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jueves, 8 de julio de 2021

Soldado azul (1970)


En 1970, el ejército estadounidense luchaba a miles de kilómetros de las fronteras de su país. Lo hacía en Vietnam, en una guerra que la opinión pública empezaba a criticar sin disimulo en las calles, en las universidades, en los medios y en distintas producciones cinematográficas. En cierto sentido, esa crítica sería la intención de Soldado azul (Soldier Blue, 1970) al establecer similitudes entre dos períodos históricos que tienen en común la intervención militar en los territorios de las diferentes tribus nativas de Norteamérica, en el primer caso, y en la península de Indochina, en el segundo. Así, desde el pasado, Ralph Nelson señalaba aspectos de su presente y concedía el protagonismo absoluto a dos personajes marginales, más atractivos y poliédricos que héroes y heroínas al uso. En sus películas, Nelson insistía en este tipo de personajes y transitaba espacios donde sus protagonistas, los más interesantes de su filmografía, son desubicados sociales que acaban siendo los testigos y los protagonistas de situaciones particulares que remiten a cuestiones más allá de la propia experiencia que viven en el instante que se muestra en la pantalla. Esto se patentiza en el ámbito boxístico de Réquiem por un campeón (Requiem for a Heavyweigh, 1962), en la Sudáfrica del Apartheid en La conspiración (The Wilby Conspiracy, 1974) o en el oeste de Soldado azul (Soldier Blue, 1970), western que, junto Pequeño gran hombre (Little Big Man, Arthur Penn, 1970), asume como parte de su identidad desenfado, ironía y caricatura. La representación del hecho histórico escogido por Nelson, al igual que Penn en su propuesta, enfatiza el salvajismo del hombre blanco para con el nativo norteamericano, a quien invade en sus tierras asumiendo que su civilización justifica la brutalidad y la conquista, una invasión en toda regla, salvo por el hecho de que los indios no conocen el significado político de fronteras ni la hipocresía que les señala a ellos como salvajes.



En gran parte del film, se caricaturiza el género para recalcar la falsa imagen sobre la que se sustentó el western desde sus orígenes hasta entrada la década de 1950, cuando Anthony Mann estrenó La puerta del diablo (The Devil’s Door, 1950) y Delmer Daves hizo lo propio con Flecha rota (Broken Arrow, 1950). Nelson satiriza el enfrentamiento y acercamiento de dos personajes inicialmente antagónicos, puesto que se produce un choque entre el pensamiento del soldado bisoño a quien da vida Peter Strauss y la experiencia de la mujer interpretada por Candice Bergen, en otro de sus personajes atípicos, aguerridos y atractivos —como los de Muerde la bala (Bite the Bullet, Richard Brooks, 1975) y El viento y el león (The Wind and the Lion, John Milius, 1975). Ella es el personaje fuerte, la que fue secuestrara por los cheyenes y quien ha vivido con ellos durante los últimos dos años, siendo la esposa del jefe Águila Negra (Jorge Rivero), asimilando y respetando costumbres, compartiendo la cotidianidad, las dificultades y la amenaza blanca que el joven soldado ignora y niega. Inicialmente, Johnny no comprende la situación india, solo acepta la versión oficial, aunque la experiencia que ambos comparten durante el camino implicará acercamiento y aprendizaje, del cual ella es en parte responsable. Cresta no es una mujer que se esconda detrás de falsas formas y comportamientos hipócritas, puesto que asume como característica principal una sinceridad que sorprende a Johnny. Cresta sabe más de cualquier aspecto de la vida que el soldado, en un primer momento ingenuo, patriota y virginal; ella conoce y comprende mejor tanto el terreno como la realidad del conflicto indio a la que accedemos después de que la pareja escape del asalto cheyene al pelotón del que formaban parte. Son los únicos supervivientes y también serán los testigos de la masacre perpetrada por el desequilibrado coronel Iverson (John Anderson) y sus no menos salvajes seguidores, el 21 de noviembre de 1864, en una aldea cheyene situada en el territorio de Colorado. Soldado azul empieza con una matanza y concluye con un exterminio. La diferencia es obvia, además, la mirada de Johnny, su comportamiento, su comprensión de la realidad, la enfatiza. Inicialmente ingenuo, el soldado no duda de la verdad oficial, pero, tras su viaje de aprendizaje al lado de Cresta, la verdad es otra: es la que ve con sus propios ojos, la que le hace vomitar y renegar del orden patriótico que nunca antes había cuestionado.





martes, 1 de junio de 2021

Los lirios del valle (1963)


El cine de Ralph Nelson depara encuentros entre personas en apariencia ajenas, que nada tienen que ver las unas con las otras, puesto que provienen de espacios y costumbres distintas, en ocasiones incluso contrarias. Se desconocen, pero su encuentro establece una vía de comunicación que les permite descubrirse. De ese modo se acercan, intiman y se valoran. Esto se repite en Nelson, que simpatiza con hombres y mujeres que habitan la periferia o fuera de los márgenes donde se encuentran y establecen lazos o vínculos comunitarios como los de las cinco monjas, la comunidad hispana y Homer Smith (Sidney Poitier) cuando colaboran en la edificación de la capilla. Pero Los lirios del valle (Lilies of the Field, 1963) no ha pasado a la historia del cine por su optimismo, ni por su amabilidad o sus buenos sentimientos, ni por el buen hacer de Nelson detrás de la cámara. El film forma parte de la cultura cinematográfica y de la memoria popular por ser la primera película en la que un actor negro ganaba el Oscar a la mejor interpretación principal del año. El premio recibido por Sidney Poitier, que también fue galardonado en Berlín con el Oso de plata por su Homer, rompía una barrera hasta entonces solo bordeada por el Oscar secundario de Hattie MacDaniel por su rol en Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939). En Los lirios del valle, Homer es el protagonista de la historia, pero resulta curioso que no exista conflicto racial entre el personaje y su entorno, ausencia que no se descubre en el resto de grandes papeles interpretados por Poitier durante aquellos años en los que se convirtió en una de las más grandes estrellas de Hollywood. Y no se descubre porque se trata de un entorno pobre, marginal, habitado por olvidados del mundo y de la sociedad, donde sí habría cabida para el racismo contra el que se enfrentan sus personajes en Un rayo de luz (No Way OutJoseph L. Mankiewicz, 1950), Fugitivos (The Defiant Ones, Stanley Kramer, 1958) o En el calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967). El Homer interpretado por Poitier es nómada e individualista, no representa a ninguna comunidad, y rechaza cualquier pertenencia grupal. Su presentación deja claro que es un viajero que intenta ser dueño de sí mismo, sin límites sociales ni barreras raciales. Su hogar es su coche y no necesita más para ir de aquí para allá, realizando trabajos esporádicos, que ese viejo vehículo, sus herramientas y sus manos. Así gana lo suficiente y sigue hacia donde le lleve el momento y el destino. Y ese instante, al inicio del film, le conduce a una granja donde descubre a cinco mujeres que le miran como si fuera alguien esperado. Eso es para la madre Maria (Lilia Skala), un enviado del cielo, ya que, como monja, cree en la providencia divina.


Como en otros tantos personajes de Nelson, las cinco hermanas y Homer son marginales. Ellas viven en el desierto, han recorrido más de 13.000 kilómetros desde Europa Central hasta Arizona, apenas conocen el idioma, son extranjeras y tan pobres como los miembros de la comunidad que acude los domingos a la misa que el padre Murphy (Dan Frazer) oficia en la parte trasera de su vieja camioneta. Por su parte, Smith es un nómada que vive en su coche y aspira a la libertad del viajero hasta que el destino y su contacto con las monjas parecen retenerlo. De la unión y comunión de estos personajes, el director de Operación Whisky (Father Goose, 1964) logra crear un film emotivo y optimista que rompe cualquier barrera posible, con notas de humor y pleno de humanidad. Esta se respira durante todo el metraje, alcanzando tras los tira y afloja entre Homer y la superiora —cuyo constante enfrentamiento no esconde la admiración mutua, ni una especie de relación materno-filial— la armonía que caracteriza a la comunidad cuando se une en la construcción de la capilla; aunque, inicialmente, esa colaboración no resulta del agrado del “gringo”, como amistosamente le llaman los hispanos. Homer quiere construirla solo. Es su obra, es su firma, su milagro y quizá, sin ser consciente, el seguro celestial del que habla Juan (Stanley Adams). Pero superado ese primer instante de rechazo, se convierte en el “jefe” que pone orden, a quien todos acuden, y quien indica cómo llevar a cabo la construcción del edificio, una construcción que se levanta a la par de la edificación humana de una comunidad que supera su pobreza con generosidad, sin envidias y unida por el deseo de poseer un lugar donde celebrar sus ritos.




domingo, 2 de mayo de 2021

Operación whisky (1964)


Ante la posibilidad de ser un héroe, como le indica un oficial británico para convencerle, Walter Eckland (Cary Grant), sorprendido, responde <<¿para qué quiero serlo?>> Pero, aun asumiendo la apariencia de antihéroe, el protagonista de Operación whisky (Father Goose, 1964) no puede dejar de ser Cary Grant, pues, más allá del actor y del hombre que hubiese detrás de la imagen, estaba la estrella, el icono que provoca que, quiera o no quiera, “Papa Ganso” sea el héroe de la función, el tipo individualista que se gana nuestras simpatías desde su aparición en la pantalla. Por mucho que intente esconder su brillo inmaculado, Walter es el héroe que se debe a su público, ante quien se presenta desaliñado, lo justo para que no perder el atractivo ni la elegancia, y descarado, pero con clase y esa simpática indiferencia hacia cuanto sucede a su alrededor. No obstante, no puede salirse con la suya, tampoco logra que la guerra pase de largo y le deje en paz —como él la deja a ella—, puesto que su viejo amigo Frank Houghton (Trevor Howard), comandante de la marina británica, lo “convence” para que se presente “voluntario” al puesto de vigía en una pequeña isla desierta en el Pacífico, donde debe observar y comunicar cualquier movimiento de barcos y aviones japoneses. Pero la gracia no está en la misión, ni en el enfrentamiento entre la flema y el orden británico, representada en Houghton, y el cómico desorden del rebelde estadounidense a quien dio vida Grant, que, por cierto, era inglés. El chiste reside en otro enfrentamiento, uno múltiple, en el que el solitario bebedor de whisky deja de estar solo, lo que implica el final de su tranquilidad y el despertar de sus sentidos. En el cine de Ralph Nelson se producen acercamientos de contrarios y desconocidos que contactan inesperadamente, apurados por las circunstancias o, en ocasiones, por un accidental y cómico rescate como el de Operación Whisky. Dicen que el roce erosiona la superficie, también se comenta que provoca disputas y que hace el cariño. Todo eso puede valer para Nelson, pero además añade el baño frío para suavizar el calor que siente la pareja protagonista cuando se produce el suyo. El conocimiento, la convivencia, el contacto y una falsa serpiente acercan al antihéroe solitario y a la cuadriculada maestra interpretada por Leslie Caron, que, aparte de profesora perfeccionista, quizá sea “Mamá Ganso”, ya que lleva tras de sí siete niñas que Walter rescata sin querer, puesto que todo cuando hace a lo largo de su aventura, lo hace empujado por las circunstancias, obligado por los demás y con la esperanza de recuperar alguna botella de whisky.




martes, 6 de abril de 2021

Réquiem por un boxeador (1962)


Es probable que Réquiem por un boxeador (Requiem for a Heavyweight, 1962) se omita cuando alguien habla de las mejores películas sobre boxeo, pero la omisión no resta valor ni valía al drama que Ralph Nelson desarrolla apostando por el realismo tanto de los espacios como de las emociones y sentimientos de los personajes. Partiendo del guion de Rod Serling, que Nelson ya había rodado para la televisión en 1956, con Jack Palance en el papel de “Mountain”, el cineasta, otro de los destacados miembros de la generación de la televisión, se centra en una de las caras ocultas del espectáculo, una que se olvida o que pocas veces se muestra. De ese modo, el drama de “Montaña” Rivera (Anthony Quinn) se aventura en lo que no se ve, en el fuera de campo del espectáculo, de ahí que en la escena inicial muestre rostros, personas, no miembros de un espectáculo que les ha exigido su salud, su entrega, sus mejores años, a cambio de ser “casi” campeones y de alguna historia que contar entre cerveza y cerveza. El lento travelling que abre Réquiem por un boxeador recorre la barra del bar que Maish (Jackie Gleason) llama el cementerio y los rostros de los ex-boxeadores allí enfilados. Todos prestan su atención al televisor que no se muestra en pantalla, pero que emite el combate al que no tardaremos en acceder en planos subjetivos que nos sitúan en el ring donde la cámara, “Montaña” y el público encajamos golpes en primera persona.



La apertura anuncia lo que vendrá: un drama pugilístico en el que cualquiera de los presentes en el bar podría ser el protagonista. Pero ninguno de ellos combate en ese mismo instante. Es otro quien lo hace, quizá sea un conocido o quizá la pelea sea el reflejo de lo que ellos fueron y de lo que desean ser. Las imágenes saltan del local al ring, donde uno de los dos boxeadores que participan en la pelea se convierte en nuestros ojos, pues suyas son las imágenes que suceden al travelling del bar. Son subjetivas y borrosas. Percibimos parte del ring y malamente a Cassius Clay (quien no tardaría en cambiar su nombre por Mohammed Ali) golpeando. Fin del combate, siete asaltos, cuando nadie creía que llegarían al cuarto —y así lo apostó Maish. La cámara continua siendo el sujeto que ha perdido y que se tambalea mientras se dirige hacia el vestuario. Ha recibido una paliza, una más entre tantas durante los diecisiete años de profesión. Se mira al espejo, es “Montaña” Rivera, un veterano del cuadrilátero a quien el doctor le prohíbe que vuelva a boxear, tras examinarlo y dictaminar que un nuevo combate podría dejarle ciego. ¿Y ahora qué, si boxear es lo único que sabe hacer? ¿Buscar en los anuncios del periódico? ¿Acudir a la oficina de empleo donde le atiende la señorita Miller (Julie Harris)? ¿Creer y luchar por la oportunidad que le ofrece la compasiva empleada laboral? Lo intenta, pero a Montaña ya no le quedan fuerzas, solo le resta su integridad. Dice con orgullo que nunca se ha dejado comprar en ninguno de sus más de cien combates —lo que apunta la existencia de amaños en los duelos en el ring. También recuerda que casi fue campeón, pero ese “casi” lo cambia todo, pues ese “casi” indica que no llegó, señala que no fue nada más que otro aspirante, mientras le repite a la señorita Miller que una vez fue el quinto mejor boxeador del año. Pero el suyo no es el único drama que se vive en esta contundente y sobria pieza boxística de Nelson, puesto que, entre las sombras, Maish, el entrenador y manager de Montaña desde los inicios de aquel, vive de prestado, amenazado de muerte por Ma Greeny (Madame Spivy) y sus matones, pues la jefa de la organización de apuestas ilegales le culpa de sus pérdidas y le concede un breve plazo para que pague la deuda contraída al apostar a que Montaña, que se entrega al boxeo en cuerpo y alma, no aguantaba hasta el cuarto asalto, pero lo hizo. El boxeador es fuerza y corazón, pero también un hombre derrotado que solo ve un instante de esperanza en su encuentro con Miller, pero es un espejismo que desaparece junto su amistad con Maish, el hombre por quien haría cualquier cosa, incluso perder la dignidad, lo último de valor que le queda.