Mostrando entradas con la etiqueta mathieu kassovitz. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta mathieu kassovitz. Mostrar todas las entradas

miércoles, 9 de agosto de 2017

Amén (2002)



Omisiones, documentos, restos, interpretaciones, tergiversaciones, verdades,... forman parte de la Historia, antigua y moderna, pero la única constante que podría considerar inmutable en el devenir de los tiempos la observo en la capacidad creadora-destructiva de los seres humanos, la cual forma parte de la contradicción que desde los orígenes define los distintos momentos de nuestra especie y de nuestras vidas. El quiero-puedo, hago-deshago, muestro-oculto, digo-callo, lloro-río o actúo-sufro son algunas de las parejas malavenidas e indisolubles que se enfrentan como contrarios a lo largo de las diversas etapas evolutivas y en los distintos conflictos que generamos, o en aquellos que nos salen al encuentro y, en su desequilibrio, padecemos sin encontrar una solución cercana y satisfactoria. Estos conflictos pueden ser individuales y, como tales, dependen en un alto porcentaje del pensamiento, de la interpretación, de las decisiones y de las acciones del individuo. Otro cantar serían los problemas que afectan a la humanidad, en parte o en su conjunto, una humanidad que, capaz de lo mejor y de lo peor, en ocasiones escoge la ignorancia, la apatía y enterrar la cabeza cual avestruz, porque la postura le resulta cómoda a la hora de rehuir responsabilidades en los distintos hechos que marcan y afectan a sus miembros. En ambos casos, individual o colectivo, ante un mismo conflicto, surgen distintos enfoques y opciones: ignorar, negar, temer, rechazar, esperar, asumir e intentar solucionarlo o esperar a que alguien dé el paso al frente que ponga fin a problemáticas tan atroces como la expuesta por Costa-Gavras en Amén (Amen.,2002). Pero, en ocasiones, como parece señalar el combativo realizador de Z (1969) y Estado de sitio (Etat de siege, 1972), aquellos en quienes depositamos nuestra confianza, porque creemos que en sus manos se encuentra la posibilidad de resolverlas, se mantienen al margen. Este desentendimiento provoca que individuos anónimos, solitarios (en su esfuerzo) e inocentes (en su comprensión de los intereses dominantes) como el teniente de la SS Kurt Gerstein (
Ulrich Tukur) y el jesuita Riccardo Fontana (Matthieu Kassovitz) —personaje inspirado en los reales Bernard Lichtenberg, preboste de Berlín, y el jesuita Maximilian Kolbe— se posicionen e intenten denunciar injusticias que escapan a la racionalidad que se presupone común a los humanos.


La polémica obra teatral El vicario, de Rolf Hochhuth, inspiró a Costa-Gravas Amén, polémica porque, aparte de juzgar el nazismo, señalaba al Papa Pio XII por su silencio ante la barbarie perpetrada por los nazis contra los judíos. El pontífice pudo hablar y no lo hizo, cuando apenas unos años atrás se había posicionado respecto a la guerra en Finlandia. Ese silencio choca con la intención de los dos personajes principales del film. Antes que soldado alemán y miembro de la Iglesia Católica, respectivamente, los dos personajes son sujetos incapaces de permanecer impasibles ante la crueldad que afecta al momento histórico que les ha tocado vivir. Su época es una época de guerra, horror, devastación y muerte, pero no solo en el frente o en las ciudades bombardeadas, sino también en espacios que esa misma época no contempla, espacios dominados por la mayor de las sinrazones: la persecución de inocentes y el exterminio en masa. Por ello, guiados por su necesidad de hacer algo para acabar con la barbarie, tanto el soldado como el religioso, pudiendo elegir la comodidad que les proporciona su pertenencia a dos grupos privilegiados, escogen sacar a la luz el exterminio que el primero descubre en supuestos campos de trabajo. La secuencia con la que Costa-Gavras abre su película no deja indiferente: muestra a un hombre que se cuela en el edificio de la Liga de las Naciones para denunciar la persecución sufrida por la comunidad judía, y lo hace suicidándose delante de los diplomáticos presentes. Esta introducción aventura la imposibilidad que se resume en <<nadie va a protestar y nadie va a creerle>> —así se lo advierte uno de los personajes al teniente alemán—, imposibilidad que formará parte de los dos personajes centrales en su empeño de hacer públicos los crímenes que Gerstein descubre en el campo de prisioneros donde, después de otros oficiales que no se inmutan, acerca su ojo a una mirilla y contempla el horror que golpea su realidad y le empuja a no cruzarse de brazos. La intención de denuncia asumida por el protagonista incide en el compromiso cinematográfico de
Costa-Gavras, ya que Amén no esconde su postura crítica ni la denuncia al desinterés y a la falta de compromiso de quienes, conociendo las atrocidades sufridas y teniendo medios para llamar la atención pública, deciden mirar hacia otro lado para preservar su zona confortable. A diferencia de otras películas que abordan el holocausto, el film de Costa-Gavras apunta hacia dos posturas permisivas: la asumida por la Iglesia Católica —ni los rumores, ni las pruebas ni las súplicas para poner fin al holocausto afectan su política oficial de mantenerse al margen— y la de parte del pueblo alemán, que, conociendo los hechos, prefiriere continuar en la ignorancia y fantasear con una mentira que, si bien les fue vendida, quisieron creer, como sería el caso del padre (Friedrich von Thun) de Gerstein o los supuestos colaboradores del oficial, quienes lo abandonan en su cruzada porque eligen negar las evidencias antes que asumir el sacrificio que marca el recorrido del teniente y de ese jesuita que, en su empeño de llegar al Papa (Marcel Iures), pierde la inocencia y la fe en quienes había depositado su confianza.

jueves, 20 de octubre de 2016

El odio (1995)


<<El hombre está dotado de inteligencia y de fuerza creadora para multiplicar lo que le ha sido dado, pero hasta ahora, en vez de crear, ha destruido>> afirma Astrov en El tío Vania —cuando habla de la devastación de los bosques y de la naturaleza—. Pero su afirmación también sería aplicable a la destrucción del propio individuo y de las sociedades que forma en conjunto, porque una de las constantes del ser humano individual y colectivo sería la de repetir los mismos errores una y otra vez, lo cual, si asumimos como ciertas la <<inteligencia>> y la <<fuerza creadora>> a las que alude el personaje de Chéjov en su famosa obra teatral, resulta contradictorio que, poseyendo la capacidad de mejorar, a lo largo de la Historia, los humanos, entre los cuales me incluyo, hayamos sido los principales responsables de nuestras desgracias. Esta autodestrucción se perpetúa en El odio (La haine
Mathieu Kassovitz, 1995), por ello, se trata de una película vigente en sus temas, no porque en su parte final se escuche que es la historia de una sociedad que se hunde, y mientras cae se repite que todo va bien; lo es porque su historia se transmite de generación en generación sin que el conjunto y los miembros que lo forman recapaciten sobre sí mismos, sobre sus actos y sobre su responsabilidad e implicación en esos errores que, cambiando de nombre o de apariencia, se perpetúan en el tiempo. El miedo a perder lo poco que se posee, sin pensar en lo que se podría conseguir; el temor a lo desconocido, cuando únicamente encarando lo desconocido se puede evolucionar; el buscar culpables y no soluciones; sistemas educativos a la baja, que apenas estimulan la formación de mentes complejas, críticas, inquietas, creativas, exigentes, generosas; temer el fracaso dentro del sistema numérico que no atiende las necesidades individuales, a pesar de hablar de diversidad y de que todos tienen cabida (quizá se omita un “si no se sale de la norma”); la ignorancia disfrazada de conocimiento y que solo es fuente de prejuicios que deparan abusos, violencia, represión, racismo o intolerancia; la ausencia de crítica y autocrítica; las acentuadas diferencias socioeconómicas y sus compañeras el desempleo, la migración y la marginalidad, la hipocresía social o la ausencia de oportunidades y de diálogo… forman parte de nuestro pasado y de nuestro presente y, como consecuencia, también del hoy de Vinz (Vincent Cassel), Hubert (Hubert Koundé) y Saïd (Saïd Taghmaoui), los tres adolescentes sin futuro que protagonizan El odio.


Las imágenes iniciales muestran los disturbios callejeros entre un grupo de jóvenes y los antidisturbios de la policía, un enfrentamiento que tendría su origen mucho antes de producirse la agresión policial que acapara las noticias televisivas y que ha reunido a manifestantes sedientos de sangre, porque ese choque formaría parte del legado que unos y otros han recibido y han hecho suyo sin pensar en que su actitud no conduce a parte alguna más allá de
l odio, del rechazo y de los eternos fallos que provocan la caída que Hubert entrevé en dos momentos puntuales del día durante el cual Mathieu Kassovitz desarrolló su historia de seres marginados por un sistema que, en su afán de perpetuarse sin corregir sus carencias, genera diferencias extremas y rencores, así como provoca la desorientación diaria de una sociedad que, consciente de que no todo va bien, mira hacia otro lado sin plantearse qué hacer para evitar estrellarse contra el suelo. El barrio de los tres adolescentes ya los condena a ser como son, las drogas, la violencia o los hogares rotos han sido su ámbito educativo. Por ello no extraña que quien, como Hubert, comprenda su realidad desee escapar de un entorno que imposibilita un futuro al cual aferrarse y con el que soñar. Menos conscientes se muestran sus dos amigos, siendo Vinz quien aparenta mayor desorientación. Fanfarronea con restablecer el orden y el equilibrio por la fuerza de las armas, como descubren sus compañeros cuando les enseña el revólver perdido por un agente durante la refriega de la noche anterior y les dice que, si su amigo agredido muere, matará a un policía. Esta circunstancia está presente a lo largo del metraje, como también lo está la violencia asumida por el trío protagonista y por sus conocidos, pero también por la policía en la escena en la que detienen a Saïd y a Hubert y en la parte final de una película cuya intención sería la de hacer hincapié en ese descenso sin red al que se ve avocada la sociedad de ayer, de hoy y puede que de mañana, aunque por ahora todo va bien y aún hay tiempo para echar a volar y evitar la colisión, porque todavía seguimos cayendo.

domingo, 15 de julio de 2012

Munich (2005)


Los crímenes nazis durante la Segunda Guerra Mundial, en concreto me refiero al exterminio de millones de judíos, provocó que los supervivientes y el resto de quienes formaron el estado de Israel decidieran no pasar una. De modo que crearon un ejército moderno, compuesto de fuerzas visibles e invisibles, se hicieron fuertes y enviaron mensajes internacionales: en 1956 demostró su poderío bélico alcanzando el Sinaí y ya en la década siguiente obtuvo un gran éxito mediático en la caza de los nazis fugados, cuando atrapan a Adolf Eichmann en Argentina y celebran uno de la juicios más mediáticos del siglo XX. Más que se justifica, se trataba de lanzar una advertencia, algo así como que el pueblo hebreo no va a permitir que vuelvan a pisotearle; al menos no sin devolver el golpe por triplicado. Y así ha sido desde entonces, ya fuese en acciones de defensa o de ataque directo o encubierto. Una afirmación de esta política aconteció después de los juegos Olímpicos de Múnich, en 1972, tras el atentado sufrido por la delegación israelí, que fue atacada por el grupo terrorista palestino “septiembre negro”. En la sombría Múnich (2005), Steven Spielberg recrea aquel instante en los juegos para centrase en exclusiva al grupo de agentes israelíes encargados de vengar el ataque, tras las represalias que no repercuten mediáticamente. Los líderes, con la primera ministra Golda Meir a la cabeza, asumen que ellos son los civilizados y que están legitimados a ejercer la fuerza aunque esta se lleve fuera de la legalidad. Así, para vengarse, crean un grupo clandestino que oficialmente nada tiene que ver con el servicio secreto israelí, pero que obedece a los objetivos del gobierno. Lo cual choca, pues si se creen legítimamente justificados, ¿por qué ocultarse en las sombras? La respuesta, una de ellas, es que también son terroristas; es decir, asumen el terror como su principal medio…


El hasta la fecha inacabable conflicto judío-palestino tiene uno de sus momentos más mediáticos y dramáticos durante la celebración de las Olimpiadas, cuando miembros de Septiembre Negro se introducen en la villa olímpica y secuestran a once representantes del equipo olímpico israelí, siendo todos ellos asesinados horas después. Esta situación sirve de arranque para
Munich, aproximación cinematográfica a los hechos que siguen a dicho atentado y cómo estos afectan a los cinco hombres que ya no trabajan para el Mossad, aunque lo hagan, porque dejan de existir en el momento en el que aceptan la misión clandestina que les aparta de sus hogares, de sus familias y de sí mismos. Avner (Eric Bana) elige entre su deber hacia Israel y su amor por su familia, abandonando a su esposa (Ayelet Zurer), a punto de dar a luz, para lanzarse a la busca y eliminación de once miembros de la organización Septiembre Negro, de quienes nada sabe, salvo que deben ser ejecutados en suelo europeo.


El objetivo de esta vendetta sería lanzar un mensaje, con el que se pretende comunicar que el pueblo judío no está dispuesto a rendirse, y quienes osen atacarlo pagará cara dicha osadía. Avner no es un agente de campo hasta que se reúne con los miembros de su grupo: Steve (Daniel Craig), Carl (Ciaran Hinds), Robert (Mathieu Kassovitz) y Hans (Hanns Zischler), quienes como él han elegido porque creen hacer lo correcto, pensamiento que empieza a flaquear a medida que la misión se cobra a sus primeras víctimas. Los objetivos son localizados gracias al acuerdo comercial con Louis (Mathieu Amalric) y la empresa para la que trabaja, la cual proporciona los nombres y la ubicación de los hombres que Avner y los suyos deben eliminar. Esa misma lucrativa y amoral empresa (nunca se muestra fiable, porque trabaja para cualquiera que pueda pagar sus servicios) crea recelos dentro del equipo, en el que cada uno tiene su propia visión de los hechos, acordes con sus personalidades, como se muestra en Carl, que parece más reflexivo a la hora de pensar en términos de correcto o incorrecto. En contraposición a este personaje se encuentra Steve, quien parece totalmente convencido de lo que hacen y por qué lo hacen, ya que lo único que debe importarles es Israel. Por su parte, Avner acepta su papel convencido de que su misión es necesaria para la seguridad de la nación, pero no es elegido por ese motivo, sino porque quienes le eligen son conscientes de que no cometerá matanzas innecesarias o atentará  contra inocentes, cuestión que se confirma en la detonación de la primera bomba, pero que no siempre se puede cumplir, ya que para acabar con los terroristas se han convertido en terroristas.


El planteamiento realizado por
Spielberg expone dos conflictos: el externo —enfrentamiento entre palestinos e israelíes— y el interno, que crece a medida que se producen las muertes, aumentando la sensación de duda dentro de ese grupo clandestino, que parece volverse más insensible con cada atentado. La situación de estos hombres les aísla, y les plantea el problema ético de si es o no correcta la labor que llevan a cabo, para qué y para quién, así pues, su postura inicial de creer que realizan algo loable, se convierte en una obligación que les supera y que les aleja de la razón que creían poseer antes de iniciar su cacería, en la que prescinden de la idea moral del bien y del mal, porque en su situación, ésta ha perdido parte de su sentido, realidad que conlleva más dudas, miedos y más violencia que nada arregla. Munich no se centra en los hechos acaecidos en la ciudad bávara durante los juegos de 1972, cuestión abordada por William A. Graham en 21 horas en Munich (21 hours at Munich), sino que toma ese terrible atentado como punto de partida para enfocar el conflicto palestino-israelí como un sinsentido que no acabará mientras se utilicen métodos de terror y represión, porque éstos sólo producen más odio, lo cual acarrea la continuidad de una situación en la que nadie gana, y en la que todos pierden, realidad que también afecta a Avner, porque él también pierde, inicialmente a su familia y de manera definitiva su inocencia, su fe en hacer lo correcto y la certeza de tener un hogar (nación) por el que sacrificarse y adonde regresar, pero al menos comprende que de seguir por el camino marcado, el conflicto nunca tendrá fin.