La primera parte de la trilogía La condición humana (Ningen no joken, 1959-1961) finalizó tras la puesta en libertad de Kaji (Tatsuya Nakadai), a quien habían torturado por su intervención durante la ejecución de los prisioneros chinos. La falta de pruebas con las que acusarle obligaron a la Kempeitai a soltarle, pero sin darle otra opción que la de incorporarse al servicio activo. La condición humana II: El camino a la eternidad (Ningen no Joken II) comienza en un campamento militar cercano a la frontera soviética, un lugar donde la temperatura exterior desciende muy por debajo de los cero grados centígrados. En ese entorno hostil, los reclutas son tratados con dureza y violencia, apretándoles hasta extremos insospechados, que algunos no logran superar. Las vejaciones, insultos y castigos físicos forman parte de un entrenamiento inhumano, circunstancia que se comprueba en Obara (Kunie Tanaka), un soldado a quien someten a un trato similar al que años más tarde expondría Stanley Kubrick con el recluta patoso de La chaqueta metálica (Full Metal Jacket). No alcanzar los objetivos que marcan los superiores convierte a Obara en el centro de las burlas de sus compañeros; los insultos y la brutalidad que utilizan para adiestrarle le supera, desequilibra su mente y rompe su resistencia, convenciéndose de que la muerte es su única salida. <<El suicidio es un deshonor para el ejército imperial>>, dicen los oficiales que niegan cualquier responsabilidad sobre el acto de Obara. Según la versión oficial este soldado habría actuado condicionado por problemas de índole personal, relacionados con su esposa. Así pues la vida castrense resulta tan dura como la estancia en la mina donde Kaji había sido destinado antes de ser reclutado a la fuerza; y a pesar de que se trata de un recluta ejemplar, el mejor con el fusil y siempre cumpliendo aquello que se le ordena, sus compañeros le acusan de comunista, etiqueta que conlleva rechazo y malos tratos. Entre tanto fanático entrenado para serlo, Kaji sería una especie de bicho raro, cuya única relación personal se produce con Shinjo (Kei Sato), también considerado comunista, y por lo tanto despreciable. El código que se utiliza para la formación de los soldados choca con el pensamiento de ambos, por lo que inevitablemente se plantean la deserción. La visita de Michiko (Michiyo Aratama), a quien se le ha permitido pasar una noche con su esposo, produce en Kaji un fuerte deseo de sobrevivir a la guerra, porque sería el único medio para regresar con ella, por eso descarta la opción de desertar, aunque ayuda a Shinjo a cruzar la frontera durante una escaramuza en la que cae herido. Antes de iniciarse la cuarta parte del alegato pacifista de Masaki Kobayashi, Kaji se despierta en un hospital donde los soldados heridos son tratados con igual severidad que en cualquiera de los lugares en los que había estado con anterioridad; en el centro de salud no se permite que los pacientes se levanten sin permiso, tampoco pueden expresarse libremente; aunque resulta la mejor época para Kaji desde que se vio obligado a emprender su desventura. No obstante, su recuperación le devuelve al campo militar, donde acepta la propuesta de un viejo amigo, el subteniente Kagayama (Keiji Sada), a quien pide que se aparte a los reclutas de los veteranos, con la intención de protegerles de los tratos que él mismo había sufrido. Lo que podría ser una posición privilegiada se convierte en un nuevo infierno, pues su intención de proteger a los recién llegados provoca que los veteranos le golpeen, insulten y humillen constantemente, pero la fuerza moral y sus convicciones le empujan a intentar cambiar un entorno violento y terrible, causante de la muerte de Obara. Hasta ese instante La condición humana (Ningen no Joken) había expuesto la opresión con la que sometían a los trabajadores en la mina, y la opresión en el campamento militar, basada en un código estricto y humillante con el que se pretendería crear mentes no pensantes, para que llegado el momento actuasen sin plantearse las órdenes de los oficiales. Y, finalmente, llega lo inevitable, la lucha y la muerte que Kaji presencia el campo de batalla donde se desarrollan los últimos minutos de la cuarta parte del excelente film de Masaki Kobayashi.
lunes, 30 de abril de 2012
Correo de Indias (1942)
Durante años el puerto de Cádiz fue un centro de suma importancia para la comunicación entre España y América. En la ciudad andaluza se reunían miles de hombres y mujeres que esperaban partir hacia el nuevo continente en busca de un porvenir más esperanzador que el que pretendían dejar atrás. Este contexto geográfico e histórico fue utilizado por Edgar Neville para iniciar Correo de Indias, una tragedia romántica que se expone desde el diario que unos marineros encuentran en el interior del barco fantasma que flota a la deriva. Como consecuencia, la película se desarrolla a lo largo de una analepsis que engloba la práctica totalidad de un film que regresa al puerto de Cádiz para mostrar la cubierta de la fragata que partirá hacia El Callao en cuanto llegue la virreina del Perú (Conchita Montes), quien embarca con la intención de reunirse con un esposo (Antonio Calvo) a quien apenas conoce. Más interesante que la historia de amor, eje central de la trama, son las diferencias entre el viaje de ida y el de vuelta; descubriendo en el primero a unos pasajeros alegres, marcados por la ilusión de mejorar en el nuevo mundo donde las opciones de triunfo todavía son reales, no como en España, sumida en una crisis interna y amenazada por la expansión napoleónica. La partida del correo de Indias reúne a individuos dispares: ladrones, prostitutas, artistas, hombres con o sin profesión, o mujeres que pretende reunirse con sus familiares. La virreina es una más entre estos pasajeros que abandonan su hogar, sin embargo, desde el inicio se muestra distinta, pues se trata de una dama de alta alcurnia, condición que le aparta del resto del pasaje y evidencia las diferencias sociales existentes. El capitán (Julio Peña) no tarda en enamorarse de la virreina, la colma de atenciones y constantemente se preocupa por su estado, aunque sin desatender sus ocupaciones como oficial al mando de la nave. La travesía oceánica está condicionada por la larga duración del viaje y por factores como el clima, que juega un papel determinante, sea por el calor insoportable o por la falta de viento en las velas que provoca que la embarcación no avance. La ida muestra al pasaje, sus costumbres, sus cantos, sus discusiones como consecuencia de un calor que asfixia, pero también se muestra el paulatino acercamiento que se produce entre el capitán y la virreina, quienes antes de llegar al Perú confiesan un amor que no desean que finalice con la llegada al puerto. Correo de Indias inicia una segunda parte cuando el capitán se presenta en la mansión de su amada y, sin desearlo, se encuentra con un virrey que padece una grave enfermedad cardíaca. Ambos hombres mantienen una (innecesaria) conversación que ensalza el carácter español, pero esa sería la única concesión de Edgar Neville al régimen franquista, pues el film trata un tema tabú por aquel entonces y ese tema no es otro que la infidelidad conyugal, hecho que se expone con claridad. Cuando el correo de Indias se encuentra preparado para zarpar llega un mensajero con la noticia de que el virrey y la virreina han decidido viajar a España, pues el noble desea morir en la tierra que le vio nacer. En El Callao se observa a otro grupo de pasajeros, muy diferentes en cuanto a actitud respecto a los que embarcaron en Cádiz, estos hombres y mujeres regresan con las manos vacías y las esperanzas rotas. Resultan seres desencantados, malhumorados y fracasados. La sensación de haber perdido su oportunidad los condiciona y les convierte en seres egoístas que niegan su ayuda a la hora de salvar la nave, que viaja a la deriva tras la fuerte tormenta que a punto estuvo de hundirla. De ese modo se comprueban las diferencias entre la esperanza de la partida y la desesperanza del retorno al viejo continente, creando esta última una sensación de amenaza que se confirma cuando se produce una especie de motín por parte del pasaje, momento clave para el futuro de los presentes, sobre todo para la pareja de enamorados que permanecerá en la fragata cuando esta sea abandonada.
domingo, 29 de abril de 2012
Los siete magníficos (1960)
Para disfrutar por completo Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960) lo mejor es no caer en la tentación de compararla con Los siete samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), una de las obras maestras de Akira Kurosawa y una de las grandes obras del séptimo arte. De hacerlo, el film de John Sturges saldría mal parado y esto sería injusto para un western épico que reúne a un grupo de mercenarios que buscan un sentido a sus vidas, por lo que deciden defender a los habitantes del pueblo mexicano que se muestra al principio de la película. Cada cierto tiempo, Calvera (Eli Wallach) se presenta con sus huestes en la aldea, donde se apodera de aquello que le apetece, sin que los hombres del pueblo hagan algo para evitarlo; no pueden, no tienen armas y, sobre todo, tienen miedo. Sólo les quedan dos opciones: marcharse o quedarse y luchar, como les aconseja el anciano (Vladimir Sokoloff), pero para esto último necesitarían armas, ¿a dónde acudir a comprarlas? Cuando los tres campesinos elegidos para conseguir la mercancía llegan al pueblo fronterizo, descubren que se celebra un funeral un tanto peculiar; allí observan como dos hombres que, no se conocen, suben a un coche fúnebre que nadie se ha atrevido a conducir hasta el cementerio. Lo que sucede a continuación convence a los campesinos de que de nada les servirían las pistolas sin tipos que sepan manejarlas; sin embargo, poco tienen que ofrecer a cambio de unos servicios que podrían implicar la muerte. Los pistoleros expuestos por Sturges son hombres desencantados con su oficio, con su pasado y con su presente; buscan un algo que les haga sentirse diferentes, y que les aparte de una vida que les ha proporcionado sin sabores; ese sensación de haber dejado escapar el tiempo anima a Chris (Yul Brynner) para aceptar la propuesta de los agricultores, a pesar de que sólo le pueden ofrecer veinte dólares por el trabajo, la misma cantidad que recibirán los otros seis magníficos que él mismo elegirá, empezando por Vin (Steve McQueen), a quien ya ha tenido la oportunidad de ver en acción. El reclutamiento del resto del equipo ocupa la primera parte del metraje, mostrando quiénes son y por qué se deciden a emprender un viaje cuyo final podría ser la muerte. Así se unen O'Reilly (Charles Bronson), el elegido de los niños del pueblo, Lee (Robert Vaughn), la ansiedad y el miedo han mermado su confianza en sí mismo, Harry (Brad Dexter), siempre preguntando si hay oro o algo de valor, porque se niega a creer que actúen sólo por esos veinte dólares, Britt (James Coburn), a quien nadie le dice cuándo o de dónde debe irse y, finalmente, Chico (Horst Buchholz), el joven rechazado por su inexperiencia, pero que no se rinde y les sigue hasta demostrar que también él puede ser un magnífico. Los primeros momentos en el pueblo sirven para que conozcan a las gentes, sus costumbres y sus sacrificios; de igual modo que disponen las defensas o entrenan a los habitantes para el inevitable enfrentamiento. La lucha entre los siete y los bandidos se salda en un primer momento a favor de los magníficos, gracias al factor sorpresa y a su talento con las armas. Pero la batalla definitiva no se produce hasta después de la traición de Sotero (Rico Alaniz), un campesino que entrega a los siete porque cree que de ese modo protege a los suyos; ahora los sorprendidos son los magníficos, sorpresa que aumenta cuando Calvero inesperadamente decide dejarles ir, convencido de que no regresarán; sin embargo, estos hombres no actúan desde la lógica sino desde el vínculo que les une a los campesinos y las sensaciones que han descubierto entre ellos.
viernes, 27 de abril de 2012
La horda (1928)
jueves, 26 de abril de 2012
Attack! (1956)
El comportamiento de los oficiales es un tema recurrente dentro del género bélico, ya sea para destacar su valía respecto al mando que se les entrega o su ineptitud y su falta de empatía hacia quienes consideran marionetas desechables que utilizar en su intención de alcanzar objetivos personales y méritos militares. Ambos grupos se dan cita en Attack! (1956) para posibilitar el intimismo subversivo con el que Robert Aldrich dio forma a su cruda reflexión sobre un sistema militar que niega la individualidad al tiempo que potencia el acatamiento de órdenes que no pueden ser cuestionadas, aunque estas nazcan de la incompetencia de un capitán como Cooney (Eddie Albert), quien, al inicio del film, no presta el apoyo prometido a su pelotón, al que abandona a su (mala) suerte a pesar de las reiteradas peticiones de auxilio del teniente Costa (Jack Palance), en quien se genera la impotencia y la rabia por ver morir a sus hombres. Este hecho marca el conflicto que se expone tras los títulos de crédito, que si bien podría pasar por una ajuste de cuentas entre el teniente y el capitán, adquiere tintes más profundos al prevalecer una crítica sin concesiones hacia el militarismo representado en ese oficial carente de valía, que ostenta el mando como consecuencia de intereses como los que mueven al teniente coronel Bartlett (Lee Marvin), en todo momento consciente de la ineptitud de Cooney y de la influencia política de su padre (que podría servirle una vez concluida la guerra). Teniendo en cuenta esta circunstancia, se comprende que para Aldrich el verdadero problema no reside en ese capitán que nunca llega a reconocer su responsabilidad (para él no existe ningún problema ético en su conducta, como tampoco muestra la menor preocupación por la baja moral de quienes sufren las consecuencias de su cobardía y de sus decisiones), sino en quienes permiten y fomentan su posición de poder, la cual encuentra su opuesto en el escepticismo asumida por los tenientes Costa y Woodruff (William Smithers). Estos dos oficiales luchan a diario con sus soldados, a quienes ven como hombres a los que ofrecer una oportunidad para sobrevivir al conflicto, pero su relación con las tropas no es de amistad, aunque sí de respeto y admiración, nacidas ambas de los sacrificios compartidos a lo largo de las batallas.
Los hechos que se producen, tras varias negligencias del capitán, marcan la actitud de sus subordinados al tiempo que convencen a Costa de que su obligación moral es acabar con ese superior que resulta más letal que el enemigo. Por su parte, Woodruff aboga por un enfoque diplomático y se ciñe a las reglas militares, las mismas que impiden cuestionar las decisiones de quienes las asumen sin contar con aquellos que sacrifican en el frente. Esta falta de interés humano predomina en Bartlett y Cooney cuando juegan su partida de cartas, símbolo de la despreocupación de ambos, y se les observa pulcros, aseados, sonrientes mientras beben whisky en sus copas de cristal, imagen que los contrapone a la de los tenientes, sucios, cansados y bebiendo en sus vasos de hojalata. Después del enfrentamiento verbal que se produce en la timba entre Costa y Cooney, Woodruff se encuentra cara a cara con el coronel, a quien expone la realidad que le preocupa. Sin embargo su superior resta importancia al asunto, le dice que no se preocupe porque su unidad no volverá a combatir. No obstante se descubre durante la conversación que Bartlett defiende sus intereses por encima de cuestiones militares, postura que se reafirma al final del film, cuando intenta maquillar las responsabilidades de los actos que se han visto durante los minutos precedentes. Pero la ineficaz intervención de Woodruff empuja a Costa a retomar su idea inicial, pues ha llegado al límite de su aguante, consciente del peligro real que supone un hombre que ha enviado a muchos soldados a una muerte innecesaria. Este hecho no pasa desapercibido para nadie y crea la sensación de que los soldados apoyarían la acción que el teniente tiene en mente. Mientras, Cooney sigue a lo suyo, ocultando su temor detrás de su falsa sonrisa, de su excesivo orden o bebiendo el whisky que esconde en un falso bidón de gasolina, porque en realidad el capitán teme a su subordinado como teme a cualquiera que se le enfrente. Como consecuencia de su miedo decide enviar a Costa a una misión suicida, consciente de que incumplirá su palabra de apoyar al pelotón para que aquel no regrese con vida. El egoísmo, la incompetencia y la cobardía que definen a Cooney lo convierten en ser despreciable para sus hombres, que lo odian, incluso el coronel comparte el desprecio de la tropa hacia quien consideran un ser repulsivo, a pesar de que el capitán intente justificar su carácter pusilánime culpando a la férrea imagen paterna. Sin embargo no es una justificación válida para actos como el de enviar a la muerte a hombres como Costa y su grupo, porque este es deliberado, como también lo es no enviar la ayuda prometida. Esta nueva traición da fuerza al teniente para sobrevivir y cumplir el único pensamiento que anida en su mente, a parte de aquel que le insta a proteger a los suyos. En ese momento final de Attack!, la desesperación de Costa es más fuerte que cualquier otra sensación, porque sabe que si él no hace algo, otros muchos morirán por las decisiones de un oficial a quien alguien le entregó la responsabilidad que nunca llega a asumir.
Un maldito embrollo (1959)
El cine policial es más típico de la cinematografía estadounidense que de la europea, pero eso no quiere decir que no existan excelentes films que presentan como personaje principal a investigadores tan peculiares como el comisario Ingravallo (Pietro Germi), un policía descreído y sarcástico, que acude al palacete donde se ha producido el robo de unas joyas. Allí nadie ha visto el rostro del ladrón, al menos no de una manera que pueda aportar alguna pista para un comisario que pregunta, indaga, sopesa la situación y no tarda en encontrar un sospechoso: Diomede (Nino Castelnuovo), el novio de Assuntina (Claudia Cardinale), la criada de Liliana Banducci (Eleonora Rossi Drago); pero resulta que éste joven no ha podido ser, ya que se encontraba con una turista que pretendía pasar un buen rato. Este primer contacto con Ingravallo permite descubrir a los inquilinos y sus costumbres, cuestión ésta última siempre presente en el film. Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio) fue un film atípico dentro de la cinematografía italiana, más cercana a la comedia o al drama que a la intriga enrevesada que se inicia una semana después del robo, en ese mismo edificio, cuando aparece asesinada Liliana Banducci, crimen que de nuevo lleva al comisario Ingravallo a interrogar a esos mismos vecinos para descubrir posibles móviles e investigar a los sospechosos, entre los que se encuentran Romo Banducci (Claudio Gora), marido de la víctima, y Valderena (Franco Fabrizi), primo lejano de aquella, quien se hace pasar por médico, a pesar de no haber concluido los estudios de medicina. No hay pruebas tangibles, sólo conjeturas o ideas que sirven para desenmascarar aspectos de las vidas de los dos principales sospechosos, individuos que ocultan cuestiones que el detective descubre y que le confirman la ausencia de moralidad de ambos. El comisario no puede ocultar la antipatía que siente hacia esos dos hombres que no puede relacionar con el crimen, y en quienes encuentra aspectos personales que no tendrían nada que ver con la imagen que pretenden ofrecer. Pietro Germi se sirvió de la intriga que se genera como consecuencia de la muerte de la señora Banducci para mostrar el ambiente que rodea a sus protagonistas, de quienes poco a poco se desvelan esas características que les define; así pues, se observa como el inspector se vuelca en un trabajo que le ha conducido a ser ese tipo solitario, rudo y desencantado, un hombre que ha aparcado sus sentimientos, ocultándolos detrás de unas gafas oscuras que, apenas, permiten ver sus ojos, con los cuales estudia el comportamiento de tipos como el falso doctor, un vividor a quien sólo le interesa el dinero, o al esposo de la difunta, para quien sólo cuentan las apariencias, por eso ha intentado ocultar su relación con la menor que su esposa había recogido de la calle. Dicha infidelidad sería descubierta por la difunta, poco antes de su fallecimiento, convenciéndola para cambiar su testamento, evidencia que relaciona su muerte con su esposo; sin embargo, esta nueva pista conduce al mismo lugar de siempre, a un callejón sin salida que lleva a ninguna parte.
miércoles, 25 de abril de 2012
La fuga de Segovia (1981)
Los primeros años de la transición y de la democracia en España trajeron consigo los inevitables y esperados cambios sociales, políticos y culturales que permitieron disfrutar de una mayor libertad en la exposición de pensamientos individuales o colectivos dentro de un país hasta entonces controlado por las ideas de un régimen de carácter dictatorial. La constitución aprobada en 1978 protegía la libertad de expresión que la gran mayoría deseaba, la misma que afectó a todos los ámbitos sociales, entre ellos el cine, donde se produjeron películas que anteriormente serían impensables, como las denominadas cine de destape, un intento por romper con la represión sexual dominante en la sociedad española, o el cine político, dentro del cual los directores pudieron exponer puntos de vista hasta ese instante censurados. Imanol Uribe fue uno de esos realizadores que se benefició del cambio que se produjo en el país, aprovechando la libertad que permitía el nuevo sistema democrático para realizar tres films con los que pretendería analizar la problemática surgida en el País Vasco: El proceso de Burgos (1979) un documental sobre los inicios de la banda armada E.T.A., La fuga de Segovia (1981) y La muerte de Mikel (1983) centrada en un joven homosexual perteneciente a un grupo abertzale. La fuga de Segovia, su segunda película, recrea un hecho real que se desarrolla mediante los flashbacks que se producen como consecuencia de la entrevista que una periodista mantiene con uno de los evadidos del penal castellano; Ion (Xavier Elorriaga) cuenta, con todo detalle, los preparativos y los hechos que se producen antes de la fuga, como también explica los momentos posteriores a la huida. La estancia en la cárcel muestra a un grupo de presos, sus costumbres y su vida en común, paseando o jugando por el patio, cocinando su propia comida, charlando en euskera o agujereando una pared, mientras otros compañeros disimulan el ruido con otros más fuertes, en un intento de que los celadores no puedan confirmar sus sospechas hasta que ya sea demasiado tarde. La parte final de La fuga de Segovia sigue a la treintena de evadidos que escapan por el túnel y suben al camión que les aguarda, y en cuyo interior viajan hasta trasladarse o otro más seguro con el que pretenden llegar al punto de encuentro, pero los planes no salen como habían esperado y se ven obligados a desperdigarse, mientras los cuerpos de seguridad del Estado emprenden su busca y captura. En un momento de la entrevista, la periodista pregunta si habían pensado en una amnistía; Ion dice que sí, pero que ésta no se produjo; sin embargo, sus palabras finales corroboran que todos los participantes detenidos durante la escapada fueron puestos en libertad en una amnistía general pocos meses después de la fuga. La muerte de Franco se había producido poco antes de la evasión, hecho que confirmaba el final de una mala época y el nacimiento de un sistema más justo, que defendería las libertades individuales y colectivas, aunque algunos no lo entenderían así.
Nubes flotantes (1955)
El periodo de posguerra japonés estuvo marcado por el pesimismo social, la destrucción física y la psicológica de quienes vivieron ese momento de reconstrucción, tanto colectiva como individual, de un país en ruinas y controlado por fuerzas extranjeras. Durante los primeros años de posguerra el cine estuvo bajo la supervisión del ejército estadounidense, lo que deparó que alguna temática fuera censurada, sin embargo, la censura no tardó en desaparecer. Como consecuencia, algunos cineastas como Akira Kurosawa, Mikio Naruse, Masaki Kobayashi o Kaneto Shindô pudieron reflexionar en algunas de sus películas sobre cómo afectan las consecuencias que directa o indirectamente derivaron de la contienda. Mikio Naruse, uno de los más grandes y desconocidos cineastas japoneses surgidos hacia el final del periodo silente, tomó como telón de fondo para dar forma a Nubes flotantes (Ukigumo) ese periodo de recuperación de su país consciente de su pérdida y de las secuelas, las físicas de un país destruido y las psíquicas de personas destruidas moralmente, que se descubren dentro del entorno. Como buen estudioso de la intimidad de sus personajes, Naruse enfocó la historia de Nubes flotantes ofreciendo el protagonismo a Yukiko (Hideo Takamine) y Tomioka (Masayuki Mori), dos amantes que se reencuentran tras una guerra que ha dejado al país en la ruina que se observa en las calles de Tokio por donde Yukiko deambula en busca de la promesa de amor realizada cuando los amantes se conocieron en la Indochina francesa. Yukiko recuerda aquellos lejanos momentos en el sudeste asiático, a donde habría llegado para escapar de una mala experiencia que reaparece en el presente cuando se encuentra con Iba (Isao Yamagata). En Indochina conoció a Tomioka, quien, tras su aparente indiferencia inicial, le prometió divorciarse de su mujer y convertirla en su nueva esposa. Sin embargo, no lo ha cumplido su palabra, como había asegurado que haría, parece como si quisiera olvidar aquel periodo que la aparición de Yukiko le recuerda, porque ha perdido todo tipo de emoción, perdido en sus propios pesares, incluso llegando a confesar que ha perdido su alma. Para Yukiko nada importa salvo ese hombre a quien ama, vive obsesionada por un amor no correspondido, un sentimiento que la arrastra a una vida de sin sabores, vacía y rodeada de la carestía que predomina en el exterior, pero también en en su interior. Sin oficio y sin saber qué hacer tras la negativa de Tomioka, se convierte en la amante de un soldado americano, sin embargo, solo es algo pasajero, como también su relación con Iba, el hombre que la violó en el pasado. La idea de ser la esposa de Tomioka nunca la abandona, por eso siempre sucumbe cuando este aparece; se deja llevar por su presencia a pesar de que él se comporte como si no sintiese nada más que un deseo que se calma tras unos días juntos. Nubes flotantes interioriza en personas que no saben hacia dónde se dirigen sus vidas, seres perdidos que parecen arrastrados por un viento que les impide alcanzar sus deseos, ya sea por un presente de pesimismo o por un pasado que Yukiko no puede, ni quiere, olvidar, porque en él simboliza las promesas y la ilusión, las cuales no tienen cabida en ese periodo actual, confuso y marcado por el rechazo de un hombre que se ha encerrado en sí mismo como consecuencia de sus fracasos y de las escasas posibilidades de salir adelante. Además se trata de un hombre que rechaza sus emociones y, por lo tanto, también lo hace con las de quienes le rodean, sobre todo las de esa mujer siempre dispuesta a entregarse a quien la abandona por una nueva amante (Mariko Okada), más joven y alegre. La imposibilidad de la relación semeja suavizarse hacia el final de Nubes flotantes, cuando surge un claro para la esperanza, pues Tomioka comprende y acepta el amor que siente por una mujer que le ama más que a su dignidad o a su vida; sin embargo, el final no es amable, sino sincero y por lo tanto doloroso, porque así sería el presente que les envuelve y separa.
martes, 24 de abril de 2012
El ejército de las sombras (1969)
Jean-Pierre Melville realizó su personal visión de la ocupación de Francia durante la Segunda Guerra Mundial desde la intimidad de sus personajes, miembros de la resistencia como Philippe Gerbier (Lino Ventura), que lucha en la sombra desempeñando labores que no se ven, pero que sí se dejan notar. El pensamiento de Gerbier se escucha para mostrar sus dudas, sus miedos o su humanidad, como también habla de los hechos que se observan en El ejército de las sombras (L'armée des ombres), donde no se expone una lucha espectacular, sino los problemas diarios a los que se enfrentan hombres y mujeres que resisten y golpean al invasor, agrupados en pequeñas células organizadas que se esparcen por todo el territorio francés. El trabajo resulta arduo, plagado de problemas que se presentan en la inevitable toma de decisiones de su día a día, hechos como la ejecución de un traidor o la responsabilidad de enviar a los miembros del grupo a realizar misiones de las cuales podrían no regresar. La lucha no termina aunque caigan algunos, otros ocuparán su lugar, uniéndose a ellos por ideales o amistad, como el caso de Jean-François (Jean-Pierre Cassel), un joven que piensa que conoce mejor a sus compañeros de armas que a su propio hermano (Paul Meurisse), de quien ignora su participación en la resistencia; su pensamiento confirma la cercanía que nace entre los miembros del grupo y el alejamiento de sus seres queridos. El arresto de Félix (Paul Crauchet) pone en jaque a sus compañeros, y convence a Jean-François para que sacrifique su libertad en un intento de llegar hasta él para proporcionarle una salida, al tiempo que Mathilde (Simone Signoret), a quien todos sus compañeros admiran, planea la fuga de un hombre al que no logra salvar de las torturas de sus interrogadores. El constante peligro al que se ven expuestos, sus escasos recursos, la pérdida de identidad o del contacto con sus familiares, son cuestiones que surgen como consecuencia de una labor oscura, peligrosa y clandestina, en la que el anonimato forma parte esencial de su seguridad y la de los suyos. No son héroes, sino individuos acorralados por las circunstancias que les plantean enfrentamientos entre los sentimientos personales y el deber de proteger al resto de miembros de la resistencia, cuestión que se expone con gran crudeza cuando Mathilde cae en manos de los alemanes. Los hechos narrados por Melville demuestran como esos hombres y mujeres anónimos sienten miedo real, dudas reales y una afinidad que nace de su contacto diario, de su compromiso con el grupo y de sus ideas; son personas clandestinas que no pueden hablar de su labor, ni siquiera con sus seres queridos, una norma no escrita que todos deben aceptar, como también aceptan las inquietudes y los sacrificios que conlleva la lucha desde las sombras que les protege y a la vez condena.
Doctor Zhivago (1965)
domingo, 22 de abril de 2012
Oro en barras (1951)
viernes, 20 de abril de 2012
El secreto de Santa Victoria (1969)
Santa Vittoria es un pueblo que vive ajeno a la guerra, pero la guerra no es ajena al pueblo, por eso no tardará en verse envuelto en el conflicto, pero desde una perspectiva distinta a la de los soldados del frente. Los habitantes de Santa Vittoria también deben vencer al enemigo, pero lo harán con la astucia y la mentira, porque no puede consentir que se le robe lo único que poseen. Fabio (Giancarlo Giannini) entra en el pueblo gritando que Mussolini ha muerto, pero sus vecinos tardan en comprender el significado de sus palabras: el fin de la opresión fascista. La antigua autoridad sabe que la única opción para salvar el cuello es la de escuchar a las masas, y lo que oyen son voces y más voces que aclaman al vinatero Bambolini (Anthony Quinn); si esa es la decisión del pueblo, él será el nuevo alcalde. Ahora Bambolini es el representante de sus vecinos, aunque todos tienen una opinión de él similar a la de Rosa (Anna Magnani), su esposa. Rosa y Bambolini siempre están discutiendo, aunque mejor sería decir que Rosa siempre le reprocha su conducta de payaso borracho; hasta que, literalmente, le echa a patadas de casa. Bambolini no se ha roto ningún hueso (los necesitará más adelante para enfrentarse a los alemanes) y se acomoda en el ayuntamiento, donde, a parte de dormir, saca a relucir sus cualidades políticas, como demuestra su brillante idea de nombrar un consejo de gobierno compuesto por las personalidades más relevantes de la villa. Como comienzo de mandato no se le puede pedir más a ese hombre a quien se le acusa de no saber hacer nada, y que tendrá que aplicarse a fondo cuando Fabio regresa con la noticia de que, en de pocos días, los alemanes llegarán Santa Vittoria para llevarse el vino. En las bodegas de Santa Vittoria reposan alrededor de 1.317.000 botellas, el único tesoro que poseen y que no pueden permitir que caiga en manos de los invasores, pero ¿cómo engañarles? Carlo (Sergio Franchi), el desertor, tiene la respuesta: esconderlas tras las paredes de la cueva romana que se encuentra a las afueras. La idea es del gusto de Bambolini, quien la anuncia sin demora para que todos y cada uno de los habitantes de Santa Vittoria colaboren formando una cadena humana por la que desfilarán 1.000.000 de botellas; dejando poco más de 300.000 para que los alemanes no sospechen de la tomadura de pelo de la que serán víctimas. La primera parte de El secreto de Santa Victoria (The Secret of Santa Vittoria) muestra a la población eufórica tras el derrocamiento de las autoridades anteriores, a quienes arrestan y a quienes utilizan en un momento crucial para el pueblo. Durante el periodo de calma que precede a la llegada del capitán Von Prum (Hardy Kruger) se expone la inestable relación entre Bambolini y Rosa (la presencia de Anthony Quinn y Anna Magnani es lo mejor de la película), pero también se muestra el amor que surge entre la condesa Caterina (Virna Lisi) y Carlo, pertenecientes a dos clases sociales diferentes que les ha mantenido separados en el pasado, o los sudores y temblores corporales que dominan a Angela (Patrizia Valturri), la hija de Bambolini y Rosa, cada vez que Fabio se encuentra presente. Bambolini como hombre inteligente que es, no sabe cómo resolver el problema de su hija, así pues, como haría cualquier buen alcalde, delega en alguien (Rosa) para escurrir el bulto. Con la aparición del invasor la situación cambia, y Bambolini muestra su valía y su valor al engañar a los alemanes de manera convincente; éste alcalde, considerado un payaso, arriesga su vida por el vino, por Santa Vittoria y por recuperar el amor de su mujer, la única persona capaz de decir cuanto piensa, a pesar de que con sus palabras ponga su vida en peligro. Pero el capitán Von Prum no es un asesino, es un soldado, por eso sus métodos no son tan crueles como los que emplearía la SS o el oficial que la representa y que representa el verdadero peligro para el vino que tanto significa para el pueblo.
jueves, 19 de abril de 2012
El sargento York (1941)
Trasladar la vida de un personaje real al cine puede plantear el problema de perderse en los hechos que se narran, y que éstos pierdan interés a medida que transcurre el metraje, hasta convertirse en una sucesión de imágenes que se alejan del lenguaje y tiempo cinematográfico, para convertirse en una caricatura tópica del personaje en cuestión. Howard Hawks no cayó en el error de intentar mostrar todos los aspectos que rodearon a Alvin C. York, encarnado con gran convicción por uno de los mejores actores que ha dado el cine estadounidense, Gary Cooper, quien dotó de humanidad y credibilidad a un personaje que inicia su recorrido sin saber qué hacer con su vida; desencantado con las tierras que trabaja y sin ninguna meta. Los primeros momentos muestran a un individuo carente de ilusiones o de un pensamiento que le impulse a enderezar su rumbo, lo cual sirve para realzar su transformación a ese hombre de fuertes convicciones morales en el que se convierte, y que por una ironía de la vida será proclamado héroe de guerra. Alvin C. York fue el soldado estadounidense más condecorado de la Primera Guerra Mundial, sus menciones se deben a la captura de ciento treinta y dos soldados alemanes y a la muerte de más de una veintena, suceso que se desarrolla en la parte final de la película. Sin embargo, su historia empieza en un pequeño y apartado pueblo de Tennessee, donde se descubre a un Alvin (Gary Cooper) pendenciero, que malgasta su tiempo entre borracheras y peleas, sin ninguna idea a la que aferrarse. Su madre (Margaret Wycherly) justifica el descontrol de su hijo en la necesidad de liberarse de la dureza y desesperación que le produce arar unas tierras rocosas que apenas producen. La vida de Alvin cambia cuando conoce a Gracie (Joan Leslie), de quien se enamora y a quien asegura que será su esposa; desde ese instante adquiere una meta que marca el cambio que se observa. Trabaja de sol a sol, apenas descansa, en su mente sólo cabe la idea de adquirir la parcela que debe pagar en un plazo de sesenta días, sin embargo, cuanto Alvin hace y sacrifica no vale de nada al descubrir que el vendedor ha incumplido su palabra. La desesperación sustituye a la ilusión, se siente impulsado a asesinar al hombre que le ha engañado, pero antes de encontrar a su víctima se produce un hecho que le cambia para siempre. Alvin cree haber visto una señal divina, hasta ese momento sus creencias religiosas han brillado por su ausencia, sin embargo, ese extraño hecho le convierte en un hombre de profundas creencias religiosas, las mismas que no le permiten alistarse en el ejército cuando su país entra en el conflicto. No obstante, el pastor Pile (Walter Brennan) le aconseja que se presente voluntario y que pida la exención declarándose objetor de conciencia, pero el resultado no es el deseado y Alvin es enviado al campo de entrenamiento donde destaca por su excelente puntería. En el interior de Alvin se desata un conflicto entre el deber (idea de patriotismo) y la moral (idea religiosa), una discusión que se resuelve a favor del primero, después de que el mayor Buxton (Stanley Ridges) le conceda un permiso para que se retire a pensar a las montañas que le vieron nacer. Desde una perspectiva cinematográfica El Sargento York (Sergeant York) no es un film bélico propiamente dicho, sino el seguimiento, más o menos biográfico, de los hechos más destacados de la transformación de un hombre que ha encontrado el camino que calma sus ansiedades, pero que, muy a su pesar, se convierte en un héroe aclamado por la multitud por hacer algo que no deseaba hacer (matar); porque lo que él desearía sería vivir en su valle, cuestión que queda patente antes, durante y después de su estancia en el frente europeo.
miércoles, 18 de abril de 2012
¡Qué verde era mi valle! (1941)
La voz nostálgica del Huw adulto atraviesa el marco de la ventana de la casa en la que siempre ha vivido, la misma que está a punto de abandonar para no regresar jamás mientras afirma que los rostros y recuerdos del pasado se hacen más nítidos y reales que cualquier acontecimiento de su presente. Sus palabras muestran al niño que fue, las casas, el valle y las personas que marcaron su infancia y su vida. Sus pensamientos son para ellos antes de despedirse para siempre de las tierras donde, en un pasado lejano, fue feliz. ¡Qué hermoso era su valle antes de que los residuos del carbón cubriesen su verdes laderas! ¡Qué tranquilo sin el hambre, las huelgas y los despidos que rompieron una vida familiar, pacífica y amistosa!, exclama la sensibilidad de John Ford en las imágenes de ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), en sus personajes y en cada palabra pronunciada por la voz de Huw, que, además de expresar sentimientos de admiración, ternura o amor, transmiten los cambios que se produjeron a su alrededor y que convirtieron su paraíso infantil en un lugar donde los prejuicios y la falta de oportunidades rompieron la armonía de su familia. Los Morgan eran mineros, personas de bien que solo pretendían llevar una vida digna, en la que no faltara un plato en esa mesa alrededor de la cual se reunían y no hablaban. Sin embargo, sus lazos no tardaron en romperse como consecuencia de un presente aciago que los obligó a desperdigarse por el mundo, en busca de las oportunidades que su valle les negaba. La marcha de los hermanos se produjo en silencio, figuras que se alejaban en una oscura y triste soledad, la misma que dominaba a esos padres que no se despedían, porque así mantenían la ilusión de que sus hijos siempre vivirían en aquel hogar que Huw recuerda durante toda la película desde la emoción y el desencanto que le produjo el final de una época que añoraría hasta el final de sus días. Por las calles su pueblo minero, Huw (Roddy McDowall) corría y disfrutaba camino de la tienda en la que compraba aquellos caramelos que parecían no acabarse nunca. Fue por aquel entonces cuando descubrió su primer amor: Bronwyn (Anne Lee), la prometida de su hermano Ivor (Patric Knowles). Pero, además de Ivor, Huw tenía otros cuatro hermanos, también mineros como su padre (Donald Crisp), y una hermana llamada Angharad (Maureen O'Hara), jovial y decidida, que no tardaría en enamorarse del hombre que acababa de instalarse en la vicaria del pueblo. El pastor Gruffydd (Walter Pidgeon) marcó de un modo especial la vida de Huw y de un modo trágico la de Angharad. Gruffydd y Angharad se enamoraron en el instante que cruzaron sus miradas, todo apuntaba a que pronto estarían juntos, sin embargo, las decisiones, a menudo no deseadas, les separaría irremediablemente. El pastor, consciente de que no podría ofrecer a Angharad lo que ella se merecía, rompió sus esperanzas y las de la joven, lo que provocó que ella aceptase asumir un matrimonio indeseado y que nunca la satisfizo, porque nunca podría borrar un amor verdadero, pero imposible. La nostálgica y omnipresente mirada del joven protagonista de ¡Qué verde era mi valle! nace del recuerdo de su despertar a la vida, y lo hace de tal manera que permite al espectador ser testigo excepcional de sus descubrimientos e ilusiones, y de su paulatina comprensión de cuanto le rodea y afecta como sería el desmoronamiento de una familia en la que su padre era la cabeza y su madre (Sara Allgood) el corazón, pues en ella residía la fuerza que los mantenía unidos, como demostró al plantar cara a los huelguistas que habían atacado a su marido. Allí, delante de todos (hijos incluidos), soltó un discurso con el cual dejó clara su postura y evidenciaba la estupidez de unos vecinos a quienes el señor Morgan nunca había dañado. Satisfecha, se retiró con su hijo Huw, pero con la mala fortuna de caer en un charco helado, del cual lograron sacarles con vida. Desde aquel instante, la señora Morgan y su pequeño permanecieron convalecientes sin poder levantarse de la cama. Las piernas de Huw se habían congelado y el muchacho se convenció de que nunca podría volver a andar, hasta que la presencia del señor Gruffydd, con sus palabras y sus libros, le devolvió la sonrisa, que implicaba la esperanza de volver a caminar entre las hierbas y las flores de su valle, el mismo lugar que describe con la certeza y la emoción de que mientras él viva aquellos rostros del pasado no desaparecerán.
martes, 17 de abril de 2012
Ellos no olvidarán (1937)
Durante la década de 1930 se realizaron excelentes films de denuncia social, sus ejemplos más claros serían Furia (Fury, 1936) y Sólo se vive una vez (You only Live Once, 1937) de Fritz Lang, o Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932) de Mervyn LeRoy, quien también dirigió Ellos no olvidarán (They Won't Forget, 1937), película donde expuso como los prejuicios, la ambición o el odio, generan la injusticia que se desata en una pequeña villa sureña. El encuadre inicial muestra a varios ancianos que lucen el uniforme confederado, ellos serían los últimos vestigios del pasado que se conmemora ese día, una época que recuerdan y que no se ha borrado de los corazones de sus habitantes. Ellos no olvidarán presenta varios aspectos, que van desde la ambición política que se descubre en el fiscal Andy Griffin (Claude Rains) hasta la distorsión de la realidad que realiza el periodista Bill Brock (Allyn Joslyn), mostrando el poder de la prensa para influir en la opinión pública; sin embargo, lo más destacado sería la ausencia de la presunción de inocencia en el caso de Robert Hale (Edward Norris), quien antes de ser juzgado ya ha sido condenado por los habitantes de una ciudad que no cree en su inocencia. La desgracia de Hale comienza el día de la conmemoración sureña, cuando se encuentra impartiendo una de sus clases en el colegio Baxton, antes de que el director le interrumpa, le ridiculice y envíe a las alumnas a participar en los festejos. Hale se quede sólo en el interior del edificio, sin saber que Mary Clay (Lana Turner) ha regresado para recoger su bolso; como tampoco lo sabe Redwine (Clinton Rosemond), el portero que disfruta de una siesta que le impide observar lo que sucede. Desde que se encuentra el cadáver de la alumna se producen varios hechos fundamentales para el futuro de Hale: la reclamación de venganza por parte de la familia, la oportunidad que Griffin esperaba para poder conquistar la opinión pública, y con ella el puesto de senador, o la ocasión de que Bill Brock tenga entre sus manos una noticia de verdad, no las nimiedades que ha publicado hasta ese momento. El primer sospechoso para la policía resulta ser el portero, un hombre de color que jura, una y otra vez, que él no ha sido; sin embargo, no tarda en dejar de ser el principal sospechoso cuando se descubre que Robert Hale se encontraba en el interior del edificio en el momento del crimen. Una serie de pruebas circunstanciales le apuntan como autor del asesinato, en realidad sólo sería una: la mancha de sangre en su chaqueta, consecuencia de un corte que se produjo en una peluquería cuyo dueño testificará en falso durante el juicio, como también lo harán otros testigos. Antes de que el fiscal realice la acusación formal ya se le considera culpable; Griffin escucha como sus posibles electores emiten un veredicto de culpabilidad que le convence de que se trata de la oportunidad que aguardaba para alcanzar su objetivo (que evidentemente no sería la búsqueda de la verdad, como confirma su frase al final del film).
El juicio de Robert Hale se convierte en un enfrentamiento a nivel nacional (procede del norte del país), apartándose de la realidad en sí, que sería juzgar la culpabilidad o inocencia de quien utilizan para fines personales, permitiendo que rebroten viejos odios, lo cual sería fatal para un hombre en la situación del profesor. Ellos no olvidarán no es una película de intriga, pues no busca ni suspense, ni misterio ni un culpable (aunque Mervyn LeRoy apunta un posible sospechoso cuando Mary Clay entra en el colegio). Tampoco se puede esperar un “final feliz”, porque se trata de un film que busca constatar una injusticia cometida por los miedos, la venganza, el odio y los prejuicios que dominan a esa sociedad que le juzga. El final del film, tras la conmutación de la pena capital por parte del gobernador, resulta de gran crudeza, tanto por el desenlace que se omite, pero que queda perfectamente mostrado mediante el saco que cuelga en el poste de la vía, como por las palabras finales del periodista y del fiscal, quienes no parecen arrepentidos en ningún momento de los hechos que han ayudado a provocar.
El cuarto mandamiento (1942)
El segundo largometraje realizado por Orson Welles no resultó como él hubiera querido, o al menos así lo confirmó su descontento. Durante su estancia en Brasil, adonde había ido a rodar un documental que no llegó a concluir —“inconcluso”sonaría una y otra vez a lo largo de su carrera cinematográfica—, los responsables de la RKO decidieron acortar la duración prevista por el cineasta, que rondaba los ciento treinta minutos. De modo que en el estudio se aprovechó la ausencia del director y guionista para el montaje del film. Este hecho produjo el enfado del realizador, hasta el punto de asegurar que habían estropeado su película, ya que se había cortado la parte fundamental de la historia. Pero, a pesar de la intervención en la sala de montaje de Robert Wise —que también dirigiría el final impuesto por los directivos, y quien dos años después debutaría como director con la excelente La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People, 1944)— no desentona dentro de la filmografía de Welles. Incluso con su mutilación de más de cuarenta minutos, se trata de una gran película —quién sabe si mejor o peor que la que habría deparado el montaje del director—, que funciona con fluidez a lo largo del drama que se centra en la figura de un personaje, engreído, infantil y consentido, obsesionado con su posición social.
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