynch, en David Lynch y Kristine McKenna: Espacio para soñar (traducción de Aurora Echevarría y Luis Murillo). Penguin Random House, Barcelona, 2018.


miércoles, 1 de marzo de 2023

Cabeza borradora (1976)

Mucho de lo que vendría después de Cabeza borradora (Eraserhead, 1976) en la obra cinematográfica de David Lynch, se encuentra ya en este primer largometraje suyo; concluido en 1976 e iniciado en 1972 con una ayuda económica del American Film Institute donde estudiaba cine, tras haber sido becado a raíz de su cortometraje The Grandmother (1970). Pero Cabeza borradora no resultó un proyecto sencillo de sacar adelante. Por una parte, los problemas económicos —en cuanto se acabaron los 10.000 dólares de la AFI, el rodaje se detuvo y hubo que lograr financiación por otras vías—, y por otra, el perfeccionismo del realizador, ralentizaron la filmación de un film de estética perturbadora y atmósfera onírica que tiende a surrealista. En Lynch, la realidad y la fantasía se confunden hasta ser sueño y misterio. Ese estado alcanzado da a su cine el tono irreal y deformador que, tras su apariencia oscura, enigmática, onírica, experimental, adjetivo que encanta a Lynch, se esconden historias de amor, de soledad, de miedo, de dualidades que exhiben lo mejor y lo peor del ser humano. Son historias al margen, con un pie en lo idílico luminoso y otro en lo anómalo sombrío. Como en tantas películas posteriores de Lynch, en Cabeza borradora se juntan varios mundos que bien pudieran ser uno fruto de la fantasía de quien los habita y los sueña. Henry (John Nance) es un tipo extraño en una tierra extraña, un hombre que camina en soledad hasta que encuentra en Mary (Charlotte Stewart) la posibilidad de una relación que parece sacarle de su aislamiento, sin embargo no calma su temor, sus miedos. ¿Cuáles son? Quizá el propio espacio que ocupa en ese cuarto siempre oscuro y frío, su paternidad y mismamente las relaciones que establece con Mary, insegura y tímida, y con la enigmática mujer guapa del pasillo. Lo que parecía una realidad beneficiosa se transforma en pesadilla, de la que huye soñando su alternativa; en la que fantasea con la mujer de detrás del radiador (Laurel Near). Desde el primer instante de Cabeza borradora la sensación de estar en un sueño cobra fuerza. El film se inicia en un planeta oscuro, rocoso, donde un extraño (Jack Fisk) de características pétreas maneja las palancas del destino y lanza a Henry a la Tierra donde parece caminar perdido y desorientado. Lynch desarrolla la historia en apenas cinco escenarios: el planeta, la habitación del protagonista, el escenario detrás del radiador, la fábrica de lápices y la casa donde Mary vive con sus padres —no menos peculiares que el resto de personajes—. Ella no tarda en irse a vivir Henry, pero la relación se trunca como consecuencia del cansancio de Mary, que atiende al bebé de formas extrañas. Aguanta sus lloros y asume sus cuidados hasta que se ve superada y decide regresar con sus padres. De ese modo, Henry se queda en su habitación; ahora el bebé es su responsabilidad y la pesadilla se agudiza en las sombras, el frío y los sonidos que enfatizan la agonía; pero la fantasía le abre una vía de escape hacia el cálido  mundo que existe allende el radiador.



miércoles, 11 de febrero de 2015

Terciopelo azul (1986)


Dos años después de que Dune (1984) sufriera tijeretazos indeseados en la sala de montaje, la indiferencia del público y el menosprecio de la crítica cuando se produjo su estreno, David Lynch pudo realizar Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) asumiendo la libertad creativa que Dino de Laurenttis le había prometido como parte del acuerdo de la adaptación a la pantalla de la novela de Frank Herbert. El resultado de dar rienda suelta a su fantasía fue un film hipnótico, de ambiente enrarecido y onírico, al que Lynch dotó de una atractiva mezcla de fantasía e intriga, en la que los personajes semejan extraídos de la pesadilla que nace de la oscura realidad a la que accede Jeffrey Beaumont (Kyle MacLachlan) a raíz de su encuentro con una oreja sin cuerpo, la misma forma cartilaginosa que aviva su curiosidad y, como consecuencia, precipita su ruptura con la idílica cotidianidad en la que había vivido hasta entonces —la que Lynch exhibe al inicio al compás de la canción “Blue Velvet”—. Impulsado por su afán de conocer el misterio que encierra el cartílago sin dueño, Jeffrey inicia una serie de pesquisas con el fin de encontrar la explicación que sacie su curiosidad, pero lo que consigue es adentrarse en un submundo desconcertante e inquietante donde la depravación y la violencia ejercen cierto magnetismo sobre su persona, al tiempo que le desvela obsesiones escondidas y deseos ocultos bajo la apariencia modélica de su medio inicial (y su propio yo) y ajeno al sórdido ambiente donde conoce a la cantante Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) y al sádico criminal Frank Booth (Dennis Hopper).


Aparte de ser una obra de gran expresividad visual y onírica, parece una pesadilla de la que Jeffrey despierta cuando contempla un gorrión que simboliza que todo va bien, a nivel personal y profesional, Terciopelo azul resultó fundamental para el posterior desarrollo del inconfundible universo cinematográfico de Lynch. En ella pudo asumir el control, lo que le permitió desarrollar las constantes que, si bien ya estaban en su obra anterior, alcanzan en este film una estética cinematográfica que confirmaba a Lynch como uno de los cineastas más atípicos del cine estadounidense de finales del siglo XX, estética que ya no abandona y que logra una nueva cota en la serie Twin Peaks. Al igual que en la práctica totalidad de sus films, Tercipeplo azul presenta mundos extraños, así lo afirma Sandy (Laura Dern) respecto al mundo que obsesiona y transforma al joven detective aficionado, y lo opone al muchacho que es en su compañía. En esta joven de apariencia virginal se representa la inocencia y la serenidad del espacio luminoso que se contrapone al más carnal, oscuro y lascivo dominado por Frank, un espacio que despierta en Jeffrey inquietudes y deseos ocultos que desconocía, pero que afloran como consecuencia de la atracción y de su relación con Dorothy, atrapada y sometida a los deseos del criminal a quien Dennis Hopper le da su toque más inquietante.



domingo, 22 de septiembre de 2013

Una historia verdadera (1999)


A primera vista puede resultar extraño que un director como David Lynch, habituado a mostrar universos y personajes complejos, sórdidos, turbios y oníricos, se decantase por el clasicismo y la poesía visual que abunda en Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). Sin embargo, esta sencilla película cuadra perfectamente dentro de las inquietudes personales del responsable de El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), pues el recorrido de Straight (Richard Fairnsworth) a lo largo de kilómetros y más kilómetros de asfalto resulta un viaje hacia su propia interioridad, en busca de la redención que espera encontrar al final de un camino que le conduce hasta su hermano enfermo (Harry Dean Stanton).
 Existen muchas road movies, pero ninguna que siga los pasos de un individuo que viaja sobre una segadora a lo largo de más de quinientos kilómetros, que simbolizan la expiación, la aceptación y las emociones contenidas de un anciano que apenas puede ver, y cuyas caderas a duras penas le permiten sostenerse en pie. A lo largo del recorrido este héroe anónimo y cansado desvela aspectos de su vida sin necesidad de forzarlos, pues estos se hacen reales mediante su sacrificio, sus silencios o durante las parcas conversaciones que mantiene con quienes se cruzan en su camino. De ese modo se comprende que detrás de su rostro ajado por el paso de los años existe una intención más allá de lo que se observa a simple vista, pues en él se reconoce la aceptación de la vejez, a pesar de que en ella no encuentra nada destacable, y de los muchos errores cometidos a lo largo de una existencia que lentamente avanza hacia su final. Todas esas emociones contenidas, para no alterar la cotidianidad de su hija (Sissy Spacek) o generar compasión en los demás, le impulsan a embarcarse en una emotiva odisea que le conduce hasta ese hermano con quien no se habla por algún motivo ya olvidado, o como él dice, por algo que ya no importa, y que seguramente fue debido a un cúmulo de circunstancias como la ira o el exceso de alcohol. Pero lo que sí sabe, y reconoce, es que ante él se presenta la última oportunidad para alcanzar el perdón que se negó tiempo atrás y que marcó buena parte de sus días. Pero Straight no se compadece de sí mismo, de igual modo que no desea que el resto lo haga por él; no es lo que necesita, tampoco lo que busca, ya que lo que le mueve es la ilusión por disfrutar una última vez de la inocencia y de la paz que sentía cuando de niño, al lado de su hermano, contemplaba el firmamento hacia el que siempre vuelve su mirada, a veces melancolía, a veces triste, pero siempre con un ligero brillo de esperanza.

viernes, 23 de marzo de 2012

El hombre elefante (1980)


Lograr financiación no era (ni es) algo sencillo para alguien creativo, arriesgado, con algo que expresar y con las ideas claras para hacerlo en un negocio en el que, como el cinematográfico (el editorial o el musical), la creatividad y la calidad artística quedan relegadas a un plano secundario, incluso a uno sin importancia cuando se trata de argumentos de venta. Pero finalmente, tras cinco años peleando para sacar adelante su primer largometraje, David Lynch pudo concluir y estrenar Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), lo que supuso un segundo paso en la obra fílmica de un cineasta cuyo universo creativo resulta tan personal, fascinante, humano y perturbador, que se reconoce a leguas, incluso en un film a priori ajeno a dicho espacio como puede parecer Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). El primer paso cinematográfico de Lynch había sido su incursión en los cortometrajes. Y ya desde entonces se descubre arriesgado, experimental, lúcido, oscuro, muy suyo. Solo hay que ver cualquiera de sus películas para reconocer sus temas y su estilo, su mirada, sus mundos extraños y no tanto, porque a veces lo raro e incluso lo sórdido se esconden tras fachadas idílicas, incluso tras la de uno mismo. Cabeza borradora llamó la atención de muchos, entre ellos el director y productor Mel Brooks, quien, a través de su productora Brooksfilms, produjo El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), una magnifica historia de monstruos que ignoran serlo y un sensible y contundente alegato a favor de la dignidad humana, la cual brilla esplendorosa en John Merrick (John Hurt). Su sensibilidad conquista los corazones de sus amigos —entre quienes se cuenta la enfermera jefa, humanizada de modo excepcional por Wendy Hiller— y choca de lleno con la abominable interioridad de Bytes (Freddie Jones), que le martiriza, apalea y exhibe para su sustento, o la no menos aberrante del portero de noche del hospital (Michael Elphick), quien también se gana unas monedas a costa de John al tiempo que disfruta junto a aquellos que ven en el joven a un fenómeno al que humillar y de quien mofarse. Son hombres y mujeres que cierran los ojos a sus propias imperfecciones, incapaces de comprender que son sus mentes las que están deformadas y formadas por prejuicios, intolerancia, mezquindad, ignorancia.


Vivir con miedo, incomprendido, obligado a esconderse, sufriendo los gritos de espanto o las risas burlonas de los individuos que presumen su normalidad enferma de ignorancia e incomprensión, quizá también infectada de odio a su propia normalidad; sino, ¿a qué responde su animadversión y, al tiempo, su curiosidad malsana y su acoso a lo diferente? ¿Les hace sentirse mejores? ¿Señalar, mofarse o aprovecharse de la “deformidad” externa que encuentran en John Merrick o en la criatura de Frankenstein en Doctor Frankenstein (James Whale, 1931), les ayuda a ocultar su fealdad interior? Tanto la criatura como Merrick (entre otros personajes de ficción y tantas personas en la realidad) sufren la mirada de esa normalidad hiriente y más deformadora que cualquier rasgo físico que escape a la comprensión general, primero en las ferias, después en la facultad de Medicina donde el doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins) lo expone a sus colegas, y más adelante, en lo que parecía ser su remanso de paz. Esa paz que se le niega desde el inicio que Lynch muestra onírico, entre la pesadilla y el sueño, para abrir su film a un espacio ferial similar a La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) y donde John Merrick sufre rechazado, malos tratos y humillaciones constantes porque su imagen resulta grotesca a los ojos que lo miran y que únicamente ven en él, el monstruo que no es.


Los aceptados del orden, que comúnmente se dice “normales”, no comprenden el dolor, el miedo, la necesidad de amor y amar, le niegan el ser humano que sí es. <<¡No soy un monstruo! ¡No soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy un hombre!>> exclama y solloza desesperado, cuando se ve acorralado en el aseo de la estación londinense, rodeado de perseguidores tan agresivos que parecen querer lincharlo por su apariencia externa. La monstruosidad que habita en el ser humano no se encuentra en una malformación física, sino en el rechazo, en el comportamiento, en las burlas o en la repulsión que sienten quienes se ven perfectos. En este aspecto, El hombre elefante se hermana con lo expuesto por Browning en La parada de los monstruos, pero Lynch encuentra su referente en la realidad, en el caso del Merrick real descrito por el verdadero Frederick Través en su libro —el guion, escrito por Christopher De Vore, Eric Bergren y David Lynch, también encuentra inspiración en el libro de Ashley Montagu The Elephant Man: A study in Human Dignity—. Aunque tarda en mostrarse tal cual es, primero porque Lynch lo mantiene oculto para generar la atmósfera perseguida y después porque el propio John Merrick oculta su rostro y guarda silencio por temor, teme que lo dañen más, acaba por desvelar su sensibilidad y su creatividad. Sus palabras y su comportamiento resultan generosos, y su mirada más sana que la de la mayoría, quizá más que la de cualquiera.


Este joven de veintiún años sufre deformaciones en todo su cuerpo, su aspecto resulta extraordinario, nunca visto con anterioridad, por eso cuando el doctor Frederick Treves le descubre siente la necesidad de estudiarlo, de mostrarle ante sus colegas científicos, sin apenas darle importancia a su interioridad; para Treves su objeto de estudio no sería más que ese conjunto de accidentes de la naturaleza que dominan la práctica totalidad de la anatomía de John Merrick. Tras llevarle de nuevo con Bytes, Treves tiene la oportunidad de retomar el contacto, más allá del simple análisis externo que había realizado con anterioridad, pues la brutal paliza que Merrick recibe de Bytes (le deja en un estado lamentable), convence a su torturador para llamar al doctor. El hecho conlleva el ingreso de Merrick en el hospital donde, paulatinamente, el doctor descubre que su paciente es un hombre inteligente, bondadoso, digno de su amistad y cariño. La evolución interna experimentada por Treves se hace visible y audible en la pantalla cuando llora y pregunta a su mujer (Hannah Gordon) si es un buen o un mal hombre, ya que siente que no es mejor que individuos como Bytes. Su duda la genera el comprender que ha caído en el error de permitir que personas respetables acudan al centro para observar a su amigo, un hecho que inicialmente consideraba positivo para el desarrollo personal de muchacho, pero que no deja de ser similar a la exhibición ferial, donde los espectadores acuden a contemplar a personas cuyos rasgos físicos les proporcionan placer y rechazo. No obstante, hay diferencia clave: en su hogar, el hospital, Merrick es feliz, gana confianza, se siente querido, lo que le permite abrirse y mostrar su rostro interior, más bello, amable y generoso que el de los monstruos que amenazan transformar el sueño que vive en su retorno a la pesadilla de la que Treves lo rescata. Durante ese instante, para él de pura felicidad, John vive un paréntesis de aceptación y de paz, disfruta un hogar y de la amistad que le brinda algunos de los empleados del hospital o la famosa actriz interpretada por Anne Bancroft. Allí pasa los mejores instantes de su vida, pero la sombra se extiende en la amenazante ausencia de Bytes, pues sabemos que regresará, y en la ambición del portero, que no piensa en Merrick como persona, sino como el hombre elefante que le proporciona risas e ingresos extra.



viernes, 15 de julio de 2011

Dune (1984)


Antes de que Dino de Laurentiis se hiciese con los derechos de adaptación de Dune, hubo intentos de llevarla a la pantalla, pero ninguno llegó a materializarse; al menos, no en su totalidad. Quizá el más ambicioso de los proyectos fallidos fue el pretendido por el chileno Alejandro Jodorowski, que tenía en mente una película de diez horas de duración, metraje que la hacía inviable desde una perspectiva comercial tradicional. Una vez con los derechos cinematográficos en su posesión y con Ridley Scott fuera del proyecto —en el que el británico trabajó durante seis meses, antes de abandonarlo para rodar Blade Runner (1982)—, De Laurentiis convenció a David Lynch para que dirigiese el film y, tras numerosas reelaboraciones del guion y elegir el reparto, el estadounidense se trasladó a Mexico donde, finalmente, puso imágenes a la famosa novela de Frank Herbert, quien, por cierto, defendió la película resultante. Pero Dune (1984) fue un fracaso comercial y blanco de críticas que se cebaron sin miramientos y dudoso análisis, llegando a decir que era la peor película del año o tan complicada como un examen —quizá habría que preguntar si alguien había visto todos los films estrenados aquel año y si el examen era de primaria o de secundaria—, con el paso de los años, el Dune de Lynch, aunque a él no le gusta, ha ido ganando simpatías.


La misión encomendada al cineasta no era fácil, pues debía adaptar una novela con numerosos personajes y situaciones. ¿Fue acertada su decisión de ponerse al mando de esta superproducción de cuarenta millones de dólares de entonces? Para él, no; y sin embargo, a la larga, fue un acierto, pues el fracaso del film le posibilitó hacer Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), una producción de bajo presupuesto y de elevadas dosis creativas, con la promesa de De Laurentiis de no interferir y dejarle el montaje final; promesa que el productor italiano cumplió. Por otro lado, tras la excelente El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) —su primer largometraje, Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), horrorizaba De Laurentiis— el director era una clara elección para trasladar a la pantalla un universo como el que se desarrolla en Dune. A pesar de las malas críticas y de que a Lynch le disgustó el resultado hasta el extremo de sentirse enfermo, la película se desmarca del infantilismo de otras producciones de ciencia-ficción de la época; por ejemplo El retorno del Jedi (The Return of Jedi, Richard Marquand, 1983), film que George Lucas le había propuesto dirigir. En Dune, Lynch puede jugar con la fantasía de los espacios y los sueños del protagonista, y los expone ateniéndose a la lucha entre dos familias rivales, Atreides y Harkonnen, al tiempo que presenta el planeta que se erige en el centro del universo conocido, pues Arrakis, otro de los mundos extraños que se descubren lo largo de la filmografía del realizador de Mulholland Drive (2001), es el único productor de la especie (melange), el más codiciado y preciado tesoro del universo conocido, y en especial de la Cofradía de Navegantes, ya que les permite plegar el espacio-tiempo. Este preciado producto resulta vital para que sus navegantes puedan realizar viajes interestelares sin moverse de los estanques repletos de la valiosa sustancia que les ha transformado en no humanos.


El inicio de Dune muestra el rostro de la princesa impresionado sobre el espacio estelar. Habla de la época y de la existencia de una profecía en torno al planeta Arrakis, también conocido como Dune, un lugar inhóspito y desértico, donde nunca llueve y donde viven los Fremen (se ignora el número exacto). La profecía anuncia la llegada de un hombre que penetrará en el lugar prohibido, aquel donde nadie salvo él puede acceder, que revelará el secreto que le convertirá en el ser más poderoso del universo y en el libertador de Dune. La sospecha de la existencia del mesías queda patente antes de que La casa Atreides abandone Caladan (su planeta natal) para trasladarse a Arrakis, con la misión de sustituir a los Harkonnen en el control de la producción de la melange. Sin embargo, la traición de Yueh (Dean Stockwell), apoyada por su sed de venganza sin límites, depara la tragedia para la Casa encabezada por duque Leto Atreides (Jürgen Prochnov). Únicamente, su hijo Paul (Kyle McLachlan) y Lady Jessica (Francesca Annis), la concubina del duque y hermana de la orden Bene Gesserit, se salvan gracias a la intervención del traidor.


A pesar de sus numerosos personajes, Dune es un film que no puede ser coral, consciente de que todo gira en torno a su figura central: Paul Atreides, el posible elegido que llevará la libertad al planeta Arrakis. Paul es consciente de que él puede ser el durmiente, cada paso que da así se lo confirma, las pruebas a las que se ve sometido se saldan con éxito, sin embargo, la muerte de su padre y el exterminio de su pueblo, le llevan a clamar venganza. Su ira alcanza a todos los implicados, incluido el emperador (José Ferrer), un gobernante que ha pactado con el barón Harkonnen (Kenneth McMillan). Dune es una película en la que los malos y los buenos se encuentran claramente posicionados, sus pensamientos, sus actuaciones, el color de sus trajes y las imágenes de sus planetas natales así lo confirman. Resulta injusto descalificar este film, cuando en él se encuentran aciertos y una buena dirección, que proporcionan entretenimiento inteligente y un buen acercamiento al universo creado por Frank Herbert. Si bien es cierto que el excelente reparto con el que cuenta la película se encuentra desaprovechado, pero no por negligencia, sino por exigencias del guión y el tiempo en el que debe desarrollarse el metraje. Sería una ardua labor realizar un Dune que contentase a todos, y uno de los impedimentos reside en esas dos horas de duración, ya que precisaría un mayor número de minutos o reestructurar el guion hasta alejarlo del original literario, hecho que no contentaría a muchos seguidores de la saga literaria. Sin embargo, no se puede negar que la película tiene aciertos visuales y narrativos, ni se puede olvidar que, al no tener el control sobre el montaje final, David Lynch se vio obligado a sintetizar la historia y restar importancia a los personajes —se habló de que él había previsto una película de unas ocho horas de duración—, pero siempre teniendo en cuenta el original y sus propios gustos; de ese modo ofrece una perspectiva por momentos atractivos de los hechos que preceden al advenimiento de la ansiado y temido mesías de la profecía.