Mostrando entradas con la etiqueta franco solinas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta franco solinas. Mostrar todas las entradas

viernes, 8 de diciembre de 2023

Yo soy la revolución (1966)

En los temas desarrollados por Damiano Damiani en Yo soy la revolución (Quién sabe?, 1966) se deja notar la mano de Franco Solinas, un escritor cuyo currículum cinematográfico resalta su postura ideológica y política, la cual también asoma en este spaghetti western interpretado por Gian Maria Volonté, Klaus Kinski, Lou Castel y Martine Beswick. Damiani, que parte del guion de Salvatore Laureani y de la adaptación y diálogos de Solinas, ubica su historia durante la revolución mexicana y, como en toda revolución, asoman la ambigüedad, la violencia, los intereses mercantiles y tipos como Chuncho (Gian Maria Volonté), que quiere vender las armas robadas al general revolucionario Emiliano, o el “niño” (Lou Castel), el mercenario estadounidense que llega a México esperando sacar tajada de la situación por la que atraviesa el país: el enfrentamiento entre opresor y oprimido. En este aspecto, el “gringo” resulta un antecedente al mercenario inglés que Marlon Brando interpretaría un par de años después en Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969), la última colaboración de Solinas y Pontecorvo, en la que también se desarrolla una revolución, aunque en este último film se profundiza en el colonialismo y los usos del mercantilismo. Nada de eso asoma en la visibilidad de la película de Damiani, aunque existan quienes muevan los hilos y las marionetas. El interés del film recae en esos dos personajes que establecen la amistad que, fomentada por su amor al dinero, se convierte en uno de los ejes de la película. Los otros intereses son la relación de Chuncho con su hermano “el santo” (Klaus Kinski) y con la propia revolución a la que dice servir pero a la que utiliza para llenarse los bolsillos. En Yo soy la revolución no hay héroes, hay materialismo e idealismo, los representados por los dos medio hermanos, hijos de la misma madre, la revolución, pero de distinto padre, el dinero y el ideal…



jueves, 7 de diciembre de 2023

Franco Solinas, un guionista combativo

Los mejores títulos en los que participó Franco Solinas (1927-1982) tienen en común que el escritor pudo introducir en sus guiones sus ideas, compartidas con cineastas como Joseph Losey, Costa-Gavras o Gillo Pontecorvo, con quien colaboró en mayor número de ocasiones, y realizar un cine comprometido —en el que las más de las veces, asoman situaciones de abuso de poder y la lucha entre opresores y oprimidos— que no esconde su postura de intelectual combativo ni sus simpatías comunistas. Su encuentro con Pontecorvo en el cortometraje Giovanna (1955) resultó fundamental en la carrera de ambos y, salvo Operación Ogro (1979), dio como fruto las mejores películas del cineasta: Prisionero del mar (La grande strada azzurra, 1957), en la que Solinas adaptaba su novela, Kapò (1960), La batalla de Argel (La battaglia de Algeri, 1965) y Queimada (1969). Pero, como queda apuntado arriba, el guionista trabajó junto a otros directores, entre los que también destacan Nicolas Ray, en Los dientes del diablo (The Savage Innocents, 1960), o Francesco Rosi, con quien colaboró en la ya mítica Salvatore Giuliano (1961), y también junto a otros escritores cinematográficos como Ennio de Concini. Incluso en sus títulos aparentemente menos comprometidos, los spaghetti-western que co-escribió entre 1967 y 1969, también asoman constantes de su cine y su acercamiento a los opresores y a los oprimidos que se revelan en busca de su libertad, personajes que no son héroes ni villanos, son individuos de varias clases, los hay que, como “el niño” en Yo soy la revolución (Quién sabe?, 1967) o William Walker en Queimada, intentan sacaba tajada sirviendo al opresor o aquellas otras que se rebelan y que le sirven para exponer el padecimiento y su lucha contra el colonialismo/imperialismo, por ejemplo en Estado de sitio (État de siège, 1972) o víctimas del terror de Estado, tal como El otro señor Klein (Mr. Klein, 1976)…


Filmografía


1. Mujeres prohibidas (Persiane chiuse, Luigi Comencini, 1951)


2. Di qua, di là del Piave (Guido Leoni, 1954)


3. Bella non piangare (David Carbonari, 1955)


4. La mujer más guapa del mundo (La donna più bella del mondo, Norman Z. Leonard, 1955)


5. Giovanna (Gillo Pontecorvo, 1955) cortometraje


6. Los novios de la muerte (I fidanzati della morte, Romolo Marcellini, 1957)


7. Die Windrose (episodio Giovanna) (1957)


8. Prisionero del mar (La grande strada azzurra, Gillo Pontecorvo, 1957)


9. Diana (La ragaza del palio, Luigi Zampa, 1957)


10. Los dientes del diablo (The Savage Innocents, Nicholas Ray, 1960)


11. Kapò (Gillo Pontecorvo, 1960)


12. Vanina Vanini (Roberto Rossellini, 1961)


13. Madame Sans-Gene (Madame Sans Gene, Christian-Jacque, 1961)


14. Salvatore Giuliano (Francesco Rosi, 1961)


15. Una vida violenta (Una vita violenta, Paolo Heusch y Brunello Rondi, 1962)


16. La soldabessa (Valerio Zurlini, 1965)


17. La batalla de Argel (La battaglia de Algeri, Gillo Pontecorvo, 1965)


18. Yo soy la revolución (Quién sabe?, Damiano Damiani, 1967)


19. El halcón y la presa (La resa dei conti, Sergio Sollima, 1967)


20. Salario para matar (Il mercenario, Sergio Corbucci, 1968)


21. Tepepa… Viva la revolución (Tepepa, Giulio Petroni, 1969)


22. Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969)


23. El asesinato de Trotsky (The Assessination of Trotsky, Joseph Losey, 1972) (sin acreditar)


24. Estado de sitio (État de siège, Costa-Gavras, 1972)


25. Il sospetto (Francesco Maselli, 1975)


26. El otro señor Klein (Mr. Klein, Joseph Losey, 1976)


27. Hannah K. (Costa-Gavras, 1983)

lunes, 4 de diciembre de 2023

Queimada (1969)

El colonialismo es práctica antigua. A grandes rasgos, consiste en asentarse en un territorio con anterioridad ocupado por otros pueblos y dominarles para mayor beneficio económico del recién llegado, que busca materias primas para su industria, mano de obra barata y ampliar su mercado y comercio. En buena medida gracias a su mayor desarrollo tecnológico, militar y organizativo, el colonizador es más “poderoso” que el colonizado y, aunque disfrace sus intenciones con palabras tan bien sonantes como “cultura”, “libertad”, “civilización”, “progreso”,… su finalidad es el lucro, el dominio económico. De eso va Queimada (1969), de colonialismo y neocolonialismo, de cómo este sustituye a aquel para que todo continúe igual para el explotado. Solo cambia el rostro del explotador, pero no la finalidad perseguida. Esto lo expone Gillo Pontecorvo en su espléndida película, cuyo guion corrió a cargo de Franco Solinas y Giorgio Arlorio. Pero el film no tuvo suerte comercial, a pesar de contar con la presencia estelar de Marlon Brando, que recordaba su interpretación como la mejor de toda su carrera; y quizá no anduviese desencaminado.

El actor decía que  <<Aparte de Elia Kazan y de Bernardo Bertolucci, el mejor director con el que he trabajado es Gillo Pontecorvo, aunque estuvimos a punto de matarnos. En 1968 dirigió una película que prácticamente nadie vio. Originalmente se titulaba Queimada pero en los Estados Unidos se estrenó con el título de Burn! Yo interpretaba el papel de un espía inglés, sir William Walker, que simboliza todos los males perpetrados por los poderes europeos en sus colonias durante el siglo XIX. Establecía muchos paralelismos con Vietnam, y describía el tema universal de los poderosos que explotan a los débiles. Creo que en dicha película hice la mejor de todas mis interpretaciones, pero la vieron muy pocas personas.>> (1) No hay nada extraño en que una película como Queimada apenas fuese vista, pues ni a la industria cinematográfica ni al público occidental iba a interesarle un film comprometido que mira lúcido y feroz al colonialismo que, con otras formas distintas al decimonónico, todavía imperaba a finales de la década de 1960. Hoy, dicho colonialismo forma parte de la cotidianidad (publicidad, grandes superficies, medios de comunicación, globalización…) y son pocos quienes se plantean que hayan sido colonizados por el capital y el comercio de las grandes empresas. Por ejemplo, Pontecorvo expone dos tipos de colonialismo en su película: el portugués y el británico, que sería ejemplo de neocolonialismo. Quedan perfectamente señaladas las diferencias entre ambos y también los intereses económicos y mercantiles que se esconden detrás de la supuesta ayuda que sir William Walker lleva a la isla. El personaje, que asume el nombre del mercenario estadounidense que se convirtió en el sexto presidente de Nicaragua, es un agente de la corona inglesa (más adelante de la empresa azucarera que controla la economía de la isla), enviado con el objetivo de sublevar al pueblo contra el dominio portugués.

Anticolonialista, como ya lo era el anterior trabajo de Pontecorvo y Solinas La batalla de Argel (La battaglia di Algeri, 1966), en Queimada se habla de liberación y de libertad (abolir la esclavitud), pero solo hay un cambio de rostro en el “amo” del lugar. Walker lo sabe y se muestra ambiguo en su relación con José Dolores (Evaristo Márquez), el líder de los campesinos. Explica lo que quiere Inglaterra: <<Libertad de comercio y el fin de la dominación extranjera en América Latina>>, pero resulta evidente que al decir “extranjera” no se refiere a la inglesa, presencia que será dominante (mediante sus empresas) a partir de entonces. E igualmente, “libertad de comercio” es una expresión que no implica “libertad” para José y el resto, sino el liberalismo económico en manos de las empresas y los mercados británicos. Walker es el agente enviado por Inglaterra para crear al José Dolores líder revolucionario, el que asume las enseñanzas, las reflexiona, las hace suyas y guía a los suyos en la lucha contra la opresión y la tiranía, venga esta del colonialismo portugués o de los intereses del capital inglés; cuando choca con estos, <<Inglaterra lo elimina>>, dice el personaje de Brando. Esa es la ambigua política que representa el mercenario, que regresa a Queimada tras diez años de ausencia. Durante esta década de gobierno de Teddy Souza (Renato Salvarori), el presidente títere de la compañía azucarera británica, no ha habido mejora social. Lo abusos han continuado y los beneficios han sido para la azucarera. Esto precipita una nueva revuelta también liderada por José, ahora sin la manipulación de la que había sido víctima. Así que la empresa contrata a Walker para poner fin a la rebelión. El personaje de Brando es la imagen de la ambigüedad del capitalismo inglés, ambiguo porque asume dar la libertad, al provocar la primera revuelta para acabar con el gobierno portugués de la isla, y la quita, controlando la producción, el comercio y sofocando la segunda rebelión. Por ello, José comprende que ni con unos  europeos ni con otros, el pueblo de Queimada ha sido libre. <<Mientras haya quien te dé la libertad, esa no es tal libertad. La verdadera libertad nadie puede dártela. Tienes que tomártela tú mismo. Tú solo>>, dice José al soldado que le conduce a prisión. <<¿Comprendes? Pronto comprenderás porque tú ya has empezado a pensar>>. En esa capacidad de plantearse el mundo y a sí mismo, y las distintas relaciones que se establecen entre los individuos y el sistema, reside la vía hacia la libertad de Dolores… El fin del colonialismo ibérico (España y Portugal) fue sustituido por el inglés, más adelante por el estadounidense, pero, aunque en apariencia estos dos últimos eran diferentes al español y al portugués, en el fondo, no eran tan distantes. Solo eran acordes a sus tiempos, pues cada época tiene sus formas y sus maneras, las de imponer y velar los intereses que se repiten a lo largo de la historia para perpetuar el tema universal aludido por Brando en sus memorias.


(1) Marlon Brando (con la colaboración de Robert Lindsey): Las canciones que mi madre me enseñó (traducción de Elsa Mateo). Editorial Anagrama, Barcelona, 1994.

domingo, 8 de noviembre de 2020

El asesinato de Trotsky (1972)



Entre los títulos que componen la filmografía de Joseph Losey se descubre que Galileo y Trotsky son los protagonistas de sus únicas películas basadas en personajes históricos. ¿A qué obedeció? ¿Fue una elección casual o hubo alguna razón particular? ¿O, simplemente, fue fruto de la necesidad de trabajar? Al volver la mirada hacia el pasado anterior del realizador estadounidense, asoma la caza de brujas practicada por la HUAC (Comité de Actividades Antiestadounidenses) y el exilio consecuente de la misma. Ambas circunstancias, persecución y exilio, lo emparentan con el revolucionario ruso y con el científico italiano —quienes, a su vez, también fueron objetivos de quienes se vieron amenazados por las ideas que representaban—. Puede que en lo escrito hasta ahora se encuentre alguna explicación para la elección de Losey. De ser así, puede surgir la idea de que en las dos películas existan aspectos personales que remiten a su propia experiencia y a una intención de reflexionar sobre el pasado que le “condenó" y persiguió hasta su presente europeo. Pero, aparte de una implicación personal en ambas producciones, en Galileo (1974) adaptaba una pieza brechtiana que le era familiar mientras que el proyecto sobre Trosky tampoco le era desconocido —años atrás, en la década de 1960, había barajado la posibilidad de rodar una película acerca del político y radical ruso—. Previo a su salida de Estados Unidos, Losey había llevado a escena la obra de Bertolt Brecht, otro revolucionario, en su caso del medio escénico, por lo que Brecht se une a Trotsky y a Galileo, y estos tres personajes encajan en el pensamiento de Losey, lo cual también apunta que el cineasta se vería implicado emocionalmente en la construcción de ambos films.


Tanto en Galileo como en El asesinato de Trotsky, la ausencia de movimiento o, dicho de otro modo, su lentitud narrativa, a veces cansina, provoca la sensación de que nada sucede en pantalla, salvo las palabras de los protagonistas que, sobre todo en el caso del padre del Ejército Rojo, reflexionan sobre su tiempo y su participación en los hechos históricos que, a la postre, los condena al ostracismo. Pero resulta que no se trata de lentitud ni de cansancio por parte del cineasta, sino que ambas características apuntan la intención de primar la interioridad de los personajes, que todavía viven su doble enfrentamiento -con ellos mismos y con el mundo exterior del que se les aparta— que se prolonga en el tiempo y, evidentemente, hace mella en ellos. Por ejemplo, en su película sobre el asesinato del líder marxista hay más contenido en el pensamiento de Trosky (Richard Burton) que en sus palabras o movimientos externos. Esto quizá reduzca el círculo de público que conecte con el film, ya que la ausencia de acción externa —incluso el personaje de Alain Delon funciona dentro de sí, en su insegura intimidad y en su necesidad de igualarse al hombre que debe matar y teme— exige conocimientos previos al Trosky exiliado/encerrado en México D.F. De hecho, habría que volver al pasado, a los instantes que precipitaron su rivalidad con Stalin, inevitable en cualquier caso, y el odio del dictador a quien creyese amenazar su poder o cualquier existencia cuya sola presencia le recordase su escasa relevancia en la Revolución de Octubre de 1917. Hay motivos que llevan a Jacson (Alain Delon), sin k, a asumir el encargo que lo lleva a México —desea ser alguien, y poner fin a la vida de Trosky le hará sentir que es el hombre que mató a un mito— y motivos ajenos (al sicario) por los que el asesinato del revolucionario se pone en marcha. Estos motivos obedecerían a la intención de Stalin de deshacerse de la vieja guardia bolchevique, entre otros millones de individuos que el totalitario soviético sentía amenazar su ego y sus falsas verdades. Hechos, muertes, testimonios y datos históricos hablan de la sinrazón estalinista, de sus purgas, quizá perfeccionadas respecto a las practicadas por Lenin, y de todo un mundo desconocido y conocido: su mundo, el que quería para él, y donde Trosky no tenía cabida, de ahí que este se convierta en un objetivo y en obsesión constante; y la sombra del “zar” de la URSS sea una presencia mental constante en la cotidianidad del exiliado. Aunque no asoma en la pantalla, no cabe duda de que se trata de un personaje más, como apunta el marco que conmemora un nombre bajo el cual se lee la leyenda "asesinado por Stalin". Este recuerdo se encuentra en el hogar mexicano del exiliado, que ha convertido su casa en la fortaleza donde la cotidianidad le cerca y, en principio, al tiempo le protege del hombre de hierro que ha ordenando su asesinato. En ese mismo día a día, también existe su intimidad con Natascha (Valentina Cortese), su mujer, y la alteración del pasado, el recordar/deformar sus memorias, quizá por sentir cansancio, aunque no derrotado, o quizá consciente de la proximidad de la muerte.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

El otro señor Klein (1976)


De los cineastas víctimas de la caza de brujas emprendida por el Comité de Actividades Antiestadounidenses, Joseph Losey fue quien desarrolló la que quizá, junto a la de Jules Dassin, fuese la carrera más reconocida por sus contemporáneos. De hecho, incluso en la actualidad, su filmografía americana se ve eclipsada por la europea, que domina el conjunto de su obra y presenta sus películas más reputadas, también las más personales, muchas de las cuales desvelan parte de su pensamiento y de su postura ideológica. Dos de las constantes temáticas que reaparecen con mayor frecuencia durante este periodo son la pérdida (simbólica) de identidad, sufrida por algunos de sus personajes, y las agresiones que las instituciones cometen contra el individuo; constantes que, sin ir más lejos, se descubren durante la farsa judicial sufrida por el soldado anónimo en 
el consejo de guerra de Rey y patria (King and Country, 1964), en el tribunal inquisitorial y conservador que somete al hombre moderno en Galileo (1974) o en la desorientación que la legislación vigente aviva en la coproducción franco-italiana El otro señor Klein (Mr. Klein, 1976). Los tres títulos responden a igual número de situaciones concretas en la relación individuo-sistema: la indefensión del soldado frente a sus jueces, la traición de Galileo Galilei a sus ideas y a sus principios, presionado por la institución eclesiástica que se defiende de la posibilidad de cambio, y la negación del yo que provoca que Robert Klein (Alain Delon) pierda su identidad, aquella que no encaja dentro de las directrices establecidas por las leyes francesas durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial.


La intención de
Losey de señalar abusos recorre su obra, nace de su interpretación del momento histórico que le tocó vivir, de su pensamiento político y de su experiencia personal, en la que también fue perseguido por presentar ideas propias. Dichas ideas y la intención de expresarlas, y denunciar en la pantalla los abusos de poder, serían afines a las asumidas por Franco Solinas, guionista entre otras de Kapó (Gillo Pontecorvo, 1960), Salvatore Giuliano (Francesco Rosi, 1961), La batalla de Argel (La batagglia di AlgeriGillo Pontecorvo, 1965) y Estado de sitio (Costa-Gavras, 1972). El escritor había trabajado en el guión de El otro señor Klein con vistas a que fuera dirigido por Costa Gavras, otro cineasta cuyo cine no esconde su posicionamiento ni su denuncia, pero las desavenencias del realizador de Z (1969) con el actor Alain Delon, protagonista y productor de la película, lo convencieron para apearse del proyecto, que fue a parar a las manos de Losey. El cineasta estadounidense se puso a trabajar junto a Solinas en un nuevo guión, y la comunión entre ambos jugó en beneficio del desarrollo de las ideas que encierra el film: la búsqueda de la identidad perdida, en un entorno que impide que el protagonista se encuentre.


El inicio, frío, deshumanizado y elocuente, denigra y desnuda a la mujer que está siendo reconocida por un médico que no determina si sus rasgos físicos son o no hebreos. La desconocida sale de la sala, se encuentra con su marido, que ha sufrido el mismo trance, y ambos coinciden en que nada saben, lo cual les depara temor, debido a los tiempos que corren. Este comienzo apunta dos aspectos relacionados con el tránsito de Klein: su desconocimiento de ser o no ser y el ambiente que domina en ese París donde se inicia su particular investigación para encontrar a su homónimo, el fantasma que siempre se le escapa o que podría estar en el mismo lugar donde él se encuentra. Pero, ante todo, y a pesar de que se visualice en el espacio externo como una intriga, la búsqueda del protagonista es interna y se desata al producirse el conflicto que le produce el leer su nombre en el envío de un periódico judío. S
i no le hubiese tocado a él, Robert no se habría preocupado por la suerte que sufren los judíos en París, una situación que en un primer momento no la asocia a sí mismo, porque no le afecta directamente, salvo para su provecho. De la indiferencia que muestra con el desconocido que acude a él porque se ve obligado a vender un cuadro, pasa a ser el desorientado que pretende encontrar al otro Klein que confirme su propia identidad.


La simbólica búsqueda de la imagen negada, aquella puesta en duda cuando descubre la existencia de ese otro, con quien le confunden en estatura e igualan en aspecto, deambula por lo kafkiano, por el recorrido existencial donde debe demostrar y demostrarse que él no es él, o que quizá ambos son él. Esta es la circunstancia que pretende aclarar, aunque le resulta tan enrevesada que, cada paso dado, apenas implica un mínimo movimiento que le acerque a su meta. Aunque el apellido Klein
 empieza por la consonante K, no es el único rasgo que emparenta al protagonista de El otro señor Klein con los personajes de Franz Kafka en El proceso y El castillo. La relación entre ellos se establece más allá de la letra, se encuentra en la infructuosa búsqueda que inevitablemente los atrapa, sin que nadie les ofrezca una aclaración a la situación a la que despiertan. De ese modo, atrapado en un entorno kafkiano, donde se suceden personajes y el recorrido estéril hacia la solución que no llega, Robert deja de ser dueño de su destino, que cae en manos de la justicia francesa que colabora con los nazis, de su nombre, debido al malentendido con su identidad, pues la policía asume que es otro, de su origen, judío o católico francés, e incluso de la duda de si el otro Klein no será la imagen que ha evitado ver hasta entonces.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Kapo (1960)


Antes de entrar en materia cinematográfica creo necesario recordar y matizar qué fueron los kapos y, como no me considero capacitado para hacerlo con acierto, tomaré prestadas las palabras de Primo Levi para señalar que <<son el típico producto de la estructura del lager alemán, ofrézcase a algunos individuos en estado de esclavitud una posición privilegiada, cierta comodidad y una buena probabilidad de sobrevivir, exigiéndoles a cambio la traición a la solidaridad natural con sus compañeros, y seguro que habrá quien acepte>>. El escritor italiano, superviviente de Auschwitz, prosigue su narración en Si esto es un hombre sin caer en el juicio fácil y nos dice que <<este será sustraído a la ley común y se convertirá en intangible; será por ello tanto más odiado cuando mayor poder le haya sido conferido. Cuando le sea confiado el mando de una cuadrilla de desgraciados, con derecho de vida y de muerte sobre ellos, será cruel y tiránico porque entenderá que si no lo fuese bastante, otro, considerado más idóneo, ocuparía su puesto>>. Esto explica en parte el comportamiento del kapo, sea hombre o mujer, pero <<sucederá, además que su capacidad de odiar, que se mantenía viva en dirección a sus opresores, se volverá, irracionalmente, contra los oprimidos, y él se sentirá satisfecho cuando haya descargado en sus subordinados la ofensa recibida de los de arriba>>. Aparte de lo señalado por Levi, habría que añadir que los kapos solían ser escogidos entre los criminales comunes, en menor medida entre los prisioneros políticos y, en algunos casos, entre los judíos. Eran hombres y mujeres que, como recordaba el autor italiano, mantenían una posición privilegiada y ninguno estaba dispuesto a que tal estado les fuese arrebatado. De ahí que asumieran con celo y, a menudo, con saña la labor de carceleros de sus propios compañeros, una labor que les confería la idea de que para ellos existía mayor posibilidad de sobrevivir el día a día, pues el mañana se había borrado del pensamiento, sin experimentar la falta de alimentos, el frío invernal y las inhumanas condiciones de trabajo sufridas por el resto de los condenados a la esclavitud, al desfallecimiento, a las enfermedades y a la muerte.


Sin el equilibrio entre ficción y documental alcanzado seis años después en La batalla de Argel (La bataglia di Algeri, 1966), el realizador italiano Gillo Pontecorvo se acercó en Kapo (Kapò, 1960) a esta realidad de los campos nazis, primero y fugaz a la vivida en Auschwitz, donde comprendemos que los prisioneros comunes son tratados por la SS mejor que los presos políticos y estos mejor que los judíos. La primera imagen de la joven protagonista, Edith (Susan Strasberg), nos descubre a una niña de catorce años que recibe su lección de piano sin ser consciente del peligro que aguarda a su regreso al hogar. En ese instante descubrimos la inocencia que poco después desaparecerá para siempre. Aunque ella todavía lo ignora cuando el tren que los transporta se detiene en la nocturnidad del campo donde la separan de sus padres y la seleccionan por su juventud a morir al amanecer. Solo quiere huir, su afán de sobrevivir la impulsa a ello, consciente de que a la mañana siguiente van a gasearla. Por descuido o porque se trata de niños que desconocen su realidad inmediata, la puerta del recinto donde ha sido hacinada junto a otros muchos permanece abierta; es su oportunidad y no la desaprovecha. Se escabulle entre las sombras nocturnas, pero ¿adónde ir? En su rostro se lee el miedo, porque es miedo lo único que en ese instante existe en ella, incluso cuando Sofia (Didi Perego), una de las presas, la rescata y la conduce hasta el doctor y prisionero que le proporciona su nueva identidad. <<Tienes que vivir y basta>> le exhorta aquel al tiempo que le insiste que desde ese momento ya no es Edith, sino Nicole Niepas, ni judía, sino una ladrona común que será trasladada al campo de trabajo donde escapa a la muerte porque aprende a sobrevivir, ya sea matando su inocencia o a costa del resto de las reclusas y reclusos. Allí pierde parte de su humanidad por un trozo de pan, por huir de los malos tratos y conseguir uno menos cruel del sufrido hasta entonces. Protegida por la kapo de su sección, Nicole se convierte en otra de las guardianas prisioneras de sus compañeras, guardias que no muestran sentimientos compasivos porque han decidido sobrevivir y basta. La historia escrita por Franco Solinas y Gillo Pontecorvo, de quienes no dudo que hubieran leído a Levi antes del rodaje (la secuencia de Terese y Edith hablando de lavarse así me lo confirma), se centra en la joven, la única hebrea en un campo de trabajo donde también se producen las temidas selecciones, la deshumanización de las reclusas y la pérdida de la solidaridad -lujo de espacios y tiempos racionales- que no tiene cabida en el lager, donde la irracionalidad y el instinto de supervivencia se imponen. Como escribió Dostoyevski en Memorias de la casa de los muertos, acerca de su encierro en un campo de prisioneros en la Rusia zarista, <<el hombre es un animal que se acostumbra a todo>> y Edith/Nicole se acostumbra a no sentir, a no mostrarse débil, a someter para no ser sometida y a entregarse a sus captores por la promesa de comida. Y solo la presencia de un gato y la llegada de Sascha (Laurent Terzieff), avanzado el metraje de Kapo, permiten vislumbrar a la muchacha que había sido al inicio, o aquella parte de su condición humana que ha perdido al trasformarse en la inhumanidad que le ha permitido sobrevivir a alto precio, quizá por ello me resulta (melo)dramatizada en exceso su redención por amor, una redención que nos descubre circunstancias ajenas a la muchacha, aquellas que afectan a los prisioneros que, para sobrevivir, sacrifican a la joven sin miramientos. Es un final que devuelve a la adolescente a la luz, aunque también se trata de un final que nos confirma la imposibilidad que anteriormente habíamos descubierto en Terese (Emmanuelle Riva) y que ahora se reafirma en el grito de Sascha.



Bibliografía empleada

Levi, Primo: Si esto es un hombre. Editorial Austral, 2013.

Dostoyevski, Fiodor: Memoria de la casa de los muertos. Alba Editorial, 2001

martes, 27 de febrero de 2018

Salvatore Giuliano (1961)


La ausencia del supuesto protagonista de Salvatore Giuliano (1961), solo se muestra su cadáver y el retrato que han colocado en su lápida, puede llamar la atención a quienes desconozcan la intención de Francesco Rosi de reflexionar sobre la posguerra y sobre un espacio (Sicilia) anclado en el pasado, donde las fuerzas políticas, las del orden y las organizaciones delictivas intentan imponer sus intereses. Los verdaderos protagonistas del film, que iba a titularse Sicilia 1936-1960son la época, el espacio, las fuerzas vivas que lo ocupan y la novedosa crónica expositiva de Rosi, que indaga en las sombras de la historia desde los continuos saltos temporales que rompen la linealidad de este título clave en la evolución-modernización de la cinematografía italiana (y mundial) que se produjo en la década de 1960. Como consecuencia, se comprende que el director italiano ni pretendió realizar una película biográfica ni una aproximación romántica al héroe popular, como la filmada veinticinco años después por Michael Cimino en El Siciliano (The Sicilian, 1986). Al responsable de Los mercaderes (I magliare, 1959) no le interesaba este aspecto de la no historia, le interesaba la historia o, mejor dicho, investigar y plantear hipótesis sobre los distintos aspectos que se ocultan tras la misma, de ahí que su tercer largometraje reconstruya el rompecabezas que encuentra su pieza inicial en la muerte de Giuliano.


El (primer) encuentro de la cámara con el fuera de la ley se produce al inicio, cuando el encuadre lo muestra tendido sobre el suelo, rodeado de policías, de periodistas que toman fotos del cadáver y de un juez de instrucción que levanta el acta de defunción. Todo parece indicar que el bandido ha sido abatido por la policía en una refriega, sin embargo, existen puntos oscuros que apuntan hacia otra dirección y esa otra dirección (una de las posibles)
 se adentra en la época, en el espacio y en los hechos puntuales que se desarrollan en Salvatore Giuliano cual reportaje periodístico que deambula entre la ficción recreada, la documentación hallada, la información expuesta y las preguntas que quedan en el aire, preguntas que ni el realizador y ni sus co-guionistas Suso Cecchi D’Amico, presencia constante en los primeros títulos del realizador, Franco Solinas, guionista de otro film-reportaje imprescindible —La batalla de Argel (La battaglia di AlgeriGillo Pontecorvo, 1965)—, y Enzo Provenzale, también habitual en el cine de Rosi, logran contestar. Pero lo importante es plantearlas y, para ello, el personaje de Giuliano es la excusa ideal que permite acercarse al momento histórico que el film analiza en busca de la reflexión sobre la historia oficial y aquella que silenciada. La minuciosidad de la secuencia de apertura anuncia el tono que predominará durante el film, meticuloso, realista, sin adornos, rodado en escenarios naturales y ajeno al sentimentalismo que generaría partir de la leyenda popular de la que Rosi se distancia en todo momento. El rechazo del mito queda más que confirmado en la escena en la que un periodista pregunta a un vecino del pueblo de Giuliano cómo era el fallecido, y aquel le responde que robaba a los ricos para dárselo a los pobres. Este es el mito y no tiene cabida en las piezas que van dando forma a la película de Rosi, cuya voz nos sirve de guía por los distintos pasados a los que el film retrocede o avanza, pasados que nos muestran parte del panorama siciliano durante los primeros años de posguerra, desde la liberación de la isla por los aliados hasta el juicio por la masacre de Portella della Ginestra, donde se produjo la muerte de campesinos y comunistas, cuya autoría se atribuye al bandido, y se juzga en Viterbo tiempo después de la muerte del no protagonista
.

sábado, 28 de julio de 2012

La batalla de Argel (1965)



La igualdad, la libertad y la fraternidad promulgadas como ideales de la Revolución no eran las mismas para todos los territorios y habitantes del imperio francés, que vio como su último suspiro exhalaba en Argelia —que asumió identidad nacional propia hacia el final de la II Guerra Mundial, aunque no sería hasta la década de 1960 cuando alcanza su independencia. Entre 1954, año en el que se inician los conflictos armados, y 1962, tres años antes de que los italianos
Gillo Pontecorvo y Franco Solinas realizasen —el primero como director y el segundo desarrollando el guion— la que se considera la primera película de ficción argelina (en coproducción italiana), se desata la última crisis colonial francesa, la que pone fin a su imperialismo territorial. La batalla de Argel (La battaglia di Algeri, 1965) expone un instante de la historia del siglo XX, de aquellos años de inestabilidad en la antigua colonia del norte de África, continente donde se estaba produciendo un despertar del dominio colonial europeo. Para mayor verismo, Pontecorvo empleó un tono de crónica tan preciso que su narrativa produce la sensación de estar contemplando un reportaje filmado y comentado en el mismo instante en el que se producen los hechos, los cuales, en determinados momentos, se acompañan de una voz que lee comunicados oficiales, señalando fechas, órdenes y sucesos. La batalla de Argel arranca en octubre de 1957 con la delación bajo tortura de uno de los miembros del Frente de Liberación Nacional, y el consiguiente asalto de las tropas francesas al edificio donde se esconde Ali La Pointe (Brahim Hadjadj), el último cabecilla libre del brazo armado del F.L.N. que opera en Argel. Tras ese expeditivo punto de arranque, la historia que detalla La batalla de Argel retrocede en el tiempo hasta 1954 para mostrar los hechos que llevaron a ese presente de 1957 en el que se desata una violencia extrema entre ambas partes, y a la posterior independencia en 1962 de Argelia, país que durante más de ciento treinta años había sido colonia francesa y sufrido una política colonial abusiva para la población no europea, la cual, aún siendo francesa por situación, no poseía los derechos de los ciudadanos de origen europeo.


Por las calles de Argel, Ali La Pointe
 se gana la vida como trilero, oficio por el cual es detenido y enviado a una prisión donde observa la represión de las autoridades con los miembros nacionalistas argelinos. Cuando Ali logra escapar del presidio, lo hace con la intención de unirse a los independentistas para expulsar a los franceses. El tiempo avanza en la pantalla mientras se muestra como Ali y otros como él cometen atentados terroristas que asolan la parte europea de Argel; sin embargo, los franceses no están dispuestos a abandonar su colonia, así pues utilizan medidas de contención como la represión o la vigilancia de los accesos que unen la casbah (donde se ocultan los terroristas) con la ciudad europea. Pero la imparable ola de sangre continúa y convence a las autoridades galas para enviar a la décima división de paracaidistas al mando del coronel Mathieu (Jaen Martin), militar de contrastada experiencia, que desde el primer instante asume responsabilidades y explica que no se trata de un enfrentamiento militar al uso, sino de una labor policial que debe conseguir la información que les permita encontrar a los integrantes del grupo terrorista (organizado en triadas para ocultar sus identidades, evitando de ese modo una posible delación). En un momento determinado, cuando la prensa alude a las torturas practicadas por el ejército para obtener información, Mathieu se defiende preguntándoles si desean que Argelia continúe siendo francesa, dicha cuestión incluye una respuesta con la que se intenta justificar los métodos empleados ante aquellos que los desaprueban, pero que no desean perder la colonia. El tiempo del terrorismo concluye cuando el mundo posa sus ojos sobre Argelia es el momento de que el pueblo argelino tome conciencia y se una a la huelga convocada por el F.L.N., estrategia con la que pretenden ganarse el favor de la ONU, para que decida a su favor en la cuestión argelina; sin embargo, la organización mundial se lava las manos y comunica que espera que todo el conflicto se resuelva del mejor modo posible. El gesto de los argelinos no ha surtido el efecto deseado por los independentistas, pero sí sirve al ejército francés para descubrir identidades que salen a la luz como consecuencia de esa huelga que dura varios días. Además una precisión narrativa que podría pasar por la de un documento histórico, La batalla de Argel alcanza el ritmo y la tensión necesaria para trasladar al espectador al lugar y al momento en los que se desarrollan los hechos, que finalizan con la eliminación de los revolucionarios, pero sin exterminar el germen independentista que rebrotaría un par de años después (1960) en una multitudinaria manifestación que daría pie a nuevos brotes de violencia que provocarían la salida de los franceses en 1962.

domingo, 22 de julio de 2012

Los dientes del diablo (1960)


Problemas personales y sus diferencias con los estudios hollywoodienses provocaron que Nicholas Ray se trasladase a Europa, donde rodaría varios films, siendo el mejor de ellos Los dientes del diablo (The Savage Innocents, 1960). En esta espléndida coproducción franco-italo-británica, escrita por él mismo, el cineasta estadounidense muestra al pueblo esquimal desde su tradición y sus costumbres, desconocidas para el colonizador blanco que, poco a poco, asoma por esas tierras heladas donde se impone mediante el comercio, sus leyes, sus costumbres, su religión… Común a la mayoría de civilizaciones “avanzadas” sería la necesidad de aumentar su espacio vital (económico) a costa de otras y su creencia de superioridad moral y cultural, creencia que denota prejuicios, desinterés e incapacidad de aceptar que el resto de sociedades poseen cultura propia y que también están compuestas por personas que se rigen por valores y códigos de conducta que responden a las costumbres e ideas creadas a partir de las necesidades que se presentan en el espacio natural que ocupan; ideas que dan forma a un pensamiento mayoritariamente incomprendido por quienes pretenden alterarlo porque lo consideran primitivo o pernicioso, como sería el caso del misionero (Marco Guglielmi) que acude al iglú del matrimonio esquimal interpretado por Yoko Tani y Anthony Quinn, pensando en ellos como pecadores a quienes llevar por el camino de la rectitud. Este hombre habla a Asiak y a Inuk de un “Señor”, de una fe y de una luz que ellos desconocen, al tiempo que les recrimina el ofender a ese mismo Señor, porque Inuk ha ofrecido a Asiak a otros hombres, cuestión que la pareja esquimal en ningún momento considera pecado, ya que desconocen su existencia y el ofrecimiento es un rasgo cultural y de la hospitalidad de su pueblo. Contrario al religioso, se descubre el policía que persigue y detiene a Inuk por la muerte (accidental) de aquel. Ray muestra la evolución del personaje de Peter O’Toole en el contacto humano: a medida que el oficial observa al esquimal comprende la dura realidad que le rodea, y el por qué de una conducta que, a pesar de chocar con las costumbres civilizadas, muestra sinceridad y lealtad.



Los primeros minutos de Los dientes del diablo explican parte de las costumbres de un pueblo nómada que habita en las latitudes más septentrionales del globo, donde, esparcidos en núcleos unifamiliares, sobreviven cazando. El pueblo esquimal, los inocentes salvajes al que hace referencia el título original, vive en armonía con el medio, mostrándose hospitalario, alegre y honesto, ya que todavía conserva la inocencia, ajena a la mentira y al engaño. La tradición guía su conducta, siendo prioritaria esa hospitalidad de la que siempre hacen gala: pero, como cualquier otro ser humano, también necesitan compañía, una pareja con quien reír y que les ayude a olvidar una soledad que en la nieve se agudiza. Rechazar las muestras de amistad se considera un insulto hacia el anfitrión, cuestión que se observa cuando Inuk no acepta la invitación de su amigo (Andy Ho) para que se consuele con su mujer, al principio del film. La preocupación de Inuk por no tener una compañera desaparece cuando ese mismo amigo corre en su busca y le dice que la viuda de su hermano (Marie Yang) se encuentra en su iglú, acompañada por sus dos hijas; lo cual significaría que Inuk por fin podría tener la compañera que anhela. Después de sopesar a cuál de las dos muchachas prefiere, el esquimal se decide por lmina (Kaida Hokiuchi), pero ésta se marcha con otro; así pues a lnuk se le presentan dos opciones: quedarse con Asiak o ir en persecución de Imina, decantándose por esta última. Cuando alcanza a la pareja cambia de parecer, y se decide por Asiak (que le ha acompañado), cuestión que remarca el carácter machista de unas costumbres en las que estaría bien visto entregar a sus esposas a otros hombres, y elegirlas sin que ellas puedan hacer lo mismo. sin embargo, aunque no sea una cultura perfecta (evidentemente ninguna lo es) sí es aceptada por ambos sexos ante las necesidades generadas por una naturaleza hostil que les obliga a cometer actos tan terribles como el de abandonar a sus ancianos (aunque son éstos quienes se van por voluntad propia), cuando ya no pueden valerse por sí mismos, o a los primogénitos que nazcan niña, porque de otro modo el equilibrio se rompería, condenándoles a la extinción.


lunes, 12 de marzo de 2012

Estado de sitio (1972)


Las películas de Costa-Gavras asumen riesgos y plantean cuestiones como la que se produce en Estado de Sitio (État de siège, 1972), en la que su protagonista aparece asesinado en un vehículo abandonado en las calles de una ciudad repletas de policías que le buscan exhaustivamente. Lo que podría ser el comienzo de un thriller al uso se aleja de inmediato de esa posibilidad al exponer una circunstancia que asolaría a muchos países latinoamericanos en las décadas de 1960 y 1970. El gobierno se opone a los movimientos de los estudiantes y de la intelectualidad que protestan por las diferencias sociales que se crean debido a la corrupción de unos líderes que anteponen sus privilegios y sus riquezas a cualquier idea de mejora. La inestabilidad domina en el ambiente, como se comprueba cuando la historia retrocede a la semana anterior a la ejecución de Philip Michael Santore (Yves Montand), marido, padre de familia y empleado de una empresa estadounidense que es secuestrado por un grupo terrorista que pretende canjearlo por más de un centenar de compañeros encarcelados; sin embargo, éste no sería el único secuestro que se produce, sino que sería uno más dentro del constante enfrentamiento entre las fuerzas del orden y una guerrilla armada que emplea medios reprochables y nada efectivos para lograr sus objetivos. La estancia de Philip Michael Santore entre sus captores permite comprobar por qué se le ha secuestrado; el hombre encapuchado (Jacques Weber) asegura que Santore no es quien dice ser, y que su empleo en la AID no es más que una tapadera tras la que se esconde su verdadera ocupación. Santore es acusado de adiestrar a las fuerzas del orden en el empleo de métodos contundentes con los que se pretenden impedir una alteración no deseada del orden establecido. Estado de sitio plantea la intervención de un gobierno extranjero en un país donde la mayoría de la población abogaría por un cambio de rumbo, pero que no se produce porque éste chocaría con los intereses de la clase dominante, la cual muestra un control autoritario, mantenido por la fuerza y la censura, que defiende sus privilegios a costa de una sociedad más plural y democrática, pero que podría derivar en un comunismo no deseado, ni para los intereses de Philip Michael Santore ni para quienes ostentan el poder. A medida que transcurre la semana se descubre el pasado del prisionero, un hombre que con anterioridad habría trabajado en otros países donde la inestabilidad derivó en golpes de estado; los secuestradores le acusan de haber sido parte importante en estos hechos, convencidos de que él fue el encargado de crear y adiestrar a los cuerpos de seguridad para tales fines, también se le imputa la práctica de métodos de tortura para sonsacar información a presuntos criminales (personas opuestas al régimen), así como de dictar las directrices a seguir por los escuadrones de represión creados dentro de la policía. Santore niega dichas acusaciones, y se reafirma en su declaración de ser un experto en comunicaciones que únicamente realiza su trabajo sin entrar en otro tipo de cuestiones. Estado de sitio muestra un país al borde del caos como consecuencia de un gobierno que no atiende a las necesidades de sus ciudadanos, y que los terroristas intentan debilitar con el secuestro de Santore. Pero la búsqueda y persecución que lleva a cabo el capitán López (Renato Salvatori) echa por tierra las pretensiones de un guerrilla urbana que se encuentra ante la disyuntiva de eliminar a su cautivo o dejarle en libertad, elección que conlleva una pérdida, ya sea de apoyo de la opinión pública, en el primer caso, o de credibilidad en cuanto a su oposición al gobierno, en el segundo. Es evidente que la postura elegida no sería la correcta para enfrentarse a un problema social, puesto que la violencia no es una elección justificable para buscar una mejora, sino que ésta produce mayor inestabilidad dentro de un entorno ya de por sí inestable. Costa-Gavras especuló desde un enfoque realista con las posibilidades que intervendrían en una situación límite como la que presenta Estado de Sitio, un buen ejemplo de thriller político en el que se podría reconocer un hecho sucedido en Uruguay alrededor de 1970.