<<Como es lógico, la popularidad de Stalin fue totalmente —la de Hitler solo en gran medida— fruto de la manipulación. Para el ciudadano, el proceso empezaba en la guardería, y se aplicaba por todos los medios posibles, en todos los sentidos y en todo momento. Como en Alemania, fue el comienzo de la propaganda de los medios informativos; la gente no sabía entonces que la propaganda era propaganda; y que la propaganda funcionaba>>
(Martin Amis: Koba el temible)
El peligro de la propaganda es también su máxima ventaja: el no reconocerla como tal y aceptarla cual llega. Riesgo o desventaja para quienes la consumen; recurso y ventaja para quienes la producen. En este sentido, es un rostro que habla en superficie y oculta bajo su máscara. No advierte a los destinatarios que, tras las imágenes o las palabras, existe un objetivo, mentiras o medias verdades, tergiversación de la realidad y la intención de condicionar pensamientos y programar respuestas. Pero se puede desvelar su rostro oculto o, al menos, minimizar su efecto o ponerlo en duda. Incluso, en ocasiones, neutralizarlo, aunque eso sería prácticamente imposible, si no se educasen o potenciasen inquietudes, capacidades reflexivas y actitudes criticas. De carecer de este tipo de herramientas, el receptor estaría jugando una partida amañada y perdida. Sin pensamiento crítico, se encontraría desprotegido frente al impacto, uso y abuso, psicológico de la propaganda; no podría recelar de su poder de seducción y de convicción. Cierto que no es tan sencillo desmontarla o analizarla, ya que su juego implica velar finalidades y emplear recursos que suenen atractivos para las masas a las que se dirigen; pues o son insistentes, el lavado de cerebro propagandístico, o se hace seductora y resulta difícil resistir. Además, puede haber propaganda dentro de la propaganda, no me refiero a la subliminal, ni siempre se tienen los medios para realizar un ejercicio crítico-reflexivo que la desnude y la ponga en evidencia. Hoy la conocemos, sabemos que existe y que nos bombardea las veinticuatro horas del día, aunque no siempre sabemos dónde o cuándo, ni quién, ni para qué. Lo aceptamos, porque ahora se asume como parte de la cotidianidad que consideramos inofensiva, a riesgo de no serlo, pues nada hay de inofensivo en la sedación, promoción, difamación, olvido, en vivir en la representación, en la imagen, en la apariencia... Pero, sin televisión y sin Internet, hace décadas era distinto, por eso la propaganda encontró en el cine y en la radio sus medios populares de difusión. Bien empleada podía ser efectiva, ya que atrapaba (y atrapa) de tal manera a los espectadores y a los radioyentes que pocos se planteaban que la realidad no era la impuesta por la ideología que pretendía asentar su verdad, que también era su mentira.
El primer largometraje de ficción que dramatizó la batalla de Stalingrado fue Dni i nochi (Aleksandr Stolper, 1944), una producción bélica que se rodó con la guerra todavía en curso, por lo que se comprende la intención y la necesidad de ensalzar al combatiente anónimo que representaba al conjunto de los pueblos soviéticos en lucha contra el ejército invasor. Pero una vez concluida la contienda, la victoria en la batalla más importante en suelo ruso sería empleada por la propaganda cinematográfica soviética para mitificar a un solo hombre: Stalin. La propaganda tiene el poder de transformar y tergiversar la realidad para fines concretos. Como El triunfo de la voluntad (Triumph des willens, Leni Riefenstahl, 1934) o Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), el objetivo principal de La batalla de Stalingrado (Stalingradskaya bitva, 1949) era propagandístico y pretendía ensalzar, incluso endiosar, al dictador que retrataba; aunque, vistas hoy, de inmediato se descubren las intenciones y la figuras idealizadas se transforman en caricaturas. Rodada a inicios de la Guerra Fría, el film también sirvió para lanzar un mensaje que advertía a los nuevos enemigos, que eran los de siempre, que Stalin y su Unión Soviética no permitirían que otros dominasen el mundo.
<<La ignorancia política de la gran mayoría de la población contribuyó a la preservación de la reputación personal de Stalin. Pocos fuera de la nomenklatuta y la intelectualidad bien relacionada lo vinculaban directamente con el rechazo a reconocer la amenaza de Alemania y los desastres de fines de junio>>
(Antony Beevor: Stalingrado)
Si en lugar de prestar atención a los hechos históricos, a la destrucción y al horror que supuso el conflicto real, a su importancia para el posterior desarrollo de la guerra, y nos detenemos en la propaganda expuesta por Vladimir Petrov, director de las también propagandísticas Pedro el Grande (Pyotr pervvy, 1937) y Kutuzov (1943), la película resulta en cierto modo cómica y a la vez patética, pues, en su infalibilidad y entereza, el Stalin interpretado por Aleksei Dikiy suena a broma, igual que suena a chiste atribuirle el rol de héroe y salvador de Stalingrado, donde no estuvo, aunque Petrov le atribuye la omnipresencia desde su despacho en Moscú. A este Stalin cinematográfico no le hace falta estar físicamente en la metrópoli del Volga, tampoco le hizo falta al Stalin de carne y hueso, pues, según la propaganda, a ninguno de los dos les limitan las distancias. Su mente y su alma estaban allí, donde hiciera falta: en la cuenca sur del Don, en el Volga, en el campo de batalla urbano, en cualquier lugar donde se necesite que su paternalismo imponga serenidad, guiando a sus peones desde Moscú, con sus grandes dotes de mando —constantemente envía instrucciones detalladas de cómo actuar—, su inigualable capacidad estratégica y con su tono pausado, que transmite sosiego y confianza, indicando los pasos a dar en la batalla más sangrienta de la Segunda Guerra Mundial: <<empiecen>>, ordena por teléfono, desde el Kremlin, al inicio de la segunda parte de La batalla de Stalingrado, para dar luz verde a la ofensiva iniciada la jornada del 19 de noviembre de 1942.
<<Stalin no está aquí, pero está con vosotros>>, así concluye su arenga el comisario político que asegura a los trabajadores que la victoria es suya, porque el camarada Stalin les guía. La primera parte de la oración, <<no está aquí>>, es una verdad incuestionable, y la adversativa que sigue no hay quien la cuestione dentro de un estado policial donde la intimidad carece de significado, pues, antes, durante y después de la guerra, la Unión Soviética vivía en un estado de control donde nadie, tampoco los “amigos” ni los inocentes, estos y aquellos menos todavía, podían estar seguros de ser inocentes o amigos para Stalin y sus manías persecutorias. Pero es curioso como las imágenes pueden alterarse y venderse de esta o de aquella manera, según lo que convenga o se pretenda vender en determinado momento. Gracias a ello, se puede ver al personaje de Stalin en La batalla de Stalingrado como alguien tranquilo que asume el peso de la historia sobre sus anchos hombros a metro y medio del suelo. No desespera, al verse solo, sin la ayuda prometida por los británicos y los estadounidenses: a quienes la película individualiza en Churchill (Viktor Stanitsyn) y en Roosevelt (Nikolay Cherkasov) en dos escenas que confirman que el líder rojo tendrá que vencer a Hitler sin un segundo frente —y nada dice de la ayuda logística y material (alimentos, medicinas y material bélico) enviada por los Estados Unidos. Lo cierto es que no hay quien hoy pueda creerse la imagen del dictador que en un momento determinado toma un teletipo, que aguardaba paciente, lo lee y, sin perder su tranquilidad ni su confianza características, camina hacia el mapa que hay sobre una mesa —en contraposición al Hitler (Mikhail Astangov) de celuloide, que siempre está mirando mapas, exigiendo, exagerando, gritando sin sentido y rodeado de aduladores que no le contradicen— y en soledad, siempre solo, como buen salvador de la patria, y con lupa en mano, lo estudia y decide la mejor estrategia. En realidad, si uno se deja llevar por lo que expone Vladimir Petrov durante las tres horas de metraje, divididas en dos partes, fue el líder bolchevique quien, con una mínima colaboración (mano de obra), ganó la batalla y la guerra. Hay un montón de escenas para corroborarlo, practicamente las casi tres horas de metraje, pero hay un momento divino, literalmete divino, en el que los oficiales que defiende la ciudad no saben qué hacer para frenar la ofensiva del VI Ejército alemán y uno suspira <<si el camarada Stalin lo supiese...>> <<Él lo sabe>> anuncia una voz que parece provenir del cielo moscovita. Esa es otra de las imágenes de Stalin, la divina, pues, el antiguo seminarista georgiano, ajeno a cualquier ideología y religión que no fueran las propias, comprendió que la religión continuaba viva en los corazones del pueblo ruso e intentó divinizar su estalinismo para perpetuarlo en el tiempo.
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