Mostrando entradas con la etiqueta damien chazelle. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta damien chazelle. Mostrar todas las entradas

domingo, 8 de octubre de 2023

First Man (2018)


Después de que Chuck Yeager, pilotando el Bell X-1, superase la velocidad del sonido el 14 de octubre de 1947 y de que, abordo de la Vostok 1, Yuri Gagarian orbitase alrededor de la Tierra el 12 de abril de 1961, era cuestión de poco tiempo y de mucho dinero —con el que cubrir los millonarios gastos que supusieron el desarrollo de la tecnología, las pruebas previas y el entrenamiento de los astronautas y del resto de los miembros participantes— que un soviético o un estadounidense pisase la superficie lunar. La carrera por la primacía en el espacio era parte de la competitividad política, estratégica y militar de ese par de gigantes que, entre sus tiras y aflojas, luchas por el poder y amenazas veladas de una guerra total, fueron superando barreras tecnológicas que, con anterioridad, solo habían sido superadas por la imaginación y en la fantasía. Finalmente, el 21 de julio de 1969, ese primer hombre en pisar el satélite terrestre fue Neil Armstrong. Tal día, el mundo vivió expectante el viaje del Apolo XI y el alunizaje del módulo lunar del que Armstrong descendió para ser el primero en dejar su huella sobre la Luna y en pronunciar su ya histórico y popular <<este es un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad>>. Pero ¿lo fue? Es decir, ¿en qué afectó a esa humanidad a la que se refiere el astronauta? Superado ese objetivo que se marca la NASA, tras verse siempre detrás de la agencia espacial soviética, poco a poco, las superpotencias y los políticos perdieron interés en la Luna. También para la “gente corriente” había problemas, ambiciones y cuestiones que tratar en casa. Pero es indudable que aquel instante marcó un antes y un después en la historia de la Humanidad. Por fin, se había hecho real un sueño fantaseado por tantos.



Aquella jornada de julio, Armstrong pisaba el satélite terrestre que Cyrano de Bergerac y Julio Verne habían visitado en su imaginación, el mismo cuerpo celeste sobre el que cinematográficamente George Méliès y Fritz Lang habían descendido en Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune, 1902) y La mujer en la Luna (Frau im Mond, 1928), respectivamente, y Stanley Kubrick había dejado atrás en 2001, una odisea del espacio (2001. A Space Odyssey, 1968). Ya no era ciencia-ficción; el viaje del Apolo XI era Historia y el primer paso sólido en la exploración y conquista del espacio, al menos del espacio local. El desarrollo del programa espacial que permitió situar a un astronauta en la Luna queda recogido en el libro de Tom Wolfe The Right Stuff, que sería adaptado a la gran pantalla por Phillip Kaufman en Elegidos para la gloria (The Right Stuff, 1983). Pero en esta espléndida película no hay un solo protagonista, ni un solo héroe, como sí sucede en First Man (El primer hombre) (2018), el film de Damien Chazelle en el que cuenta la historia de Armstrong (Ryan Gosling) y las duras pruebas que precedieron al éxito que supuso llegar al satélite. Lo presenta como piloto de pruebas, pilotando un X-15, marido y padre de familia. De ese modo, lo conocemos en su medio profesional y en la intimidad en la que sufre la pérdida de su hija pequeña. Pero Armstrong aprende a vivir con el dolor de la muerte del ser amado, pues tanto la aflicción como la superación forman parte de un mismo proceso natural llamado vida. Y, entre otras cuestiones, First Man (El primer hombre) es una historia sobre vivir, aunque centrando su mayor atención en la parte relacionada con la superación que deparará el posterior éxito, el que tanto suele gustar al público. En ese aspecto, la película también es una sobre el “héroe norteamericano” en la que Chazalle combina los datos biográficos y los momentos de preparación de los programas Gemini y Apolo, para lograr un retrato atractivo tanto del icónico personaje y del momento durante el cual el desarrollo aeroespacial cobró protagonismo mediático, político y social, quizá más por un intereses geopolíticos (la guerra fría, que no dejaba de ser la competición al límite entre las dos grandes superpotencias de la época) que por uno científico.



miércoles, 26 de julio de 2023

Babylon (2022)

Ya desde el cine silente, el cine empezó a hablar sobre cine, por ejemplo Mauritz Stiller en La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graal’s bästa film, 1917); pero Hollywood fue el más insistente. La industria californiana se dedicó a hablar de sí misma en comedias, dramas y, ya con el sonido sincronizado con las imágenes, también en musicales y films biográficos. Pero por cuestiones de ego, imagen, negocio y publicidad, Hollywood es narcisista y despiadado, más que autocrítico, aunque en su seno se hayan producido Ha nacido una estrella (A Star Is Born, William A. Wellman, 1937) y la magistral El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder 1950). La de Wilder es un maravilloso ejemplo de desmitificar la fábrica de sueños creando un mito, al contrario que sucede con Damien Chazelle en Babylon (2022), que mitifica, en apariencia, desmitificando, decorando los vacíos y gustándose a sí mismo, pero quizá sin que lo expuesto (su modo de exponerlo) llegue a gustar a la parte del público que note excesivas tres horas de duración en las que se cuenta, en un alarde de barroquismo cansino, lo ya contado en menos tiempo y con mayor soltura, “chicha” y gracia.

Como todo periodo entre el caos y el orden, el que se impone hasta un nuevo desorden, existe libertad y toda libertad, a priori, antes de que se descubra su existencia y se reduzca hasta desaparecer, resulta descontrolada. Si algo o alguien es libre, no está sujeto a leyes ni normas; como parece que sucede con una estrella de la magnitud de Jack Conrad (Brad Pitt), un personaje inspirado, entre otros, en Douglas Fairbanks y John Gilbert, cuyo ocaso puede verse reflejado en el de Conrad. La ausencia de “cadenas” puede resultar al tiempo producente y contraproducente, en todo caso el individuo no está sujeto a códigos de conducta ni debe justificación por sus actos; ni siquiera a sí mismo. Con lo dicho, parece que igualo libertad a amoralidad, pero no, más bien pretendo imaginar que un tipo así sería alguien similar a un monarca absolutista cegado por el sol o a un primer espécimen de la especie, inconscientes de que existen fuerzas naturales, sociales y de otras índoles que escapan a su entendimiento y a su control. Ese es el atractivo y el riesgo de una libertad digamos absolutista, que no absoluta (de esta dudo su existencia), sin posibilidad de control ni de moral, ni siquiera cabe la posibilidad de ser consciente de ser libre, si es que esto puede llegar a ser posible o, en caso afirmativo, si realmente alguien querría serlo porque estaría condenado al aislamiento, a no poder vivir en sociedad, donde la libertad establecida por decreto impide la natural e individual. Y así son el periodo, la “realeza” y más especímenes del Hollywood del cine mudo vistos por Damien Chazelle en la primera parte de Babylon. Su Hollywood es un espacio libre y desenfrenado, menos simpático que el expuesto por Peter Bogdanovich en Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976); más que decadente, vicioso, que pasa de ser aventura y fiesta imprevisible, desenfrenada —que no escandalosa, porque a nadie del lugar escandaliza— e incluso mortal, a industria dominada y sometida a la hipocresía (de los magnates y mandamases) que se descubre en las imágenes en las que el film ya se desarrolla en el sonoro. Entremedias, sucede lo inesperado: la irrupción del sonido en el cine, momento que lo cambia todo, desde las técnicas de rodaje, cámaras más pesadas y sin movilidad, micrófonos en el plató, hasta los modos de interpretar —como exponen parodiando, bailando, soñando en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) Stanley Donen y Gene Kelly—.

En un primer instante de Babylon, en la fiesta orgiástica donde Chazelle presenta a sus personajes, puede dar la sensación de que se está ante el reverso oscuro de La ciudad de las estrellas (La La Land, 2016). Y en cierto modo, lo es, pues resulta un espacio igual de falso, es decir, que también es una fantasía del cine sobre el cine, la de un cineasta que idealiza un espacio irreal, aunque en apariencia busque desmitificarlo. Chazelle mitifica e idealiza —Manny Torres (Diego Calva) y Jack Conrad parecen hablar por él, cuando, en momentos diferentes, el primero dice que quiere formar parte de algo más grande, algo que signifique y perdure; y el segundo, que el cine es vital en la vida de la gente corriente—, tanto el lado luminoso de Hollywood como el más perverso —en ambos casos, aquel que el público más sensacionalista y fanático pueda hacerse—. El Hollywood de Babylon no es perverso por las fiestas y las orgías, sino por las sombras en las que caen o en las que viven los cinco personajes a los que Chazelle ofrece mayores momentos de protagonismo, igualando géneros e insistiendo en la diversidad étnica estadounidense —anglosajona, latina, afroestadounidense y asiática— para contar la caída de su Babilonia desde la comedia, el drama y el musical, empleando planos cortos y movimientos acelerados de la cámara (menos mal que las actuales son más ligeras que las primeras sonoras) en planos-secuencia, como si la propia cámara estuviese contagiada por el desenfreno, el alcohol y las drogas hasta llegar a llamar la atención sobre el conjunto, de modo similar a Nellie LaRoy (Margot Robbie), un volcán inspirado en la actriz Clara Bow cuyo auge y caída es otra de las historias babilónicas de una película que concluye tomando nota del final de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1987).



domingo, 26 de febrero de 2017

La ciudad de las estrellas (La La Land) (2016)

No sin cierta reticencia empecé a visionar La La Land. Mis dudas iniciales, nacidas de la impresión enfrentada que me causó Whiplash (2014), el anterior film de Damien Chazelle, y de la popularidad mediática de este musical, se fueron despejando para dar paso a otras como ¿estoy viendo un homenaje al musical del Hollywood dorado? ¿Su renacer? ¿O un espejismo de aquellos clásicos que, consciente de que ya no regresarán, Chazelle emplea como inspiración para hablar de la situación del cine y de la música actual? A medida que avanzaba el metraje, las respuestas que me daba se decantaban por la tercera opción, al ver en sus protagonistas a dos ilusos que sueñan despiertos, bajo las estrellas, sobre ellas, envueltos en la colorista fotografía de Linus Sandgren -e individualizados entre las sombras- y al compás de la música que ellos mismos asumen para expresarse, aunque inevitablemente condenados a que se produzca su despertar a la realidad que les rodea, una realidad en la que los sueños sobreviven en individuos a contracorriente y, por lo tanto, incomprendidos y solitarios como lo son Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling). La ilusión de Mia por ser actriz nace de su pasión por los clásicos hollywoodienses -Casablanca (Michael Curtiz, 1942) o La fiera de mi niña (Bringing Up Baby; Howard Hawks, 1939)- que de pequeña visionaba e imitaba al lado de su tía, mientras que la de Sebastian existe mientras perdure su intención de revivir el jazz que ha desaparecido del espacio (que él puntualiza en la cafetería de samba y tapas) por donde deambula empeñado en tocar notas que a nadie parecen interesar, ni al dueño (J.K. Simmons) del local de donde lo despiden por improvisar ni a Keith (John Legend), el compañero de colegio que le ofrece la oportunidad de formar parte del grupo musical que le acerca al éxito comercial, aunque no al personal, pues le confirma la desaparición del sonido que solo sobrevive en sus dedos y en su mente. Tras el inicio jubiloso y colorista del film, los sueños de la pareja se van apagando en esa tierra imposible de La La, donde el romanticismo deja su lugar a las decisiones que, más allá del amor que surge entre ellos, afecta a las ilusiones a las que se han aferrado y que les acarrea la soledad en la que Chazelle los muestra en los instantes previos a su unión. Es su sino, y por ello son dos rarezas que se reconocen sin conocerse e inician el romance que en un primer momento fomenta sus intenciones, pues Mia cree en Sebastian y este la empuja en su empeño de ser actriz, quizá una como Ingrid Bergman, sin embargo aquel Hollywood de Casablanca hace tiempo que dejó de existir. De aquel mundo añorado y mitificado apenas se conservan los decorados de algunos de sus clásicos, aunque solo como parte de los restos arqueológicos de un cine que ya no tiene cabida en el actual, quizá por ello el realizador y guionista se decante por introducir a sus personajes en decorados fantasiosos y coloristas para dar rienda suelta a su visión pesimista de la fábrica de sueños que ha perdido la capacidad de generarlos. Lo mismo puede decirse del sonido nacido en Nueva Orleans, que solo sobrevive en Sebastian porque se niega a aceptar las palabras de quienes le dicen <<deja que se muera, ya ha tenido su época>>. Su reivindicación del jazz, también es la reivindicación de un arte musical encumbrado por genios como Louis Armstrong, Miles Davis o Charlie Parker o, en el caso de Mia, de uno cinematográfico que vivió su mayor gloria en la época de los Fred Astaire, Ginger RogersGene Kelly, Vincente Minelli o Stanley Donen. Sin embargo La La Land no solo pretende recordar aquellos grandes clásicos del musical -y de otros géneros- mientras desarrolla el romance, que empieza a imposibilitar las ambiciones de los protagonistas, y las coreografías que no ocultan los deseos de la pareja ni la frustración que significa el comprender que nada es como habían imaginado en esa ciudad de las estrellas donde los sueños se convierten en fracasos, salvo, quizá, sacrificando parte de sí mismos en un empeño que deja la agridulce sensación de que solo así ha podido ser.