Al tiempo que fracasaba comercialmente y era ninguneado por la crítica, Charles Laughton ofrecía a quien estuviese atento un magistral cuento infantil no apto para niños, una fábula envuelta por una atmósfera perturbadora y onírica que expresaba (y expresa) más allá de su apariencia externa. Con el paso del tiempo, La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955) alcanzó merecido reconocimiento y, con él, la unanimidad que alaba la ensoñación, la poesía y los claroscuros que acompañan la huida de los niños protagonistas. Esa atmósfera, unida a la sensibilidad y a la madurez expresiva demostrada por Laughton, envuelve de sombras cinematográficas a un cuento que abandonaba el convencionalismo de las hadas para adentrarse en un terreno abonado por la ambigüedad humana. En definitiva, entre otras cuestiones, el film de Laughton nos habla de las ambiciones, del miedo, de la muerte, pero también de la esperanza y del amor que, indisociables, forman parte del mundo adulto que aterroriza a los pequeños fugitivos. El problema de su no comunión con el público quizá residiese en que este estaba poco acostumbrado a interpretar la conexión luz-tinieblas, amor-odio, como parte del todo que se define en la sombra que, implacable, amenaza la inocencia infantil, aquella inocencia que solo sobrevivirá durante la brevedad temporal que el personaje de Lillian Gish protege y prolonga hasta su natural e inevitable desaparición. Dicha amenaza no llega a concretarse gracias a ese personaje custodio que guarda similitudes protectoras con el interpretado por Angela Lansbury en En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), en la que la actriz dio vida a la abuela de la adolescente a quien advierte del peligro de los lobos, sobre todo, de aquellos cuya piel se esconde en el interior, lobos como podría ser el reverendo interpretado por Robert Mitchum en el film de Laughton. Pero si en La noche del cazador la amenaza es externa y cobra físico en el papel del predicador, en el segundo largometraje de Neal Jordan nace en el interior y se hace visible para nosotros a través de los sueños de Rosalind (Sarah Patterson), pues, salvo los minutos iniciales que se desarrollan en el exterior donde la observamos dormida, cuanto sucede en la pantalla forma parte del subconsciente de la muchacha, del miedo (a lo desconocido) que surge a raíz de su primera menstruación, símbolo de su inevitable y necesario paso de la infancia a la madurez. De tal manera, con En compañía de lobos, el cineasta y novelista irlandés, en afortunada comunión con la escritora Angela Carter -suyos son los relatos que inspiran la película-, asumía como espacio narrativo los sueños, constantes en la obra fílmica de Jordan, y daba una vuelta de tuerca a los mitos de Caperucita Roja y de los hombres lobo para transgredir la tradición cuentista y ofrecer su particular análisis del paso de la infancia a la edad adulta, así como su postura, y la de Carter, respecto a la validez de la moral implícita en los cuentos infantiles tradicionales. Es cierto que hay Caperucita en la película, pero no hay rastros infantiles ni sumisos en la niña de la capa roja que no despierta durante prácticamente todo el metraje; lo que sí existe en ella es la mezcla de pesadilla, magia, fantasía y de la certeza, realidad, que se disfraza de sueño en su subconsciente, el cual le genera las imágenes que el espectador descubre en la pantalla. Si la atmósfera creada por Laughton en su único film como director acreditado es un punto álgido en la historia del cine, la lograda por Jordan destaca por su transgresión de las formas para, desde su estética onírica visual, estudiar distintas cuestiones humanas (el despertar a la sexualidad, la represión a la que es sometida la mujer en una sociedad tradicional o la ruptura con los convencionalismos que, en el film, defiende la abuela) a través de las historias narradas dentro del sueño, el cual no deja de ser otro cuento con el que el director de Mona Lisa (1986) representa la realidad que apunta a la liberación de Rosalind en su paso a la madurez, una madurez que asume desde una perspectiva diferente a la inculcada o, al menos, así se comprende de su distanciamiento de la senda señalada y su decisión de internarse por el bosque donde se produce su encuentro con el cazador (Micha Bergese), símbolo de lo masculino y del despertar sexual de la muchacha.
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