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jueves, 1 de abril de 2021

La batalla de Stalingrado (1948-1949)


<<Como es lógico, la popularidad de Stalin fue totalmente —la de Hitler solo en gran medida— fruto de la manipulación. Para el ciudadano, el proceso empezaba en la guardería, y se aplicaba por todos los medios posibles, en todos los sentidos y en todo momento. Como en Alemania, fue el comienzo de la propaganda de los medios informativos; la gente no sabía entonces que la propaganda era propaganda; y que la propaganda funcionaba>>


(Martin Amis: Koba el temible)


El peligro de la propaganda es también su máxima ventaja: el no reconocerla como tal y aceptarla cual llega. Riesgo o desventaja para quienes la consumen; recurso y ventaja para quienes la producen. En este sentido, es un rostro que habla en superficie y oculta bajo su máscara. No advierte a los destinatarios que, tras las imágenes o las palabras, existe un objetivo, mentiras o medias verdades, tergiversación de la realidad y la intención de condicionar pensamientos y programar respuestas. Pero se puede desvelar su rostro oculto o, al menos, minimizar su efecto o ponerlo en duda. Incluso, en ocasiones, neutralizarlo, aunque eso sería prácticamente imposible, si no se educasen o potenciasen inquietudes, capacidades reflexivas y actitudes criticas. De carecer de este tipo de herramientas, el receptor estaría jugando una partida amañada y perdida. Sin pensamiento crítico, se encontraría desprotegido frente al impacto, uso y abuso, psicológico de la propaganda; no podría recelar de su poder de seducción y de convicción. Cierto que no es tan sencillo desmontarla o analizarla, ya que su juego implica velar finalidades y emplear recursos que suenen atractivos para las masas a las que se dirigen; pues o son insistentes, el lavado de cerebro propagandístico, o se hace seductora y resulta difícil resistir. Además, puede haber propaganda dentro de la propaganda, no me refiero a la subliminal, ni siempre se tienen los medios para realizar un ejercicio crítico-reflexivo que la desnude y la ponga en evidencia. Hoy la conocemos, sabemos que existe y que nos bombardea las veinticuatro horas del día, aunque no siempre sabemos dónde o cuándo, ni quién, ni para qué. Lo aceptamos, porque ahora se asume como parte de la cotidianidad que consideramos inofensiva, a riesgo de no serlo, pues nada hay de inofensivo en la sedación, promoción, difamación, olvido, en vivir en la representación, en la imagen, en la apariencia... Pero, sin televisión y sin Internet, hace décadas era distinto, por eso la propaganda encontró en el cine y en la radio sus medios populares de difusión. Bien empleada podía ser efectiva, ya que atrapaba (y atrapa) de tal manera a los espectadores y a los radioyentes que pocos se planteaban que la realidad no era la impuesta por la ideología que pretendía asentar su verdad, que también era su mentira.



El primer largometraje de ficción que dramatizó la batalla de Stalingrado fue Dni i nochi (Aleksandr Stolper, 1944), una producción bélica que se rodó con la guerra todavía en curso, por lo que se comprende la intención y la necesidad de ensalzar al combatiente anónimo que representaba al conjunto de los pueblos soviéticos en lucha contra el ejército invasor. Pero una vez concluida la contienda, la victoria en la batalla más importante en suelo ruso sería empleada por la propaganda cinematográfica soviética para mitificar a un solo hombre: Stalin. La propaganda tiene el poder de transformar y tergiversar la realidad para fines concretos. Como El triunfo de la voluntad (Triumph des willensLeni Riefenstahl, 1934) o Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), el objetivo principal de La batalla de Stalingrado (Stalingradskaya bitva, 1949) era propagandístico y pretendía ensalzar, incluso endiosar, al dictador que retrataba; aunque, vistas hoy, de inmediato se descubren las intenciones y la figuras idealizadas se transforman en caricaturas. Rodada a inicios de la Guerra Fría, el film también sirvió para lanzar un mensaje que advertía a los nuevos enemigos, que eran los de siempre, que Stalin y su Unión Soviética no permitirían que otros dominasen el mundo.


<<La ignorancia política de la gran mayoría de la población contribuyó a la preservación de la reputación personal de Stalin. Pocos fuera de la nomenklatuta y la intelectualidad bien relacionada lo vinculaban directamente con el rechazo a reconocer la amenaza de Alemania y los desastres de fines de junio>>


(Antony Beevor: Stalingrado)


Si en lugar de prestar atención a los hechos históricos, a la destrucción y al horror que supuso el conflicto real, a su importancia para el posterior desarrollo de la guerra, y nos detenemos en la propaganda expuesta por Vladimir Petrov
, director de las también propagandísticas Pedro el Grande (Pyotr pervvy, 1937) y Kutuzov (1943), la película resulta en cierto modo cómica y a la vez patética, pues, en su infalibilidad y entereza, el Stalin interpretado por Aleksei Dikiy suena a broma, igual que suena a chiste atribuirle el rol de héroe y salvador de Stalingrado, donde no estuvo, aunque Petrov le atribuye la omnipresencia desde su despacho en Moscú. A este Stalin cinematográfico no le hace falta estar físicamente en la metrópoli del Volga, tampoco le hizo falta al Stalin de carne y hueso, pues, según la propaganda, a ninguno de los dos les limitan las distancias. Su mente y su alma estaban allí, donde hiciera falta: en la cuenca sur del Don, en el Volga, en el campo de batalla urbano, en cualquier lugar donde se necesite que su paternalismo imponga serenidad, guiando a sus peones desde Moscú, con sus grandes dotes de mando —constantemente envía instrucciones detalladas de cómo actuar—, su inigualable capacidad estratégica y con su tono pausado, que transmite sosiego y confianza, indicando los pasos a dar en la batalla más sangrienta de la Segunda Guerra Mundial: <<empiecen>>, ordena por teléfono, desde el Kremlin, al inicio de la segunda parte de La batalla de Stalingrado, para dar luz verde a la ofensiva iniciada la jornada del 19 de noviembre de 1942.


<<Stalin no está aquí, pero está con vosotros>>, así concluye su arenga el comisario político que asegura a los trabajadores que la victoria es suya, porque el camarada Stalin les guía. La primera parte de la oración, <<no está aquí>>, es una verdad incuestionable, y la adversativa que sigue no hay quien la cuestione dentro de un estado policial donde la intimidad carece de significado, pues, antes, durante y después de la guerra, la Unión Soviética vivía en un estado de control donde nadie, tampoco los “amigos” ni los inocentes, estos y aquellos menos todavía, podían estar seguros de ser inocentes o amigos para Stalin y sus manías persecutorias. Pero es curioso como las imágenes pueden alterarse y venderse de esta o de aquella manera, según lo que convenga o se pretenda vender en determinado momento. Gracias a ello, se puede ver al personaje de Stalin en La batalla de Stalingrado como alguien tranquilo que asume el peso de la historia sobre sus anchos hombros a metro y medio del suelo. No desespera, al verse solo, sin la ayuda prometida por los británicos y los estadounidenses: a quienes la película individualiza en Churchill (Viktor Stanitsyn) y en Roosevelt (Nikolay Cherkasov) en dos escenas que confirman que el líder rojo tendrá que vencer a Hitler sin un segundo frente —y nada dice de la ayuda logística y material (alimentos, medicinas y material bélico) enviada por los Estados Unidos. Lo cierto es que no hay quien hoy pueda creerse la imagen del dictador que en un momento determinado toma un teletipo, que aguardaba paciente, lo lee y, sin perder su tranquilidad ni su confianza características, camina hacia el mapa que hay sobre una mesa —en contraposición al Hitler (Mikhail Astangov) de celuloide, que siempre está mirando mapas, exigiendo, exagerando, gritando sin sentido y rodeado de aduladores que no le contradicen— y en soledad, siempre solo, como buen salvador de la patria, y con lupa en mano, lo estudia y decide la mejor estrategia. En realidad, si uno se deja llevar por lo que expone Vladimir Petrov durante las tres horas de metraje, divididas en dos partes, fue el líder bolchevique quien, con una mínima colaboración (mano de obra), ganó la batalla y la guerra. Hay un montón de escenas para corroborarlo, practicamente las casi tres horas de metraje, pero hay un momento divino, literalmete divino, en el que los oficiales que defiende la ciudad no saben qué hacer para frenar la ofensiva del VI Ejército alemán y uno suspira <<si el camarada Stalin lo supiese...>> <<Él lo sabe>> anuncia una voz que parece provenir del cielo moscovita. Esa es otra de las imágenes de Stalin, la divina, pues, el antiguo seminarista georgiano, ajeno a cualquier ideología y religión que no fueran las propias, comprendió que la religión continuaba viva en los corazones del pueblo ruso e intentó divinizar su estalinismo para perpetuarlo en el tiempo.



lunes, 20 de julio de 2020

La caída de la dinastía Romanov (1927)


La amplia experiencia de Esfir Shub en el montaje de más de un centenar de películas extranjeras, para su estreno en las salas de su país, le sirvió (y mucho) a la hora de utilizar fotogramas, planos, secuencias de archivo y crear la novedosa La caída de la dinastía Romanov (Padenye dinastii Romanovykh, 1927), su primer largometraje, el primer documental histórico realizado en la Unión Soviética y la primera pieza del tríptico que se completa con El gran camino (Veliky Put, 1927) y La Rusia de Nicolás II y Tolstoi (Rossiya Nikolaya II i Lev Tolstoi, 1928).


Las revoluciones y su después nos han demostrado que no transforman el fondo de las sociedades que pretenden y dicen cambiar. Tarde o temprano (pueden prescindir del "Tarde" y del "o"), la práctica desvela errores similares y vicios parecidos a los que se condenan previo a dar el paso. Cierto que, una vez impuesto el nuevo régimen, dichos vicios dejan de serlo. Se sustituyen los significantes y se renombran los significados. Se escuchan nuevas voces que hacen de los vicios pasados virtudes de los protagonistas que se incorporan al juego de la historia, quizá el juego idóneo para trampear, trepar y asentarse en el poder. De lo que se trata es de disfrazar las ambiciones, que no distan de las perseguidas por las cabezas depuestas, de incumplir las promesas con las que arrastran a las masas que (en su sacrificio, con sus estómagos vacíos y con su violencia) las hacen posibles, aunque no sepan qué hacen o para quién lo hacen. Ninguna revolución ha pretendido emancipar al conjunto, ni posibilitar a sus miembros una educación libre de adoctrinamiento, una que podría liberarles y deparar el progreso humano y social que, aunque pueda asomar tras la revuelta, pronto se comprende mínimo o, en ocasiones, nulo. A principios del siglo XX, Rusia contaba con una población que sobrepasaba los 120 millones de habitantes. La mayoría eran campesinos y descendientes de aquellas almas esclavas que, vivas o muertas, una generación atrás se contaban entre las posesiones de amos y señores. En teoría, la confirmada por las leyes, los hombres y las mujeres que se deslomaban en el campo, a doble jornada y también en fiestas de guardar, se habían emancipado, aunque, en la práctica, continuaban sin saber leer, con una esperanza de vida comparable al suspiro y sometidos a la caprichosa autoridad de terratenientes y nobles. A estos señores no les quitaba el sueño las condiciones de vida de sus asalariados, si es que les pagaban algo más que la posibilidad de trabajar la tierra que nunca les pertenecería (tampoco después les perteneció). Les interesaba que rindiesen igual que siempre, y en condiciones laborales similares a las de siempre. En ese primer momento de siglo, con la supuesta libertad adquirida, la nueva generación campesina podía abandonar los campos y trasladarse a la ciudad sin pedir permiso. Algo es algo, gritó el más atento de los mudos en un mundo de sordos que se aferraba a la mentira de poder ver. Los hubo que creyeron que quizás allí mejorasen su calidad de vida y, de entre ellos, los más osados, que suelen serlo porque también son los más necesitados y los más pisoteados, migraron a las ciudades donde las fábricas aguardaban con las puertas abiertas, las máquinas quizá engrasadas, las chimeneas humeantes y los sueldos a ras de suelo. -Mira, en aquel rincón tienes tu moneda-. Es decir, salvo de ubicación, apenas hubo cambios para quienes abandonaron el campo y engrosaron el proletario de una industria que empezaba a hacer su primera semana de agosto; el mes completo estaba reservado para las potencias más desarrolladas de Europa (Inglaterra, Francia y Alemania).


En este punto de la lectura, llegamos a 1905 y se descubre que nada ha cambiado para rusos y rusas, sobre todo para la masa campesina y para la reconvertida en obrera. Su miseria continua sin afectar a los aristócratas, que siguen a lo suyo, incapaces de ver en el horizonte los nubarrones que amenazan tormenta, y de las gordas. Juguemos a la guerra -se dicen algunos prohombres-, quizá así calmemos los ánimos, aunque seguro que nuestra llamada al patriotismo, no llenará los estómagos de la población. El zar Nicolás II y sus generales llaman a las armas y se las dan de abusones, pero calculan mal, y los japoneses les dan una soberana paliza. Así, de sopetón o de golpe y porrazo, Rusia comprende que no es un gigante, salvo en su extensión, también se sospecha que el zar estaría mejor ejerciendo otro tipo de trabajo, ¿pero qué heredero digno de sus padres rechaza ser la máxima autoridad de un imperio? No pretendo engañar a nadie, perder la guerra contra Japón es un mazazo en toda regla para un país que ese mismo año llora el asesinato de la multitud pacífica que un domingo se manifiesta frente al palacio de invierno en San Petersburgo o ve a la marinería del acorazado Potemkin amotinándose -años después, Sergei M. Eisenstein recreará el motín en una de sus grandes obras cinematográficas. Mas no todo son pésimas noticias, ya que, apurado por los hechos, el monarca acepta a regañadientes la primera Duma, un parlamento de pega sin más poder que el de sentarse en la sala y ejercer de marionetas. Rusia todavía vive en el pasado de clases en el que la figura imperial es la autoridad absoluta y paternal de un pueblo formado en su mayoría por gentes iletradas con las que nadie cuenta, porque apenas alteran o preocupan a la aristocracia y a su mundo de bailes, festines, glamour, alcobas y privilegios; visto así parece un mundo filmado por StroheimLubitsch. Abandonemos este año que marcó un antes y un después: un principio del fin de la dinastía que llevaba trescientos años reinando, aunque sin preocuparse de mejorar las condiciones de vida de la población (tampoco lo haría la dictadura leninista que sustituyó a la monárquica). Nicolás II (algún ilustrado podría decir que segundas partes nunca fueron buenas) no supo enfrentarse a esa situación, en realidad, no se enfrentó a ella, prefirió creerse el cuento de la realeza divina y de su comunión con el pueblo que, sin apenas sustento, llevaba siglos sometido a los abusos de aristócratas, terratenientes y, más adelante, industriales. Tarde supo el monarca que no había nada de divino en que un hombre sometiese al resto, ni que gran parte de la totalidad dominada se viera condenada a la hambruna o a la servidumbre cercana a la esclavitud. Obviamente, el pueblo deseaba comer, más que liberarse de una autoridad u otra, y, para saciar su hambre, habría seguido a cualquiera que le ofreciese la promesa de estómagos llenos, menos apremiantes eran las promesas de libertad e igualdad (que tampoco se cumplirían). Los hechos que siguieron al ascenso al trono del último zar eran inevitables e imparables, ya que respondían a los movimientos y las transformaciones históricas (políticas, sociales y económicas) que, rota la fantasía alienante de la divinidad imperial, avanzaban a velocidad de vértigo para confirmar que el tiempo de los Romanov había pasado y que Nicolás lucía cual reliquia del pasado que no tardaría en ser borrado. Ese final fue el que quiso retratar la montadora y documentalista Esfir Shub en La caída de la dinastía Romanov, por entonces un film único en su género, que recopilaba imágenes de archivo y caseras (algunas habían sido rodadas por los siervos de la familia real) para realizar el primer documental histórico soviético. El resultado es un film dinámico, que muestra una época, pero consciente de que se encuentra en otra que le exige posicionarse, más si cabe al tratarse de uno de los encargos cinematográficos que conmemoraban el décimo aniversario de la Revolución de octubre de 1917.


Una de las grandes ventajas de la democracia frente a cualquier absolutismo (monarquía, autocracia o dictadura), sea individual u oligárquico, reside en que la incompetencia y las malas artes de los gobernantes elegidos en elecciones libres pueden cambiarse por otras, transcurrido el periodo legal de mandato, mientras que en las autocracias, necedades y abusos duran la vida de los dictadores o de los monarcas y sus sucesivos herederos dinásticos. Frívolamente, se podría decir que el destino de los súbditos depende de la suerte: que uno de los totalitarios sea menos obtuso, sádico o inútil que su antecesor o sucesor. Pero este no fue el caso de Nicolás II, cuyo pensamiento se reducía a ver un mundo inexistente, quizá solo vivo en la ideología reaccionaria paterna, en retratos y en el nombre Romanov, la familia que llevaba tres siglos al frente del imperio, desde que en 1613 Miguel I recibió la corona. El ascenso al trono de Nicolás se produjo en 1894, cuando la muerte de su padre Alejandro III. El nuevo monarca contaba con veintiséis años de edad y, más que obtuso, era un incompetente, además de ser una persona de extrema timidez y de voluntad tan adaptable como la camaleónica de Zelig (Woody Allen, 1983). Lo suyo no era gobernar, quizás en este aspecto el destino fue injusto con él, ya que posiblemente habría preferido ser alguien diferente, alguien a quien no le obligasen a soportar el peso de ser zar del imperio Ruso y el encargado de velar por la continuidad de la dinastía Romanov. Nicolás no pudo con la corona, menos aún con la Historia, que pesa lo suyo, y se desentendió de la realidad que se vivía en su presente; prefirió asumir que su tiempo era similar al pasado. Fue coronado, y le fue concedido el poder absoluto. Lo recibió sin ánimo de renovar un país que, en realidad, era un polvorín. Mientras, el zar y la zarina Alejandra abrazaban el lujo, a sus cuatro hijas y a su hijo Alexei, a la bendita ignorancia y al cómodo continuismo, año a año, se iban sumando a la fiesta más crisis, más vacíos estomacales y más revueltas y nuevas ausencias de soluciones regias para un pueblo real y a punto de estallar. La hambruna que atacaba y mermaba a millones de hogares campesinos y urbanos en los albores del siglo XX, el anarquismo en su versión más explosiva, el comunismo (dictatorial, el bolchevique; democrático, el menchevique), los desastres evitables (la guerra ruso-japonesa, el Domingo sangriento, la revolución de 1905, las purgas de un estado policial, obra de Alejandro III, el antisemitismo, la Paz Armada, el gasto armamentístico, la Primera Guerra Mundial, el baile de ministros mientras Alejandra asumió el gobierno) fueron leña para el fuego revolucionario de 1917 y su posterior Guerra Civil. Más allá de la presencia e influencia de políticos o de advenedizos como Rasputin pudiesen tener en la pareja imperial, el alejamiento de los Romanov de las necesidades políticas (una reforma constitucional y una democracia), económicas (un elevado porcentaje de la población carecía de alimentos básicos, de tierras que trabajar o de puestos de trabajo) y sociales fueron fruto de sus creencias de clase. Eso fue lo que deparó el final de los Romanov, los propios Romanov, que, al contrario que la corona británica, por citar una monarquía parlamentaria, no supo interpretar los tiempos, negándose a formar parte de los cambios del siglo XX, cambios que apuntaban el fin de cualquier monarquía absolutista, otra cuestión sería el absolutismo sin corona, aquel que se puso de moda tras la revolución rusa que también tiene cabida en este documental en el que Esfir Shub no filmó un solo fotograma y, aún así, creó una obra novedosa y personal.



miércoles, 27 de junio de 2018

Cine-Ojo (1924)


La vertiginosa evolución del cine soviético durante la década de 1920 puede explicarse a partir del apoyo estatal, que vio en las películas el medio ideal para difundir sus ideas revolucionarias entre las masas, y del afán de los jóvenes cineastas soviéticos de trasladar la revolución a la gran pantalla, no solo la ideológica, sino la técnica que sería alabada e imitada fuera de sus fronteras. Esta intención, la de romper con lo anterior, se inicia en
Lev Vladímirovich Kuleshov y se confirma en Dziga Vertov y su radical Cine-ojo (Kinoglaz, 1924), un documental que experimenta con el montaje para confrontar lo nuevo y lo viejo: niños-adultos, cooperativa-sector privado, colectivo-individuo o cine posrevolucionario-cine prerrevolucionario. Cuando llevó a cabo su primer gran proyecto cinematográfico, Vertov llevaba dos años trabajando en su publicación Kino-Pravda (Cine-Verdad) y en ella desarrolló su teoría cinematográfica Cine-ojo, la cual aspiraba a alcanzar la "objetividad integral" a través del impersonal objetivo de la cámara. Su intención de filmar el momento sin adulterarlo lo llevó a prescindir de actores y de actrices, de guión, de decorados artificiales y de cualquier cuestión que trastocase su intención de captar la verdad absoluta, un imposible que pretendía desde la cámara y el montaje, aunque quizá, consciente o inconsciente, pasó por alto que ambas son herramientas de la subjetividad humana y, como consecuencia, al llevarla a la práctica, su teoría abandonaba el mundo idílico y se adentraba en una realidad subjetiva. Aún así, la técnica y el uso del montaje de Vertov marcó un antes y un después en el cine documental, aunque no sería hasta El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929) cuando la práctica alcanzó mayor perfección. Revolucionaria tanto en su forma como en su contenido, en Cine-ojo, el cineasta soviético expuso "batallas entre lo nuevo y lo viejo", pero este enfrentamiento tiene un ganador, pues, aunque las imágenes estén extraídas de la realidad, el montaje de Vertov dirige las simpatías del cineasta hacia los jóvenes pioneros, niños y niñas cuya familia es la cooperativa de la cual forman parte. <<Somos gente nueva. Puedes confiar en nosotros>> reza el eslogan de una de las tiendas del campamento donde también descubrimos la biblioteca, en cuyo interior el retrato de Lenin domina el plano, como si el realizador pretendiese decir que el líder bolchevique observa la cotidianidad de sus jóvenes pupilos, al tiempo que lo muestra como el nuevo mesías a seguir. Si bien Cine-Ojo no tiene guión, sí presenta argumento y coherencia narrativa, tampoco tiene actores, pero sí personajes, y su decorado lo forman distintos espacios de la realidad filmada: la aldea de los jóvenes leninistas, el mercado, el campo, las calles de la gran ciudad o el matadero desde el cual las imágenes retroceden para mostrarnos el origen de la carne que se vende en el mercado. Este retroceso, que se sirve del montaje para avanzar en dirección inversa al tiempo, se repite a partir de un reloj que Cine-Ojo introduce para explicar de dónde sale el grano de trigo con el que se elabora el pan. Ambas escenas, así como los distintos recorridos de los jóvenes pioneros, desvelan una clara intención didáctica, que enlaza de manera directa con las ideas revolucionarias que el Estado y los cineastas pretendían transmitir al nuevo público soviético.

domingo, 6 de mayo de 2018

La batalla de Midway (1942)

Lenin tenía claro que el cine era un medio esencial para adoctrinar a las masas. Las propagandas fascista, nazi y japonesa también lo sabían y se hicieron con todos los medios de comunicación (prensa, radio, cine) para enmascarar sus intenciones y tergiversar la realidad. No es extraño que ante esto las fuerzas armadas estadounidenses empleasen la propaganda cinematográfica para combatir a los totalitarismos desencadenantes de la Segunda Guerra Mundial, elevar la moral o explicar a sus jóvenes soldados por qué y contra quiénes luchaban. Para ello nada mejor que ofrecer el mando a nombres claves de Hollywood que, como George StevensJohn Ford William Wyler, no dudaron en trasladarse a los distintos teatros de operaciones y filmar los hechos que allí se desarrollaban. John Ford fue el primero en filmar una batalla, también una victoria estadounidense, y lo hizo en La batalla de Midway (The Battle of Midway, 1942). En el momento de aterrizar en la isla, el capitán de corveta no sabía qué iba a ser testigo de una batalla fundamental para elevar la moral de las tropas y de la población civil estadounidense. Tampoco sabía que sufriría una herida de metralla en los primeros compases del conflicto, aunque se necesitaba algo más que metralla para detener al tozudo y genial cineasta, que continuó filmando la batalla y los rostros de los soldados anónimos en quienes encontró heroicidad y sacrificio. En ocasiones se habla de los múltiples rostros de Ford: el rebelde, el patriota, el irlandés, el marcial, el conservador, el opaco, el bebedor o el familiar, pero todos ellos se reúnen en un solo cuerpo que exterioriza su pensamiento a través del Ford cineasta, aquel que encuadra y filma mejor que nadie, aquel que humaniza cuanto capta su inigualable mirada cinematográfica y aquel que no asumió el rodaje de La batalla de Midway como un documento cinematográfico, sino como un asunto personal, como evidencia que escondiera el material filmado para (en colaboración de Robert Parrish) encargarse del montaje y así evitar alteraciones que trastocasen su visión del conflicto. Fordiana por donde se mire, La batalla de Midway se inicia con algunas notas de humor (en las aves  que habitan en la isla), con el hermoso y anaranjado plano del atardecer previo al combate y con las imágenes de los soldados entre quienes se encuentra el capitán Kinney. ¿Quién es Kinney? Una voz de mujer dice reconocerlo; es el hijo de sus vecinos. En ese momento se insertan imágenes del padre, madre y hermana, pero, aparte de familiarizarnos con el soldado, la voz disminuye la distancia que separa el hogar del frente donde Ford individualiza en el piloto a los anónimos que continúan asomando por la pantalla. Hacia mitad de metraje, el enfrentamiento cobra protagonismo (combates aéreos, navales o defensa terrestre), pero solo es la visión de lo inevitable, pues el realizador no tarda en regresar a los soldados, a los supervivientes, a los muertos en combate y a la necesidad de acercar al público esos jóvenes estadounidenses que han dejado sus hogares y sus familias y luchan, sufren y mueren. Por ello, el cineasta no insiste en figuras heroicas, sino en imágenes humanas de hombres en lucha, hombres en cuyos rostros se lee el sacrificio, la alegría de haber sobrevivido o el respeto por los caídos.

viernes, 3 de marzo de 2017

El triunfo de la voluntad (1934)


Años antes de la revolución comunicativa que supuso la irrupción en los hogares de la radio, primero, y de la televisión, después, y décadas antes de que internet fuese una realidad, Lenin tenía claro que <<de todas las artes, el cine es la más importante>> porque, sin los medios de difusión actuales y con una tasa de analfabetismo elevada, las películas eran el conducto más rápido para que los mensajes ideológicos condicionasen a las masas que, ya fuese por carencias formativas o por falta de criterio individual, los aceptaban sin apenas mostrar capacidad crítica. Esta circunstancia era bien conocía por otros líderes mundiales, de modo que la propaganda política en las películas se convirtió en habitual antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Por eso hay que tener en cuenta el momento histórico, ya que vistos en la actualidad, films como El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934) se pueden analizar desde la distancia (provocando errores de apreciación e incluso resultando caricaturescos para el público actual) y desde el conocimiento de los hechos. Sin embargo, en 1934, muy pocos podrían predecir los horrores que la Historia conoce, aunque, si contemporáneos de aquella época se hubieran detenido a pensar, encontrarían sobradas evidencias para sospechar de los propósitos de quien encabezó el levantamiento de Munich en 1923, el mismo que durante su estancia en presidio dejó constancia escrita 
en Mi lucha (Mein Kampf, 1925) de sus ideas raciales y de la expansión pretendida hacia el este de Europa. A pesar de estas y otras pistas, nadie tomó en serio las palabras de aquel frustrado aspirante a pintor cuando se convirtió en figura pública en la década de 1920, tampoco cuando perdió las primeras elecciones a las que se presentó o, más adelante, sin tener mayoría, cuando fue nombrado canciller de la moribunda República de Weimar. A Hitler le bastó menos de un año al frente de la cancillería para alzarse con el poder absoluto de un país que no tardaría en perder sus derechos democráticos y caer en las garras del totalitarismo que desencadenaría el horror más brutal del siglo XX. Durante los meses que separaron su nombramiento, en enero de 1933, de su autoproclamación como "caudillo" alemán, el <<cabo de Bohemia>> —apodado de tal modo por el presidente Hindenburg— decretó la ley habilitante que le aseguraba el poder absoluto, un poder que se afianzó a raíz de la muerte del anciano presidente y de la "noche de los cuchillos largos" —expuesta por Luchino Visconti en La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969)—, en la que eliminó de un plumazo a Ernst Röhm, su colaborador más cercano, y a otros líderes de la organización paramilitar nazi S. A. Aún llegarían más pistas sobre cuáles eran las intenciones del líder nacionalsocialista: el abandono alemán de la Liga de Naciones (predecesora de la actual ONU), el éxodo de miles de ciudadanos que ya no eran bien recibidos en su propio país, la intervención militar en la Guerra Civil española para probar la eficacia de su armamento, las leyes raciales decretadas en Núremberg, que condenaron a millones de seres humanos, la posterior anexión de Austria, tras el asesinato de su primer ministro, o la de Checoslovaquia, bajo el consentimiento de las potencias europeas que continuaban de brazos cruzados ante los abusos de quien no tardaría en pactar con Stalin la invasión de Polonia. Con todo esto resulta improbable que tanto dentro como fuera de Alemania no se conociera el verdadero rostro del nacionalsocialismo, aunque para justificarlo y legitimarlo a ojos del pueblo se empleó la propaganda cinematográfica. En 1933 Leni Riefenstahl filmó La victoria de la fe (Der Sieg des Glaubens, 1933), pero el documento que asentó la falsa imagen mitológica de Hitler, salvadora y entregada a la causa (la suya), sería su siguiente trabajo, aquel que inmortalizó en sus imágenes el congreso del partido celebrado en Núremberg en septiembre de 1934. El documental propagandístico El triunfo de la voluntad ofrece una imagen mesiánica del líder nazi, como ya se expone en su primera secuencia, cuando un avión sobrevuela la ciudad medieval sobre la cual proyecta su sombra, antes de descender del cielo para que su supuesto ocupante sea recibido por la multitud que lo saluda y vitorea entre banderas, himnos y los posteriores discursos que se irán sucediendo a lo largo del metraje. En su intención manipuladora, la de engrandecer la pequeña figura del protagonista principal de la reunión, El triunfo de la voluntad es una película repudiable, pero, desde su perspectiva artística, fue un alarde técnico y creativo —también un despliegue de medios sin precedentes y de una estética en la que no poco tuvo que ver el arquitecto oficial del régimen y futuro ministro de la guerra Albert Speer— que encontró su forma en la sala de montaje donde Leni Riefenstahl consiguió la armonía imposible —de imágenes, sonidos y coreografías— para cualquier retransmisión que busque plasmar un instante veraz. Por ello, para muchos investigadores cinematográficos, El triunfo de la voluntad es la obra maestra del cine de propaganda, aunque su responsable, no estaba de acuerdo con esta apreciación y, tras la guerra, afirmaría una y otra vez que no la había rodado con intenciones políticas, sino con la intención de dejar constancia del congreso. Sus palabras contradicen las imágenes, pues, fuese o no su intención, la película resulta panfletaria y manipuladora en grado sumo, como demuestra la imagen elevada de Hitler, siempre enfocado desde ángulos inferiores para mostrarlo más grande, y su aislamiento —aquel que se atribuye a cualquier líder— entre decenas de miles de hombres; y digo hombres porque, fuera de las calles por donde transita la comitiva al inicio del film, no hay presencia de figuras femeninas en la reunión, lo cual deja entrever la situación de la mujer dentro del Tercer Reich, por ello resulta irónico que fuese Riefenstahl la encargada de llevar a cabo la propaganda del régimen que Charles Chaplin satirizó en El gran dictador (The Great Dictator, 1940).

martes, 24 de enero de 2017

Olimpiada (1936-1938)


Algunas de las críticas recibidas por Olimpiada (Olympia) años después de su estreno incidían en su evidente culto al cuerpo como parte de la exaltación de la ideología nazi. Sin embargo esta postura estaría más que nada condicionada por la vinculación de su responsable con el Régimen y el cine de propaganda nacionalsocialista, ya que, se quiera o no, el culto al cuerpo es intrínseco a la propia naturaleza de los Juegos Olímpicos, ¿o se puede negar que en ellos participan atletas cuya preparación física supera en horas de entrenamiento a un alto porcentaje de quienes lo hacen desde las gradas o acomodados sobre los sofás de sus hogares? Habría más acusaciones y también muchos halagos, rebatibles o aceptables según quien los interprete, sin embargo, en Olimpiada la exaltación ideológica no se encuentra en la anatomía humana que sí ensalza, ni en la competición ni en la entrega de los participantes que se dejan ver a lo largo de su metraje. La búsqueda de la belleza física formaría parte de la intención creativa de Leni Riefenstahl y no de la panfletaria que por supuesto existe, aunque no se muestra de forma directa como sí sucede en El triunfo de la voluntad (Triumph des willens, 1935). La propaganda de Olimpiada resulta más sutil y se encuentra en la adulterada y falsa estampa de alegría, hermanamiento y libertad que los líderes nazis quisieron ofrecer a la comunidad internacional, mientras continuaban llevando a cabo la sinrazón que el mundo no tardaría en descubrir y sufrir. Para ganar credibilidad, simpatías y el mayor tiempo posible (los planes bélicos iniciales de Hitler no contemplaban que la guerra se iniciase ni tan pronto ni que en ella participasen Reino Unido, Francia y, más adelante, Estados Unidos, pues él miraba hacia el este de Europa para ampliar su "espacio vital"), el gobierno nazi vio en los juegos la oportunidad de un lavado de cara, de modo que durante la celebración se indicó que no se hostigara a los judíos y judías alemanes, que se confinara a la comunidad gitana en campos de concentración y que se eliminara de las calles de la capital cualquier atisbo de miseria, vagabundeo y violencia. La idea sería la de conquistar al público y a la prensa extranjera que acudían al evento empleando la parafernalia y el aparente bienestar que se respiraba en una competición de gran repercusión mediática que serviría para mostrar al mundo ese rostro amistoso que solo engañaría a quien quisiera dejarse engañar, pues evidencias de sus intenciones había de sobra y, por desgracia, habría muchas más. Como consecuencia en el film no hay cabida para discursos políticos, tampoco para un excesivo protagonismo de los atletas alemanes, ya que este es compartido, y sí para la armoniosa exposición de una competición filmada con todas las facilidades que, mediante una financiación oculta, el Tercer Reich puso a disposición de Rienfenstahl. La realizadora contó con un equipo que superaba la treintena de operadores de cámara, con los últimos adelantos técnicos y con el control absoluto del proyecto, al que, gracias a su capacidad de composición en la sala de edición, dotó de drama, tensión y emoción. Los miles de metros de película filmados, la exhaustiva preparación previa (aunque su responsable dijo que no hubo ningún plan de rodaje), las posteriores recreaciones y, sobre todo, el laborioso montaje, apartan a Olimpiada de lo que en la actualidad se entiende por retransmisión deportiva, aún es más, rehuye de ella para crear su propia mitología, aquella que despierta en el pasado de la Antigua Grecia y recorre media Europa hasta alcanzar el presente en el estadio olímpico de Berlín, donde las delegaciones de los distintos países participantes pasean enarbolando sus banderas y saludando a los asistentes, entre quienes se contaba el líder nazi. Los juegos Olímpicos de 1936 dieron comienzo, aunque tendrían que pasar dos años hasta el estreno de las dos partes en las que se dividió una producción que fue premiada en Venecia, también por el Comité Olímpico e imitada sin el mismo éxito en sucesivos proyectos. Aunque posiblemente inconsciente de ello, con Olimpiada, Leni Reifenstahl abría el camino para las futuras retransmisiones televisivas, introduciendo zanjas a pie de pista, planos secuencias para las pruebas de medio fondo, primeros planos de los rostros de los deportistas o raíles para las cámaras, como los que rodean la zona del lanzamiento de martillo para seguir los movimientos de los lanzadores, pero siempre priorizando la dramatización de la acción y de los participantes, entre ellos el gran velocista estadounidense Jesse Owens, que, para contradicción y oprobio de la inexistente raza superior, se convirtió en leyenda del olimpismo al ganar cuatro medallas de oro, batir varios récords mundiales y demostrar que las ideas raciales solo son fruto de la ignorancia, de los intereses y del odio de quienes las fomentan. La primera parte de Olimpiada, titulada El festival de las naciones (Fest der Völker), engloba en su totalidad las pruebas de atletismo que se celebran en el estadio olímpico mientras que la segunda, El festival de la belleza (Fest der Schönheit), se aleja del recinto deportivo para poetizar el esfuerzo de los corredores en la maratón, la coordinación de los remeros o los alabados saltos de trampolín. Pero lo más destacado de la película no son las pruebas en sí mismas, sino su estética, su armonía, su montaje y la calidad técnica desplegada por Riefenstahl y los miembros de su equipo, quienes rodaron las imágenes que hicieron posible un documento cuyo valor cinematográfico se vio ensombrecido por las circunstancias históricas en las que fue gestado.

lunes, 2 de enero de 2017

Raza (1941)


Como cualquier otra cinematografía, la española tiene su historia. La suya, en buena medida, estuvo marcada por la Guerra Civil y la larga dictadura que la siguió. El cine de los primeros años del régimen franquista apostó por la propaganda fílmica, por la censura, por la ignorancia y por la manipulación para ensalzar su ideología en films bélicos que, desde la ausencia de rigor histórico, pretendían justificar el alzamiento y adoctrinar al público que acudía a las proyecciones (aunque esto no fue exclusividad del cine español, sino de cualquier cinematografía controlada por políticas intolerantes con la libertad de expresión y elección). La más conocida de aquellas producciones, que mostraban el conflicto civil y militar desde la parcialidad, fue ideada por un dictador cuyo nivel cultural tenía fama de ser inversamente proporcional a su suerte, que, bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, desarrolló un argumento que asumía rasgos autobiográficos, aunque adulterando hechos y situaciones para lograr la imagen deseada. Pero antes de ver su película en la pantalla, Franco envío su argumento novelado a varios cineastas (Enrique Gómez, Carlos Arévalo y José Luis Sáenz de Heredia) para que escribiesen partes del guión y, entre los trabajos que más le gustasen, elegir sin opción a rechazo a quien se haría cargo de su proyecto, cuya financiación corrió a cargo de las depauperadas arcas estatales. <<Se hizo una especie de examen. Se nos dio a varios realizadores el libro y nos mandaron escribir los primeros cien planos. Yo todavía no sabía que Jaime de Andrade era Franco. Cuando Ballesteros me lo dijo yo no quería hacerlo, y así se lo dije, que no estaba suficientemente experimentado, y que renunciaba. Pero me dijeron que no se podía renunciar, y el que saliera elegido lo tenía que hacer.>> (1) El escogido fue José Luis Sáenz de Heredia, a quien las otras Españas nunca perdonarían su participación en el film, a pesar de que el realizador resultase fundamental en el desarrollo y supervivencia del cine español de los años que siguieron. En sus manos pusieron un presupuesto holgado para la época, cercano a los dos millones de pesetas, facilidades de rodaje y de distribución, impensables para el resto de películas del momento, y un galardón inventado para premiarla.


<<Cuando la película dio fin y volvieron las luces a la sala, todos se pusieron en píe respetuosamente. Hubo un tremendo silencio que nadie se atrevía a romper. Nadie hablaba. Franco, ya sin signo alguno de alteración, se levantó también, le dio su mano al director y se limitó a decir: “Muy bien, Sáenz de Heredia. Usted ha cumplido”. Nada más. Ni un adjetivo. Ni un asomo de estimación personal. El trabajo de José Luis, para quien lo ordenó, había sido simplemente eso, un deber cumplido. Militarmente cumplido.>> (2) Así, pues, se comprende la finalidad propagandística perseguida; hoy, tal propaganda resulta esclarecedora: la película de Sáenz de Heredia, ideada por el tal Andrade, alababa y ensalzaba la falsa grandeza ideada por unos, repudiada por otros y asumida a la fuerza y en silencio por el amplio resto. Desde la distancia que concede el paso del tiempo, la capacidad crítica y la libertad de expresión adquirida, Raza resulta indispensable para comprender la intención propagandística de una ideológica basada en catolicismo, ejército, nación y, sobre todo, en el culto al hombre. Toda dictadura personal es narcisista, a estas alturas ¿qué duda cabe? Por tanto, la (auto)propaganda es una constante de este tipo de régimen y resulta exageradamente panfletaria y maniquea en su intención de legitimar y glorificar a su máximo exponente. Esta última circunstancia sale a relucir desde el inicio de Raza, en los protagonistas de la historia, a quienes se les concede un linaje ilustre que desciende del científico y general Churruca, cuestión que se recalca cuando se descubre al cabeza de familia inculcando valores a los suyos antes de partir hacia Cuba, donde se produce su muerte y la pérdida colonial de la cual se culpa a los liberales.


En estos primeros compases de la película, los Churruca de celuloide asumen el blanco y negro que definirán las futuras personalidades de los tres hijos varones, entre quienes cobra mayor protagonismo José (
Alfredo Mayo), el álter ego de Franco y un personaje que se descubre en la edad adulta carente de pensamiento propio. Nunca se plantea ni su existencia ni sus creencias, defendiendo desde la intransigencia que lo caracteriza su idea de patria, aquella que ha heredado y considera sagrada, mientras acata sin dudar cuanto se le ordena. José Churruca ni es estratega, ni ideólogo, ni político, y por lo visto en pantalla tampoco humano, solo es la caricatura de un soldado entregado a la "causa", cuya fortuna (similar a la baraka que protegía al dictador) le permite sobrevivir al pelotón de fusilamiento. Quizá sea la patria su salvadora o quizá la mano de los responsables del film, que le concedieron "cualidades" que se pretendían imponer a la población, entre ellas la ausencia de pensamiento crítico y la sumisión a un ideario manipulador y vengativo. Este personaje asume la idea de grandeza que él y otros como él denominan cruzada para salvar a España, pero ¿salvarla de quién? ¿De su hermano republicano, de españoles como ellos, aunque con otras ideas e igual de descontentos, o de quienes se apartan de la tradición (económica, política y religiosa) defendida por los sublevados que divinizan a su líder? En el polo opuesto se posiciona su hermano Pedro (José Nieto), en quien se elimina cualquier atisbo de honor y heroicidad para representar en él los defectos que los insurrectos pretenden corregir por la fuerza de las armas y con palabras tan ambiguas como patria y raza, palabras que, al tiempo que intentan justificar el levantamiento, suenan para manipular a las masas en su intención de imponer un pensamiento, una voluntad y un beneficio personal que no contemplaría ni el sufrimiento vivido durante la guerra ni los rencores que durante décadas se prolongaron en dos direcciones.


(1) José Luis Sáenz de Heredia a Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

(2) Fernando Vizcaíno Casas y Ángel A. Jordán: De la checa a la meca. Una vida de cine. Editorial Planeta, Barcelona, 1988.

miércoles, 1 de julio de 2015

La huelga (1924)



El cine silente de Sergei M. Eisenstein está marcado por el empleo del montaje como parte fundamental de la narración, pero, además, la maestría del cineasta ruso en la edición le sirvió para exponer un discurso ideológico que exaltaba la idea de la revuelta proletaria como medio de liberación de una sociedad marcada por diferencias socio-económicas extremas. De tal manera, ya desde su primer largometraje, La huelga (Stachka, 1924), prevalece en su discurso el enfrentamiento entre dos fuerzas vivas opuestas: los supuestos representantes del pueblo y aquellos que representaban al capitalismo (más que a la monarquía zarista derrocada en 1917). Como consecuencia, desde un punto de vista significativo, el cine de Eisenstein resulta manipulador, como ejemplifica la sucesión de planos en los que se observan a varios patronos de figura oronda y de elegante vestimenta que, ante las demandas de los obreros de la fábrica, se ríen exageradamente mientras fuman habanos y consumen licores, en contraposición de aquellos planos que enfatizan el padecimiento de los menos favorecidos. Esta clase dominante se sirve de las fuerzas del orden como medio de represión (característica común a cualquier tipo de régimen autoritario, incluido aquel que defiende el film) al tiempo que emplean espías, que se infiltran en el movimiento clandestino de los obreros, con el fin de conocer y sabotear las intenciones de quienes intentan una mejora en las condiciones de vida de la masa proletaria. Así pues, se observa a lo largo del film dos posturas antagónicas, una opresora y otra oprimida, siendo esta última la de los obreros, a quienes se descubre condenados bajo el yugo que los obliga, para alcanzar su realización individual y colectiva, a asumir una postura de fuerza que choca con los intereses de quienes ostentan el poder, provocando la brutal respuesta de la policía en la parte final de la película (un policía arroja a un bebé desde lo alto de una vivienda u otro fustiga a una madre que pretende recuperar a su hijo), secuencias violentas similares a las que aparecerían en las posteriores El acorazado Potemkin u Octubre, y que sirven al cineasta para justificar la postura beligerante asumida por las masas lideradas en su momento por Lenin y el partido bolchevique.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Sangre, sudor y lágrimas (1942)


En tiempo de guerra, la maquinaria bélica no se reduce a las armas de combate. Hay otras muchas. Una de ellas sería la propaganda con la que se pretende elevar la moral de tropas y de civiles. En este caso, el cine juega un papel de suma importancia, ya que se trata de un medio que alcanza a un amplio sector de la población. Un buen ejemplo del cine de propaganda bélica realizado en el Reino Unido durante los años de la Segunda Guerra Mundial podría ser el debut de David Lean tras las cámaras, pero, más allá de las imágenes de Sangre, sudor y lágrimas (In Which We Serve, 1942), el film
inicia la colaboración de Lean con Noël CowardRonald Neame y Anthony Havelock-Allan, una asociación que marcaría la primera etapa del futuro responsable de El puente sobre el río Kwai. Aunque Sangre, sudor y lágrimas fue codirigida, escrita, producida e interpretada por Coward (también compositor de la banda sonora), sí se puede decir que es obra de Lean, hasta entonces reputado montador, que sugirió al dramaturgo reducir el guion (que inicialmente daba para unas cinco horas de metraje) y empleó una narrativa que se desarrolla a partir de los flashbacks (como también sucede en Amigos apasionadosBreve encuentro, Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago), que surgen de los recuerdos de los supervivientes del destructor británico que es alcanzado durante los primeros minutos de la película. A partir de estos marineros, que se encuentran flotando alrededor de una balsa, se observan sus relaciones familiares y sentimentales anteriores al conflicto armado y a su enrolamiento en el barco capitaneado por Kinross (Coward), un capitán paternal que busca la armonía y la eficiencia de los suyos. Este enfoque emotivo provoca que, más que un film bélico, Sangre, sudor y lágrimas se desarrolle como un drama que, por momentos, asume aspectos de melodrama para mostrar las emociones y las sensaciones que embargan a sus protagonistas mientras aguardan a un destino incierto. Sin embargo, en ocasiones, la intención emotiva lastra el ritmo del film, provocando que este resulte algo forzado y teatral, aunque esta irregularidad no impide que la película cumpla con su intención de loar a los miembros de la Marina Real Británica en un momento durante el cual el país se encontraba sumido en una guerra que afectaba a la vida tanto de militares como de civiles, por eso la película apenas muestra aspectos de la contienda y sí de la existencia de personas anónimas que ven como el estallido del conflicto rompe con una cotidianidad que echan en falta y a la que desean volver.