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jueves, 13 de febrero de 2025

Quo Vadis (2001)

La primera adaptación de la novela de Henryk Sienkiewicz data de 1901, en los albores del cine, y apenas supera el minuto de duración. Su autor, Ferdinand Zecca, es uno de los grandes pioneros del celuloide, pero la obra no vería una adaptación más compleja hasta el primer periodo de esplendor del cine italiano, que alcanza sus máximas en el Quo Vadis? (1912) realizado por Enrico Guazzoni y la mítica Cabiria (Giovanni Pastrone, 1913). Pero esta no sería la última adaptación muda de la obra del escritor polaco, tal honor recae en la italo-alemana rodada en 1924 por Gabriellino D’Annunzio y Georg Jacoby, que contaron con Emil Jannings en el papel de Nerón. Un siglo y varias versiones después de la de Zecca, entre ellas las hollywoodienses rodadas por Cecil B. DeMille en El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932) y Mervyn LeRoy en Quo Vadis (1951), llegó la de Jerzy Kawalerowicz, que volvía a recrear un periodo pasado para hablar de aspectos reconocibles en el presente o en cualquier otro tiempo humano. Ya lo había hecho con anterioridad, en dos de sus películas más prestigiosas: Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolow, 1961) y Faraón (Faraon, 1966), que ubica en el Antiguo Egipto y establece relaciones entre aquel periodo faraónico y la Polonia de la década de 1960; también en El rehén de Europa (Jeniec Europy, 1989) viaja al pasado, lo hace para acompañar al caído en su destierro napoleónico. Los temas expuestos en Quo Vadis (2001), a la postre su última película, no se anclan en ningún periodo concreto, aunque la historia que nos cuenta se sitúe en Roma, bajo el reinado de Nerón (Michael Bajor), y detalle la persecución sufrida por la comunidad cristiana a la que el emperador inicialmente no presta la menor atención, porque prefiere deleitarse en su poesía y en las orgías en las que, lira en mano, canta sus desastrosas y alabadas composiciones. No se ancla porque, más allá de sus personajes históricos, de la primitiva comunidad cristiana o del incendio de Roma, los temas son universales. En palabras de Kawalerowicz, se trata de <<una especie de meditación sobre la fe, la política, el poder y el amor…>> (1) y, para meditarlo, que mejor que situar a sus personajes —el más logrado el Petronio de Boguslaw Linda— en esa época imperial que le permite hablar de pasiones, emociones, sentimientos, intereses que desatan las luchas de poder y las víctimas de las mismas…

(1) Jerzy Kawalerowicz. Un cineasta entre el poder y la gloria. Festival de Cine de Huesca-Filmoteca de Andalucía, Zaragoza, 2003.

miércoles, 16 de agosto de 2023

Sodoma y Gomorra (1962)

<<Mucha gente no alcanza a comprender la frecuencia con que las consideraciones prácticas repercuten en lo que se considera “estilo”. Durante muchos años trabajé con un cámara maravilloso, Ernie Laszlo. Dejé de trabajar con él porque rodábamos a un ritmo demasiado lento. El problema era que yo no conseguía filmar la cantidad suficiente de película que me permitiera disponer de la libertad que me gusta tener cuando monto. Por otra parte tuve una experiencia en Marruecos y en Italia, que cambió muchas cosas…>> Esa experiencia fue la coproducción italo-estadounidense Sodoma y Gomorra (Sodom and Gomorrah, 1962), un film de los llamados bíblicos que tan de moda se pusieron tras el éxito de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille, 1956), cuyo guion firmaron Hugo Butler y Giorgio Prosperi —Ernesto Gastaldi sin acreditar— y la fotografía corrió a cargo de Mario Montuori, Silvio Ippoliti y Cyril Knowles —y Alfio Contini, sin acreditar—. También contó con Oscar Rudolph y Sergio Leone como directores de la segunda unidad. El resultado cinematográfico no puede calificarse de feliz, sino de “tropiezo” en la obra de un cineasta que no pretendía dejarse dominar por Hollywood y que fue despedido durante el rodaje de Bestias de la ciudad (The Garment Jungle, Vincent Sherman, 1957), debido a discrepancias con el “mandamás” de Columbia Pictures, Harry Cohn. Tras este encontronazo y las espléndidas El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955), El gran cuchillo (The Big Knife, 1955) o Ataque (Attack!, 1956), que pasaron desapercibidas y no dieron beneficios económicos, su situación hacia finales de la década de 1950 lo llevó a buscar en Europa mayor libertad creativa, pero su aventura europea no resultó la esperada; aunque A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell, 1959) sea un film que mereció mayor atención y mejor critica, incluso por parte de Aldrich, que opinaba: <<En realidad, la verdad es bastante simple. Ambas películas, Ten Seconds to Hell y Traición en Atenas, eran muy malas y en gran medida debo aceptar que sean inferiores a lo que debían haber sido>>—.

<<…A principios de los años sesenta hice una película horrorosa titulada Sodoma y Gomorra. La mano de obra era muy barata, de modo que utilicé tres o cuatro cámaras en un esfuerzo por acelerar el calendario de producción, dado que en un principio la película tenía que costar dos millones de dólares y acabó costando seis. La película era larguísima y nos enzarzamos en una discusión de tipo legal con el gobierno italiano acerca de quién era el autor. Italia, al igual que Francia, tiene un concepto de la autoría que se basa en el Código Napoleónico. En consecuencia, a los productores se les planteaba un dilema: si aceptaban la subvención italiana, que necesitaban para pagar la película, tenían que aceptar a Aldrich como autor de esta. Esto me daba una gran cantidad de prerrogativas para montar que no hubiera tenido si me hubiesen contratado en los Estados Unidos. Llegamos a un compromiso: en lugar de ir a juicio, como le ocurrió a Bertolucci por esa película de cinco horas [Novecento, Novecento, 1976], accedí a reducir la película de unas cuatro horas y media a dos horas y veinte minutos. Si conseguí hacer una película digna de ese modo fue porque empleé un sistema de rodaje de varias cámaras. Si la hubiera hecho de la misma manera que Apache o Veracruz, me habría resultado imposible suprimir partes o condensarla. En consecuencia regresé a Estados Unidos convencido de que intentar rodar una película con una sola cámara es una insensatez. Hay que filmar una gran cantidad de película adicional y contratar a un segundo operador, pero esto lo compensa sobradamente la libertad que tienes a la hora de montar...>> Siempre y cuando el cineasta tenga el derecho al montaje, algo que en los estudios de Hollywood no era frecuente, de ahí que algunos directores prefiriesen rodar el material justo para que no alterasen su idea en el montaje, reduciendo la posibilidad de cambios indeseados en la sala de edición.

<<…Desde entonces he exigido que en mi contrato se incluya un sistema de dos cámaras. Es extraño que una película espantosa como Sodoma y Gomorra cambiara por completo mi manera de rodar películas. Con dos o tres cámaras uno puede condensar una secuencia hasta obtener lo fundamental y dar además más agilidad a la película. Si la haces con una cámara, te salen cuatro horas y no hay manera de condensarla, por lo que tienes que quitarle algo. Por tanto, creo que desde Sodoma y Gomorra, la mayoría de mis películas (no todas, La leyenda de Lylah Clare es un ejemplo terrible) tienen mucha más energía y están más condensadas. Esto no significa necesariamente que sean mejores, pero sí que son diferentes.>> Ciertamente, son diferentes y en cuestiones de gustos particulares, me parecen mejores películas las realizadas con anterioridad a Sodoma y Gomorra, aunque, tras esta irregular, pero no tan “espantosa” historia de Lot (Stewart Granger) y Edith (Pier Angeli), Aldrich realizase films tan espléndidos como La banda de los Grissom (The Grissom Gang, 1971) o La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, 1972), por citar dos de sus obras más logradas y representativas del “estilo Aldrich” que también brilla en esta segunda etapa en El vuelo del Fénix (The Flight of the Phoenix, 1965) y El emperador del norte (The Emperor of the North, 1973).

Respecto a la película, destaca la relación entre Lot y las mujeres protagonistas: sus hijas Shuah (Rossana Podesta) y Maleb (Claudia Mori), la reina (Anouk Aimée) y Edith, con quien se casa tras el rechazo inicial, que no oculta la atracción que se confirmará avanzado el film, sobre todo por parte de la antigua esclava; a quien el patriarca explica que las ropas que le han entregado (a ella) son sueltas porque <<le dan libertad a las mujeres para trabajar>>. Ella no oculta su enfado y pregunta <<¿Qué trabajo?>>. A lo que el líder hebreo responde: <<El trabajo de las mujeres: Cocinar, tejer, coser, sembrar…>>. En ese instante, la tensión es evidente; también que la libertad a la que Edith accede es ambigua; en realidad, es una de la que duda y de la cual reniega en un primer momento. Como señala el resto de la conversación:


—¿Y dicen que la esclavitud va contra sus principios? —pregunta ella, entre la ironía y el cabreo


—Sí —afirma Lot, más seco y rígido que el cayado que porta para guiar al pueblo de Abraham del que ahora es líder autoritario y espiritual.


—Y quiere que haga un trabajo que una esclava como yo nunca hizo —replica, acostumbrada a todo tipo de lujos, pues era la favorita de la reina de Sodoma.


—El trabajo es el precio de la libertad. Sustentar las propias necesidades. Ser capaz de decidir cómo, cuándo trabajar. Ser tú misma —contesta Lot, quizá inconsciente de la gran mentira que está diciendo, pues la libertad de la que habla encadena igualmente a la bella muchacha.

Como líder, los miembros de la tribu, sean hombres o mujeres, le deben obediencia, incluso dos jóvenes le cruzan el río en brazos para que no se moje. No son esclavos, cierto, pero son siervos de un absoluto, puesto que no hay pie a la replica ni a decidir más allá de lo que permita el guía espiritual y terrenal, juez y general. La religión no es sinónimo de libertad, ya que se basa en normas y dogmas, en el sometimiento de sus seguidores, en el acatamiento y cumplimiento de las leyes entregadas por Moisés al autodenominado pueblo elegido. Lot no es consciente de esto, tampoco de que lo que le señala a Edith apenas se diferencia de la esclavitud, ya que la obliga a aceptar un rol que ella no desea (hasta que se enamora) y un determinado tipo de trabajo. En todo caso, la obliga a un sometimiento distinto al experimentado cuando era la favorita de la reina. ¿Es Edith dueña de sí misma? ¿Qué es la libertad preconizada por el sobrino de Abraham? ¿Basta con que alguien diga que se es libre para serlo? La referida por Lot, ¿lo es? ¿O es otro tipo de esclavitud, distinta a la sodomita? ¿Quién es más tolerante la monarca de Sodoma o el guía religioso? ¿Qué diferencia existe entre quienes se dicen elegidos de Dios, los que se autoproclaman justos y los dictadores o la monarca? Acaso ¿no suelen ser tan intransigentes e intolerantes los unos como los otros? Cuando Lot exclama <<La tiranía de los sodomitas ha terminado>>, es consciente de quiere imponer su fe, su credo, sus normas, quizá inconsciente de que solo va a sustituir una (ajena) por otra (propia). No lo va a hacer con las armas, lo hace respetando la ley; en esto es respetuoso con las costumbres sodomitas —no así, Ismael (Giacomo Rossi Stuart), que toma las armas para liberar a los esclavos y, sin ser consciente, se transforma en el mejor aliado del príncipe conspirador (Stanley Baker), el hermano de la reina— Este aspecto es uno de los puntos interesantes de Sodoma y Gomorra, que “enfrenta” dos perspectivas: la visión de Lot (patriarcal) y de la reina sodomita, quizá menos intransigente (aunque igual de elitista) que la del hebreo que conduce a su pueblo hasta Jordania donde pretende asentarse e imponer su cultura, su religión, su visión de la vida, al tiempo que la monarca pretende seducirlos (y convertirles en nuevos sodomitas) con lujos, lujuria y placer.

Entrecomillado de Robert Aldrich, extraídos de La mirada oblicua. El cine de Robert Aldrich. Filmoteca de la Generalitat Valenciana/Festival de Cine de Gijón/Centro Galego de Artes da Imaxe, Valencia, 1996.

martes, 16 de enero de 2018

La caída del Imperio Romano (1964)


Hacia finales del siglo II de nuestra era, el Imperio Romano se extendía desde la costa atlántica de Hispania hasta el Mediterráneo oriental, desde el sur de Europa hasta la fronteras naturales del Danubio y del Rin, por el norte de África y parte de Asia, donde limitaba con los persas. Dieciocho siglos después, otro imperio, que en realidad no lo era, pues solo era un estudio cinematográfico, ocupaba una zona de las Rozas (Madrid) donde el emperador-productor Samuel Broston se instaló con el dinero cedido por las industrias DuPont para extender su actividad desde El capitán Jones (John Paul Jones; John Farrow, 1959) hasta Pampa salvaje (Savage PampaHugo Fregonese, 1966). Durante su apogeo, Broston produjo El Cid (The Cid; Anthony Mann, 1961), 55 días en Pekín (55 Days at Pekin; Nicholas Ray, 1963) o La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire; Anthony Mann, 1964), compitiendo de tú a tú con las grandes superproducciones hollywoodienses y persiguiendo crear su propio Hollywood en España, donde los costes de producción y las facilidades logísticas ofrecidas por el gobierno formaban parte de los atractivos. Para lograr el éxito, el productor también era consciente de la necesidad de contar con buenos profesionales, con directores de renombre y estrellas internacionales que sirvieran de reclamo para llenar las salas comerciales. De lo primero había suficiente en el cine español, no así en los otros dos casos, mas Broston, productor de pensamiento similar al de los magnates del Hollywood dorado, tuvo la osadía de gastarse un dineral para incluir en sus películas repartos repletos de rostros conocidos para el público internacional, repartos como el de La caída del Imperio Romano, encabezado por Sophia Loren, quien, al aceptar participar en esta superproducción, se convertía en la segunda actriz en recibir el salario de un millón de dólares. Pero, de regreso a los imperios, surgen preguntas como ¿cuáles fueron las causas de la caída de Broston? ¿Y de la de Roma?


El sueño imperial de Broston concluyó porque los beneficios no cubrían los gastos, mientras, la caída romana fue más compleja y se gestó durante siglos, debido a varios factores.
 Entre lo épico y lo trágico, La caída del Imperio Romano se adelantó a lo expuesto por Ridley Scott en Gladiator (2000), superando a esta en sus esplendorosos decorados y, sobre todo, en la reflexión sobre la decadencia (pasada, presente y futura) que encierran sus imágenes, una reflexión inexistente en la película de Scott, que en todo momento apuesta descarada y lícitamente por el entretenimiento y el espectáculo, el cual también tiene cabida en partes del film de Anthony Mann, aunque, en realidad, más que un film de Mann sería una película de Samuel Broston, pues la libertad creativa del cineasta estaría supeditada a las intenciones y ambiciones del productor. La gran extensión del imperio, las desigualdades entre las distintas zonas que lo formaban, las luchas intestinas, el disparo del gasto púbico, la falta de alimentos para abastecer a la población, la corrupción y la mala gestión de sus políticos, cegados por su ambición desmedida, el creciente poder del ejército en la elección del emperador, las enfermedades, las constantes guerras fronterizas, la conveniencia o inconveniencia de la entrada masiva de pueblos germanos, la cada vez menos silenciosa presencia del cristianismo o el descontento civil son algunas causas que aparecen a lo largo de la película de Anthony Mann, aunque lo hacen en pequeñas dosis, supeditadas a la espectacularidad de decorados como el foro romano, a las batallas, a las escenas de acción (como el espléndido duelo de bigas por un bosque germano), a los personajes y sus relaciones de amor y odio. La película se inicia con el emperador Marco Aurelio (Alec Guinness) y Timonides (James Mason), el filósofo que representa las ideas del cristianismo, asistiendo a la lectura de un ave por parte del augur, una lectura que presagia los malos tiempos de los que el emperador es consciente, pues Roma agoniza y necesita la paz para sobrevivir. Para lograrla, el monarca decide nombrar heredero de su trono a Livio (Stephen Boyd), en lugar de Cómodo (Christopher Plummer), su vástago. Sin embargo, hay quienes no desean que los planes de Marco Aurelio se lleven a cabo y se unen en la conjura que le da muerte y precipita la subida al trono de Cómodo, un gobernante incompetente, sediento de poder y de la gloria de los dioses.

miércoles, 19 de julio de 2017

Helena de Troya (1955)



<<Y acostémonos ya y nuevamente el amor conozcamos, porque, nunca como hoy, el deseo venció mis entrañas, ni siquiera al raptarte de la amable Lacedemonia y partirnos los dos en mis naos surcadoras del ponto, y tu lecho y tu amor compartir en la isla de Cránae; con tal ansia hoy te amo y tan dulce deseo me vence>>

(Iliada. Canto III)

Pero ¿a qué amor se refiere Paris? Pues hay amores que dan vida, los hay fraternales, ardientes, efímeros, duraderos, obsesivos,... existen aquellos que matan y también se dice que en un tiempo remoto hubo amores que destruyeron su ciudad, que, asediada durante años por belicosos reyes griegos, fue defendida por sus heroicos conciudadanos. En menor o mayor medida, todos ellos parecen tener cabida en la perspectiva asumida por Robert Wise para llevar a la pantalla la visión cinematográfica de la Warner Bros. de la guerra de Troya y del romance de Helena (Rossana Podestà) y Paris-Alejandro (Jack Sernas), que sirve de escusa para que las naves aqueas, lideradas por Agamenón (Robert Douglas), el señor de los hombres, cubran las costas de Ilión. Pero, en la realidad, ni hombre ni mujer, sean estos Alejandros o Helenas, ni amor alguno provocarían un enfrentamiento bélico de tamaña magnitud, como queda claro al inicio de la irregular Helena de Troya (Helen of Troy, 1955), cuando se observan la corte troyana, con Príamo (Cedric Hardwicke) a la cabeza, y la reunión en Esparta de los líderes argivos, entre quienes se cuentan Menelao (Niall MacGinnis), el amado por Ares, el ingenioso Odiseo (Torin Tatcher), hábil en toda clase de ardides y buenos consejos, y Aquiles (Stanley Baker), el de los pies ligeros.


En ambas ciudades se habla de guerra: los primeros de evitarla, y envían a Paris en misión de paz, y los segundos decidios a emprenderla para poner fin al dominio troyano del estratégico estrecho de los Dardánelos. En ese primer instante del film, los futuros enamorados todavía no se han encontrado, algo que ocurrirá cuando la nave que transporta a Lacedemonia al joven príncipe sufra la tormenta que lo arroja al mar y posteriormente a la playa donde se produce el flechazo de dos condenados a amarse. Dicho romance adquiere el protagonismo absoluto de la primera parte de Helena de Troya, menos lograda que la épica que domina a partir de la llegada a Ilión de la pareja que huye de Esparta. En el reino de Príamo la acción se centra en el asedio aqueo, y las batallas llenan la pantalla para mostrar la destrucción de la ciudad. Pero si la película funciona en sus escenas de luchas, algunas de las cuales posiblemente fueron rodadas por Raoul Walsh (a petición expresa del estudio para sustituir al director de la segunda unidad), no lo hace en cuanto a la profundidad de los personajes implicados, caricaturas sin apenas entidad dentro del colosal despliegue de medios técnicos y humanos (extras, cinemascope, technicolor, decorados,...) que mantienen a flote una superproducción que, sin encontrarse entre lo más destacado de Wise, pretendía llamar la atención del público, aunque olvidándose de transmitir el encanto de aquel poema homérico que en el siglo XIX llevó a Heinrich Schliemann a iniciar sus excavaciones en busca de la mítica ciudad, un emplazamiento que muy pocos historiadores creían real, hasta que en 1871 el comerciante alemán desenterró lo que supuso los restos de la gran urbe destruida entre 1230 y 1210 a.C.



sábado, 17 de diciembre de 2016

Quo Vadis? (1912)

Independiente a su calidad, los estudios y productoras desembolsan sumas desorbitadas por los derechos de adaptación de cualquier superventas literario. Esto no era frecuente en los orígenes del cine, cuando los pioneros buscaban el ahorro en fuentes que no exigieran el pago de los derechos, lo que suponía inspirarse en ideas propias, en el pasado, en la realidad presente, en la biblia (exenta de derechos de autor) o en novelas que no acreditaban, como hizo Mèliés en Viaje a la Luna (1902), que encontró en H.G.Wells y Julio Verne parte de su inspiración. Sin embargo, esta costumbre empezó a cambiar cuando el cine asumió su carácter de espectáculo colosal. Uno de los primeros ejemplos que adaptaba de manera legal y acreditada una novela de éxito se encuentra en la productora Società Italiana Cines, que pagó un precio elevado por los derechos del libro escrito por Henryk Sienkiewicz, lo cual apuntaba hacia la transformación que la industria cinematográfica experimentaría a partir de Quo Vadis? Con el desembolso realizado, quedaba claro que la productora estaba dispuesta a echar el resto con un proyecto que Enrico Guazzoni asumió sin restricciones. Cartelista, pintor y pionero cinematográfico, Guazzoni dio forma a una película de dos horas de duración que obtuvo un éxito sin precedentes, en Italia y en el resto del mundo, y sentaba las bases de lo que más adelante se conocería como superproducción. El cine italiano de la década de 1910 fue pionero de este tipo de cine-espectáculo, encontrando en épocas pretéritas, sobre todo en la Antigua Roma, una fuente inagotable de tramas y argumentos que le permitieron desarrollar el cine-colosal que destacó por las formas, el lujo y la espectacularidad de sus producciones. Las películas de romanos, que en la década de 1960 se empezaron a denominar péplum por las túnicas que servían de vestimenta, alcanzó su cima en Cabiria (Giovani Pastrone, 1913), que sorprendió por su majestuosa escenografía y por los movimientos de una cámara que empezaba a moverse con timidez, lo cual dotaba a los personajes de mayor entidad dramática en su interacción dentro de un espacio tridimensional. Ambas circunstancias la distinguen de Quo Vadis?, otro los grandes largometrajes épico-históricos de la primera época de esplendor del cine italiano. En este título, en el que no se aprecian ni la tridimensionalidad espacial ni los movimientos de la cámara, Guazzoni empleó el plano fijo frontal para reunir a numerosos personajes en la misma escena. Otra de las características del film de Guazzoni es el carácter pictórico con el que adentra al espectador en aquella Roma lejana en el tiempo, donde Nerón (Carlo Cattaneo) y la persecución de los primeros cristianos comparten protagonismo con el romance entre la esclava Licia (Lea Giunchi) y el patricio Vinicio (Amleto Novelli). La puesta en escena de Quo Vadis?, que podría considerarse el primer largometraje moderno del cine italiano, también mostraba en la pantalla el incendio de la capital del Imperio, orgías, intrigas, el cristianismo proscrito o las luchas en la arena del circo romano, desde la novedosa perspectiva que sentó los pilares para las superproduciones posteriores, algunas de las cuales volverían sobre la novela de Sienkiewicz, que ya había inspirado a Ferdinand Zecca en 1901, como fue el caso de la versión realizada en 1924 por Gabriellino D'Annuncio, hijo del famoso escritor, y de Georg Jacoby, el Cecil B.DeMille de El signo de la cruz (1932), película que no acredita su fuente literaria, o ya en technicolor la exitosa Quo Vadis? (1951) de Mervyn LeRoy.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Cabiria (1913)



En sus orígenes muy pocos contemplaban el cinematógrafo como un arte en potencia, aún así, los primeros pioneros no cesaron en su intento de crear un lenguaje visual propio, con sus características artísticas, creativas, técnicas y comunicativas, aspectos que se irían perfeccionando a lo largo de los años hasta alcanzar su plena madurez en la década de 1920. Esta evolución, que alejaba al cine de la estática (y la teatralidad) que dominaba sus primeras imágenes, fue posible gracias a los aportes de las distintas cinematografías de ambos lados del Atlántico. Una de ellas, la italiana, se situó junto a la francesa y a la estadounidense a la vanguardia del nuevo arte. Además de ser el primer film de ficción realizado en Italia, La toma de Roma (La presa di Roma, Filoteo Alberini, 1905) incluyó entre su reparto decenas de extras, algo hasta entonces nunca visto en la pantalla. De tal manera, con el plano de la entrada de las tropas en Roma, Alberini había sembrado la semilla del cine-espectáculo que daría su primer fruto en Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei; Luigi Maggi y Arturo Ambrosio, 1908), otro de los títulos fundacionales del género épico-histórico y el inicio del periodo de esplendor de la cinematografía italiana, un esplendor que se prolongaría hasta la Gran Guerra. Durante los años que la siguieron se sucedieron en Italia superproducciones ambientadas en la Antigüedad, que mezclaban hechos históricos y ficticios, alcanzando sus mayores cotas en Quo Vadis? (Enrico Guazonni, 1912) y Cabiria (Giovanni Pastrone, 1913). Pero, a diferencia de la película de Guazonni, más pictórica, Pastrone introdujo decorados tridimensionales, obra del arquitecto Camilo Innocenti, como parte indispensable de su narrativa, lo mismo sucede con los movimientos de cámara (travellings y panorámicas) o los trucajes, a cargo de Segundo de Chomón, características que la distinguen de sus contemporáneas y que fueron indispensables a la hora de desarrollar las múltiples situaciones que presenta la trama y la profundidad de campo que posibilitaba mayor libertad de movimientos a los numerosos personajes que se citan en su primer largometraje. Con anterioridad Pastrone había aportado al género histórico cortometrajes como Julio César (Giulio Cesar, 1909), Agnes Visconti (1910) o La caída de Troya (La caduta di Troia, 1910), aunque fue este título mítico, en el que contó con la inestimable colaboración de los anteriormente nombrados y del director de fotografía y escultor Eugenio Bava, padre del mítico cineasta Mario Bava, el que llamó la atención de otros pioneros que encontraron en sus imágenes influencias que asumirían a la hora de desarrollar producciones propias, prueba de ello son los majestuosos decorados que David Wark Griffith mandó construir para recrear la Babilonia de Intolerancia (Intolerance, 1916). La película también contó con el reclamo publicitario del famoso escritor Gabriele D'Annucio, quien, acreditado como autor del film, en realidad solo supervisó los rótulos explicativos. La presencia del nombre de D'Annuncio contribuyó al éxito comercial de Cabiria, pero también en ofrecer al público de su época una ventana al pasado, a la aventura y a la espectacularidad de secuencias como la erupción del Etna, las desarrolladas en el templo de Moloch o el hundimiento de la flota romana ante las murallas de Siracusa. Si estas secuencias sorprendieron y agradaron al espectador, no le fueron a la zaga su escenografía, las batallas, el romance o la presencia del gigantesco Maciste, un personaje que reaparecería decenas de veces en el cine italiano. Inspirada en los hechos descritos por el historiador romano Tito Livio y en la novela de Emilio Salgari en Cartago en llamas (Cartagine in fiamme, 1908), la película ofrece un espectáculo colosal que se inicia en una casa patricia a la ladera del famoso volcán. Allí vive la niña (Carolina Catena) que da título al film, sin embargo, la armonía reinante no tarda en verse afectada por la erupción que desata el caos y provoca que la pequeña y su niñera Croessa (Gina Marangoni) sean apresadas por piratas fenicios y vendidas como esclavas en Cartago. En tierras cartaginesas el destino de Cabiria queda sellado cuando los sacerdotes del templo deciden entregarla en sacrificio a los dioses. En este punto entran en escena los dos héroes del relato, Fulvio Axilla (Umberto Mozzalo) y su fiel Maciste (Bartolomeo Pagano), que rescatan a la niña, pero los hechos provocan su separación. Axilla logra escapar mientras que su gigantesco esclavo cae prisionero de los cartagineses, siendo condenado a permanecer de por vida encadenado a la rueda de un molino. Por su parte, la niña ha sido entregada a una mujer desconocida en el jardín de Sophonisba (Italia Almirante-Manzini), la hija de Asdrúbal (Edoardo Davesnes) y hermana de Aníbal (Emilio Vardannes). La historia avanza diez años, entre medias se sucede la derrota de la flota romana en Siracusa y el encuentro de Fulvio Axilla con los padres de Cabiria, a quienes les narra sus aventuras antes de regresar al norte de África donde se producirá su reencuentro con Cabiria (Lidia Quaranta), en ese momento convertida en una bella mujer y en la esclava preferida de Sophonisba.

sábado, 8 de diciembre de 2012

El coloso de Rodas (1961)


El debut oficial de 
Sergio Leone en la dirección, había dirigido aunque no firmado Los últimos días de Pompeya, se produjo con El coloso de Rodas (Il colosso di Rodi, 1961), un peplum en el que asoman algunos aspectos que el realizador desarrollaría a lo largo de su corta pero excelente filmografía, en la que destacan títulos como Hasta que llegó su hora o Erase una vez en América. A pesar de sus defectos, la ópera prima de Leone posee cierta intención de renovar un género muy arraigado dentro de la cinematografía italiana, satirizando a un héroe que se encuentra de vacaciones, preocupado por divertirse asistiendo a fiestas y sonriendo a las mujeres que se encuentran presentes, sin sospechar que pronto se verá envuelto en una situación que le supera. El coloso de Rodas, como su nombre índica, se ubica en esa isla del Egeo en una época en la que Grecia se encontraba dividida en ciudades estado, a menudo en lucha entre ellas o contra un enemigo que las amenazaba. No obstante Rodas pasa por ser un emplazamiento pacífico, perfecto para que Dario (Rory Calhoun), recién llegado de Atenas y ajeno a la situación político-social de la isla, descanse de su condición de héroe, invitado por su tío (Jorge Rigaud), y dispuesto a disfrutar de la hospitalidad del rey (Roberto Camardiel), y sobre todo de la princesa Dalia (Lea Massari), a quien evidentemente pretende conquistar, pero en quien descubre una ambición que no observa en Mirte (Mabel Karr). La presencia de Dario no pasa desapercibida para los rebeldes que intentan derrocar a un rey que se deja aconsejar por Tireo (Conrado San Martin), el villano unidimensional que sólo muestra vileza, traición y un afán desmedido por apoderarse del reino, que ya cree suyo gracias a su alianza con los fenicios que oculta en el interior de ese coloso de piedra y metal que defiende la entrada al puerto, símbolo del poder y la tiranía contra la que luchan los hombres y mujeres liderados por Peliocles (George Marchal), y posteriormente por el propio Dario, cuando éste se involucra involuntariamente en la convulsa situación insular. Sergio Leone realizó un peplum que aleja al héroe de la mitología, lo humaniza, incluso lo satiriza, no muestra su fuerza, al menos no desde el inicio, pues muestra su cinismo y su afán por desentenderse de la realidad social que oprime a los habitantes de una isla donde se desata una terrible catástrofe natural como colofón para esta historia en la que se descubre la fugacidad y la insignificancia de la ambición por la que se dejan arrastrar algunos de sus personajes.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Gladiator (2000)


Su buen hacer en Los duelistas (1977), Alien (1979) y Blade Runner (1982) parecía indicar que Ridley Scott estaba llamado a ser uno de los cineastas más destacados de su generación, sin embargo su carrera cinematográfica fue a la deriva durante los años que siguieron a estas tres primeras producciones, hasta que tocó fondo con La teniente O'Neill (1997). Aunque durante su periodo de bajón creativo (1985-1997) realizó la ya mítica Thelma y Louise (1991), no sería hasta el éxito comercial y popular cosechado por Gladiator (2000) cuando Scott recuperó el rumbo, aunque lejos de la riqueza narrativa que atesoran sus tres primeras películas. Adornos y estruendo aparte, Gladiator no aporta novedades significativas ni al peplum ni al cine épico, quizá sí técnicas en la recreación de Roma, generada por ordenador. Scott toma aspectos vistos en otras producciones que también muestran la cara menos agradable del mayor imperio que conoció el mundo antiguo: la traición y la venganza presentes en cualquiera de las versiones de Ben-Hur, el entorno de los gladiadores mostrado por Stanley Kubrick en Espartaco (1960) o la ubicación histórica desarrollada por Anthony Mann en La caída del Imperio Romano (1966) —varios personajes y situaciones exhibidas en la producción Bronston se encuentran en la película de Scott—. Estas y otras características se citan en Gladiator para ofrecer un espectáculo épico que gira en torno a la figura de Máximo (Russell Crowe); inicialmente, general de las legiones romanas durante la campaña germana y, muerto Marco Aurelio (Richard Harris), esclavo y gladiador, el que, cual Espartaco, se enfrenta al poder de Roma, aunque sería más justo decir que en nada se parece al esclavo-caudillo y que no se enfrenta al poder de Roma, sino a la ambición y al miedo del César demencial encarnado por Joaquin Phoenix.


La odisea del héroe arranca en un bosque germano donde las legiones romanas se encuentran preparadas para la última batalla contra los bárbaros del norte. Allí se gesta la traición y también la venganza que forman el hilo conductor de la ficción cinematográfica que se desarrollará durante dos horas y media de metraje. Máximo alcanza la victoria en ese bosque en llamas, convencido de que ha llegado el momento de regresar al lado de los suyos, sin embargo el estoico Marco Aurelio (Richard Harris) no puede prescindir de sus servicios; todavía no, pues sueña devolver a Roma su espledor pasado reinstaurando la república tras su muerte —¿por qué no hacerlo antes?—, un proyecto que el anciano emperador solo puede confiar a Máximo, porque sabe que su general no ansía el poder que Cómodo (Joaquin Phoenix) sí anhela. Máximo también sueña, quizá no de manera tan ambiciosa, pero, para él, se trata de un sueño grandioso, la idea que rige su pensamiento y su comportamiento se encuentra en su deseo por regresar al lado de su familia, por eso las dudas se apoderan del él cuando el César le ofrece un honor que no desea aceptar porque le separa de su meta. El poder de Roma no puede caer en manos de un hombre como Cómodo. y sin embargo este lo consigue cometiendo un parricidio durante el cual muestra su inestabilidad emocional, su ambición desmedida y su evidentemente perturbación mental. Cuando mata a su padre no muestra ningún tipo de remordimiento por el crimen que comete, pero sí el desequilibrio que se reafirma en su obsesión por Lucilla (Connie Nielsen), quien tras el ascenso de Cómodo se convierte en una mujer asustada y atrapada por el deseo, la locura y la traición de su hermano, alguien en las antípodas de la imagen paterna o de la nobilísima del general caído en desgracia. La puesta en escena realizada por Ridley Scott destaca por las luchas en la arena, donde los gladiadores forman parte de un espectáculo sangriento que provoca el júbilo de las masas (a quienes se contenta para mantenerlas aletargadas), pero también destaca por las intrigas que se producen en las altas esferas de un senado dividido entre quienes apoyan al Imperio (Cómodo) o quienes abogan por la creación de la nueva república que defiende Graco (Derek Jacobi), el senador que se parece a Tiberio Claudio Druso Nerón, también conocido como “Cla-Cla-Claudio”, y que se define a sí mismo como hombre para el pueblo y no del pueblo, palabras que demuestran el alejamiento existente entre la minoría patricia y la mayoría plebeya que convierte a Máximo en su ídolo, y en la máxima pesadilla de un emperador falto del honor y del valor que rige el comportamiento del héroe, fuera y dentro de la arena.



martes, 8 de mayo de 2012

Espartaco (1960)


Impulsor y productor de Espartaco (Spartacus, 1960), a Kirk Douglas no le convencía la decisión de Universal Pictures de poner a Anthony Mann al frente del proyecto, pero lo aceptó como parte del acuerdo entre su productora Bryna y el estudio que iba a financiar la película. Por su parte, a Mann no le convencía el enfoque del actor (ni sus intromisiones), así que a las tres semanas de rodaje, y disparado el presupuesto, ambos llegaron a un acuerdo amistoso para rescindir el contrato (75.000 dólares y la promesa de la participación del actor en un futuro film de Mann). Dicho de otra manera, Douglas despidió al director, según la estrella, forzado por las circunstancias, por las dudas que le generaba y por la petición de los responsables del estudio que poco antes había respaldado al realizador de Tierras lejanas (Far Country; 1954) como la elección más adecuada. Anthony Mann abandonó su puesto de buen grado, dejando como legado el inicio, que se desarrolla en la mina de Libia, y el guion con el que trabajaba, que pasó a manos de 
Stanley Kubrick cuando este se hizo cargo de la dirección de su película menos personal.


Kubrick apenas aportó cambios al guion, aunque sí asumió aspectos relacionados con la fotografía, en ocasiones relegando a Russell Metty (premiado con el Oscar por su trabajo en el film) a una función cercana a la de mero observador. También decidió sustituir a la actriz protagonista e introdujo mayor realismo en las escenas de lucha, además de suprimir algunos diálogos, para potenciar visualmente las imágenes. Por lo demás, podría decirse que se limitó a filmar lo escrito por Dalton Trumbo (en la mayor parte del metraje predomina el posicionamiento del guionista), quien, por fin, volvía a ver su nombre en los títulos de crédito de una película —Otto Preminger fue el primero en en volver a contratarle públicamente, pero su película Éxodo (1960) se estrenó un poco después—, después de años de lucha y ostracismo como consecuencia de su inclusión en la lista negra de Hollywood.


La libertad perseguida por el personaje central también podría ser la defendida por el propio Trumbo, además esa misma libertad, unida al aprendizaje asumido por el esclavo tracio que se revela contra la todopoderosa Roma, se convierte en el eje sobre el que gira esta superproducción marcada por los egos de sus estrellas y de sus responsables, por el constante aumento en los costes de producción, por el temor a que la participación del guionista fuera descubierta antes de tener la película filmada y enlatada (hacia el final del rodaje Douglas dio un paso al frente y, a pesar del riesgo empresarial que suponía, decidió incluir el verdadero nombre del escritor) y finalmente por la alteración de su montaje por parte de la Universal, que introdujo cambios y cortó escenas sin conocimiento de sus creadores.


Las desavenencias entre el director y el productor tuvieron su fuente en discrepancias creativas, las cuales podrían resumirse en la intromisión de Kirk Douglas en la parcela que Kubrick consideraba de su exclusividad, porque, para alguien del ego creativo del futuro responsable de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odissey; 1968), todos los aspectos del rodaje (preproducción y posproducción incluidos) serían de su competencia. Su decisión de asumir el control absoluto de futuros proyectos puso punto y final a la relación que le unía a la productora de Douglas, para la que ya había realizado la magistral Senderos de Gloria (Paths of Glory; 1957).


Aparte de Kubrick y de Douglas, el otro nombre propio del equipo creador de Espartaco fue el de Trumbo, cuya idea de libertad marca la existencia del tracio que se convierte en el caudillo del ejército de esclavos que pone en jaque a la supremacía de Roma, símbolo de la opresión y la tiranía (pasadas y presentes) que les ahoga e impide ser hombres libres. El sueño de Espartaco (Kirk Douglas) es más grande que el de los políticos romanos, porque lo que anhela no es la gloria, sino esa sensación que nunca ha conocido y que le permitiría vivir con Varinia (Jean Simmons). Su vida en la escuela de gladiadores se encuentra supeditada al entrenamiento, porque, tanto él como sus compañeros, son inversiones destinadas a ofrecer espectáculo sobre la arena, no a morir en ella, porque su alto coste y el elevado gasto que generan no aconsejan su muerte, pero el capricho de los patricios romanos que visitan la domus de Batiato (Peter Ustinov) exige sangre.


La acción de Espartaco se desarrolla en la Roma pre-imperial, durante la república gobernada desde el senado, donde se decide el destino del mundo conocido y donde se desata la guerra de intereses que enfrentan a Graco (Charles Laughton) y Craso (Laurence Olivier), eternos rivales, dispuestos a hacer prevalecer sus intereses y posturas ideológicas, a las que se adhieren el resto de los senadores, entre ellos el joven Julio César (John Gavin). Espartaco desconoce el conflicto político y los tejemanejes de los senadores, solo sabe que su vida no le pertenece, ya sea en la mina de Libia donde se inicia su recorrido o cuando Batiato lo compra para formar parte de la escuela de gladiadores donde conoce a la esclava que se convertirá en su esposa.


Al protagonista y héroe le mueve la idea de alejarse de la opresión y de la injusticia que implica su esclavitud, sobre todo después de la sanguinaria exhibición exigida por Craso y por sus acompañantes, cuando Draba (Woody Strode) le perdona la vida a pesar de que su acción significa su propia muerte. Su rival en la arena ha elegido y lo hace porque su libertad nace en su mente para materializarse en el recinto donde decide morir como hombre libre, gesto que convence a Espartaco de que puede ser dueño de su destino. Otra circunstancia que da fuerza al rebelde para levantar la revuelta es su negativa a perder a Varinia, cuando esta es vendida a Craso, pues de no haberla recuperado, el gladiador habría ido en su busca, al estar convencido de que su vida le pertenece y de que nunca volverá a someterse.


La parte en la que el héroe vence a las tropas enviadas por Roma le permite alcanzar la gloria, no obstante esa no sería su finalidad, ya que su intención persigue la paz y el saborear los momentos que anhela disfrutar lejos del alcance y del yugo romano, que pretende dejar atrás, en cuanto llegue a la costa donde aguarda la flota pirata que debe trasladarles a una tierra donde puedan ser dueños de sus vidas. Pero Roma, sus grandes patricios, no puede consentir que su poder se ponga en entredicho por una revuelta provocada por un esclavo, lo que también implica que la lucha se traslade al senado donde Craso muestra una moralidad flexible a sus deseos (tanto personales como políticos), pero consciente de que si somete al rebelde su victoria le serviría para alcanzar el poder y la influencia necesarias para eliminar a su enemigo político (de talante más liberal) y alzarse con el control político que le allanará el camino hacia el Imperio, quizá.