miércoles, 30 de septiembre de 2020
Kamikaze Girls (2004)
martes, 29 de septiembre de 2020
Stray Dogs (2013)
No me convence ninguna introducción de las que he barajado, así que seré directo y me limitaré a señalar que Tsai Ming Liang pinta más que filma, apenas mueve la cámara, lo mínimo necesario, prefiere componer con una sucesión de planos y encuadres en los que entran, salen o permanecen los personajes. Stray Dogs (Jiao you, 2013) se detiene en la marginalidad y en la soledad, atiende a una familia expulsada de cualquier espacio de bienestar. Sobreviven en la periferia, sin que nadie, salvo el cineasta, les presta la menor atención. Viven en fragmentos de soledad que Tsai Ming Liang prolonga en el tiempo, sin apenas palabras, a lo lejos los sonidos urbanos y, en la cercanía, el silencio. El cineasta malayo-taiwanés presta máxima atención, contempla a través de su cámara, apuesta por la inmovilidad o por mínimos movimientos que le permiten observar a un padre, a sus dos hijos, juntos o por separado, y a una mujer quizá obsesionada con los olores y la limpieza.
El adulto trabaja portando pancartas publicitarias e igual debe pasar la jornada laboral de pie, en un cruce vial donde, llueva o sople el viento, permanece estático, sin opción a escapar, atrapado entre el movimiento de autobuses, coches y motocicletas que no dejan de rozar su cuerpo; como si su existencia fuese la inexistencia, o un espacio que el resto ve vacío. ¿Siente impotencia? ¿Siente la necesidad de llorar? El hombre soporta el dolor, lo silencia cantando y continúa aguantando estoicamente, en un largo primer plano, la sumisión a un trabajo inhumano, que desvela una realidad social hiriente.
El ritmo pausado de Stray Dogs obedece a la estática de su cuerpo físico, es su manera de atrapar el tiempo y desvelar su esencia: la soledad no buscada, aquella que acompaña y envuelve a los protagonistas, a quienes vemos lavándose los dientes en un aseo público, compartiendo un colchón en un cuarto abandonado o comiendo a la intemperie. En un film humano y pausado como este se come y también se pasa hambre, se concede importancia a momentos cotidianos, a hechos vitales. La comida es vital, y ellos no olvidan alimentarse, también los son otras necesidades, como orinar o lavarse las manos o los dientes. Todo ello queda recogido por el ojo del cineasta de origen chino-malayo. Él contempla individuos vivos, atrapados en el mundo periférico donde su cámara puede permanecer en un mismo punto durante minutos, sin alterarse, encuadrando de fondo el mural que la mujer mira en su soledad o cuando, en compañía del hombre, no están juntos aunque se rocen, se encuentran en la distancia de dos soledades, sin decir palabra; dudando, el hombre, sí realizar algún movimiento que le acerque o soportando, la mujer, la aflicción que amenaza llanto...
lunes, 28 de septiembre de 2020
Un viaje por Galicia (1958)
Hoy, para el cine gallego, Un viaje por Galicia (1958) es un documental único, pero ya era singular en su momento. Rodado entre 1953 y 1958, este documento o <<trabajo fílmico de un aficionado>>, en palabras de su autor y narrador, ofrecía a los emigrantes gallegos en Argentina y Uruguay la posibilidad de ver su tierra natal y recordar sus <<bellezas, paisajes y monumentos>>. Aquellos hombres y mujeres llevaron sus raíces consigo, llevaron en su memoria tradiciones, tierra, mar, ciudades, pueblos y aldeas; las que les vieron nacer y partir, las que dejaron atrás porque se vieron obligados y, con el tiempo, a las que algunos regresaron o nunca lo hicieron y a donde otros volvieron de visita. Este fue el caso de Manuel Aris, cuyas raíces, como las de cualquiera ajeno al desarraigo, son algo más que materia, son emociones y sentimientos, son los lazos imaginarios con el origen que acompaña desde la cuna y perdura entre los nuevos brotes que crecen y florecen por y en el camino. Raíces de este tipo son las que Aris muestra en su documental, en su canto a la tierra que dejó atrás cuando contaba con nueve años, en 1929.
Posiblemente, en su presente, Un viaje por Galicia no mitigase la morriña pero sí acercaba a los emigrantes los hogares que habían abandonado tiempo atrás. En el nuestro, hace algo similar, nos acerca aquella Galicia ya lejana, que pervive en el recuerdo y la memoria que, aunque condenadas al olvido como cualquier recuerdo y memoria, todavía laten en esta espléndida visita al “fogar” de Breogán. En este aspecto, quizá no seamos tan distintos a los emigrantes gallegos de entonces, puesto que existe un océano que nos separa de aquella Galicia, de la que mantenemos el contacto a través de testimonios, recuerdos e imágenes como las expuestas a lo largo del recorrido filmado por Manuel Aris durante sus esporádicos retornos a su tierra natal. De Montevideo a Vigo, puerta de entrada y salida, el documentalista recorre las cuatro provincias gallegas antes de regresar al mar. El nuestro, me refiero al mar, es de tiempo, no de agua, es el océano temporal que separa nuestro hoy de aquellos paisajes captados por la cámara de Aris, vistas y panorámicas de naturaleza y civilización apenas alteradas por la modernidad. Si nuestro mar es de tiempo, el suyo era el Atlántico, el que el documentalista nacido en Poio y tantos miles de anónimos con nombre y apellido cruzaron para alcanzar América, y quizá algún día regresar u olvidar el regreso.
El destino de Manuel fue Uruguay, pero nunca olvidó su origen, ni su “galeguidade”. Aunque nunca regresó para quedarse, sí lo hizo con asiduidad y, en varias ocasiones, se dedicó a recorrer Galicia y filmar su color, sus verdes o el azul de su Atlántico y de sus rías, su Miño... su recorrido, el que engloba a todas y a todos los emigrantes.
La entrada y salida viguesa, las islas Cíes, Santa Tegra o el curso del Miño, eje fluvial y vital que Aris remonta hasta llegar a Ourense y posteriormente a Lugo. De la ciudad amurallada a la costa lucense; de esta a la ferrolana y después a la playa coruñesa de Santa Cristina, antes de recorrer el Cantón Grande, la calle Real o la plaza de María Pita.
Las imágenes de Un viaje por Galicia cumplen la promesa de su título: recorren las tierras gallegas, deteniéndose en sus ciudades, en sus paisajes, en sus campos y en su comunión tierra-mar, alcanzado su ejemplo sublime en la villa de Combarro. Pero Aris no solo se ciñe al paisaje natural, habla de los monumentos, nombra a gallegos y gallegas ilustres -Concepción Arenal, el padre Feijoo, Curros, Manuel Luis Freire o Rosalía- a quienes sus paisanos han honrado con placas y estatuas, se recrea en las Burgas ourensanas, visita las residencias veraniegas de Sada, disfruta el trofeo Teresa Herrera, contempla el arte de la monumental Compostela, su paseo de la Herradura, la feria de ganado en Santa Susana o el inigualable Pórtico de la Gloria de su catedral. Sigue su recorrido y llega a Pontecesures, límite entre las provincias de A Coruña y Pontevedra. Para en Cambados o se acerca a la romería en A Lanzada, sin olvidar el puerto de O Grove o las fiestas de la Peregrina, donde descubrimos a Miguel Gila y a Manolo Morán. También nos habla del progreso, lo apunta en varias vistas, lo hace para sus compañeros de exilio, para quienes desean saber qué ha sido de la Galicia que llevan dentro. En el recorrido propuesto por el documentalista no queda provincia sin recorrer, aunque queden lugares por ver. Intenta ser un paseo completo y detallado por el país que despierta la morriña de quienes se encuentran fuera, a quienes Manuel Aris ofrece sus imágenes, su “galeguidade” y su ilusión.
domingo, 27 de septiembre de 2020
Perfume de mujer (1974)
Sin su mano izquierda y sin vista desde el accidente durante unas maniobras militares, siete años atrás, toma las riendas e indica el camino a su joven y nuevo acompañante: el soldado Giovanni Bertazzi (Alessandro Momo), a penas un niño a quien ha decidido llamar Ciccio. El nuevo asistente disiente en su pensamiento, pero acata las órdenes sin protestar, quizá debido a su instrucción militar o a su docilidad e inocencia naturales, las cuales le disponen para ser el escudero leal e ingenuo, y el testigo de la impostada vitalidad, del protagonista de Perfume de mujer.
La versión de Dino Risi de la novela de Giovanni Arpino es un retrato de la apariencia, es una farsa tras la que se esconde la aflicción y la negación a la vida. Su tono cómico y bufón es contradictorio; al tiempo disimula y potencia las emociones, miedos y necesidades de un hombre destrozado por dentro. La primera imagen que tenemos de Fausto es en la soledad de su sala de estar. En esa escena bebe su querido bourbon, sin compañía, salvo la del gato que dice odiar, en mutua aversión, y la del muchacho que, en ese instante, no le presta sus ojos, puesto que su mirada es la nuestra. Los de Ciccio son los ojos del público, que todavía duda o no sabe si simpatizar o rechazar al gruñón que, en su exageración, disimula su sentir que es un “deshecho humano”.
Capaz de distinguir el perfume femenino a distancia, Fausto calla su pesar y habla de mujeres, de su predilección por las altas, de cabello negro y largo, y caderas anchas. Le gustan así, y así se lo dice a “Ciccio”, el sorprendido lazarillo que recorre las calles de Génova en busca de una prostituta que responda a la descripción hecha por su instructor. Quizá esa descripción y su afición por las prostitutas, sexo sin sentimientos por medio, mitiguen a Fausto el recuerdo de la mujer de la foto, la que desea amar, pero que él mismo se niega la posibilidad. Cuando Ciccio descubre el retrato de la chica, entre las pertenencias de su atípico guía, ignora quién puede ser, tampoco sabe por qué oculta una pistola entre las camisas, e ignora que el viaje tiene un fin u obedece a uno concreto. Salvo por una breve alusión, Fausto silencia sus motivos, de igual modo que omite su miedo a la vida, a su soledad y a que lo amen por compasión. En realidad, siente dolor (aunque afirme no sentir nada, en la reunión con su primo cura) y, en su ceguera emocional, levanta el muro que lo separa del mundo y de Sara (Agostina Belli).
El viaje de Fausto y Ciccio por Italia (De Turín a Nápoles, con paradas en Génova y Roma) no será liberador, como suelen ser los viajes cinematográficos, pero sí que les posibilita dar un paso en cualquier dirección, puesto que, en el mundo de Risi, los personajes tratan de sobrevivir: Ciccio quizá pueda replantearse el orden que daba por sentado, y el antiguo oficial vive su tormento y el final de su farsa: su negación de su dolor, la llave emocional que le permitiría aceptar que puede sentir y temer, que puede amar sin miedo a ser correspondido solo por compasión o dinero.
sábado, 26 de septiembre de 2020
El príncipe Valiente (1954)
Hubo un tiempo durante el cual una aventura sencillamente ofrecía evasión y fantasía. Este tipo de historia fue una de las grandes bazas de Hollywood, lo fue desde los orígenes y llegó hasta que los nuevos tiempos cambiaron la mirada del público y las necesidades del negocio cinematográfico. Henry Hathaway creció como cineasta en los viejos tiempos y en ellos se convirtió en el director todoterreno que, como mínimo, aseguraba entretenimiento y ofrecía un plus solo al alcance de aquellos realizadores que conocían los trucos y los entresijos del medio mejor que una brújula conoce dónde se encuentra el norte. Esta sabiduría, llamada experiencia o “yo ayudé a evolucionar esta historia“, le permitía hacer de cualquier material insustancial algo que valiese la pena ver. Por otro lado, estaba el Hathaway que igualaba a los más destacados realizadores de Hollywood, pero este, el responsable de Niágara (1953), El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), de varios policiacos semidocumentales a recordar o Los cuatro hijos de Katie Elder (The Son of Katie Elder, 1965) se tomó un descanso en El príncipe Valiente (Prince Vaillant, 1954).
Hathaway puso el piloto automático y se dejó ir por la senda de la aventura en su rostro de caricatura y diversión. El problema ya no fue repetir el abc del género, sino la poca complicidad que el héroe nos genera. El problema es doble, puesto que a un protagonista, Robert Wagner, que nada nos dice, al menos a su favor, habría que añadirle que la fórmula de este tipo de aventura se estaba agotando. Resultaba cansina, y carecía de la gracia colorista de dieciséis años atrás, cuando Robin Hood lucía la sonrisa de Errol Flynn. En el ahora de 1954, con la generación de la violencia golpeando con fuerza, la inocencia aventurera de caballeros y princesas rozaba lo ridículo en su cartón piedra. Tampoco las pelucas y los peinados, los colores chillones de las vestimentas, la chirriante ñoñez de los buenos o la villanía de postín de los malos jugaban a favor del film. Aun así, Hathaway, tomando el material adaptado por Dudley Nichols -a partir del cómic creado por Harold Foster en la década de 1930-, sacó el poco oro que encontró en donde apenas había hulla y ofreció cierta agilidad a la inocencia y a la ilusión que visualiza el bien, siempre lo reconoce, y vence al mal, algo que ya sabemos desde el primer plano del film, del mismo modo que, también desde su aparición en la pantalla, comprendemos quien es el malvado feroz y quien la heroína que vivirá el romance de rigor, en este caso, cuando se salve el malentendido que se genera entre Valiente (Robert Wagner) y su maestro sir Gauvain (Sterling Hayden)...
viernes, 25 de septiembre de 2020
El retrato de Midori (1948)
Lo primero que llama la atención de El retrato de Midori (Shozo, 1948) es que Keisuke Kinoshita no rueda un guion propio, sino que adapta a la pantalla uno de Akira Kurosawa, pero la historia y los personajes encajan mejor en su imaginario, con presencia mayoritaria femenina, que en el del autor de Vivir (Ikiru, 1952), cuyo universo cinematográfico es esencialmente masculino. Esto por una parte, por otra, hay dos retratos en el film: el que funciona como excusa argumental para que la historia avance y el que importa al realizador. El primero no se ve en ningún momento del metraje, y es el pintado por el señor Namura (Ichiro Sugai); el segundo es el realizado por Kinoshita, quien, sensible y emotivo, va detallando el suyo a lo largo de las imágenes del film, pero no solo pinta el retrato de su personaje principal, también da pinceladas de la familia Namura.
Tras la introducción, donde dos especuladores deciden comprar y vender la casa habitada por los Namura, aparece Midori (Kuniko Igawa). En un primer momento, la vemos malhumorada, posteriormente, feliz y, algo después, desorientada. Poco a poco, nos llega su verdadero rostro, su conflicto interno, su pasado (del que se dan las suficientes líneas para comprenderlo o para que hagamos un esbozo), su presente de contradicción: del quiero y no puedo florecer y dejar de mentir. Quiere renacer fuerte, merecedora de la imagen que el pintor capta y plasma sobre el lienzo que nunca veremos, porque ya la vemos a ella; la vemos como la ve el artista (también Kinoshita).
Para el pintor y familia, Midori es la señorita del piso de arriba, la hija de Kaneko (Eitaro Ozawa), en realidad, su amante y uno de los especuladores que quieren desalojar la casa, aunque sin saber muy bien cómo hacerlo. Pero en su influencia capraiana, cómica y de buenos sentimientos, los supuestos personajes negativos no lo son, mantienen su humanidad y, como en Capra, esta vence. Lo hace cuando la pareja de amantes entra en contacto con una familia alegre, casi tan feliz y liberada como el anárquico y libertario núcleo familiar de Vive como quieras (You Can’t Take It with You; Frank Capra, 1938), que apenas necesita una excusa o la luz de la luna para evidenciar su felicidad y la libertad que les proporciona el saberse libres de más ambiciones que la de estar juntos y mantenerse fiel a los valores que acabarán seduciendo a la pareja del piso de arriba. Pero Kinoshita no es Capra (cuya influencia en la película posiblemente sea debida al guion de Kurosawa), ni el cine japonés de la época se resuelve al más puro estilo de Hollywood. El director muestra sus cartas, que son las de evidenciar la necesidad de su heroína por liberarse, por asumir las riendas de su vida y recorrer orgullosa la nueva senda escogida.
No obstante, esto no le resulta sencillo, implica una reconocimiento, un análisis introspectivo, al que accede sin pretenderlo, cuando llega al hogar de los Namura. Hay un antes y un después de este contacto humano, pero solo tenemos acceso al segundo momento, al después, que es el presente en el que Midori descubre un trato de aceptación, respeto y cortesía desconocido para ella en el antes al que solo tenemos acceso a través de algunas conversaciones.
El matrimonio y sus hijas son amables, alaban su belleza y su inocencia. Son tan ingenuos que la toman por la hija de Kaneko, confusión que ninguno de los amantes desmiente. Allí, desde su ventana, los observa y descubre relaciones desconocidas u olvidadas, lazos que no ha sentido o no recuerda, sensaciones y emociones que al tiempo le atraen y le generan rechazo, aunque no hacia ellos, sino hacia sí misma. Esta sensación se agudiza poco después de que acepte ser la modelo de un hombre de mirada limpia, que ve más allá de la apariencia, y de trazo honesto, con el que dibuja la pureza que ella se niega, avergonzada por la vida que ha llevado hasta entonces...
jueves, 24 de septiembre de 2020
Naturaleza muerta (2006)
China quiso ser una potencia, emular y superar a las naciones más desarrolladas; ser ella misma líder económico y puntal tecnológico. Lo consiguió, pero, como el resto de las grandes potencias, olvidó o pasó por alto que Desarrollo y Progreso no siempre son lo mismo. Aún más, todas parecen olvidar que el desarrollo (industrial, económico, tecnológico,...) sin progreso humano es desarrollo muerto.
La propia China podría ser como la ciudad en descomposición y construcción que Sanming (Sanming Han) y Shen Hong (Tao Zhao) recorren por separado. Cada uno busca algo del pasado, porque pretenden algo de un futuro por venir (ella) y recuperar a alguien valioso del ayer (él). Escribía que China podría ser como Fengje, en parte ya anegada por las aguas del Yangtsé y en parte en demolición. Algunos edificios son escombros, otros lo serán en breve, después de salvar el material que pueda reutilizarse, pero el cambio ya es inevitable. No hay vuelta atrás, se ha dado el paso y el proyecto ideado décadas atrás cobra cuerpo en la gigantesca presa de “las tres gargantas”.
La población vive a la espera, contagiada de ese instante suspendido y de suspense, consecuencia de una visión que va más allá de la construcción que cambia el paisaje. La sociedad china vive su transformación, global, vive el liberalismo económico, vive el desarrollo de una dictadura capitalista que entierra su pasado. Esto queda perfectamente expuesto en Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006): hay un ayer bajo el agua, un presente de tránsito en superficie y la transición en el aire hacia un mañana que nadie puede asegurar cómo será, aunque lo que vemos y no vemos en pantalla apunta hacia un futuro un tanto deshumanizado.
Jia Zhang-ke observa el momento, contempla las Tres Gargantas, lo hace a través de los ojos de los dos personaje que llegan a lugar por motivos similares; ambos buscan a alguien del pasado. En el caso de Sanming, pregunta por su mujer y por su hija, a quienes no ve desde dieciséis años atrás. Menos tiempo lleva Shen Hong sin saber de su marido, de quien apenas ha tenido noticias en dos años. Los dos protagonistas transitan un espacio en transformación -como sucede con el país-, lo hacen tan desconcertados como los testigos de su caminar, de su búsqueda y de sus encuentros. Como público, también somos testigos de la naturaleza muerta, la ciudad en sí, toda ella lo es, sus edificios, sus piedras, sus calles, un espacio urbano moribundo y ajeno a las personas que al tiempo la habitan y no pueden habitarlo, puesto que ellos también existen en un proyecto, entre la vida pasada y la futura, en ese instante durante el cual el liberalismo económico se impone sin mirar atrás y sin preocuparse de su impacto humano.
La China de Naturaleza muerta vive su paso hacia una modernidad que no necesariamente implica evolución, más bien, las imágenes, apuntan lo contrario. Hay preocupación en Jia Zhang-ke, que mira con sensibilidad, pero no aparta sus ojos de esas aguas que ocultan un ayer e iluminan una nueva era: representada por la presa y la energía que ilumina el nuevo puente, colosal, moderno y ajeno a las dos historias que no cruzan sus caminos, aunque formen parte de la misma naturaleza y del mismo espacio. Quizá Sanming y Shen Hong hayan coincidido, mientras miran el río, y no se dieran cuenta, puesto que uno mira el pasado y la otra el porvenir. De cualquier manera, sus miradas contemplan también el ahora, la desintegración o desaparición de un algo que será ocupado por otro algo distinto, más moderno, quizá más inhumano, pero ambos continúan su recorrido con cierto grado de esperanza...
miércoles, 23 de septiembre de 2020
Historia de una prostituta (1965)
martes, 22 de septiembre de 2020
La verbena de la Paloma (1935)
lunes, 21 de septiembre de 2020
An Elephant Sitting Still (2018)
domingo, 20 de septiembre de 2020
Las extraordinarías aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (1924)
sábado, 19 de septiembre de 2020
Tootsie (1982)
viernes, 18 de septiembre de 2020
Larga es la noche (1947)
jueves, 17 de septiembre de 2020
Still Walking (Caminando) (2008)
martes, 15 de septiembre de 2020
Iré a Santiago (1964)
Federico García Lorca escribió Son de negros en Cuba -conocido también como Iré a Santiago- y dedicó el poema a Santiago de Cuba; treinta y cuatro años después, la directora y guionista Sara Gómez recogía el testigo del poeta granadino y encontraba sus propios versos en las santiagueras y los santiagueros, en sus cuerpos y rostros, en las fachadas de sus edificios, sobre el asfalto o en el mercado, en el calor y la vivacidad de la ciudad cubana.
Los títulos de crédito de Iré a Santiago (1964) llaman la atención por su desenfado y por la originalidad de formar parte del espacio urbano, de paredes y escalones, donde descubrimos la primera estrofa del poema lorquiano, el título o los nombres del equipo técnico, pincelados en las escaleras que sube la muchacha, quizá la propia Sarita, cuyo caminar va desvelando que las letras han sido pintadas para la ocasión, en esos espacios que la joven deja tras de sí.
<<Cuba trabaja y se divierte>> reza un letrero que el objetivo capta mientras se celebran los carnavales en julio, pero hay algo más que diversión o música en la propuesta de la cineasta cubana, hay pasión, por cuanto observa, y gracia en su labor cinematográfica. Algo estaba sucediendo en el cine cubano en la década de los sesenta, y Sarita fue puntal de ese algo que apuntaba modernidad y cercanía, en ocasiones, y no es el caso, también una evidente propaganda ideológica. Ella fue la primera mujer directora en el ICAIC, y desde sus inicios cinematográficos siempre mostró interés por las gentes, por acercarse a ellas y darles presencia en su cine, con la certeza de ser una más...