En la filmografía de Luis García Berlanga existe un antes y un después de su encuentro profesional con Rafael Azcona; anteriormente a sus colaboraciones se descubre en las comedias del realizador valenciano cierta influencia neorrealista a la hora de abordar una cotidianidad en la que se satirizan costumbres y problemas de la sociedad española de los años cincuenta, cuestión esta que se observa tanto en Bienvenido Mister Marshall (1952) como en Calabuch (1956) o en Los jueves, milagro (1957). Sin embargo, Novio a la vista (1953) se distanció de la realidad que vivía el país en el momento de su rodaje, desarrollando la acción en 1918, cuando Europa se encontraba inmersa en la Gran Guerra y en España un grupo de burgueses de clase media disfrutaba de sus vacaciones de verano, en las cálidas y plácidas costas de Lindamar. Allí se descubre que las costumbres de los veraneantes de antaño difieren en algunos aspectos de los actuales, pues aquellos no necesitaban cremas protectoras, ya que protegían sus cuerpos de pies a cabeza, con bañadores, vestidos o trajes de paseo que imposibilitaban que los rayos solares les dorase la piel. A parte de airearse o calentar sus prendas, por aquel entonces no había día durante el cual algún bañista no mostrase su refinada educación, saludando con ambas manos a quienes, desde la orilla, le observaban ahogarse, o un solo suicida que se la jugaba corriendo sobre la arena, bajo la calidez abrasiva del astro rey. A decir verdad, también se descubren similitudes entre el veraneante del principios del siglo XX y el actual; una de ellas podría ser el empleo de la superficie arenosa como centro social, donde los mayores hablan de sus cosas y los pequeños se divierten más allá de la rutina escolar de la que se alejan durante unos días. Novio a la vista caricaturiza las costumbres de un pequeño núcleo humano, dentro del cual los hombres debaten acerca de la contienda que se desarrolla más allá de los Pirineos y las mujeres cotillean sobre esto o aquello, a la espera de que los pudientes Villanueva se presenten en su residencia de verano. Pero la alegría que domina ese entorno de paz y chismes está a punto de sufrir un revés, pues la madre de Loli (Julia Caba Alba) se ha empeñado en convertir a su pequeña en una mujer adulta, fastidiando de ese modo los planes del grupo de muchachos y muchachas que solo pretenden disfrutar de su falta de responsabilidades. El mundo de los mayores y el de los jóvenes entra en un irreversible conflicto de intereses, y ante la falta de acuerdo se crean dos facciones que no tardan en enfrentarse. Por un lado se posiciona la madre y sus seguidores (todos ellos inmaduros dentro de su supuesta madurez) y por otro los niños que pretenden salvar a Loli (Josette Arnó) de convertirse en la novia del acaudalado Federico Villanueva (José María Rodero), quien bombardea con sus cánticos las veladas de la residencia donde todos se reúnen. La madre de Loli se mantiene en sus trece, convencida de que ser mujer y tener novio, más si éste es miembro de una familia adinerada, es beneficioso para Loli. El fallo en el pensamiento de esta buena señora reside en que no tiene en cuenta aquello que realmente necesita y entusiasma a su niña, ahora mujer a la fuerza, que no sería más que aprovechar el verano al lado de sus amigos, sobre todo en compañía de ese tal Enrique (Jorge Vico), el joven que suspende su prueba de geografía al inicio y al final del film. Visto ésto queda demostrado que, a pesar del paso de los años, existen cuestiones que perduran de aquellas épocas pasadas, como el despertar al primer amor, el distanciamiento entre el mundo adulto y el adolescente o la pesada carga de ponerse a estudiar mientras otros disfrutan de la playa, pues siempre hay algún rezagado que debe presentarse a los exámenes de recuperación. Novio a la vista significó otro encuentro para Berlanga, en este caso con Edgar Neville, excelente cineasta y autor de la comedia en la que se basó la película, que participó en la escritura del guión de un film que transita entre la veteranía e ironía costumbrista de Neville y la juventud y osadía de Berlanga, quien pocos años después realizaría joyas tan ácidas como Plácido (1961) o El verdugo (1963), quizá sus obras de mayor prestigio.
martes, 30 de abril de 2013
Novio a la vista (1953)
En la filmografía de Luis García Berlanga existe un antes y un después de su encuentro profesional con Rafael Azcona; anteriormente a sus colaboraciones se descubre en las comedias del realizador valenciano cierta influencia neorrealista a la hora de abordar una cotidianidad en la que se satirizan costumbres y problemas de la sociedad española de los años cincuenta, cuestión esta que se observa tanto en Bienvenido Mister Marshall (1952) como en Calabuch (1956) o en Los jueves, milagro (1957). Sin embargo, Novio a la vista (1953) se distanció de la realidad que vivía el país en el momento de su rodaje, desarrollando la acción en 1918, cuando Europa se encontraba inmersa en la Gran Guerra y en España un grupo de burgueses de clase media disfrutaba de sus vacaciones de verano, en las cálidas y plácidas costas de Lindamar. Allí se descubre que las costumbres de los veraneantes de antaño difieren en algunos aspectos de los actuales, pues aquellos no necesitaban cremas protectoras, ya que protegían sus cuerpos de pies a cabeza, con bañadores, vestidos o trajes de paseo que imposibilitaban que los rayos solares les dorase la piel. A parte de airearse o calentar sus prendas, por aquel entonces no había día durante el cual algún bañista no mostrase su refinada educación, saludando con ambas manos a quienes, desde la orilla, le observaban ahogarse, o un solo suicida que se la jugaba corriendo sobre la arena, bajo la calidez abrasiva del astro rey. A decir verdad, también se descubren similitudes entre el veraneante del principios del siglo XX y el actual; una de ellas podría ser el empleo de la superficie arenosa como centro social, donde los mayores hablan de sus cosas y los pequeños se divierten más allá de la rutina escolar de la que se alejan durante unos días. Novio a la vista caricaturiza las costumbres de un pequeño núcleo humano, dentro del cual los hombres debaten acerca de la contienda que se desarrolla más allá de los Pirineos y las mujeres cotillean sobre esto o aquello, a la espera de que los pudientes Villanueva se presenten en su residencia de verano. Pero la alegría que domina ese entorno de paz y chismes está a punto de sufrir un revés, pues la madre de Loli (Julia Caba Alba) se ha empeñado en convertir a su pequeña en una mujer adulta, fastidiando de ese modo los planes del grupo de muchachos y muchachas que solo pretenden disfrutar de su falta de responsabilidades. El mundo de los mayores y el de los jóvenes entra en un irreversible conflicto de intereses, y ante la falta de acuerdo se crean dos facciones que no tardan en enfrentarse. Por un lado se posiciona la madre y sus seguidores (todos ellos inmaduros dentro de su supuesta madurez) y por otro los niños que pretenden salvar a Loli (Josette Arnó) de convertirse en la novia del acaudalado Federico Villanueva (José María Rodero), quien bombardea con sus cánticos las veladas de la residencia donde todos se reúnen. La madre de Loli se mantiene en sus trece, convencida de que ser mujer y tener novio, más si éste es miembro de una familia adinerada, es beneficioso para Loli. El fallo en el pensamiento de esta buena señora reside en que no tiene en cuenta aquello que realmente necesita y entusiasma a su niña, ahora mujer a la fuerza, que no sería más que aprovechar el verano al lado de sus amigos, sobre todo en compañía de ese tal Enrique (Jorge Vico), el joven que suspende su prueba de geografía al inicio y al final del film. Visto ésto queda demostrado que, a pesar del paso de los años, existen cuestiones que perduran de aquellas épocas pasadas, como el despertar al primer amor, el distanciamiento entre el mundo adulto y el adolescente o la pesada carga de ponerse a estudiar mientras otros disfrutan de la playa, pues siempre hay algún rezagado que debe presentarse a los exámenes de recuperación. Novio a la vista significó otro encuentro para Berlanga, en este caso con Edgar Neville, excelente cineasta y autor de la comedia en la que se basó la película, que participó en la escritura del guión de un film que transita entre la veteranía e ironía costumbrista de Neville y la juventud y osadía de Berlanga, quien pocos años después realizaría joyas tan ácidas como Plácido (1961) o El verdugo (1963), quizá sus obras de mayor prestigio.
lunes, 29 de abril de 2013
Bahía negra (1953)
De las ocho películas que Anthony Mann rodó con James Stewart de protagonista, Bahía negra (Thunder Bay, 1953) fue la primera que se alejó del western (las otras serían el biopic sobre la vida de Glenn Miller Música y lágrimas y el drama bélico Strategic Air Command), aunque su puesta en escena parece decir lo contrario, pues muchos aspectos del film recuerdan a los mostrados en el género del far west. Como en otras de sus producciones, alejadas de su primera etapa en la serie B, el espacio donde se desarrolla la acción resulta fundamental en la comprensión del comportamiento de los hombres y mujeres que lo habitan; aunque en Bahía negra este medio físico se aparta del lejano oeste, de lugares montañosos o de inhóspitas tierras nevadas para ubicarse en un tiempo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, en un entorno marítimo-costero al que, no por casualidad, llegan Steve Martin (James Stewart) y Johnny Gambi (Dan Duryea). Los dos amigos se presentan en la localidad pesquera de Felicity, en el golfo de Louisiana, sin un centavo en los bolsillos, pero con una clara intención, la de convencer al magnate Kermit MacDonald (Jay C. Flippen) para que subvencione el pozo petrolífero en mar abierto que Steve tiene en mente. Para un tipo como Martin el dinero no es importante, pero lo necesita para poder alcanzar el sueño que persigue desde antes de la contienda armada; su entusiasmo y la imagen que desprende representan el ideal del sueño americano, cuestión que no pasa desapercibida para un hombre que se hizo a sí mismo, y que descubre en Steve la fuerza motora de su propia juventud. Este efecto espejo convence a MacDonald, aunque con la condición de que la plataforma se encuentre operativa y en pleno rendimiento en un periodo de tres meses, imperativo al que se ve obligado por las constantes presiones que recibe del consejo de accionistas de la empresa que dirige. La primera imagen de la pareja de buscavidas apenas presagia el enfrentamiento entre tradición (pesca) y modernidad (petroleo) que se inicia poco después de su caminar por una carretera donde se conoce parte de sus personalidades y de sus intenciones. La pícara entrada de este par de emprendedores en la villa muestra su intrusismo en un medio donde no son bien recibidos, como se observa durante su encuentro con Stella (Joanne Dru), joven desconfiada que no duda en tacharlos de embaucadores que pretenden aprovecharse de la buena voluntad de los habitantes de Felicity. Las escenas que se desarrollan en el pueblo no difieren de las que se pueden observar en algunos westerns, sobre todo la que se produce en el bar, donde se desata una pelea entre pescadores y operarios de la plataforma, o aquella que muestra a Steve defendiéndose de los habitantes que pretenden expulsarle de la localidad, aunque bien mirado podría decirse que se trata de un grupo de linchamiento que busca solucionar su problema mediante el uso de la violencia (siempre presente en los films del oeste del director). Aunque lejos de sus grandes obras, Bahía negra no desentona dentro de la filmografía de Anthony Mann, a pesar de que su puesta en escena carece de la profundidad emocional y de la fuerza narrativa-visual que se descubre en sus mejores producciones; sin embargo funciona, sobre todo en su exposición de los pozos petrolíferos, ya que podría decirse que fue el primer film que trasladó el tema del petroleo lejos de tierra firme, a una superficie metálica en mar abierto que simboliza la realización del sueño de Steve, aunque también significa el inicio de una serie de problemas ecológicos que o bien se omiten o bien se resuelven tras alcanzar un equilibrio idílico, poco creíble, entre naturaleza y progreso.
domingo, 28 de abril de 2013
La ley de la calle (1983)
Varios meses después de que asumiera un proyecto basado en una novela escrita por Susan E. Hinton, Francis Ford Coppola se embarcó en otra adaptación de la escritora: La ley de la calle (Rumble Fish, 1983), también relacionada con pandilleros en busca de una identidad negada por el espacio en el que habitan. De ese modo, se puede hablar de reflejos entre una película y otra, y que al tiempo que se complementa se oponen para realizar un retrato de la familia más allá de la sangre y lo generacional. Debido a este punto de partida similar en cuanto a temática, en el cine de Coppola la familia es una constante, se podría pensar que La ley de la calle es un film reverso de Rebeldes (The Outsiders, 1983). Difieren como el color y el blanco y negro de sus respectivas fotografías. Rebeldes es colorista, por momentos tierna y, aunque no carece de elementos poéticos, expone de manera explícita el universo externo e interno de sus adolescentes protagonistas en su búsqueda existencial. Por su parte, La ley de la calle se descubre más abstracta y metafórica, sombría y alucinada, como salida de un sueño o de una fantasía herida. En ambos casos, Coppola aborda las inquietudes y profundiza en la interioridad de sus protagonistas adolescentes, desubicados y marginales como los Dallas, Ponyboy y compañía o como Rusty James (Matt Dillon), que nada sabe de mitología griega, pero que mitifica a su hermano mayor (Mickey Rourke) y crea una fantasía a su alrededor, incluso asume su mundo monocromático. Rusty James quiere ser como la imagen idealizada que tiene del “chico de la moto”, a quien los del chicos del barrio ven como un un rey y una leyenda, cuando él lo que siente es no tener lugar ni presente y teme que su hermano pequeño corra el mismo destino. El resultado de lo expuesto por Coppola a lo largo de los minutos de La ley de la calle es una magnífica película, que prosigue en su evolución como cineasta total que experimenta con la imagen, los sonidos, el montaje y una narrativa intimista que ya había empezado en La conversación y continuó en Corazonada. En cierta medida, La ley de la calle y las nombradas son el reverso de su cine comercial, y esta película más que ninguna hasta entonces refleja a Coppola en sus protagonistas: sueña y al tiempo siente decepción.
Los dos hermanos son fuera de tiempo, marginados incluso entre los marginados, en ese presente en blanco y negro que sueña añorando una época inexistente o que solo existió en la imaginación de peces que luchan contra sí mismos, contra su propio reflejo, como sucede con Rusty, cuando ve su reflejo en color y lo golpea. Rusty James y “el chico de la moto” muestran comportamientos y pensamientos opuestos; mientras el primero desea emular las hazañas pandilleras del mayor, a aquel le resulta imposible dejar atrás la decepción que domina su visión del entorno presente, al que regresa tras varios meses de ausencia. La fama del motero le precede; los jóvenes del barrio le consideran un rey y un ejemplo a seguir, y más que ningún otro, es su hermano quien más le admira, obsesionado con la idea de convertirse en la imagen idealizada que tiene de su familiar y de la época en la que aquel reinaba en las calles. Sin embargo, en la mirada y en los silencios del “chico de la moto” se descubre un presente repleto de insatisfacciones, provocadas por los cambios producidos a lo largo de los años y por su percepción visual en blanco y negro, la misma que le permite observar la realidad de un espacio físico, pero también espiritual, donde todos parecen dejarse arrastrar por una violencia innata que les iguala a los peces luchadores de Siam a los que alude el título original. La ley de la calle entra de lleno en la atormentada y soñadora personalidad de sus protagonistas, condicionada por cuanto observan dentro de un espacio de sombras fantasmagóricas capaz de desorientar a cuantos en él habitan; pero el film de Coppola también se detiene, como es habitual en muchas de sus películas, en las relaciones familiares; de ese modo, al tiempo que se produce la fraterna, aparece la paterno-filial, en la cual se descubre que la imposibilidad también habita en el padre (Dennis Hopper), quien, sin lograrlo, alivia sus pesares en el alcohol mientras desea que Rusty no se convierta en su hermano, pues es consciente de que el chico de la moto está condenado a desaparecer de esas calles donde ha visto la verdad que esconde la sombría atmósfera que les envuelve.
sábado, 27 de abril de 2013
Adelante, mi amor (1940)
viernes, 26 de abril de 2013
El déspota (1953)
martes, 23 de abril de 2013
Gigante (1956)
En una de las versiones en DVD de Gigante (Giant), George Stevens, Jr. presenta el film y, en determinado momento, afirma que la película rodada por su padre ha pasado con creces la prueba del paso del tiempo, y para ello aduce que cuarenta años después de su estreno continúa siendo vista por el público. Sus palabras no mienten, pero tampoco prueban que se trate de una obra maestra con mayúsculas, que es lo que se deduce al escuchar su comentario. En la actualidad también se ve La vuelta al mundo en ochenta días, inexplicable ganadora del Oscar a la mejor película de aquel año, y a nadie se le pasa por la cabeza decir que sea una obra cumbre del cine sino una cuestión de la popularidad alcanzada. En 1956, además de las dos citadas, se estrenaron en los Estados Unidos Escrito sobre el viento, Atraco perfecto, La invasión de los ladrones de cuerpos, Marcado por el odio, Umberto D, La Strada, Los siete samuráis, Más dura será la caída o Mientras Nueva York duerme (ahí es nada), todas ellas superiores al film de Stevens (y a años luz del realizado por Michael Anderson). Incluso en el seno de la Warner, productora que produjo esta superproducción, se estrenó Centauros del desierto, una obra maestra que sí ha pasado con nota la prueba del tiempo, al descubrirse como un western intimista y moderno que indaga en las sensaciones y emociones de su protagonista desde la sinceridad de la cámara de John Ford, que supo captar aquello que George Stevens forzó en su megaproducción sobre la transformación de Texas. Como ocurre con cualquier otra película que se conserve, Gigante puede verse tiempo después, ya sea en sus pases televisivos o en formatos caseros, pero lo que queda claro al verla desde la distancia de los años, son algunas de sus carencias. Su narrativa, a ratos pesada, quizá por culpa de la novela, de la adaptación o de su puesta en escena, su enfoque, con frecuencia reitera de manera innecesaria en los temas expuestos, o la transformación de los actores principales, que realizaron con corrección su cometido, aunque nada pudieron hacer ante el increíble envejecimiento que sufren sus personajes, incapaces de disimular su juventud (Rock Hudson tenía 30 años, 23 Elizabeth Taylor y 24 James Dean, quien por desgracia falleció en un accidente automovilístico poco antes de la conclusión del rodaje) podrían llevar a la conclusión de que, tras más de medio siglo desde que Gigante saliese a la luz, su grandeza no alcanza a la de su título, a no ser por su excesivo metraje de casi cuatro horas en el que se observa a una familia ganadera anclada en la tradición, cuyos cimientos se tambalean como consecuencia de los cambios que se producen al convertirse el petroleo en la principal fuente de riqueza del estado de la estrella solitaria. El eje narrativo se encuentra en el enfrentamiento entre la tradición, a la que representa "Bick" Benedict (Rock Hudson), y la modernidad, encarnada por Jett Rink (James Dean). Entre ambos polos se ubica Leslie (Elizabeth Taylor), la joven del Este que se casa con Benedict, y que durante largo tiempo no encuentra su lugar en las tierras texanas, donde descubre un mundo anclado en el pasado, racista, machista y con grandes diferencias sociales, más cercano al medievo europeo que a una joven nación que promulga la igualdad y la libertad de sus habitantes. Este personaje femenino pierde parte de su importancia a medida que avanza Gigante, quedando relegado a un plano más o menos decorativo hacia el final de este largometraje que se divide en dos partes diferenciadas por el paso del tiempo. La primera se inicia después de una especie de prólogo (la pareja se conoce y se casa), cuando los recién casados llegan a Renata (el imperio de los Benedict desde los tiempos del abuelo), y concluye con Rink alcanzando su sueño de enriquecerse con el petroleo. La segunda transcurre años después, cuando los hijos del matrimonio se hacen mayores, y Jordan Benedict (Dennis Hopper). heredero al trono de su padre, opta por la medicina y por casarse con Juana (Elsa Cárdenas), rechazada en la alta sociedad por su origen mexicano; mientras, Luz Benedict (Carroll Baker), una de las dos hijas, se enamora de Rink, convertido en el hombre más poderoso de Texas, posiblemente también en el más huraño y atormentado (la transformación del Jett pobre y joven al Jett maduro y multimillonario se omite, hecho que repercute en la comprensión de la evolución del personaje). En esta segunda mitad se descubre al patriarca Benedict más flexible en su comportamiento machista, despótico y conservador, y a un magnate del petroleo dominado por su afán de competir con aquel que fue su jefe y que lo tiene todo, incluso a Leslie. Quizá la ausencia del amor y su obsesión por Benedcit fueron las culpables del cambio que se produjo en aquel joven introvertido, convertido en la madurez en una especie de ególatra con tendencias racistas, que ya se anunciaban en su juventud. Con sus taras y con sus aciertos Gigante fue considerada una de las mejores producciones de aquel año, pues contar con tres jóvenes estrellas contribuyó a su enorme éxito en taquilla (que sí fue gigante, como también lo fue su producción y por infortunio la pérdida de Dean); sin embargo, su gran acogida no justifica que películas mejores obtuviesen peores críticas o que un director como George Stevens ganase (merecidamente o no) su segundo premio al mejor director (había logrado el primero cinco años atrás por Un lugar en el sol) y que realizadores de mayor talento nunca fuesen reconocidos por la academia hollywoodiense; aunque esta es otra historia, y Stevens nada tiene que ver en ella. Esta realidad, no exclusiva del ámbito cinematográfico, confirma que premios y menciones, a parte de crear en muchos casos injusticias y polémicas, poco tiene que ver con la calidad del producto, pues cineastas con un estilo propio y filmografías superiores, realizadas por entero o en parte en Hollywood, como Charles Chaplin, Ernst Lubitsch, Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Samuel Fuller, Nicholas Ray, Anthony Mann, Raoul Walsh, Sam Peckinpah, Stanley Kubrick o Howard Hawks, jamás recibieron un Oscar a la mejor dirección.
Camino a la libertad (2010)
En las películas de Peter Weir asoma un análisis de la naturaleza humana en situaciones inusuales, ya sea en el interior de un barco de guerra durante las guerras napoleónicas, caso de Master and commander, en un programa de televisión, número uno en audiencia, llamado El show de Truman, o en la revuelta indonesa de El año que vivimos peligrosamente, por citar algunos de sus títulos, muchos de los cuales muestran un perfecto equilibrio entre puesta en escena y una reflexión antropológica inteligente, y a menudo comprometida. Algo similar se descubre en Camino a la libertad (The Way Back), film visual y abrupto, en cuyos espacios abiertos se encuentran atrapados varios fugitivos que se evaden de un campo de trabajo soviético, ubicado en las duras y frías tierras siberianas. La llegada de Janusz (Jim Sturgess) a ese paraje desolado se produce durante la invasión de Polonia al inicio de la Segunda Guerra Mundial (el ejército alemán por el oeste y las fuerzas soviéticas por el este); la capitulación de los polacos deja el paso libre a la irracionalidad de las potencias de ocupación, que en el caso de Camino de la libertad se centra, en un primer y breve momento, en la purga llevada a cabo por Stalin y los suyos: persecuciones, delaciones, encierros y ejecuciones como la que Andrzej Wajda narró en Katyn. El crimen de Janusz, inexistente, se demuestra mediante la tortura a un ser querido, que se ve obligado a declarar en su contra, lo cual conlleva que el joven polaco sea acusado de traición y enviado a un gulag donde descubre a otras víctimas de la intolerancia y la demencia del stalinismo. Este numeroso grupo de presos políticos a duras penas logra sobrevivir en un entorno marcado por la desolación e inclemencias atmosféricas del medio físico, la dureza de los vigilantes o la violencia de los delincuentes comunes: asesinos, ladrones, violadores. Durante la breve estancia del film en el presidio se descubre un espacio acotado donde los abusos y la muerte forman parte del día a día de estos individuos condenados a perecer o a perder su condición humana, muchos de ellos convertidos en una sombra de aquello que fueron antes de ser encerrados y denigrados por el sistema opresivo que les ha condenado. A pesar de la cruda realidad a la que se enfrenta, Janusz se aferra a un imposible, y decide emprender la huida en compañía de otros presos políticos y de un asesino (Colin Farrell), que se muestra igual de cruel que el entorno, pero con una necesidad similar a la de sus compañeros, pues siempre ha sido un esclavo del medio en el que ha crecido y delinquido. La huida les conduce por parajes blancos, fríos, desolados, donde el alimento escasea al igual que ocurre con sus esperanzas, que disminuyen a medida que queman etapas, pues la sombra del comunismo, la amenaza climática, la certeza del hambre y la presencia de la enfermedad se convierten en sus acompañantes a lo largo de más y más kilómetros de fatiga, sufrimiento y muerte. Sin embargo, es en ese mismo espacio donde recuperan parte de su esencia perdida; allí viven al límite de lo humano, obligados a superase y a sobrevivir con el único fin de alcanzar una libertad que parece no llegar nunca, ya que el mundo ha enloquecido y cambiado a raíz de la guerra y de los totalitarismos que han condicionado su presente, durante el cual los nexos que les unen se hacen más fuertes, aunque también la certeza de que la posibilidad de alcanzar su meta se aleja cada vez más.
domingo, 21 de abril de 2013
Dulce libertad (1985)
La perspectiva elegida por Alan Alda en Dulce libertad (Sweet Liberty, 1985) es amable y se decanta por el enredo para exponer los entresijos de un rodaje cinematográfico durante el cual se descubren las manías de los actores y actrices, los cambios que se realizan en las producciones, los intereses económicos que confirman que se trata de un negocio o cómo la presencia del equipo de filmación afecta a la localidad donde se va a rodar la producción que da título a la película. Esta elección provoca que el film de Alda no destaque por ofrecer una visión crítica ni corrosiva del mundo del cine, visión espectral y oscura escogida por Billy Wilder para dar forma a la magistral El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) o satírica en manos de Robert Altman en El juego de Hollywood (The Player, 1992), pero sí simpática, que desde el primer momento se aleja de cualquier polémica y apuesta por un enfoque más o menos cómico que se centra en Michael Burgess (Alan Alda) y sus relaciones materno-filial, sentimentales y profesionales. Al inicio de Dulce libertad se comprende que Alda no escoge entrar a saco y dando golpes, prefiere el enredo, también que Michael y Gretchen (Lise Hilboldt) formen una pareja que rechaza el compromiso, quizá por el cambio que conlleva asumir una responsabilidad que afectaría a sus cómodas existencias. Dicha cotidianidad, en la que también vive el resto del pueblo, desaparece cuando se presenta el equipo de filmación de una película que, supuestamente, adapta la novela histórica escrita por Burgess. La maquinaria y la caravana hollywoodienses (autocares, camiones, coches y quizá algún caballo rezagado) desfilan por las calles de la pequeña localidad, para mayor regocijo de sus habitantes, que lo festejan por todo lo alto, como si se tratase del día de la Independencia o el primero de las rebajas.
Aquello que comenzó como una fiesta se transforma en una continua fuente de problemas, tengan o no que ver con el rodaje. De ese modo, la apacible vida de Burgess se ve alterada por su madre (Lillian Gish), que. le atosiga para que encuentre a un supuesto amante, desaparecido años atrás —debido al acoso de esta misma mujer—, por su relación sentimental (la antigua y la nueva) o por su relación profesional con las estrellas, a quienes debe convencer para que boicoteen la visión adolescente y mercantil que persigue el director, quien tranquilamente le dice, una vez concluido el rodaje, que en la sala de montaje hará la película que él quiere. Así es el cine: un caos del que finalmente surge un orden, el que vemos en la pantalla, el cual que guste o no, ya es cuestión del público que en la década de 1980 pagaba por ver rebeldía descafeinada, destrozo y despelote. ¿Y hoy? ¿Qué busca cuando abona su entrada? En la distancia quedaban otras películas sobre rodajes y más adelante llegarían más, pero Dulce libertad tiene su propia personalidad, la de no querer se otras cosa que un entretenimiento que apunta cuestiones y entresijos que, como las que muestra François Truffaut en La noche americana (La nuit americaine, 1974) o David Mamet en State and Maine (2000), afectan a cualquier proyecto cinematográfico: cambios que se producen antes, durante y después, las relaciones entre las estrellas (no siempre idílicas como las de la pantalla), la presencia del equipo en una localización o la certeza de que en el cine prima el aspecto económico; sin embargo, en ningún momento se llega a profundizar en estas cuestiones, prefiriendo un enfoque simple que se decanta por la comicidad de situaciones concretas, sobre todo las llevadas a cabo por Elliott James, y en menor medida por un guionista que solo es capaz de mostrar su incompetencia.
El señor de los anillos:la comunidad del anillo (2001)
viernes, 19 de abril de 2013
Frankenweenie (2012)
jueves, 18 de abril de 2013
Tres tesoros (1959)
Para celebrar su producción número mil la productora Toho se embarcó en su película más costosa hasta entones, el doble de presupuesto que otra de sus grandes superproducciones: Los siete samuráis, muy superior a esta de un millón de dólares dirigida por Hiroshi Inagaki. Para mayor reclamo publicitario se echó mano de la mayoría de los actores y actrices del estudio; no obstante, el papel protagonista recayó en Toshiro Mifune, en aquel momento la mayor estrella de la casa (y posiblemente de todo Japón), gracias a sus interpretaciones para Akira Kurosawa. Mifune, además de un breve papel como uno de los dioses, encarnó al trágico héroe de la historia que se narra en Tres tesoros (Nippon tanjo) (basada en las leyendas "Kojiki" y "Nihon Shoki"), que arranca en el principio de los tiempos, cuando solo existía la Nada que precedió a la aparición de los dioses, responsables de la construcción de La Tierra y de una isla que finalmente se convertiría en Japón. El enfoque inicial deja claro que se trata de un film mitológico, que rebusca en la tradición para recrear desde una perspectiva épica el nacimiento del sintoísmo; aunque vista en la actualidad, Tres tesoros se descubre como una película irregular y desgastada, cuestión que también podría generalizarse a muchos films bíblicos hollywoodienses o peplums italianos que se rodaban en occidente por aquellos años. Pero en el momento de su estreno fue un gran éxito popular (incluso llegó a exhibirse en occidente con una hora menos en su metraje), debido al reparto, plagado de rostros conocidos en el archipiélago japonés, pero sobre todo a los efectos especiales de Eiji Tsuburaya, un reclamo excepcional para que el público acudiese en masa a disfrutar con la creación del sintoísmo, allá por el siglo IV. El eje del relato se descubre en la figura del príncipe Yamato Takeru (Toshiro Mifune), obligado a deambular por tierra y mar, combatiendo a los enemigos del emperador (Ganjiro Nakamura), su padre; aunque, en realidad, su desventura se debe a la ambición de Otomo (Eijiro Tono), el noble que anhela la muerte del príncipe, porque esta provocaría que un miembro de su linaje fuese nombrado heredero al trono. Buena parte de Tres tesoros sigue las andanzas del héroe errante tras ser acusado del asesinato de su hermano mayor, crimen que no ha cometido, pero por el cual es enviado a luchar en varios frentes, de los que siempre sale indemne y con los que acrecienta su leyenda. Su periplo bélico se intercala con viejas historias referidas a las deidades y a los tres tesoros (peine, espada, espejo) a los que alude el título castellano, además durante el mismo asoma la historia de amor entre la princesa de Ise (Yoko Tsukasa) y el propio Takeru, aunque su romance se advierte imposible al estar ella destinada a servir a los dioses, a quienes se sacrifica para que que Yamato pueda regresar a su hogar, donde será víctima de una nueva emboscada.
martes, 16 de abril de 2013
El asesino vive en el 21 (1942)
domingo, 14 de abril de 2013
El Hobbit: un viaje inesperado (2012)
Después
de los contratiempos que retrasaron el rodaje de la anunciada
adaptación de El
Hobbit,
que precede en el tiempo a los hechos narrados en El señor de los anillos,
se materializó su rodaje, pero sin el director que en un principio
iba a filmarla. Tras la salida de Guillermo
del Toro,
que aparece como co-guionista en los títulos de crédito, Peter
Jackson decidió
asumir las labores de dirección, como había hecho en su anterior
aventura en La Tierra Media, y al igual que en aquella ocasión optó
por dividir la historia en tres partes, a pesar de que la fuente
literaria en la que se basa el film posee una extensión y densidad
menor que los tres volúmenes que componen la obra más famosa de
Tolkien.
La aventura del joven Bilbo Bolsón (Martin
Freeman)
se presenta desde los recuerdos del viejo Bilbo (Ian
Holm),
el mismo día en el que su sobrino Frodo (Elijah
Wood)
sale al encuentro de Gandalf (Ian
McKellen),
artificio que enlaza directamente con El señor de los anillos: la comunidad del anillo (2001).
Poco antes de que se inicie la fiesta de cumpleaños del anciano
hobbit, se le descubre recordando los hechos acontecidos sesenta años
atrás, cuando se vio sorprendido por la masiva concentración de
enanos que rompió su tranquila monotonía. El grupo de bulliciosos
invitados, tras darse un homenaje como mandan los cánones, le
proponen un negocio que no convence a un mediano reticente a firmar
el contrato que le convertiría en el catorceavo miembro de la
compañía de Thorin Escudo de Roble (Richard
Armitage);
algo lógico por otra parte si se tiene en cuenta que a un hobbit no
le resulta sencillo abandonar la paz y la comodidad de su confortable
agujero, y menos aún si tiene que hacerlo para embarcarse en un
viaje repleto de imprevistos, incomodidades y sorpresas. Sin embargo,
la sangre Tuk que corre por las venas de Bilbo se impone a la
sensatez de su parte Bolsón, y decide unirse a la cruzada de los
enanos para recuperar Erebor, antaño su majestuoso hogar, pero en
ese momento del relato dominado por el gigantesco dragón que les
condenó al exilio. Como no podía ser de otra manera existe un
responsable directo para que el pequeño se encuentre metido en
semejante lío, así se descubre a Gandalf el gris, convertido en el
guía de la compañía, aunque consciente de que esta no es su
aventura, sino la de Bilbo, Thorin y compañía. La historia de El
hobbit: un viaje inesperado (An Unexpected Journey) se
muestra similar a la expuesta en El señor de los anillos: La comunidad del anillo,
pues presenta el inicio de la experiencia por la que pasa un mediano
que sufre lejos de su casa, obligado a demostrar su valía, que
supera con creces su escasa talla, al enfrentarse a los peligros que
surgen en su deambular por la Tierra Media. Para poder llevar a cabo
la trilogía los guionistas añadieron situaciones que no aparecen en
la novela; de ese modo se percibe la presencia del señor oscuro,
aunque el enemigo de este inocente hobbit no es el amo de Mordor, a
quien se alude durante el concilio en Rivendel, sino el temible
Smaug. Otro de los aspectos que se introduce en el film sería la
parte en la que Radagast el pardo (Sylvester
McCoy)
descubre y advierte a Gandalf de la presencia de un nigromante que
puede invocar a los espíritus de los muertos. Estas decisiones de
aumentar el contenido resultan acertadas para poder llevar a cabo un
largometraje de más de dos horas y media de duración, en el que se
toma la licencia cinematográfica de incluir un prólogo, que explica
la caída del rey bajo la montaña, la presencia de Radagast, la
persecución del implcable Azog o el concilio blanco en Rivendel,
donde se citan Saruman (Christopher
Lee),
Galadriel (Cate
Blanchett)
o Elrond (Hugo
Weaving),
quien descubre las runas lunares que se ocultan en el mapa que Thorin
le entrega muy a su pesar. Después del paso de los enanos por el
hogar de los elfos, el viaje continúa por las Montañas Nubladas,
lugar que para bien o para mal marcará la historia de la Tierra
Media, ya que en su interior, perdido y asustado, Bilbo se encuentra
con el anillo mágico que emplea para escapar de las garras de los
trasgos y de Gollum (Andy
Serkis).
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