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miércoles, 13 de noviembre de 2024

Juego de armas (2016)


Al inicio de Juego de armas (War Dogs, Todd Phillips, 2016), la voz de David Packouz (Miles Teller) cobra protagonismo y ya deja claro que se trata de su historia. Narra en primera persona, por tanto, su relato será subjetivo y contado a su manera, aunque dicha manera sea similar a tantas otras ya escuchadas y vistas en pantalla. Suena repetitiva; no difiere de otras voces que van de subjetivas y de desenfadas que, en su intento de ser tan personales como la del mafiosillo de la excelente Uno de los nuestros (Godfellas, Martin Scorsese, 1991), pueblan el cine desde finales del siglo XX. ¿Pero lo son? La escena inicial se desarrolla en 2008, cuando el personaje se encuentra en Albania y alguien le apunta directamente a la cabeza. Es el instante de mancharse los calzoncillos y de contar su historia. Juego de armas retrocede a 2005, pero, antes de detallar cómo llegó a estar al borde de la muerte, se dirige directamente al público y pregunta, porque es lo que toca para darle un tono crítico y serio del cual el film carece, algo así como qué es la guerra. No precisa ni busca más respuesta que la que él mismo ofrece: <<La guerra es un negocio>>. A su afirmación, directa y concisa, añade que solo quien está en el ajo o un imbécil, o quien se lo hace, lo negaría o diría desconocer que los conflictos bélicos tienen su origen en los billones de dólares que generan la venta de armas. David lo sabe, por eso se encuentra en la situación en la que lo descubrimos en la primera escena, aunque el público aún ignora qué situaciones y personajes lo han llevado hasta allí.


Para satisfacer curiosidades y resolver posibles dudas al respecto, el narrador ofrece su explicación. Sus palabras recuerdan e intentan justificarle; asume que su situación le obliga a tomar la decisión que le pondrá en peligro y también hará peligrar su relación con Iz (Ana de Armas). En realidad, no difiere de tantos buenos chicos que ven su oportunidad de hacerse de oro y la aprovechan o así lo intentan. El dinero es un motor fundamental de la sociedad, sin importar si es capitalista o de otro tipo. Sería hipócrita negarlo; y David no niega que el dinero marca su devenir y su historia, aquella que, tras deambular por varias residencias de ancianos con unas sábanas que nadie quiere comprarle, le lleva a reencontrarse con su viejo amigo Efraim (Jonah Hill), quien le posibilita el sueño americano, aunque dicha fantasía implica el inconveniente de la compañía de ese mismo amigo. Siguiendo la estela de películas como El señor de la guerra (Lord of War, Andrew Niccol, 2005), Juego de Armas se inicia con el engañoso rótulo de basada en una historia real, engañoso porque lo que se cuenta en este tipo de films nunca es real; menos aun los personajes que en ellos asoman. Todd Phillips se toma la libertad de adentrarse en la supuesta realidad con desenfado típico de producciones similares —tal que la ya nombrada de Niccol o Barry Seal, el traficante (American Made, Doug Liman, 2017), por citar una contemporánea— y con ciertas dosis de humor, aunque un humor distinto al que había desarrollado en la trilogía iniciada con Resacón en las Vegas (The Hangover, 2009). El film juega las bazas de ese desenfado narrativo, que tiende a frivolizar cuestiones para nada frívolas, pero lo que se muestra en pantalla suena a repetido. De hecho, son demasiadas las películas que siguen el mismo patrón y cuentan con parejas protagonistas similares, en este caso con la característica de que son admiradores del Scarface dirigido en 1983 por Brian de Palma, la película que les marcó en la niñez; tal vez, debido a ello, ignorantes de la existencia del Scarface original realizado por Howard Hawks en 1932. En todo caso, los dos amigos no dejan de ser ejemplos de personajes acordes con el infantilismo y la necesidad de inmediatez del cine comercial actual, un cine en el se podrían cambiar los equipos artísticos y técnicos, así como el director de turno, y seguiría sonando igual, lo que apunta lo impersonal del asunto que, como tantos de su clase, cumple su propósito de rellenar hora y media de situaciones grotescas que no niego que puedan resultar entretenidas para un amplio sector del público, pero eso no me dice nada en contra ni a favor de unas imágenes que, en un abrir y cerrar de ojos, se olvidan…



domingo, 19 de enero de 2020

Joker (2019)

De un tiempo, que soy incapaz de concretar, a esta parte, la etiqueta "obra maestra" se pega a diestro y siniestro a cualquier título cinematográfico que, prácticamente, antes de exhibirse son catalogados como tal. ¿Qué sucede? ¿La etiqueta es como un chicle que se pega indiscriminadamente o es fruto de la febril necesidad, quizá necedad, de fabricar o de consumir obras maestras a granel? ¿Falta de exigencia o la compra-venta de que una película y no otra es arte porque alguien indica que lo es? ¿Son las prisas que acompañan a un momento histórico en el que apenas se reflexiona sobre qué es maestría y qué es artificio? ¿O deseamos creer que somos testigos directos de la obra que definitivamente cambiará el cine? De cualquier forma no podría definir Maestría, puedo distinguir lo que considero como tal y me ayuda a reflexionar que otros la vean donde yo no la encuentro. Además, ignoro si son o no obras maestras, eso habrá que afirmarlo con calma, observando las películas con detenimiento, en su evolución temporal, más allá del impacto inmediato y mediático que se impone sin más criterio que el de captar la atención de un amplio sector del público. Una obra maestra no lo es porque pretendamos que lo sea, lo es más allá de su época, vive en su tiempo y fuera de él, y más allá de la histeria colectiva de un momento determinado que apenas se detiene en analizar sus afirmaciones y sus negaciones. De cualquier manera, el uso de "obra maestra" no deja de ser un ejercicio habitual con el cual se llama la atención sobre algo, y ese algo no tiene por que poseer la maestría que se le concede. Aquí uno debe plantearse qué le ofrece y por qué opina esto y no aquello; y lo cierto, al menos para mí, es que si bien me puede gustar un estreno actual, no puedo decir de buenas a primeras que estoy ante una cumbre cinematográfica; aunque no dudo de que muchas películas de hoy (algunas populares y otras que han pasado de puntillas) serán futuras obras sobre las que se volverán las miradas del mañana. Intento contextualizar lo que veo y situarlo dentro de la historia del cine y, al tiempo, en un plano personal que rechaza catalogar en la inmediatez, porque la propia historia cinematográfica -y de la cultura en general- me indica pausa, me dice que reflexione sobre lo que contemplo y que no juzgue en caliente, con adjetivos bueno o malo, genial o pésimo, impactante o aburrido. Lo mismo me sucede cuando se habla de un film rupturista en su propuesta. Pero ¿con qué rompe o con qué lo comparamos para decir que rompe? ¿A qué llamamos ruptura? ¿O hablamos de que siempre hay un roto para un descosido?




Desde los orígenes cinematográficos apenas se han producido rupturas, una vez establecidos y desarrollados los recursos cinematográficos, aunque se haya hablado de formas rupturistas casi indiscriminadamente. Sí hubo y hay evolución e involución constantes, también cineastas diferentes, pero de ahí a hablar, un día sí y otro también, de una revolución "copernicana" en el cine media un abismo que Joker (2019) y otros estrenos recientes no pueden salvar, ni con la ayuda del empuje popular. La película de Todd Phillips se anunció como un film que rompía con lo anterior, cuando en realidad no rompe con nada, pues, tras su imagen de propuesta a contracorriente o políticamente incorrecta, esconde el conformismo al que se suma su personaje, el cual no persigue ni el caos ni romper con el orden, tampoco construir nuevos valores; de modo que el nihilista que asume ser cuando dice <<no creo en nada>> es la pose tras la que esconde, quizás, su ausencia de ideas, su victimismo. Arhur Fleck (Joaquim Phoenix) busca vengarse de la sociedad de consumo en la que no ha encontrado un minuto de felicidad en su vida. Pero, disculpen peros y preguntas, ¿a qué llamamos felicidad? Y de haber sido aclamado, o de sentirse aceptado y querido, ¿habría sido la misma persona o pensaría de otro modo, y en consecuencia actuaría de distinta forma? La sociedad en la que vive Alfred, y que al tiempo lo ignora y lo golpea, posee un concepto de felicidad e infelicidad, entre otras cuestiones, que enlaza con la huida del uno, de los problemas colectivos e individuales que le atañen, al menos le invita a no analizar las causas y las responsabilidades propias, a no plantear soluciones constructivas que puedan llevar a alguna parte. Sospecho que la supuesta felicidad a la que ya no aspira el protagonista se confunde con un objeto, o una posesión material, que cobra cuerpo en el momento en el que se logra el placer individual y el acomodo social, que son asumidos como eternos. Es una postura quizá simple, quizá fruto de la necesidad de creer lo que se les ha vendido, de sentir la aceptación del otro y de poseer los bienes a los que los Fleck no tienen acceso. El sufrimiento del personaje, a quien la madre (Frances Conroy) llama familiarmente "happy", está relacionado con la ausencia de esa felicidad, con su imposibilidad de un intangible que se confunde con esa posesión material a perpetuidad. Por un motivo u otro, a Arthur se le niega la comodidad y la idea de seguridad-control, se le niega una existencia placentera y, frente al desengaño, se agudiza el desequilibrio y el dolor. Todo se tambalea, en su interior y en el exterior, donde las quejas se dejan oír por las calles de Gotham, aclamando al ídolo que las masas desfavorecidas crean no por una mejora social, sino por el derecho a vivir en el confort y el conformismo hedonista que ven peligrar, y que han sido potenciados por los medios de comunicación, entre otras fuentes de alimentación y de control.


Puede que Joker sea un paso adelante, pero lo es en la carrera de Phillips, aunque tampoco esto era difícil, si observamos que, salvo la satírica Juego de armas (War Dogs, 2016), su filmografía previa permanece inamovible en un mismo punto: la comedia supuestamente gamberra. Aquí sí podría hablar de una ruptura, de un film distinto a lo anteriormente realizado por el cineasta. Phillips se apoya en dos niveles narrativos: la realidad y la fantasía del personaje interpretado por un histriónico Joaquim Phoenix. Su Arthur ni es subversivo ni el profeta de un nuevo orden, tampoco lucha por reducir las miserias o injusticias sociales ni por despertar la solidaridad entre los distintos miembros de la sociedad, pero sí despierta el populismo con sus actos. Simplemente es la víctima de un pasado oscuro, violento y doliente -ya visto en otras producciones como recurso que conecte al personaje con el público-, y de un presente donde su desequilibrio es la suma de la soledad, la humillación, el desengaño, la exclusión y el sufrimiento, señalando el origen de su aflicción perenne en la sociedad -familia, clases sociales, trabajo, medios de comunicación, instituciones, economía de mercado,...- que lo rechaza, hiere y denigra sin miramientos. Los responsables del film justifican a su protagonista con una vida de condena y, así, apelan a la comprensión y a las simpatías de parte de quienes lo observan bailar mientras desciende las escaleras, celebrando su liberación de Arthur y su trasformación en Joker. Este instante adquiere luminosidad y colorido, pues su tragedia pasa a ser la comedia que abraza para dejar atrás la oscuridad, los golpes y el cansancio que lo acompañan cuando sube esas mismas escaleras, grises e interminables, al inicio. La metamorfosis del personaje señala el chiste, aquel que le lleva de la nada, de su inexistencia, a existir, a ser el centro de atención que tanto ha deseado en su fantasía: soñando su relación con la vecina (Zazie Beetz) o acaparando focos en el programa televisivo de Murray Franklin (Robert De Niro). Con la presencia de este personaje y de De Niro, Joker enlaza de forma directa con El rey de la comedia (The King of the Comedy, 1982), pues el presentador y humorista al que da vida De Niro -en un papel similar al de Jerry Lewis en el film de Scorsese- se convierte en parte de la fantasía de Arthur, quien, a pesar de asegurar que <<solo tengo pensamientos negativos>>, sí fantasea momentos positivos. Su comportamiento es su respuesta frente a la imposibilidad de materializar su sueño de aceptación y de éxito, aquel que le han vendido como felicidad. Es su fantasía, su tragedia y su comedia, el ser alguien, en respuesta a su duda de <<me he pasado toda la vida sin saber si existo. ¡Pero existo!>>, y, como consecuencia de este descubrimiento, da el paso de payaso a Joker, del individuo que cree en la felicidad al que se libera de esa idea. Pero hay algo en todo ese proceso que no me convence, que me impide establecer conexión con lo que veo en la pantalla, sea porque noto un exceso de enfatizar lo dicho y de condicionar lo expuesto, por la innecesaria explicación de que parte del film transcurre en la mente de Arthur -con la inclusión de breves flashbacks- o , culpa mía, por no creerme al personaje y su viaje sin retorno (para él liberador), aunque este me recuerde a los de Travis Bickle en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), de la que Joker y Phoenix beben sin disimulo, D-Fens en Un día de furia (Falling Dawn; Joel Schumacher, 1993) o el narrador de El club de la lucha (Fight Club; David Fincher, 1999).