Mostrando entradas con la etiqueta directores. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta directores. Mostrar todas las entradas

miércoles, 17 de septiembre de 2025

¿Quién quiso ser Robert Redford?


Nunca quise ser Robert Redford, ni ningún otro actor de Hollywood y de ninguna parte, salvo tal vez Clint Eastwood, Jason Robards o Charles Bronson cuando se dejaban acompañar de Sergio Leone, pero he de reconocer que Redford, los nombrados u otros como su amigo Paul Newman, Cary Grant, Humphrey Bogart, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi, Fernando Fernán Gómez o Sean Connery, siempre han estado ahí, desde que tengo recuerdos de cine. Crecí con héroes y villanos de celuloide, de literatura y de fantasía. Incluso en la calle de mi infancia teníamos alguno. Ahora, pesando en Redford, me viene a la mente su timador en El golpe (The Sting, George Roy Hill, 1973), junto a Paul Newman, y pienso en lo mucho que me divirtieron y en que ambos, con su alegría y sus chanchullos, me hicieron querer engañar a todos. En realidad, me hicieron más divertidos mis momentos de cine, no solo en esa película sino en muchas otras. Ahí quedan, en la memoria y en la pantalla, su fugitivo en Jauría humana (The Chase, Arthur Penn, 1967), el sheriff Cooper, su guionista en Tal como éramos (The Way We Were, Sydney Pollack, 1973), El gran Gatsby (Jack Clayton, 1974), su intelectual en Los tres días del Cóndor (Three Days of the Condor, Sydney Pollack, 1975), Jeremiah Johnson, El candidato (The Candidate, Michael Ritchie, 1972) a gobernador, el periodista de Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976), Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980), El jinete eléctrico (The Electric Horseman, 1979) al que dio vida para su colega Sydney Pollack, el director con quien más veces repitió, o su Sundance Kid en Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and Sundance Kid, George Roy Hill, 1969), por citar algunos de los personajes que interpretó. Recuerdo más; creo recordarlos a todos, igual que recuerdo sus incursiones en la dirección. Algunas me gustaron más, otras menos, pero, tal vez, en la inmediatez, Quiz Show (1994) sea, de las que dirigió, mi preferida. En ella se resume parte de su filosofía, de su intención de independencia y de desvelar, de su descontento hacia un sistema manipulador y de su intención de dotar a sus películas de una posibilidad de cambio, de una opción diferente a la establecida. No tengo ni idea, pero creo que esa mejora era marca de fábrica, y fue la que le llevó a intentar superarse, a la producción, a la dirección y a crear el festival de cine de Sundance, el cual no sé si salió como el pretendía. En todo caso, esa es otra historia, y de la suya me quedo la idea que de él puedan darme sus rostros de celuloide, los de un desconocido que entró a formar parte de mi cotidianidad fílmica siendo tantos tipos distintos y a la vez siendo siempre Robert Redford…

lunes, 18 de agosto de 2025

Werner Herzog y el camino


Siempre que camino, pienso; y siempre que pienso, camino. ¿Son dos actividades distintas, aún cuando van acompasadas? Me cuesta encontrar respuestas, a menudo ni las quiero, porque me gusta el caminar y pensar sin precisar objetivos, sin explicarme finalidades en las que solo veo etapas que transitar o de las que alejarse. No me obsesionan las metas, no son importantes; solo hacen e insisten en que lo parezcan. Me decanto por dar pasos propios que en ocasiones siento extraños. Antonio Machado versificó <<Caminante no hay camino, se hace camino al andar…>>, y no le faltaba razón ni sentimiento al poeta al escribirlo, pues la existencia humana no deja de ser un sendero repleto de curvas y de ramificaciones que cada quien ha de andar hasta que deje de hacerlo. Tal como el poeta, muchos otros lo hemos visto así y vivimos conscientes de estar caminando, en la quietud y en movimiento. ¿Cuál es nuestro destino? La respuesta no es importante, lo importante es el caminar. <<Mi primer paso es firme. Y la tierra tiembla. Cuando camino, es un bisonte el que camina. Cuando descanso, es una montaña la que reposa>>, dice Werner Herzog una vez en marcha. Así es su vida y su cine: un constante caminar, lo que quiere decir, que se encuentra dispuesto al movimiento, al viaje, a aceptar los imprevistos del camino, intentando superar los obstáculos no siempre salvables, tantas veces sin rumbo fijo, avanzando o retrocediendo, pues, en ocasiones, regresar sobre los pasos dados posibilita el descubrir nuevos caminos o aquellos que, con anterioridad, pasaron desapercibidos. También el descansar forma parte de cualquier viaje, es necesario el detenerse y contemplarnos y contemplar nuestro alrededor. ¿Qué queda atrás? ¿Qué hay delante? A menudo ignoramos el pretérito y fantaseamos el porvenir en un presente siempre en fuga. Por mucho que caminemos atrapados en él, se nos escapa. Nacido en 1942, en Múnich, cuando el curso de la guerra anunciaba un cambio en el devenir del conflicto mundial, los aliados ya bombardeaban suelo alemán y uno de esos devastadores ataques aéreos convenció a la madre de Herzog para salir de la capital bávara y establecerse en las montañas de Sachrang, en el pueblo más remoto de Baviera, situado en un estrecho valle junto a la frontera con Austria. Allí creció el niño, en contacto con la naturaleza, con la tierra, lejos del mar, con sus costumbres y sus misterios, hasta que a los trece años regresaron a Múnich y descubrió la ciudad. Herzog inició su etapa educativa formal, mas esta no le atraía. La suya era la informal: el vivir en esa educación que uno comprende que nunca se completa, porque es la humana, la que se va haciendo y deshaciendo a lo largo de caminos que conducen a ninguna parte, a paradas imprevistas, a otras esperadas, y a encrucijadas donde elegir sin saber qué se esconde tras el horizonte, si picos o depresiones, si valles fértiles o desiertos en los que alguna fata morgana nos engaña, tal vez para hacernos ver que la vida es sueño o que soñamos vivir hasta que nuestro devenir nos despierte a orillas del fin del mundo o del mar manriqueño…

miércoles, 23 de julio de 2025

Jacques Tati, héros Hulot

Fotografía de Jacques Tati, tomada por André Cros (fuente: wikipedia)

Me reconozco en Jacques Tati, tal vez porque su humor me sepa subversivo, al mandar a “tomar por ahí” al supuesto progreso, que el cómico comprende que solo es tecnológico, ni social ni humano (en un sentido humanitario y humanista). Me gusta su personaje Monsieur Hulot, que crea “involuntariamente” el caos para llamar la atención sobre la superficialidad y el esnobismo, sobre la modernidad y su velocidad de escape hacia no se sabe muy bien dónde; ese movimiento de huida constante que espanta la quietud y relega al olvido el tiempo para pensar e incluso el destinado a disfrutar de aquellas cosas en las que los sentidos ya no se detienen o lo hacen (hoy) con la finalidad de crear contenido audiovisual que compartir y con el que llamar la atención. La crítica a la vida a plena carrera, sin mirar atrás, ni a los lados, ni al frente, ni detenerse a saborear el instante, ni a quien te sale al encuentro, ya asoma en Día de fiesta (Jour de fête, 1949), en el pueblo donde la calma se ve interrumpida por el documental donde se muestra el reparto a la “americana” que afectará al cartero protagonista. Ese “más rápido, más rápido” con el que Tati no está de acuerdo, pero que su repartidor ciclista asume como máxima evolución y ejemplo a seguir…

En Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de M. Hulot, 1953) parece que regresa cierta quietud, pero solo es un espejismo que desaparece en Mi tío (Mon Oncle, 1958) y sobre todo en Playtime (1967) y Traffic (1971), que se lanza a la carretera y al salón del automóvil. El cómico francés hereda de Charles Chaplin el ir a contracorriente, pero deshecha la sensibilidad de aquel, tal vez por temor a caer en lo sensiblero o porque prefiera expresar otro tipo de rebeldía y de humanismo, el que representa alguien que no sabe que es uno de los últimos representantes de un modo de vida que se extingue. Hulot no busca ser marginal, ni es egoísta, todo lo contrario, de ahí que siempre se ofrezca y nunca pretenda transgredir las normas; solo vive según su idea del mundo, que el ve con ojos generosos y todavía a su altura, pues habita un espacio no vertical (en un barrio sin edificios que aspiren a rascacielos) ni tecnológico, esa moda de rodearse de tecnología, de ponerla al servicio doméstico y cotidiano, queda para la modernidad que abrazan su hermana y su cuñado en la casa de Mi tío. En cierto modo, él es la inocencia perdida. La tranquilidad de Hulot, que no pocos de quienes le rodean observan con extrañeza, tal vez salvo los niños y los perros, de la que otros se ríen o lo toman por idiota, define al defensor, inconsciente de serlo, de un tipo de estar y de vivir ya en desuso —el también defendido por Akira Kurosawa en Ikiru (1952), que queda reflejado en el parque y el columpio, lejos de la burocracia y ajeno a las prisas que habían dominado al inicio del film—, tal como irá asomando en siguientes comedias del personaje. En ellas, Tati enfrenta el vértigo y la idiotez de la sociedad tecnológica con la tranquila postura que representa su héroe, porque, para mí, Hulot es uno de los grandes héroes cinematográficos; no un antihéroe como pueda suponerse por su “patosismo”, el que da pie a que Tati desarrolle espléndidos e hilarantes gags, todos ellos estudiados hasta el más mínimo detalle para alcanzar el efecto pretendido por este gran cómico y creador de situaciones, cuyo héroe de celuloide supera cualquier obstáculo y cuya forma de ser perturba un entorno en vías de deshumanizarse, donde la serenidad, la generosidad, la amabilidad y la inocencia representadas en el protagonista de Mi tío, que parecen ya no tener cabida en el presente o que se encuentran en desuso, o solo usadas por él y por otros “Hulots” hombres y mujeres más…

miércoles, 18 de junio de 2025

Terence Malick, en unas pocas líneas



Las películas que más disfruto de Terrence Malick son sus tres primeras: Malas Tierras (Badlands, 1973), Días de cielo (Days of Heaven, 1978) y La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998). Tras esta, tal vez aún no tanto en El nuevo mundo (The New World, 2005) y en El árbol de la vida (The Tree of Live, 2011), su cine me invita a irme de sus no historias. Ya no se trata de que prescinde de tramas, lo cual me parece perfecto, sino de que no conecto con las existencias que esboza en sus personajes. Las dudas y las reflexiones que les escucho lo tomo como prolongaciones del pensamiento de Malick y de sus intenciones e intereses. Esto no deja de ser normal, incluso lógico y necesario, en alguien que quiere expresarse; y él lo desea, lo busca y, aventuraré, que lo consigue a su manera, aunque su modo de hacerlo ya no va conmigo. Me cansan sus planos, las reflexiones que atribuye a sus modelos, y me aleja de cuanto asoma en la pantalla, cuando no me provoca una sonrisa cínica que me lleva a la conclusión de que tengo mis propias preguntas, apenas respuestas, y mi propio camino desconocido por recorren y donde tropezar hasta que muera. En sus siguientes títulos, por ejemplo en To the Wonder (2012) y Knight of Cups (2015), radicaliza su búsqueda de crear un cuerpo cinematográfico para su filosofía existencial o de dar esencia filosófica a un cine de existencias en continúa búsqueda, pero ancladas en las preguntas a las que les obliga el ciénagas. Debido a la sensación de “falsedad” que me genera, en su forzar voces e imágenes para sus ideas, pierde mi atención. Las cuestiones vitales y la poética que presumen sus películas van siendo más y más forzadas, y no siento poesía ni logro tomarme en serio los pensamientos que se escuchan —se me antojan leídos de un texto escrito para la ocasión; que así es, claro, pero me suena artificial y no me invita a una reflexión sobre lo que expone en pantalla— lo que no juega a favor. Aparte, y esto es muy lícito, hace cine para él, en todo momento reconocible, y no para el público, aunque tenga su público y un prestigio no sé si merecido, porque todo prestigio es otorgado por los otros. No nace de la obra ni del obrero, sino de quienes la contemplan y/o de quiénes acatan los criterios que inician el prestigio, una ilusión que no tiene porque coincidir con la calidad…

lunes, 9 de diciembre de 2024

José Buchs, pionero del folclorismo cinematográfico español


Nacido prácticamente a la par del cinematógrafo, José Busch (Santander, 1893-Madrid, 1973) pasó de ser actor aficionado a responsable de las películas filmadas por Atlántida SACE, una productora que nacía con aspiraciones de grandeza, pero que, debido a las constantes disputas con el consejo administrativo, acabó por convencer al cineasta santanderino para que crease su propia empresa: Film Española, la cual tampoco tuvo mejor ventura financiera y concluyó su aventura en 1926… Pero Buchs no desesperó y volvió a intentarlo junto a José Forns, con quien fundó la Forns-Buchs, cuya primera producción fue La extraña aventura de Luis Candelas (1926). Buchs, que había participado como actor y asistido a Jacinto Benavente en Los intereses creados (Jacinto Benavente y Ricardo Puga, 1918), debutó en la dirección al lado de Julio Roesset, aunque más que al lado, concluyendo los rodajes de este y así se encontró de lleno en el que sería su oficio: dirigir películas. Durante los años que siguieron, Buchs fue sumando títulos a su currículum; parecía hacerlo de forma febril y algunos le depararon éxitos comerciales tan sonados como La verbena de la Paloma (1921), protagonizada por Elisa Ruiz Romero y Florián Rey, quien, cuatro años después, daría el salto a la dirección y se convertiría en uno de los cineastas más destacados del cine español gracias, sobre todo, a La aldea maldita (1930). Esta adaptación de la zarzuela homónima del compositor Tomás Bretón y del libretista Ricardo de la Vega, obra decimonónica, le indicaba el camino a seguir para conquistar las simpatías del público. Durante la década de 1920 se convirtió en uno de los cineastas fundamentales para el desarrollo del cine español; también él evolucionó de un cine influenciado por Hollywood y los dramas italianos hasta apostar por lo autóctono y, por tanto, reconocible y popular. De modo que, aparte de films históricos como El dos de mayo (1927) y Prim (1931) o de las películas inspiradas en zarzuelas, entre las que también se cuentan la versión muda de 1922 y la sonora de Carceleras (1932), que algunos historiadores consideran la primera película española totalmente hablada, encontró en escritores como Carlos Arniches, Pedro Antonio de Alarcón, José Echegaray, Pedro Muñoz de la Seca, Benito Pérez Galdós e incluso a Manuel Curros Enríquez, uno de los tres puntales do Rexurdimento da literatura galega, la base para algunas de sus obras cinematográficas…




viernes, 8 de noviembre de 2024

Lewis Milestone, por Iliá Ehrenburg


<<En 1933 conocí al director de cine estadounidense Lewis Milestone y no tardamos en hacernos amigos. Era un hombre gordo y bueno. Siendo un adolescente, antes de la Primera Guerra Mundial, había dejado Besarabia para buscar fortuna en Estados Unidos; conoció la pobreza, pasó hambre, trabajó de peón, de dependiente, de fotógrafo ambulante y, al final, llegó a ser director de cine. La película Sin novedad en el frente le dio fama y dinero, pero él siguió siendo sencillo y alegre o, como habría dicho Bábel, jovial. Amaba todo lo ruso, no había olvidado la pintoresca habla del sur y se alegraba cuando le ofrecían una copita de vodka y arenques en escabeche. Cuando vino por unas semanas a la Unión Soviética, estableció de inmediato buena relación con los directores soviéticos, ante quienes decía: “¿Cómo que soy Lewis Milestone? Soy Lenia Milstein, de Kishinev. (1)”

Un día me contó que cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra se preguntó a los soldados si querían ir a Europa o quedarse en Estados Unidos; se hicieron dos listas. Milestone estaba entre los que deseaban ir al frente, pero enviaron solo a los que querían quedarse en casa. Entre risas, añadió: “Por lo general, así suele pasar en la vida.” Era un pesimista alegre: “En Hollywood no se puede hacer lo que uno quiere. Y lo mismo puede decirse de otros lugares que no son Hollywood”

Decidió hacer una adaptación cinematográfica de mi vieja novela La vida y la muerte de Nikolái Kurbov. Traté de disuadirlo: el libro no me gustaba y, además, habría sido ridículo en 1933 mostrar a un comunista romántico horrorizado ante el ambiente de la NEP. (2) Milestone me urgía a que yo escribiera sin falta el guion y me propuso alterar la trama, describir las construcciones y el plan quinquenal: “Que los estadounidenses vean de lo que son capaces los rusos.”

Yo tenía serias dudas sobre mi capacidad para llevar a cabo la empresa: no soy guionista y no estaba seguro de si podría escribir un guion decente, pero hacer un batiburrillo de varios libros me parecía un disparate. Aún así, como Milestone me caía bien acepté escribir el guion con su colaboración.

Me invitó a una pequeña ciudad-balneario donde realizaba una ardua tarea. Pesaba cien kilos y cada año pasaba tres semanas sin comer nada, hasta perder alrededor de veinte; luego, como es natural, se abalanzaba sobre la comida y pronto recobraba el aspecto de siempre. Para su periodo de ayuno, elegía un hotel cómodo en el que la comida era tan mala que no había modo de envidiar a los que comían y cenaba allí.

Permanecía tumbado y adelgazaba; mientras, sentado a su lado, yo tomaba una comida insípida y escribía. Milestone, que tenía un magnífico sentido del ritmo de las secuencias, decía: “Aquí hay que hacer una pausa... ¿Empezó a llover, quizá? ¿O debería salir de la casa una viejecita con un cesto para la compra?”

No conservo en texto del guion; lo recuerdo de un modo vago; creo que combinaba Hollywood y la revolución, con algunos hallazgos aislados de Milestone y rutina cinematográfica, sazonada con la ironía de dos personas maduras.

Llegamos a escribir un grueso cuaderno hasta el final. Milestone adelgazó —el traje le colgaba por todas partes— y por fin fuimos a París. En Montparnasse, Milestone conoció al pintor Nathan Altman y le propuso que hiciera los dibujos para los decorados y el vestuario.

El pesimismo de Milestone resultó justificado. El propietario de Columbia, Harry Cohn, tras leer el guion dijo: “Hay mucho tema social y poco sexo. No están los tiempos para tirar el dinero por la ventana”.

Como es natural, Milestone se llevó un disgusto: había perdido cerca de un año en ese proyecto, pero consiguió que Columbia nos pagara los honorarios tanto a Altman como a mí.

(Poco antes de la Segunda Guerra Mundial vi a Milestone en París… No había adelgazado, pero estaba más lúgubre. Durante la guerra había rodado en Hollywood una película sobre los soviéticos (3): quería, en la medida de sus posibilidades, echarnos una mano. Cuando fui a los Estados Unidos, hablé con él por teléfono y me invitó a Hollywood; pero yo decidí irme al sur. No sé qué hizo en los años de posguerra ni cuántas veces le obligaron a hacer lo que no quería).>> (4)

Habrían de ser muchas las veces en las que un cineasta, incluso del talento demostrado por Milestone en películas como Sin novedad en el frente (All Quiet in the Westerfront, 1930) o La fuerza bruta (Of Mice and Men, 1939), se vería obligado a aceptar (y acatar) que en Hollywood solo era un empleado y, como tal, un profesional destinado a hacer un trabajo (muy) bien remunerado en el que la decisión final no era suya. Milestone, como tantos otros, aceptaba que solo era el encargado de ejecutar el plan aprobado por los ejecutivos. Sus proyectos no solían nacer de él y, cuando lo hacían, necesitaba la aprobación de quienes ponían el dinero (los estudios cinematográficos) y, más adelante, de las estrellas caprichosas como Frank Sinatra en La cuadrilla de los once (Ocean’ Eleven, 1961) o Marlon Brando en Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) —sus dos últimos largometrajes y, probablemente, las dos peores experiencias profesionales de Milestone—, que es como suelen ser los divos y divas tras el brillo cegador que deslumbra a sus fanáticos y al público en general, que también posee su buena dosis de fanatismo. Al contrario de lo que solía suceder en Europa, los cineastas hollywoodienses (del llamado Hollywood clásico o dorado) apenas intervenían en la elección del reparto —cada estudio contaba con sus grandes estrellas y con sus fieles escuderos—, ni en el montaje —pocos tenían derecho al “corte final”—, ni en el guion, ni en cualquier otro aspecto que no estuviese relacionado con el rodaje en sí. Su situación, a menudo no les convencía, pero rodaban con la profesionalidad que se esperaba de ellos o intentaban liberarse y buscar su independencia. Hay casos de rebeldía, de tipos que fueron forjando su propia leyenda y estableciendo distancias. Existen leyendas como la de Orson Welles, que vivió el rechazo, pero que prefirió ser un errante antes de ser un mandando, la de Charles Chaplin, que siempre quiso ser su propio jefe, o la de John Ford, que no solo hacía westerns o se corría sus juergas con su grupo afín —¡qué buenos tiempos, Jack!—, sino que era capaz de subirse a una plataforma para filmar un ataque aéreo o para arrancar hojas y hojas del libreto de turno, para aligerar el tiempo de rodaje. Hay numerosos ejemplos de trucos que los realizadores realizaban para saltarse el programa establecido por la empresa, pero, por lo general, se acataba el orden y la jerarquía establecidas. Se le entregaba un material y se les encargaba convertirlo en imágenes que diesen dinero. Esa era la finalidad, el director, salvo excepciones puntuales, solo un medio humano que tipos como Harry Cohn (Columbia Pictures), Louis B. Mayer (MGM), los hermanos Warner (Warner Bros.), Adolph Zuckor (Paramount) o Samuel Goldwyn (The Goldwyn Company), usaban para aumentar sus fortunas y su poder dentro de la industria cinematográfica que habían creado no para regalar arte ni espectáculo, sino para llenar sus bolsillos. Para los magnates, lo artístico y lo creativo eran aspectos secundarios, aunque esto no niega que buscasen hacer un producto atractivo para el público, y que a ellos les gustase, ni que a veces se obtuvieran resultados tan espléndidos como los dos films de Milestone nombrados arriba u otros suyos como La horda (The Racket, 1928), Un gran reportaje (The Front Page, 1931), Al filo de la oscuridad (Edge of Darkness, 1943), Un paseo bajo el sol (A Walk in the Sun, 1945) o El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, 1946)… Todos ellos, títulos que el cineasta rodó previo a la amenaza de la caza de brujas que le convenció para salir del país y rodar en Europa alrededor de la década de 1950; entonces ya pocos recordaban que había sido el primer cineasta en recibir el Oscar al mejor director, por Hermanos de armas (Two Arabian Knights, 1927) —volvería a recibirlo por Sin novedad en el frente—, en la primera entrega de unos premios que se ajustaban perfectamente a la finalidad perseguida por sus creadores: vender su producto…

(1) Actual capital de Moldavia; entonces parte del Imperio Ruso.

(2) NEP, son las siglas que corresponden a la Nueva Política Económica propuesta e impuesta por Lenin para recuperar la economía tras la Gran Guerra y la Revolución. 

(3) La película a la que se refiere Ehrenburg es el cortometraje documental Our Russian Front, rodado junto a Joris Ivens en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial.

(4) IIiá Ehrenburg: Gente, años, vida (Memorias 1891-1967) (traducción Marta Rebón). Editorial Acantilado, Barcelona, 2014.

miércoles, 26 de junio de 2024

Rafael Gil, el literario que quiso dirigir

<<Fiel a sus principios y creencias, no es justo negar al director Rafael Gil su anchura de miras y la comprensión de toda forma de enjuiciar la visión de la vida, de la existencia en todos los aspectos que abarca>>, (1) pues se trataba de un hombre de buen trato, abierto al diálogo, que no pretendía imponer sus carácter conservador, ni su fe religiosa, que sentía pasión por el cine y la literatura, y que logró fusionar ambas a lo largo de su carrera profesional, la cual cobra su mayor esplendor en la década de 1940, en una serie de espléndidas comedias o en dramas tan logrados como El clavo (1944) o La calle sin sol (1948). Durante este periodo se convierte en uno de los directores cinematográficos de mayor éxito y prestigio del cine español. Nacido en 1913, en el seno de una familia burguesa, Gil se forma en un ambiente cultural que fomenta sus inquietudes artísticas. Tiene acceso al arte, a la literatura, a los clásicos en la biblioteca de su padre, que <<era abogado, licenciado en Filosofía y Letras y catedrático de Latín, y en el Teatro Real tenía un cargo administrativo>>, (2) lo que supone para el joven Rafael la cercanía de un ámbito cultural y artístico. Recordaba que de muy pequeño se aficionó a la lectura, que los libros constituyeron el legado de su padre, que falleció cuando él contaba con ocho años. Su precoz contacto con la literatura le hace culturalmente inquieto, curioso y ávido de conocimiento, como corrobora que, desde muy joven, frecuente los ambientes culturales de Madrid. No tarda en sentir interés por el cine, sobre el que escribe en periódicos como La Voz o ABC y en las revistas Film Popular o Nuestro Cinema. De esa época viene su predilección por cineastas como King Vidor, Frank Capra y Ernst Lubitsch, predilección que se deja notar en sus primeros largometrajes. <<La primera vez que me di cuenta de que el cine valía la pena, fue precisamente cuando vi El mundo marcha, de King Vidor. Recuerdo que una de las mayores emociones de mi vida, fue conocer a King Vidor en San Sebastián y estrecharle la mano>>. (3)

Hacia mitad de la década de 1935, siente curiosidad por el cine experimental e incluso teoriza sobre el medio ya audiovisual. Pero la guerra estalla cuando se está desarrollando su aprendizaje, su paso de la teoría a la práctica, en Cinco minutos de españolada. Después de su primer cortometraje y, antes de que el golpe militar precipite la guerra, Gil colabora con Benito Perojo en Nuestra Natacha (1936). Pero el conflicto estalla y a él le coge en Madrid, por entonces un lugar un tanto inseguro para los burgueses conservadores. E ideológica y socialmente, Gil lo era. Sin embargo, se encuentra a gusto en la capital española, su ciudad natal, y, aunque habría preferido no participar en la lucha armada —<<yo ganas de pelear no tenía ninguna>>—, no tardó en ser movilizado por el ejército republicano. Debido a sus conocimientos cinematográficos, lo destinan a la unidad de propaganda de la 46 División, “El Campesino”, en la que también se encuentra Antonio del Amo, quien le salva la vida cuando el origen de clase de Gil le hace sospechoso a ojos de milicianos. De este periodo son sus cinco documéntales de propaganda y también su contacto con Eusebio Fernández Ardavin en la película En busca de una canción (1937). El futuro realizador de La gran mentira (1956) no duda en señalar Fernández Ardavin como su maestro, quien le enseña a hacer cine. Concluida la contienda civil, continúa filmando cortometrajes hasta que, en 1941, debuta en la dirección de largometrajes con su primera adaptación de Wenceslao Fernández Flórez. A la espléndida El hombre que se quiso matar (1941), en 1970 filmaría su segunda versión del relato, le siguen otras no menos logradas, también protagonizadas por el actor compostelano Antonio Casal. Viaje sin destino (1942), Huella de luz (1942) y El fantasma y doña Juanita (1944) son tres ejemplos del buen hacer de Gil, a quien a menudo se le etiquetaba de literario, es decir, alguien que adaptaba literatura, que pretendía plasmarla en imágenes, sin ser cinematográficamente original. <<En ocasiones me han echado en cara, esa influencia literaria, diciendo que soy poco creador. Pues a lo mejor es verdad, pero no lo puedo evitar, tengo un peso literario, producto de mi formación, y no puedo prescindir de él>>. (4) Sus películas, al menos las mejores de las suyas, desmiente que no fuese un creador cinematográfico. Lo fue, aparte de ser un apasionado literario, cuyos conocimientos en literatura superaban y superan la media; por lo que tampoco resulta extraño su gusto, predilección, por adaptar al cine obras que conoce y admiraba, por ejemplo de Cervantes, Palacio Valdés, Wenceslao Fernández Flórez, Pérez Galdós, Unamuno, o de Enrique Jardiel Poncela, de quien en 1944 adapta la pieza cómica Eloísa está debajo de un almendro


(1) Luis Rubio Gil, en José Luis Castro de Paz (Coord.): Rafael Gil y CIFESA. Filmoteca Española/Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales/Ministerio de Cultura, Madrid, 2007.


(2) (3) (4) Rafael Gil, en Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

viernes, 17 de mayo de 2024

Leopoldo Torre Nilsson, por un cine de autor

Hubo un antes y un después de la irrupción de Leopoldo Torre Nilsson en la cinematografía argentina, de eso no cabe duda. Empleando un término un tanto impreciso en cine, fue el primero que quiso hacer un cine de “autor” o, dicho de otro modo, quiso realizar un cine personal en el que se encargaba de controlar todos los aspectos de la obra desde la elección y escritura del guion hasta el montaje, pasando, claro está, por la filmación. Había encontrado en el cine su medio de expresión artística y resultó ser un cineasta ambicioso: quiso renovar la cinematografía argentina y dotarla de calidad y auparla a un nivel internacional que la situase entre las más prestigiosas. Tampoco se discute que sea uno de los nombres imprescindibles del cine argentino, de los más destacados de las décadas de 1950, 1960 y 1970. Aunque había hecho su primera película diez años antes, fue La casa del ángel (1957) la que le dio a conocer internacionalmente. Con ella, situó al cine argentino en un contexto mundial del que no había gozado hasta entonces. Esta posición la refrendó en La mano en la trampa (1961), que la crítica internacional reconoció en Cannes con el premio FIPRESI. Su padre, Leopoldo Torres Ríos, era director de cine, y su tío Carlos, operador, lo que le supuso un temprano encuentro con el medio al que dedicó su vida profesional y creativa; aunque reconociese que en su adolescencia acudir a los rodajes le resultaba aburrido; incluso aborrecible. Hombre culto y de formación literaria, le gustaban escritores como James Joyce y Marcel Proust, este director y escritor bonaerense trabajó de asistente en varias películas paternas antes de debutar en la dirección de largometrajes en El crimen de Oribe (1950), el cual codirigió con su padre. Durante aquel contacto directo, se había familiarizado con la técnica cinematográfica, con el interés humano que evidenciaba su padre, y con los entresijos de la industria a la que daría un nuevo aire; tímidamente, a partir de Graciela (1956), su adaptación de Nada, la novela de Carmen Laforet, y ya definitivo cuando inicia su colaboración con otra escritora: Beatriz Guido, con quien mantuvo una relación sentimental desde 1951 hasta 1978, año del fallecimiento del director. Con ella colaboró en veintiuna películas, desde La casa del ángel (1957) hasta Piedra libre (1976), la última película de Torre Nilsson, siendo la más reconocida La mano en la trampa (1961), coproducción hispano argentina basada en la novela de Guido, de quien también adaptaría La casa del ángel, La caída, Fin de fiesta. Su cine, influenciado por su cinefilia y sus conocimientos literarios, resulta de los más personales de entonces. En su vertiente más personal, pues también tuvo que hacer concesiones a la industria —en las por él llamadas “películas crisis”—, es reconocible en su deambular entre el drama psicológico y el social. El carácter introspectivo de su cine, su tendencia al barroquismo, y no en pocas ocasiones de cierto gusto por lo onírico, su gusto por la literatura, la psicología de sus personajes, admiraba la capacidad psicológica de la novela y la quería desarrollar en la pantalla, abrían un nuevo periodo de la cinematografía argentina, influyendo en futuros directores como Leonardo Favio, entre otros grandes que le siguieron cronológicamente…



domingo, 21 de abril de 2024

Robert Bresson y el cinematógrafo


Cambió el pincel por la cámara y se alejó de la plasticidad para crear narrativa, poesía, fragmentos de vida. Robert Bresson llegó al cine con la idea de ser autor y artista. Sentía el audiovisual como arte y asumió la responsabilidad absoluta de sus películas. Quiso ser y fue el creador total de su obra, quien asume el control desde la escritura hasta el montaje, aunque para algunas de sus películas se inspirase en ideas de novelas y cuentos de escritores como Tolstoi, Bernanos o Dostoievski. Ante una película de Bresson, solo queda aceptar que cuanto se ve en la pantalla nace en él, salvo en sus dos primeros largometrajes, en los que contó con la colaboración de Giradoux y Cocteau, respectivamente. Como la de todo artista, la obra de Bresson es única, reconocible, abierta al estudio crítico y a la fuga de la explicación; pues el arte puede explicarse racionalmente hasta cierto límite, tras el cual queda el nudo emocional entre la obra y quien la siente. En ese punto, la obra se vuelve sensible y emocional, y no hay palabras exactas que puedan explicar las sensaciones e impresiones que recorren la distancia que separan y unen “objeto” y “sujeto”. Dicha distancia existe en Bresson, incluso podría decirse que es su “artificio”, el saber desprenderse de lo superfluo y de la actuación, el que la crea. Componía sus obras cinematográficas y durante su elaboración estaba abierto a la improvisación, a su reflexión. Es decir, inicialmente existía la idea en mente, pero no sería su forma definitiva, puesto que esta cobra forma, cuerpo, a medida que se crea. La idea inicial es un esbozo, el paso desde el que partir. Un guion puede ser una obra en sí misma, incluso podría hablarse de un “guion de hierro”, como en el caso de Pudovkin, pero ninguna película es su guion; son dos formas distintas. En Bresson, aunque exista la idea y la escritura, el artista no sabe de antemano la forma de su creación definitiva, la que finalmente cobra su cuerpo en la pantalla y en el como la vemos, oímos, sentimos...

En 1934 realizó su primera película, el cortometraje titulado Les affaires publiques, pero no sería hasta 1941, con Francia ocupada, cuando dirigió su primer largometraje. Los ángeles del pecado (Les anges du péché) fue un éxito de crítica y de público. Todo lo contrario sucedió con Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du Bois de Boulogne, 1945), su segundo largo, en el que ya confirmaba que lo suyo iba de psicologías atrapadas y de establecer un distanciamiento emocional entre la pantalla y el público para acercarse a las cosas y a las personas. Decía Bresson que se situaba <<a la distancia en la que me coloco en la vida. Por eso, el fondo es a veces borroso en mis películas. Pero no tiene importancia, porque, una vez más, es el sonido lo que proporciona distancia y perspectiva>>. (1) Buscaba desprenderse de cualquier teatralidad, de lo anecdótico e innecesario. Estaba convencido de que el cine era arte con lenguaje propio, en el que las transiciones de una imagen a otra serían como las notas de una escala musical y el plano sería la “palabra” sobre la que componer su narración. Sus Notas sobre el cinematógrafo lo apuntan. Aspiraba a hacer arte cinematográfico, que nada tendría que ver con el teatral y el decorativo; quizá por ello fuese ignorado por el público general. En todo caso, su cine se reconoce al instante, aspira a la pureza, rehuye de la interpretación y del suspense, es lineal, reflexivo, contenido, distante y antiteatral, en apariencia sencillo, casi minimalista, aspira a la pureza cinematográfica; quizá la que él suponía; pues ¿quién podría explicar la pureza del arte, más si cabe tratándose de cine? Según él, cada plano es una palabra, lo que vendría a decir que la suma de planos dan las frases cinematográficas: el lenguaje del cine, su narrativa. Esto se ve mas claro a partir de Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951), un film que apunta lo que vendría después. Solo sus dos primeras películas se distancian en la forma, que no en la intención, de lo que vemos en films como Diario de un cura rural o Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956), probablemente la cota máxima de su arte cinematográfico, o Pickpocket (1959). Con acierto, en uno de sus ensayos, Susan Sontag escribió que <<el verdadero drama de los temas de Bresson es el conflicto interior: la lucha contra uno mismo. Y todas las calidades estéticas y formales de sus películas tienden a ese fin.>> (2) Las imágenes los atrapa, todos los “modelos” y “psicologías” bressonianas viven encerradas, ya sea dentro de un espacio físico, como el protagonista de Un condenado a muerte se ha escapado o la Juana de Arco, o psíquico, tal cual el cura rural de su adaptación de la novela de Georges Bernanos…

Filmografía


Affaires publiques (1934)


Los Ángeles del pecado (Les anges du péché, 1941)


Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du Bois de Boulogne, 1945)


Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951)


Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956)


Pickpocket (1959)


El proceso de Juana de Arco (Procès de Jeanne d’Arc, 1962)


Al azar, Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966)


Mouchette (1967)


Una mujer dulce (Une femme douce, 1969)


Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’un rêveur, 1971)


Lancelot du Lac (1974)


El diablo, probablemente (Le diable probablement, 1977)


El dinero (L’argent, 1983)

(1) Robert Bresson, en Michel Ciment: Pequeño planeta cinematográfico. Akal, Madrid, 2007.

(2) Susan Sontag: Estilo espiritual en las películas de Robert Bresson. Contra la interpretación y otros ensayos. DeBolsillo, Barcelona, 2007.

sábado, 9 de marzo de 2024

Tomás Gutiérrez Alea, por un cine cubano


Cineastas de distintos países de Latinoamérica de finales de los cincuenta y de los años sesenta tenían algo que decir y crearon un cine combativo, en ocasiones revolucionario, que se alejaba del comercial Hollywoodiense y de autoral europeo. El nuevo cine latinoamericano, desde la “Estética del hambre” de Glauber Rocha hasta el “Tercer cine” de Fernando Solanas y Octavio Getino, nacía con la intención de transformar y avivar las conciencias. Buscaba expresar su identidad, al tiempo que denunciaba el neocolonialismo. Uno de los grandes destacados de ese momento que se sitúa tras la revolución cubana (1959) fue Tomás Gutiérrez Alea, quien, junto a Julio García Espinosa (y ya andado el decenio: Humberto Solás, Fausto Canel y Sara Gomez, entre otros), se erigió en la figura clave de la renovación y desarrollo del cine cubano que siguió a la victoria castrista. Gutiérrez Alea, también conocido como Titón, inició su carrera realizando una serie de cortometrajes aficionados que tienen su punto de inflexión en Il sogno de Giovanni Bassain (1953), rodada en Italia, en el Centro Sperimentale de Cinematografia, donde pudo estudiar cine antes de regresar a su país y rodar los cortometrajes documentales El mégano (1955), en el que colaboró con Julio García Espinosa, y Esta tierra es nuestra (1959), ya bajo la producción del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos. La década de 1950 le había servido de aprendizaje y en la siguiente desarrolló lo aprendido y se convirtió en la punta de lanza de un cine social y político, pero también con aspiraciones artísticas y no exento de crítica. Los años inmediatos que siguieron al triunfo de Fidel Castro fueron tiempos para expresar las ideas de la revolución en la pantalla; era el momento que exigía rodar Historias de la Revolución (1960), su primer largometraje, aunque él consideraba Las doce sillas (1962) como su primera película, menos politizada y más liberada, y toda ella satírica. Fue la primera comedia producida por el ICAIC, pero lo mejor de este gran cineasta, <<hombre que simboliza la independencia de espíritu, la exigencia artística y el humanismo del cine cubano>>, (1) influenciado por neorrealistas como Roberto Rossellini y Cesare Zavattini, estaba por llegar. Hoy, sus películas más reconocidas son la sátira kafkiana Muerte de un burócrata (1966), la analítica, intelectual e introspectiva Memorias del subdesarrollo (1968) y Fresa y chocolate (1993), su penúltimo trabajo para la pantalla; el último fue la comedia Guantanamera (1995), codirigidas ambas junto con Juan Carlos Tabío. Pero su aportación en los más de treinta años dedicados al cine y a expresar su compromiso y su crítica dio para más. Películas como La última cena (1976) o Los supervivientes (1978) son desconocidas para muchos, pero también son ejemplos de su mirada crítica, o mismamente Hasta cierto punto (1983), en la que intentó un cambio de estilo en su lucha por desvelar realidades sociales en la pantalla…



(1) Paulo Antonio Paranaguá: Historia general del cine. Volumen X. Estados Unidos (1955-1975). América Latina. Cátedra, Madrid, 1996.

martes, 20 de febrero de 2024

Mel Brooks, ganas de (hacer) reír


La primera película que Mel Brooks vio en el cine fue El doctor Frankenstein (Dr. Frankenstein, James Whale, 1931). Le impactó tanto que cuarenta y tres años después realizó El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), su cuarto largometraje como director y la primera que recuerdo haber visto de las suyas; ¿o fue El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970)? El cine había irrumpido con fuerza en aquel niño de cinco años, natural de Brooklyn, feliz en su vecindario y con ganas de hacer reír y, probablemente, de dejar atrás la pobreza que vivió durante la Depresión que disparó el paro, los precios, el hambre y algún totalitarismo. Con muchas ganas, suerte, talento y humor de patio de colegio llegó a triunfar como cómico; más adelante lo haría como actor, guionista, productor y director de cine y televisión, medio este último para el que creó junto con Buck Henry Superagente 86 (Get Smart, 1965-1970). Aunque la cosa no sería tan fácil. Necesitaría encontrarse con Sid Caesar en 1950 (y ser coguionista de Your Show of Shows) y a Carl Reiner, con quien tiempo después idearía The 2000 Years Old Man; más adelante le llegaría el turno a Johnny Carson, pero, fuese con quien fuese, siempre sería con mucho humor para conseguir triunfar y hacer reír. Y lo logró. Llegó a ser uno de los comediantes más populares de su país. Pero ¿qué es para Brooks la comedia? <<La comedia es un ingrediente muy poderoso en nuestras vida. Es lo que más tiene que decir sobre la condición humana, porque si te ríes puedes salir adelante. Puedes luchar cuando las cosas van mal si tienes sentido del humor. La risa es un grito de protesta contra la muerte, contra el largo adiós. Es una defensa contra la infelicidad y la depresión.>> (1) y al género de la risa y a hacer reír dedicó sus esfuerzos. Influenciado por el musical y por la comedia, desde Charles Chaplin a los hermanos Marx, pasando por Buster Keaton o Laurel y Hardy, se decanta por parodiar a los géneros cinematográficos. Su película más popular es la parodia del doctor y la criatura de Mary Shelley, pero su carrera cinematográfica está plagada de otros éxitos populares: Los productores (The Producers, 1967), que fue el primer film que dirigió y uno de los más reconocidos, Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974) o la paródica e histórica epopeya La loca historia del mundo (History of the World: Part I, 1981), cuyas influencias podrían ir desde el Buster Keaton de Las tres edades (Three Ages, 1923) hasta Monty Python. Pero también supo ponerse serio cuando produjo películas dirigidas por otros cineastas, siendo, quizá, las más famosas El hombre elefante (The Elephant Man, David Lynch, 1980), La mosca (The Fly, David Cronenberg, 1986) o La carta final (84 Charing Cross Road, David Hugh Jones, 1987), film que reunía a Anne Bancroft, con quien se había casado en 1964, y a Anthony Hopkins…

Filmografía como director


1. Los productores (The Producers, 1967)


2. El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970)


3. Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974)


4. El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974)


5. La última locura (Silent Movie, 1976)


6. Máxima ansiedad (High Anxiety, 1977)


7. La loca historia del mundo (History of the World: Part I, 1981)


8. La loca historia de las galaxias (Spaceballs, 1987)


9. ¡Qué asco de vida! (Life Stinks, 1991)


10. Las locas, locas aventuras de Robin Hood (Robin Hood: Men in Tighs, 1993)


11. Drácula, un muerto muy contento y feliz (Dracula: Dead and Loving It, 1995)

(1) Mel Brooks: ¡Todo sobre mí! Mis memoriales gestas en el universo mundo del espectáculo (traducción de Ana Julia Sarmiento). Libros del Kultrum, Barcelona, 2023.

martes, 23 de enero de 2024

Thomas Harper Ince, producción en cadena

<<A cinco millas al norte de Santa Mónica, siguiendo la línea costera californiana, existía un fabuloso lugar llamado Inceville. Se llamaba así en honor de su propietario y creador, Thomas H. Ince. Consistía en una sucesión de escenarios al aire libre y falsos decorados de westerns, tan usuales en los films de aquellos días…>>, en los que no paraban de salir películas del horno. Eran como el pan fresco, salían prácticamente cada jornada, eran de consumo rápido y sabroso. El buen sabor de boca que dejaban en el consumidor implicó mayor demanda y, <<como el volumen de operaciones que se desarrollaba en Inceville crecía de la noche a la mañana, Thomas H. Ince compró y construyó una serie impresionante de platós en un terreno situado en el nuevo pueblo de Culver City…>> (1) Por entonces todo era novedad y cada jornada, en el estudio de Ince, se aprendía el oficio a la par que se trabajaba para afianzar el lucrativo negocio de producir películas. ¿Quien se lo iba a decir a los Lumière, cuando filmaron la salida de las trabajadoras de la fábrica sin pensar en las posibilidades económicas de su invento? Pero aquella imagen icónica, primigenia y documental quedaba atrás. Ahora se llevaba la ficción y la fantasía. La acción todavía era primitiva, de planos estáticos y de un montaje rudimentario. Pero la década de 1910 supuso un torrente desbordante de ingenio cinematográfico. Se descubrían posibilidades técnicas y narrativas —Segundo de Chomón había desarrollado un amago de travelling en Cabiria (Giovanni Pastrone, 1913), Griffith atendía la profundidad de campo y practicaba el montaje en paralelo, mientras que los suecos como Sjöström y Stiller establecían la relación psicología entre el espacio, los elementos de la naturaleza y los personajes, o, ya hacia el final del decenio, Stroheim tomaba del naturalismo para dar forma a Corazón olvidado (Blind Husband, 1919)— y se descartaban otras. Como los Sennett, Griffith, DeMille, Lasky, Laemmle, Zukor y el resto de pioneros, aquel había llegado del Este. Lo hizo acompañado de William S. Hart, hasta entonces actor shakespeariano y, poco después, gran estrella del western.


Antes de sentar algunas de las bases de la epopeya, la épica y el oeste de celuloide, Ince se había dejado convencer por el antiguo corredor de apuestas Adam Kessel y su socio Charles Baumann, la misma pareja que financió a Mack Sennett sus primeros pasos en la aventura Keystone. Le habían ofrecido rodar westerns en California, y el futuro responsable de Civilization (1915) aceptó el reto. Ince dejaba atrás su carrera de actor. No se arrepentiría, pues se había convencido de que su futuro no estaba en la escena, sino detrás, produciendo y dirigiendo bajo el sol californiano. Empezó a producir y dirigir en 1911, y ya desde aquel primer momento vio el cine como una fábrica de churros, quizá condicionado por alguna imagen de Henry Ford en una valla publicitaria a las afueras. Lo cierto es que se lanzó de cabeza a la producción en cadena. Así, en los cinco platós de su nuevo estudio de Culver City, que posteriormente pasarían a otras manos, se rodaban simultáneamente el mismo número de películas. <<Rueden lo que está escrito>>, era una de sus máximas favoritas, máxima que productores posteriores, como Thalberg y Mayer en la MGM, pondrían en práctica con sus directores. La factoría Ince marcaba el camino a seguir para el todavía inexistente sistema hollywoodiense. Ya llegaría y se impondría, pero mientras, aquella tierra de los Ince, Griffith, Sennett, DeMille, Pickford, Dwan, Gish, Hart, Walsh y compañía, era un territorio virgen, salvaje, en construcción, tal cual el oeste que asomaba en la pantalla. Ince se encargaba de la preproducción y la posproducción, también de los guiones y de algunas filmaciones, pero delegaba las restantes entre sus directores, de modo que allí siempre se estuviesen cociendo varias películas a la vez. La voracidad popular demandaba más producto y la fábrica aceleraba su ritmo de producción. Rendía en plenitud; como parece confirmar los más de 600 títulos que Ince produjo entre 1911 y 1924, año de su fallecimiento. Su muerte pasó a la leyenda o la realidad encubierta. Según los rumores, William Randolph Hearst le había disparado por celos o por error; nada quedó claro. Quizá simplemente fue debida a algo más corriente y natural: un fallo cardíaco, como dictaminó el informe médico. En todo caso, parece que Ince llevaba tiempo con problemas de salud, y que se guardaba de hacerlos públicos por miedo a que su dolencia afectase su puesto de trabajo.


<<"Los vaqueros montaron cuesta arriba el martes y cuesta abajo el jueves". Así fue como Ince describió la producción de westerns en 1911. En 1913, con el alquiler de una enorme extensión de tierra en Santa Ynez Canyon en Santa Mónica, California, […], el pionero había creado una nueva forma de arte.>> (Anthony Slide). Los terrenos de Ince en Santa Mónica eran, tal como recuerda King Vidor en sus memorias, un lugar vivo y llamativo, donde igual te cruzabas con guerreros indios que con la caballería o veías una locomotora que se acercaba en la distancia. De aquella fábrica de cine salían westerns y más westerns. El género había encontrado su lugar y su primer maestro. Ince no inventó el Oeste de celuloide, ya existían films ambientados en el lejano oeste: Asalto y robo de un tren (The Great Train Robert, Edwin S. Porter, 1903), algunas de las películas de Griffith o el ciclo de Tom Mix; pero sí supo dotarlo de una forma atractiva y espectacular que, como lo expuesto en The Struggle (1913), película de dos rollos, llamaba la atención del público y de sus colegas de profesión. Tampoco inventó la épica —por ejemplo, en la italiana La toma de Roma (La presa di Roma, Filoteo Alberini, 1905) asoma un final que la apunta—, pero el asedio al fuerte y la llegada “in extremis” de la caballería en Los invasores (The Invaders, Francis Ford y Thomas H. Ince, 1912) o las batallas de su film The Battle of Gettysburg (1913), su primer largometraje, la evolucionan y se convierten en referentes para posteriores films, sin ir más lejos, El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, D. W. Griffith, 1914). En 1915, ya considerado uno de los grandes de aquel Hollywood, se asoció con Mack Sennett y David Wark Griffith. Eran los tres directores más grandes del momento: suyos eran los reinos del western, la comedia y el melodrama. Se consideraban pares iguales, de modo que fundaron Triangle Film siguiendo el improbable de “tanto monta, monta tanto”. La vida del estudio no pasó de los tres años, pero dio su mejor fruto en Intolerancia (Intolerance, 1916). Aparte de negocio, la empresa era una declaración de intenciones de sus tres ilustres vértices: plantar cara a las exigencias de los grandes distribuidores; en concreto a Adolph Zukor, señor de la distribuidora Famous Players-Lasky Corporation, apoyado económicamente por la Banca Morgan. La existencia de Triangle concluía en 1918, pero dos años después del fracaso de aquel triangulo, Ince y Sennett volvieron a asociarse; en esta ocasión en la Associated Producers, que presidiría el primero. En ella también participaban otros grandes del momento: Maurice Tourneur, Allan Dwan, King Vidor, Marshall Neilman, J. Parker Reid y George Loan Tucker. Fue otra aventura que no duró, pero ¿qué podía dura en un periodo de constante evolución y revolución cinematográfica? Ince continuó batallando y produciendo, supervisando a los suyos hasta el momento de su muerte (tenía cuarenta y cuatro años) e influenciando al cine hasta que su nombre y su obra cayeron en el olvido, aun así pervivía en la obra de otros y en la base del sistema de estudios que no tardaría en imponerse, pues se inspiraba en su método de producción, en el que el productor supervisaba a los cineastas y era quien tenía la última palabra.

(1) King Vidor: Una árbol es un árbol. Paidós, Barcelona.

sábado, 20 de enero de 2024

Mack Sennett, de golpe y porrazo


Durante los primeros años del siglo XX, el cine todavía era un horizonte lleno de posibilidades para los pioneros que no dudaron en aventurarse por él. Comprendían que se trataba de un negocio o quisieron verlo como tal, de modo que se lanzaron de cabeza y las imágenes en movimiento se expandieron por todo el mundo. Los primeros países fueron Francia y Estados Unidos, con los Lumière y Edison, quien, como de costumbre, quiso el negocio para sí, ya que había intuido su alcance económico; aunque no tanto como en realidad llegó a ser. Había para todos, pero él no quería compartir, así que luchó contra los independientes en lo que se conoció como “la guerra de las patentes”. Pero su Trust, formado por la Biograph, la Vitagraph y productores como Pathé y Gaumont, acabó perdiendo contra quienes, con razón, Hollywood considera los fundadores de su industria cinematográfica. Los independientes, tipo Carl Laemmle, Adolph Zukor o William Fox, iniciaron sus negocios cinematográficos en la costa este, siendo antes exhibidores y distribuidores que productores. Fue entonces cuando luchando contra el monopolio liderado por Edison, llegaron por separado a California, una tierra de posibilidades gracias a su clima y sus paisajes. Allí, en lo que era una pequeña villa de unos cientos de habitantes asomaron los Jessy Lasky, Samuel Goldwyn o Cecil B. DeMille para rodar The Square Man (1913), el primer largometraje que se rodó en la localidad donde ese mismo año Laemmle levantaba el primer gran estudio. Dos años después, Griffith estrenaba su monumental El nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1914). La industria se afianzaba… El milagro del cine se estaba produciendo en cadena y sumaba entretenimiento, espectáculo, beneficios y un puñado de estrellas. Hollywood crecía bajo el mandato de hombres duros que habían crecido en la calle y curtido en mil negocios y batallas. Parece increíble lo que hicieron estos magnates, la mayoría emigrantes judíos europeos que pasaron de la pobreza a la lucha por sobrevivir en su país de acogida. Muchos quisieron ser más estadounidenses que las barras y estrellas y en todos ellos se hizo real el mito del “hombre hecho a sí mismo”, fruto del trabajo, de la dureza que iban adquiriendo, del buen olfato para los negocios y para hacer buenos contactos; incluso para guardar los escrúpulos en el cajón si la situación lo requería. En todo caso, eran otros tiempos; el país estaba en construcción y el cine era una novedad a explotar; y vaya si la explotaron, algunos como Mack Sennett, cuyo origen era irlandés, arrojaban tartas en la pantalla. Fuese con mano dura, épica, balas de fogueo, nata o merengue, convirtieron aquel espacio casi desértico en el negocio más entretenido y redondo del siglo.


<<Hacíamos películas cómicas lo más rápido posible con el fin de ganar dinero>> diría Sennett, que empezó como cualquiera, naciendo. Después de muchos lloros, balbuceos, amagos de sonrisas, “caquitas”, leche y papilla empezó a andar y, tras caerse unas cuantas veces, comprendió que aquellos grandullones, a quienes llamaba “ma” y “pa”, le sonreían cuando se caía de culo. Él les miraba con ojos de sorpresa e inflando sus mofletes rosáceos y regordetes. Entonces, se rascaba la cabeza, como haciendo que pensaba; apenas eran unos segundos de pausa, luego se levantaba y caminaba o gateaba hasta la cocina. Se las arreglaba para apoyar un pie en una vieja silla, después el otro hasta conquistar la cima de la mesa donde estaba aquella tarta de nata que soñaba lanzarles a la cara. Así, tras lograr el equilibrio y mantenerse en pie, le salieron más dientes y aprendió a correr. Su nombre de cuna era Michael Sinnott y había nacido en Richmond, provincia de Quebec, Canadá, en 1880. No llegó a terminar sus estudios primarios, pero eso no le iba a impedir desarrollar sus dotes cómicas en espectáculos de tres al cuarto. Empezó siendo obrero para pasar a ser cómico de medio pelo, antes de aventurarse en el país vecino. Sin pena ni gloria, a los veintidós años llegó a Nueva York con la esperanza de triunfar en el mundo del espectáculo, pero el éxito es caprichoso y a menudo no quiere que le molesten. Así que no era el momento y le propinó tal puntapié en el trastero, que el cómico acabó en California. Por entonces ya se hacía llamar Mack Sennett y sabía recibir tortazos en las pantomimas que protagonizaba pero que no le conducían a Broadway ni a la fama. Ya lo harían, pero en otro medio, en el que llegaría a ser uno de los grandes pioneros de Hollywood y en el que se le consideraría padre de la comedia cinematográfica burlesca.


En 1909 cayó de pie por los alrededores de Los Ángeles y por allí buscó trabajo. Lo encontró en la Biograph, en la que dirigiría sus primeros cortos, después de trabajar como asistente de Griffith. Sennett tenía ideas propias y quiso desarrollarlas. <<Yo no hacía más que decirle a D. W. Griffith que los guardias podían ser unos tipos divertidos, porque tenían un aire serio y digno, y dondequiera que haya seriedad, los cómicos pueden crear confusión y desconcierto, y puede haber burlas y carreras, y gente que escapa… Yo quería dar un paso de gigante y convertir a los guardias en unos seres absurdos.>> (Sennett) Pero a Griffith no le hacía gracia ni le parecía que aquello pudiera tener éxito; así que Sennett se asoció con un par de tipos, Kessel y Bauman, que pusieron los 2500 dólares que precisaba para iniciar su aventura Keystone. La primera comedia de la casa fue Cohen Collects a Debt (1912), con Fred Mace y Ford Sterling, y ya con Mabel Normand The Water a Nymph (1912). Aquello era un desbarajuste, pero era suyo. Sus primeras películas salían mal, con la imagen acelerada, pero, en lugar de echarse las manos a la cabeza, vio una posibilidad cómica en esa velocidad. Así serían sus films: dinámicos, caóticos y, cuando lo precisasen, acelerados. En poco tiempo ya producía dos films a la semana, ritmo que no tardó en aumentar. Se había convertido en par de su maestro en Biograph, con quien se asociaría en 1915 para formar la Triangle, cuyo nombre aludía al triángulo formado por Griffith, Sennett y Thomas Harper Ince, el otro gran director-productor de la época. Sennett, fundador de la Keystone, se convirtió en el rey de la producción en cadena de la comedia absurda y solo encontró un rival en la factoría de Hal Roach. Por ambos pasaron lo mejor del burlesco. Sin ir más lejos, el primero tuvo en sus filas a Chaplin, fue quien lo descubrió para el cine. Lo recuerda en sus memorias: <<El señor Charles Kessel, uno de los propietarios de la Keystone Comedy Film Company, me dijo que el señor Mack Sennett me había visto interpretar el papel de borracho en el American Music Hall de la calle Cuarenta y dos, y que si yo era aquel mismo cómico le gustaría contratarme para ocupar el lugar del señor Ford Sterling.>> También contó con Roscoe Arbuckle, Gloria Swanson, Harry Langdon y Ben Turpin, entre tantos y tantas Keystone Cops, clownes, borrachos, patanes, rufianes de cine y Bathing Beauties; mientras que Roach, antiguo aprendiz de Sennett, supo ver el potencial de Harold Lloyd o de Laurel y Hardy, entre otros grandes del humor cinematográfico.


<<Tengo una impresión muy vívida de Mack Sennett —dijo—. Era un hombre lleno de pasión por la vida. La Keystone Company era para él como un juguete, y él era el que más se divertía. Solo había dos cosas que exigía a los artistas: que supieran maquillarse y que no temieran caerse al suelo>>, recuerda Jerry Lewis que le dijo Charles Chaplin cuando se conocieron. Si esas fueron o no sus palabras carece de importancia. La tiene hacia donde aputan: el origen de la comedia cinematográfica. No es que antes de Sennett no hubiese comedia. La había, pero era otro tipo de invitación a la risa. Lo suyo fue un nuevo giro hacia el absurdo, un golpe de suerte, un sinsentido, una juerga alocada que parecía no tener principio ni fin y, menos que nada, no tenida vergüenza ni respeto. Y ahí residía parte del secreto de su éxito… Las películas producidas “a granel” por Sennett no alcanzan ni de lejos la complejidad de las mejores obras de Chaplin o Keaton, pero es probable que sin él no existirían ni el Chaplin ni el Keaton tal como se conocen. Igual que sin el cómico francés Max Linder, Sennett sería otro, incluso podría haberse dejado bigote y hecho policia. Pero, por fortuna, fue quien fue, el mismo que abogaba por un cine de golpe y porrazo; siendo una de sus características cómicas el contrapunto de los Keystone Cops, los agentes bigotudos que siempre perseguían a los protagonistas, y otra el arrojar tartas que mayoritariamente acababan estampadas sobre los rostros de esos mismos policías. <<Cuando Ford Sterling, durante una escena en una pastelería, cogió espontáneamente una tarta…, y la lanzó. ¡Eureka! ¡La tarta! —exclama Frank Capra en sus memorias, al evocar el momento—. Era algo seguro, absolutamente devastador…, y todo el mundo sabía que era Auténtica. La porra ha muerto…; ¡Larga vida a la tarta! El “burlesque” había hallado su arma definitiva contra la pomposidad… en Sennett, por accidente.>> Esa es una versión del momento, pero no la única; otra podría ser que quien lanzó la primera tarta fue Mabel Norman. En todo caso, todo quedaba en casa de Sennett, donde no existía sutileza. Allí, en el reino de sus comedias, todo se ridiculiza, desde la autoridad al amor, sin olvidarse de la virtud o la riqueza. En ellas tampoco hay espacio para la ironía. Su humor es grueso y directo, basado en la inmediatez, en el golpe, las persecuciones, en la burla sin otra finalidad que la carcajada del público.


<<Sennett me llevó aparte y me explicó su método de trabajo: “No tenemos trama. Partimos de una idea y luego seguimos el desarrollo natural de los acontecimientos, hasta que nos lleva a una persecución, que es la parte esencial de nuestra comedia. Ese método era eficaz; pero, personalmente, odiaba las persecuciones, pues anulan la personalidad del individuo. Aunque yo entendía poco de cine, sí sabía que nada transciende a la personalidad.>> (Chaplin) Pese a su trazo gordo y la total falta de entidad emocional en sus personajes, pues solo eran la excusa para la acción, los golpes y el humor burlesco, en esas comedias se sentaron las bases del slapstick e incluso para las del cine de acción posterior. Sennett se había convertido en grande de Hollywood a base de golpes y carcajadas. Se reía de todo porque todo puede llevar a la risa, del mismo modo, aunque a la inversa, podría llevar al llanto. Él escogió reír y el éxito por fin le abrazó y, aunque no era el único que reinaba en la industria naciente, se convirtió en el primer rey de la comedia hollywoodiense; hasta que otros tomaron su corona y así hasta que el reinado de la comedia muda terminó y Sennett acabó en el olvido, cuando el burlesco que había creado desapareció en el mismo instante en el que el sonido hizo su aparición y el chiste hablando, así como los diálogos cómicos, sustituyeron al gag visual que solo sobrevivió en Chaplin o en Laurel y Hardy. Décadas después, Frank Tashlin, Jerry Lewis o Blake Edwards miraron hacia aquel desternillante y silencioso pasado y recuperaron parte del espíritu que Sennett había sembrado en el cine cómico mudo; la guerra de tartas en La carrera del siglo (The Great Race, Blake Edwards, 1965) es un merecido homenaje para aquel cómico que llegó a ser el rey del golpe y porrazo…


Bibliografía:

A. Scott Berg: Goldwyn (traducción de María Soledad Silió). Planeta, Barcelona, 1990.

Charles Chaplin: Mi Autobiografía. Círculo de lectores, Barcelona, 1989.

Frank Capra: El nombre delante del título (traducción de Domingo Santos). T&B Editores, Madrid, 2007.

Lluís Bonet Mujica: El cine cómico mudo. Un caso poco hablado. T&B Editores, Madrid, 2003.

Tricia Welsch: Gloria Swanson (traducción de Roser Berdagué). Circe, Barcelona, 2014.

VV. AA: Historia general del cine. Volumen IV. América (1915-1928). Cátedra, Madrid, 1997.