miércoles, 27 de febrero de 2019
Contrabando (1958)
lunes, 25 de febrero de 2019
La terminal (2004)
El cine de Steven Spielberg cree en héroes, los necesita y los crea. Esta necesidad es constante en su obra fílmica y en La terminal (The Terminal, 2004) asume rasgos capraianos y cobra cuerpo en Viktor Navorski (Tom Hanks), un turista que, tras el levantamiento militar en su país de origen, se ve inmerso en una paradoja administrativa —existe como ser, pero legalmente no se reconoce su existencia— que escapa a su comprensión e inicialmente a su control. La perspectiva asumida por Spielberg transforma lo dramático en cómico, la derrota en victoria y al individuo en un referente moral que, similar a los idealistas del cine de Frank Capra, no se rinde ni vende su integridad en su lucha contra el Goliath de la burocracia que representa Frank Dixon (Stanley Tucci). Sin papeles, sin país, sin posibilidad si quiera de ser un número más dentro del engranaje que lo condena al limbo de la espera, Viktor deja de existir para el sistema que derrotará con paciencia, dignidad y humanidad. Su inexistencia administrativa lo convierte en un individuo atrapado dentro de una situación kafkiana que, como hemos apuntado con anterioridad, en manos de Spielberg adquiere tintes de comedia capraiana y, aunque se inspire en una situación verídica, huye de la realidad para acceder a lo artificial, por momentos a la fantasía de los cuentos de hadas —la cena que Amelia (Catherine Zeta Jones) y Viktor comparten, la boda de Enrique (Diego Luna) y Dolores (Zoe Saldanha) o la carrera de Gupta (Kumar Pallana), fregona en mano, por una de las pistas de aterrizaje—, que asume la forma del aeropuerto neoyorquino JFK, donde el enfrentamiento entre un hombre corriente, que a la fuerza deja de serlo, y la burocracia se convierte en la cotidianidad del primero, pues, sin más, carece de nacionalidad, de privilegios, de un lugar que no sea esa terminal internacional que se convierte en su prisión, pero que él transforma a medida que transcurren días, semanas y meses durante los cuales la agente Dolores le deniega el visado de entrada a Nueva York. Inicialmente, Navorski no comprende el idioma, lo cual tampoco ayuda a captar la explicación que le ofrece el encargado de la seguridad del aeropuerto y villano de la función, porque, sin abandonar el clasicismo cinematográfico, ¿qué es Dixon si no un villano no malvado, pero deshumanizado e indispensable para la existencia del héroe de a pie interpretado por Tom Hanks?
*Frank Capra. El nombre delante del título. T&B Editores. Madrid, 2007. De la traducción de Domingo Santos
viernes, 22 de febrero de 2019
Días de gloria (1944)
Vista hoy, Días de gloria (Days of Glory, 1944) presenta varias curiosidades que pueden llamar la atención, entre ellas el protagonismo de Gregory Peck, en su primera (y pudo ser la última) aparición en la pantalla, y que Jacques Tourneur abandonaba el terror sugerido en La mujer pantera (Cat People, 1942), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943) para manejar mayor presupuesto y tiempo de rodaje en un film de propaganda bélica escrito y producido por Casey Robinson para RKO. Pero, quizá, la mayor curiosidad del film resida en devolverla al momento histórico de su filmación, un tiempo de guerra que exigía a Estados Unidos y a la Unión Soviética compartir intereses, enemigos y objetivos comunes, pues aquel instante de excepción, impensable antes y después del conflicto armado, fue indispensable para que el protagonismo de la película recayese en un grupo de partisanos soviéticos. Aunque a nadie escapa que, más allá de los nombres de los protagonistas y de ubicar la historia en espacio soviético, la nacionalidad de los guerrilleros y el lugar concreto carecen de relevancia significativa, y daría lo mismo que fuesen franceses, belgas o griegos, ya que el verdadero protagonista de las imágenes es la propaganda que se decanta por resaltar el sacrificio y la heroicidad de los hombres y las mujeres que, sea cual sea su origen nacional, combaten por liberar los territorios ocupados por el invasor alemán. Por aquel entonces, este tipo de producciones era frecuente en Hollywood y, como parte de su gestación, Días de gloria abusa de tópicos del cine de propaganda, presentes en el título o audibles en la introducción realizada por el narrador a quien solo oímos. Por otra parte, nos encontramos con el exceso melodramático que acompaña al inevitable romance de Nina (Tamara Toumanova) y Vladimir (Gregory Peck), pero ni esto ni aquello impiden que Días de gloria brille en su intimidad, en aquellas imágenes que apuntan las miradas de Yelena (Maria Palmer), que silencia su amor por su comandante o su desencanto vital al comprender que ya no tiene lugar en el corazón de aquel a quien ama, la paulatina integración grupal de Nina, inicialmente ajena a la guerra y al núcleo guerrillero, o las responsabilidades y las decisiones que, como líder, Vladimir debe asumir aunque le generen conflictos que guarda para sí. Es en ese espacio íntimo y sombrío, lejano de la propaganda superficial, que no se exterioriza verbalmente, y tan querido por Tourneur, donde surge la humanidad de esa familia a la fuerza, que vive y lucha unida contra el invasor que obligó a cada uno de sus miembros a abandonar sueños y existencias pasadas, condenándoles a vivir un presente incierto durante el cual se esconden entre los árboles y habitan el sótano del antiguo monasterio en ruinas donde comparten los escasos alimentos, la amenaza enemiga, la lucha de guerrilla, la esperanza de liberar a su país y otras circunstancias que forman parte de una cotidianidad en la que inevitablemente la muerte ocupa un lugar privilegiado.
miércoles, 20 de febrero de 2019
La pasión de Juana de Arco (1928)
Experimental e innovadora, la Juana de Arco realizada por Carl Theodor Dreyer puede o no gustar, molestar, sorprender, aburrir, entretener, provocar incomprensión y otras reacciones o dejar indiferente, aunque estas son cuestiones que, como en cualquier otra película, remiten a los gustos personales, y ni confirman ni niegan que se trate de un título imprescindible para y en el devenir del cine como medio de expresión artística. La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne D'Arc, 1928) es un film fundamental por la manera en la que Dreyer busca y experimenta <<una forma simplificada y abreviada para alcanzar [...] un realismo psicológico>>* al que, como espectadores, accedemos a través de los primeros y primerísimos planos que el cineasta empalma a lo largo del film para penetrar en la interioridad de su protagonista (Reneé Falconetti), en su sufrimiento, en su lucha, en su subjetividad humana, en definitiva, en la verdad interior que la hace ser y que ha deparado la situación externa y extrema que padece durante el metraje que encierra a sus personajes en un espacio acotado y opresivo. Es evidente que a Dreyer no le interesa la Juana de Arco heroína francesa, tampoco nos plantea si se trata de una persona desequilibrada o de una iluminada, al realizador danés le atrae e interesa el ser humano que habita tras el rostro, en especial los ojos, los cuales sirven a la cámara de puerta de acceso al dolor, a la certeza o a la pasión que Juana vive durante el proceso que la juzga por herejía. A todas luces, estamos ante un film distinto, una película de rostros que se desarrolla en un plano psicológico que no tiene cuerpo físico, de ahí que el decorado apenas interese y su presencia resulte mínima, pero sí tiene un cuerpo que se intuye y que se confirma en nuestra comprensión de las imágenes, pues La pasión de Juana de Arco fluye en ese interior que se exterioriza en caras, ojos y expresiones faciales que no buscan entretener, sino transmitir las dos verdades que se enfrentan en los planos/contraplanos de la acusada y acusadores. Ambas son verdades abstractas, fruto de comprensiones e incomprensiones, de ignorancias o de aceptaciones que validan esto y anulan aquello y también de creencias que, en el caso de los inquisidores de Juana, no pueden aceptar otras, ni como parte de la verdad de la muchacha (ella no duda que sea real su contacto divino) ni como parte de la fe que profesa y que ellos mismos defienden (la existencia de Dios). Juana vive en el convencimiento de haber sido elegida para llevar a cabo designios divinos (un tanto subjetivos, pues se trata de liberar a Francia de la presencia inglesa), algo que sus jueces rechazan de plano, quizá porque esa supuesta voluntad divina choca contra sus intereses terrenales o quizá porque sinceramente creen que la joven confunde la identidad del ser que la ha escogido. En ningún caso el tribunal asume que las palabras de Juana puedan ser válidas, cuando, en realidad, lo son para ella. De modo que niegan de antemano el pensamiento de la doncella e imponen el propio en forma de constantes ataques verbales y preguntas con las que quieren demostrar que la acusada es víctima del diablo. Los hechos que se suceden nos muestran sin adornos el padecimiento de quien no puede renegar de la verdad que le ha sido desvelada, sea o no real, ya que para ella se ha convertido en su realidad. La postura contraria tampoco puede ser juzgada desde la simplicidad, puesto que se trata de una postura que, intolerante, no deja de ser otra realidad, la de los acusadores, y en ella creen y, al menos, con ella pretenden salvaguardar su verdad y salvar el alma de la chica a quien dicen ayudar, aunque dicha ayuda consista en forzarla al límite de su aguante o amenazarla con la tortura que Dreyer visualiza en la máquina giratoria destinada a "limpiar almas" a base de brutalidad y dolor físico.
*Carl Theodor Dreyer. Reflexiones sobre mi oficio. Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1999
martes, 19 de febrero de 2019
Ariel (1988)
Cualquier film de Aki Kaurismäki es fiel a Kaurismäki. Alguien podría decir: pues vaya, menuda tontería ha escrito este. Entonces, todo está dicho y aquí termina la lectura... Pero, para quien se plantee la supuesta superficialidad que abre esta entrada y decida continuar, lo dicho arriba supone reconocer que el cine del realizador finlandés nace de sus ideas y de sus convicciones, de su cinefilia y de su interpretación del mundo, de ahí que presente posturas éticas y formas estéticas que reaparecen en cada una de sus películas, sobre todo su voz o, mejor escrito, su ausencia sonora, desde la cual se materializa la conciencia humana y social del cineasta. La voz de Kaurismäki se eleva en las omisiones, en los silencios que identifican a sus personajes, en la ironía de las imágenes, en la ausencia de adornos y de movimientos bruscos de cámara que falseen su mirada y aparten la atención de cuanto pretende expresar. Dicha voz nunca calla, va al grano y desvela sin miedo y sin retórica el pensamiento de quien tampoco duda en señalar problemas sociales como los abordados en su trilogía dedicada a los perdedores: trabajadores sin esperanza, al borde mismo del abismo de la desolación y la desesperanza en Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990), tríptico con el que pretendió reflejar la situación de la clase trabajadora finlandesa, la de sus miembros más desfavorecidos: hombres y mujeres golpeados por la sociedad y el sistema que, en teoría, debe protegerlos y acercarlos al bienestar que brilla por su ausencia. En Ariel (1988) presenciamos un inicio demoledor y a la vez cargado de humor negro. Se trata del cierre de la mina donde trabaja el protagonista, a quien en la siguiente escena descubrimos junto a su padre en una cafetería. Este le habla de que debe alejarse de la miseria que les ahoga tras perder su trabajo y le regala las llaves de su descapotable, tras lo cual se levanta y se dirige al aseo, donde, fuera de campo, se suicida, pues, para él, ya no quedan esperanzas. Taisto (Turo Pajala) no se inmuta cuando descubre el cadáver que no vemos en la pantalla, porque mostrarlo sería un recurso visual que mermaría la impresión que produce el hecho en sí y la impasibilidad que se aprecia en el rostro del hijo, quien, en la siguiente secuencia, intenta sin éxito encapotar el automóvil que ha heredado, su única posesión y su medio para acceder a la promesa de un espacio más cálido. En el interior y exterior del automóvil, Taisto avanza por un paisaje nevado, frío y solitario que le conduce de la desolación que deja tras de sí a la ciudad, símbolo de una supuesta nueva oportunidad que no tardará en descubrir inexistente. Durante este periplo, Ariel transita por el realismo y las películas de carretera, aunque no por mucho tiempo, pues el recorrido sobre ruedas deja su lugar a la ciudad donde el vagabundo conoce a Irmeli (Susanna Haavisto). Tras compartir un instante humano, quizá el único que proporciona calor y quietud la pareja protagonista, el film se adentra en el drama carcelario y el thriller, aunque nunca abandona la comedia negra ni la irónica capacidad crítico-analítica de Kaurismäki. La mezcolanza genérica va aportando datos a la crónica de la cotidianidad del marginado, que encaja golpes físicos (el robo de sus ahorros, un trabajo eventual e ilegal en la zona portuaria o su condena a prisión por intentar resarcirse del robo de sus bienes) y morales (la imposibilidad de acceder al bienestar) que provocan que Taisto se vea contra natura empujado hacia el delito, incluso hacia el crimen, cuando intenta rescatar a Mikkonën (Matti Pellonpää), su compañero de celda en el correccional de donde Irmeli les ayuda a escapar. Aunque para él no parece existir vía de escape alguna, Kaurismäki le ofrece una salida, la de abandonar el país e iniciar, si es que puede, una nueva vida lejos del desamparo y de la miseria que se descubren a lo largo de su recorrido existencial. En definitiva, Taisto es la imagen de la derrota, del perdedor que se ha convertido (obligado a ello) en un ser marginal, sin más posesión que su viejo descapotable, que se ha visto marginado de cualquier promesa que no sea la de deambular su laconismo y su dolor por un entorno desolado, despojado de prácticamente cualquier esperanza. Todo ello empuja al protagonista de Ariel hacia la violencia y la delincuencia, aunque estas no formen parte de él, pues son circunstanciales al exterior que Kaurismäki muestra durante la silenciosa supervivencia de su antihéroe, que desea pensar en México, el destino que escoge, como la imagen de una promesa quizá inexistente, pero que le concede un motivo para no perder su humanidad y poder continuar su deambular.
lunes, 18 de febrero de 2019
Larisa Shepitko. Existencias al límite
El nuevo cine soviético de la década de 1960, en el que se agrupa a cineastas tan dispares como Larisa Shepitko, Andrei Tarkovski, Sergey Parajadnov, Andrei Konchalovski, Marlen Juciev, Otar Iossaliani o Elem Klimov, apenas tuvo difusión dentro de la Unión Soviética y fuera de la misma solo se presentaba en festivales. Dichos certámenes posibilitaban prestigio y permitían a las autoridades soviéticas ofrecer la imagen de un país que se abría al exterior, un país donde el cine recibía el apoyo estatal, aunque nada más lejos de la realidad de películas que no se estrenaban, otras que lo hacían con una distribución precaria, o años después de su rodaje y con cortes en sus montajes originales, e incluso donde los contratiempos eran parte inseparable de la cotidianidad laboral de los realizadores, al menos de quienes asumían el medio cinematográfico para expresar inquietudes artísticas y existenciales, desencanto e individualidad, raíz de las numerosas diferencias entre las filmografías de los citados. En definitiva, solo se proyectaban a gran escala los títulos que la censura calificaba con la categoría A -aquellos que no contrariaban el discurso oficial-, pues del Estado eran las salas de proyección, la mítica productora Mosfilm, la red nacional de distribución cinematográfica y la última palabra a la hora de decidir qué y cómo exhibirlo. Otra historia se vivía en la escuela de cine estatal de Moscú (VGIK), donde los estudiantes y futuros cineastas tuvieron acceso otro tipo de películas, más allá de las oficiales. Allí se gestó una modernidad cinematográfica que sería sistemáticamente silenciada, y allí, inicialmente bajo la tutela de su paisano Aleksandr Dovzhenko, estudió la ucraniana Larisa Shepitko, una de las figuras más destacadas del heterogéneo cine soviético de los años sesenta y setenta, cuyos miembros tuvieron en común la continua intervención de la censura, el carácter personal y la disconformidad que adquieren relevancia en sus películas y el perseguir nuevas formas estéticas desde las que ahondar en las subjetividades existenciales expuestas en sus films. Dos cortometrajes, seis largos, uno de ellos para televisión, y un proyecto concluido cuatro años después de su fallecimiento por su marido Elem Klimov, son el bagaje fílmico de Shepitko, cuya corta filmografía no resta importancia a su destacada y, para muchos, desconocida aportación a la nueva corriente que desterraba de sus formas el realismo socialista de la época estalinista. A menudo ninguneada, Shepitko sufrió el ostracismo, consecuencia de su elección de ir a contracorriente y optar por un cine personal, humanista y existencial, poblado de individualidades que se enfrentan a la realidad que los aísla, les desilusiona y los sitúa en puntos sin retorno, caso del joven aguador de Calor, de la protagonista de Alas (Krylya, 1965) o de los condenados de La ascensión (Voskhozdenie, 1976).
Calor (Znoj, 1962)
Alas (Krylya, 1965)
El comienzo de una época desconocida (Nachalo nevedemogo veka, 1966)
A las trece de la noche (V trinadtsatom chasu nochi, 1968)
Tú y yo (Ty i ja, 1971)
La ascensión (Voskhozhdeniye, 1976)
Adiós a Matiora (Proshchaine s Matyoroy, Elem Klimov, 1983)
sábado, 16 de febrero de 2019
Maximilian Kolbe (1991)
El cine o la literatura son ideales para crear e imaginar héroes y villanos, la mayoría de linealidad imposible, y la realidad lo es para las personas de carne y hueso, con condicionantes, claroscuros, contradicciones y con actos que, en ocasiones, sobresalen de lo rutinario para, quizá fruto del azar o de decisiones puntuales, alcanzar el grado de extraordinario, excepción que escapa a la cotidianidad y a la comprensión de quienes observan, escuchan o descubren los resultados y tienden a simplificarlos o a mitificarlos. Esto me plantea si mitificar es una necesidad humana que permite evadirse de uno mismo, fantasear y admirar aquello que por diferentes motivos o elecciones ese mismo uno lo vive a través de las distintas vías que lo dan a conocer, entre ellas el cine o la literatura, dos medios de expresión que han sabido elaborar entretenimiento a partir de hechos concretos, en algunos casos excepcionales, en otros no tanto, de vidas reales que se simplifican y se exhiben ante nosotros desde la mezcla de ficciones y supuestas verdades, una mezcolanza que nos conduce hacia donde pretenden los responsables de biográficas que, sin otro objetivo, dramatizan y alaban la vida y obra de los retratados. Esta no es la finalidad de Krzysztof Zanussi en su Maximilian Kolbe (Zycle za zycle. Maksimilian Kolbe, 1991), pues ni realiza ni pretende una loa del franciscano que da título al film. El cineasta polaco reflexiona sobre dos elecciones que, si bien se antojan opuestas, no pueden juzgarse la una mejor, ni más humana ni heroica, que la otra, y no pueden porque el espacio donde se producen imposibilita cualquier juicio moral sobre las mismas. ¿Es Kolbe un héroe y un santo? ¿Pudo escoger y si lo hizo, fue desinteresado? ¿Es Jan egoísta y culpable de realizar un acto censurable? ¿Tenía otra elección? Por un lado, la fuga de Jan (Christoph Waltz) de Auschwitz, por el otro, el sacrificio en ese mismo campo asumido por Maximilian Kolbe (Edward Zentara) sirven al cineasta polaco para analizar el complejo de culpabilidad del primero y la excepcionalidad del acto del segundo, pero sobre todo nos aproxima a la decisión de Jan, y cómo le afecta durante el resto de su existencia, una elección que habría que calificar de impulso, aquel que nace de su instinto de supervivencia -en un momento concreto que conlleva una acción que bien podría ser la única posible- en el infierno de Auschwitz. Su fuga no es premeditada, surge como consecuencia del accidente en el que se ve enterrado vivo, un derrumbamiento del cual se recupera para descubrir que a su alrededor no hay nadie, ni carceleros ni presos. Es su oportunidad para escapar y vivir, al menos de tener la esperanza de hacerlo en un momento en el que esta han dejado de existir, de modo que es su necesidad de sobrevivir la que lo empuja, sin pensar o no querer (ni poder) detenerse en las consecuencias que su humanidad acarreará a sus compañeros de bloque. Cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo, sin embargo cuando conoce la noticia de que un religioso entregó su vida a cambio de la de uno de los diez seleccionados al bunker de la muerte, la curiosidad y el remordimiento parecen adueñarse de Jan. Así inicia su reconstrucción de los hechos, necesita comprender por qué Maximilian Kolbe hizo lo que hizo, o si es verdad que lo hizo, pues duda de que un gesto desinteresado de tal magnitud pueda darse en el campo de la muerte. A lo largo del periodo que comprende desde 1941, momento de la huida, hasta 1971, cuando Jan ve en la televisión la beatificación de Kolbe, Zanussi indaga en la figura del clérigo a partir de la mirada de Jan, de sus pesquisas, de las entrevistas que mantiene con aquellos testigos que puedan arrojar algo de luz sobre la personalidad del franciscano y sobre la verdad de los hechos que se produjeron tras la evasión. Quizá lo haga para poder encontrarse a sí mismo o quizá para perdonarse, comprender y aceptar que su decisión fue la única posible en un momento y en un espacio de sinrazón. Pero Jan siente vergüenza, por ello no confiesa que él fue el preso por quien murieron diez, también siente la culpabilidad del superviviente y el complejo de culpa inherente al catolicismo, aunque, en realidad, su decisión no fue ni buena ni mala, solo fue material y eligió la vida, mientras que la del religioso fue espiritual, dictada por la fe que asumió en aquel momento puntual de su niñez que Zanussi expone en una de las breves y numerosas analepsis que introduce a través de conversaciones y evocaciones.
jueves, 14 de febrero de 2019
Abril (1998)
Cineastas como Nanni Moretti no esconden que sus películas nacen de sus experiencias, gustos, fobias y reflexiones, subjetividades que se agudizan en Caro diario (1993), Abril (Aprile, 1998) y en el cortometraje Il Giorno della prima di Close-Up (1996), en las que abandona a su álter ego Michele Apicella (personaje recurrente de su filmografía previa) para interpretarse a sí mismo y asumir el protagonismo absoluto de cuanto vemos y escuchamos. En su cine, a todas luces personal e intransferible, con excepciones como La habitación del hijo (La stanza del figlio, 2001) o sus incursiones en el documental, predomina la comedia dramática, desde la cual, en los títulos nombrados, Moretti ironiza y reflexiona sobre Moretti, cineasta y persona, y sobre cómo le afecta cuanto le rodea: familia, Italia y cine. En Abril realiza una peculiar retrospectiva de un periodo inmediatamente posterior al recorrido romano y existencial propuesto en Caro diario, desde las elecciones de 1994, cuya victoria de la derecha de Silvio Berlusconi le desespera y provoca que por primera vez fume hachís, hasta 1997, cuando por fin se decide a rodar aquello que le gusta: una ficción musical sobre un pastelero experto en la elaboración de las tartas preferidas del realizador. Entremedias, en su faceta de cineasta intenta poner en marcha dicho proyecto musical, que abandona antes de filmar un solo plano, y, mientras como individuo particular aguarda temeroso y ansioso el nacimiento de su hijo, se decanta por documentar los comicios italianos de 1996. Durante este intervalo temporal, su yo cinematográfico conecta con el espectador desde la humanidad y los pensamientos que nos transmite, en definitiva, se hace familiar, cercano, falible, de carne y hueso, sobre todo por que se humaniza a sí mismo al desnudar las emociones y las sensaciones que surgen a lo largo del periodo de gestación y nacimiento de su hijo Pietro -uno de los tres ejes principales sobre los cuales gira la película, los otros dos son la situación italiana y, evidentemente, el propio Moretti- y el presente durante el cual sufre la crisis profesional que, lejos de la ensoñación fellinesca Ocho y medio (Fellini 8 1/2; Federico Fellini, 1963), le impide centrarse en su trabajo, sea filmar el documental político-social o cumplir el deseo del actor Silvio Orlando de rodar el musical sobre el pastelero a quien este debe dar vida en la pantalla. Todos los personajes que campan por Abril asumen el rol de ser ellos mismos, pero lo hacen desde la mirada de un cineasta que, más que narrar, comenta en primera persona sus impresiones sobre aspectos culturales, personales, políticos, sociales y metacinematográficos, pues todo ello forma parte de su cotidianidad, extraída de su supuesto diario y expuesta desde el aparente nerviosismo que le genera el inminente nacimiento de su primer hijo o desde su malestar por la victoria de la derecha y por la falta de actitud política y humana de la izquierda. Al igual que sucede en Caro diario, sus palabras y la acción de Abril transcurren en un presente que combina ficción y realidad, pero cuanto observamos son situaciones (las elecciones), vivencias (su paternidad) y sensaciones (su crítica u opinión sobre problemas sociales que parecen no encontrar solución) que ya han pasado, distintos momentos que Moretti nos invita a descubrir desde la subjetividad que nos habla de su cine, de su familia, de su trabajo, de su malestar político entre otras cuestiones que forman parte de la vida que el realizador italiano nos muestra con asumido desenfado creativo y su peculiar sentido del humor.
miércoles, 13 de febrero de 2019
Mi noche con Maud (1969)
Eric Rohmer
1.Robert Bresson. Notas sobre el cinematógrafo. Trad. de Daniel Aragó. Ardora Ediciones, Madrid, 1997
2.Néstor Almendros. Días de una cámara. Seix Barral, Barcelona, 1990
2.Néstor Almendros. Días de una cámara. Seix Barral, Barcelona, 1990
martes, 12 de febrero de 2019
Cold War (2018)
Una película como Cold War (Zimna Wojna, 2018) se enriquece con las omisiones, en ese espacio vacío de imágenes se encuentran vivencias, sensaciones y el nexo que une a sus dos protagonistas, un nudo que ni el tiempo ni el espacio son capaces de romper. Son esas separaciones entre cada encuentro que observamos las que ofrecen una idea de la insatisfacción que implica la distancia y la separación en los amantes, pero también permite comprender el rápido afianzamiento del estalinismo en Polonia durante la posguerra, el cual empuja a Viktor (Tomasz Kot) a tomar la decisión de exiliarse, o suponer el éxito profesional de Zula (Joanne Kulig) como cantante y bailarina y su posterior matrimonio con un comerciante italiano como medio que le permite abandonar legalmente su país de origen. Las elipsis nos posibilitan un intento de reconstruir el asentamiento de Viktor en París después de su solitaria partida de Berlín, ante la ausencia de la mujer amada, el cómo supo de su actuación en Yugoslavia y cómo fue allí para volver a verla, su deportación del país gobernado con mano de hierro por el mariscal Tito o, tras ser rechazada de forma oficial su petición de regresar a Polonia -al ya no poseer nacionalidad alguna-, su entrada ilegal y sus años en presidio, acusado de cruzar clandestinamente la frontera polaca y espiar para los ingleses. Así mismo, la omisión del periodo que abarca desde la visita de Zula al campo de prisioneros hasta su último encuentro nos empuja a sospechar que la relación de Zula con Kaczmarek (Borys Szyc), el director ejecutivo del grupo folclórico que Viktor e Irena (Agata Kulesza) crean sin intenciones políticas -solo con el fin de transmitir la cultura popular de la Polonia rural-, fue fruto de su promesa de sacar de la cárcel a su amante. Todo ello, lo visible e invisible, forma parte de la historia de dos enamorados, pero lo que vemos en la pantalla son fragmentos de sus vidas, de sus instantes de amor, de los imposibles que los separa a lo largo de quince años de distancia física y de breves reencuentros en diversos puntos geográficos de una Europa condicionada y dividida por la Guerra Fría. Al igual que sucedía en la magnífica Ida (2013), donde uno de sus temas centrales no asoma en las imágenes salvo por alusión en conversaciones-confesiones, las omisiones resultan fundamentales en Cold War, pero en este film que Pawel Pawlikowski dedica a sus padres hay otro elemento indispensable: la música. Siempre presente, aunque dicha presencia surge de forma natural en los ensayos, teatros, locales nocturnos o en la sala de montaje donde Viktor añade su partitura a imágenes cinematográficas, la música empleada por Pawlikowski nunca fluye de un fondo musical, pues este no tiene cabida en la película, ya que la música forma parte de la vida de la pareja antes y después de que, al inicio del film, Viktor e Irena seleccionen a los futuros miembros del grupo, candidatos entre los cuales el primero descubre a la joven que llama su atención y se convierte en el centro de su existencia. Ella es Zula y con ella comparte la relación sentimental que se fragmenta en el espacio y el tiempo para transformarse ante nuestros ojos en una sensible y, por momentos, desgarradora historia de amor y de exilio, una historia que no necesita condicionar con artificios ni forzar poesía, solo mostrar la intermitencia de dos existencias que, separadas por distintas circunstancias, nunca sienten por separado la satisfacción que les proporciona su unión, aunque esta, cuando semeja factible en París, sufre altibajos, distanciamiento, sospechas de infidelidades, celos y ruptura. Dichos altibajos rompen aquello que ambos desean y, de nuevo separados, se ven condenados a regresar al espacio vacío donde posiblemente la infelicidad sea la tónica dominante, de ahí que, ante la falta del ser amado, Viktor tome su maleta y abandone la vida, a todas luces incompleta, que ha intentado construir en Francia, lejos de su mundo, un mundo que no es un espacio físico, ni un país ni líneas imaginarias delimitadas en alguna parte, sino el indestructible sentimiento que comparte y le une a Zula.
lunes, 11 de febrero de 2019
Following (1998)
sábado, 9 de febrero de 2019
India (1958)
Los márgenes establecidos nunca lo fueron para Roberto Rossellini, un cineasta que interpretaba el cine como medio de búsqueda, no como fin, y, sobre todo, lo hacía adelantándose a su tiempo en películas como las protagonizadas por Ingrid Bergman, títulos que anunciaban la modernidad que sería aplaudida y asumida por los integrantes de las distintas nuevas olas cinematográficas. Pero, tras sus éxitos neorrealistas, a Rossellini apenas le aplaudía alguien, quizá porque quienes habían alabado Roma ciudad abierta (Roma, città aperta, 1950) se encontraban incapacitados para comprender las nuevas posibilidades cinematográficas ofrecidas a partir de Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1949), pues estas implicaban e implican una actitud activa por parte del espectador, un esfuerzo que nos aleja de la comodidad de lo conocido. De modo que tampoco sorprende que India (1958), un título clave en su filmografía, pasase desapercibida, y todavía permanezca oculta para la mayoría. Hoy, pocos dudan que el realizador italiano sea uno de los padres del cine moderno, pero, cuando viajó a la India, esto aún quedaba lejano y Rossellini llegó al país asiático sumido en una crisis de reconocimiento popular, que no artística. Pero el rechazo a su cine no le impidió ir un paso más allá y realizar un proyecto cuyo doble resultado dio origen a la serie de televisión La India vista por Rossellini (L'India vista da Rossellini, 1958), su primer contacto con el medio audiovisual en el que realizaría buena parte de sus futuros proyectos didácticos, y al largometraje India, un documento cinematográfico que ni es un <<documental estricto>> ni un reportaje geográfico. Las imágenes documentales son herramientas que el cineasta emplea para introducir la ficción dramática, la cual resalta la comunión humana y natural que se observa en la pantalla, aquella que él desea expresar prescindiendo, en la medida posible, del montaje y de cualquier efecto que desvirtúe y reste veracidad a dicha conexión. Los medios de Rossellini son las imágenes y las palabras, desde ambas nos invita a conocer al individuo y el medio que ocupa, y desde ellas reflexiona sobre la importancia que este tiene en los hábitos humanos. El cine de Rossellini es un cine antropológico y, como tal, sus películas van completando su estudio del ser humano, sobre quien vertebra un discurso cinematográfico que podríamos resumir en <<la búsqueda del hombre, del individuo>>, una búsqueda que da comienzo en sus films de propaganda durante la Segunda Guerra Mundial, evoluciona con el neorrealismo de posguerra y encuentra en Stromboli un punto de inflexión en su obra. A partir de la experiencia isleña, el realizador italiano ahonda con mayor incisión y precisión en la intimidad de sus personajes (en un espacio y en un tiempo), pero no se conforma y continúa perfeccionando su intención de desnudar y comunicar verdades humanas que, sin adornos ni efectos que resten honestidad a su búsqueda, se exponen en imágenes que permiten al espectador interpretar las realidades de las cuales nos informan. Respecto a esto, encontramos otro punto de ruptura en India, aunque quizá más que de ruptura tendríamos que hablar de un regreso al neorrealismo de Paisà (1946), pues, como en esta joya neorrealista, la aventura hindú de Rossellini se desarrolla por episodios que recorren distintos lugares geográficos del país asiático para encontrarse con el principio y fin de su obra cinematográfica: los individuos que lo habitan, sus pensamientos y sus relaciones con el espacio-tiempo que viven. Para lograrlo, el cineasta introduce motivos dramáticos que le permiten captar o capturar y exteriorizar las impresiones y sensaciones que ocupan las mentes de los narradores, quienes también asumen el protagonismo de aquello sobre lo cual reflexionan. Las palabras se funden con las imágenes formando un todo que, sin forzar, exterioriza la relación con la naturaleza y consigo mismos, de ahí que en India nos encontremos con el Rossellini humanista, que expresa, y el Rossellini reportero cinematográfico, que observa, aunque ambos son uno, el mismo que en Paisà, Stromboli, Francisco, juglar de Dios (Francesco, Giullare di Dio, 1950) o Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953) prescinde de ornamentos y se centra en las verdades que afectan a sus protagonistas, ya que los hombres y las mujeres filmadas por el realizador, incluso la mona protagonista del cuarto relato, que deambula entre humanos y simios a la espera de encontrar su lugar, experimentan <<su realidad, que es una realidad absolutamente íntima, única, unida a un individuo con todo el sentido de las cosas que le rodean>>. Dichas realidades ya se observa al inicio de India, cuando el realizador introduce el colectivo y las atestadas calles de Bombay para hablarnos de la multiculturalidad, de los distintos atributos y costumbres, de la tolerancia, en definitiva, de las diferencias y de como estas son asumidas sin que creen el menor conflicto. Pero esa multitud desaparece de la pantalla (no regresará hasta el final) para dejar su lugar a la intimidad, a la belleza natural (de montañas, ríos, selvas), al hombre, a la mujer, a la pareja, a sus costumbres y circunstancias, a la aceptada e inevitable presencia de la muerte o a la coexistencia (equilibrada o desequilibrada) de tradición y progreso en las distintas cotidianidades que forman este sincero estudio antropológico.
Entrecomillado extraído de Roberto Rossellini. El cine revelado. Ediciones Paidós, Barcelona, 2000
Entrecomillado extraído de Roberto Rossellini. El cine revelado. Ediciones Paidós, Barcelona, 2000
jueves, 7 de febrero de 2019
Heroica (1957)
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