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domingo, 11 de mayo de 2025

Érase una vez en el oeste (2024)

Paso de detenerme en el motivo por el que alguien escoge un título (el original) que amplía a un continente de casi cuarenta y tres millones de kilómetros cuadrados de superficie, que va de polo a polo, lo que se reduce a un área que ni de lejos cubre la que ocupa el estado de Utah (unos 220.000 km²), y me quedo con el interrogante de por qué en Érase una vez en el oeste (American Primeval, 2024) siempre tiene que pasar algo y siempre a los mismos, y además “malo”, salvo el aprendizaje de siempre o el amor imposible que surge entre Isaac (Taylor Kitsch) y Sara (Betty Gilpin), y provocado por los “malos”, ya sean los cazadores de recompensas que persiguen a una mujer del siglo XXI, la familia que emplea de cebo a la pequeña de los suyos o los “malísimos” mormones liderados por un gobernador cuyos lacayos le adoran y comulgan en su integrísimo y fanatismo, que resultan inversamente proporcionales a la entrega, a la generosidad y a la destreza en la lucha del héroe: un tipo solitario que, al inicio, niega su ayuda a la heroína de la función y al “heroeito” de su hijo (Preston Mota), aunque, al momento de negarse, asume el rol de su ángel de la guarda. Con todo, me quedo con la duda de por qué existe esa apremiante e insistente necesidad de crear tensión en todo momento, la cual, por otra parte, no se logra precisamente por insistir, ya sea mediante el acompañamiento musical, los forzados y estudiados movimientos y ángulos de cámara o las propias situaciones expuestas a lo largo de los seis episodios que componen esta miniserie escrita por Mark L. Lester y dirigida por Peter Berg, que cumple su función de dirigir un producto cuya máxima reside en la comercialidad del mismo; y para ello no encuentra mejor modo que posicionar la cámara a la altura del suelo, inclinar el ángulo, dotar al espacio de un gris forzado, con la intención (supongo) de crear la sensación de amenaza, e insistir en un montaje de planos cortos que supuestamente imprimen la sensación de ritmo y movimiento, la que espante la quietud del sofá de quien la aguante o conecte con la serie. Busca conferir atractivo y ritmo a un lugar que pretende primitivo y salvaje, pero que, debido a la elección, suena a uno fabricado para que semeje brutal o lo parezca. Sin embargo, el conjunto logrado no deja de ser una repetición de aspectos y situaciones ya vistas con anterioridad —el pueblo indio, la mujer blanca que logra conocerlos, el héroe solitario que ha perdido a su familia, la locura totalitaria y fanática, el dinero como motor de muchos, etc.— , las que Berg, como director, Smith, como creador y guionista, toman de otros géneros, ya no solo del western o de la supuesta realidad de la que bebe. Su pesadez se evidencia desde el minuto uno, la repetición ya se intuye y los estereotipos, también; incluso su elección y postura cae en una corrección política ridícula, no hay riesgo ni más intención que crear un producto que pueda ser consumido y digerido en la inmediatez…