A pesar de todas sus libertades históricas, de personajes caricaturescos y de algunos diálogos y situaciones que rozan lo ridículo, El signo de la cruz (The Sign of the Cross) posee atractivos tan destacados como la presencia de Claudette Colbert, cuya sensualidad quedó recogida en varios momentos del film, y una narrativa ágil destinada a entretener a los espectadores de la época. Pero vista en la actualidad, la trama resulta simplista en su intención de enfrentar dos conceptos tan ambiguos y complejos como lo son el bien y el mal, ya que ambos forman parte de la dualidad humana, como demuestra la perspectiva histórica de Nerón, cuya ambición desmedida provocó que asesinara a varios miembros de su familia así como a Séneca, su mentor, pero también propició el plan urbanístico que modernizó Roma hasta el punto de convertirla en modelo para construcciones urbanas posteriores. Sin embargo este personaje de personalidad desequilibrada asoma en la primera secuencia de El signo de la cruz tocando su lira mientras contempla como arde la ciudad imperial. Dicha imagen, con rostro de Charles Laughton, resulta irrisoria, plana y exagerada, pues semeja más cercana a la de un pusilánime que a la de un ambicioso dominado por su afán de grandeza y poder. El Nerón al que dio vida Laughton muestra un carácter débil e infantil que Popea (Claudette Colbert), su mujer, manipula para saciar su deseo carnal hacia el prefecto Marco Superbus (Fredrich March), mano derecha del emperador y un libertino que dedica su tiempo libre a organizar fiestas subidas de tono en compañía de otros patricios. En El signo de la cruz, el primer éxito sonoro de DeMille, se descubre parte de las tendencias e intenciones que el cineasta desarrolló en algunos de sus largometrajes, como sería la de simplificar los hechos y presentarlos desde el enfrentamiento entre personajes opuestos, por una lado aquellos que solo presentan aspectos negativos (en este caso concreto los romanos) y aquellos positivos que vendrían a representar los valores morales defendidos por DeMille en películas como Los diez mandamientos (1923) o Por el valle de las sombras (1944). De este modo solo a Marcus se le confiere un enfoque que le permite evolucionar, algo que no sucede con los demás personajes, a excepción del encarnado por Claudette Colbert, lo cual provoca la pérdida de interés en el resto y, como consecuencia, en un film manipulador desde un punto de vista sustancial, que no formal. Así pues entre el grupo de creyentes, que se ocultan para celebrar sus ritos, destaca por su protagonismo la presencia de la virginal Mercia (Elissa Landi), por quien Marco siente una fuerte atracción, lo que le lleva a desobedecer a su César y a rechazar las insinuaciones carnales de Popea. Sin embargo, el prefecto no actúa por amor, al menos no hasta que el metraje alcanza su tramo final, ya que inicialmente se descubre como alguien egoísta que desprecia las prácticas de Mercia, las mismas que le pide que abandone, primero para satisfacer su ego y posteriormente cuando, ya enamorado, intenta convencerla para que reniegue de sus creencias y así evitar que pierda la vida en la arena.
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