Hacia finales del siglo II de nuestra era, el Imperio Romano se extendía desde la costa atlántica de Hispania hasta el Mediterráneo oriental, desde el sur de Europa hasta la fronteras naturales del Danubio y del Rin, por el norte de África y parte de Asia, donde limitaba con los persas. Dieciocho siglos después, otro imperio, que en realidad no lo era, pues solo era un estudio cinematográfico, ocupaba una zona de las Rozas (Madrid) donde el emperador-productor
Samuel Broston se instaló con el dinero cedido por las industrias DuPont para extender su actividad desde
El capitán Jones (
John Paul Jones;
John Farrow, 1959) hasta
Pampa salvaje (
Savage Pampa;
Hugo Fregonese, 1966). Durante su apogeo,
Broston produjo
El Cid (
The Cid;
Anthony Mann, 1961),
55 días en Pekín (
55 Days at Pekin;
Nicholas Ray, 1963) o
La caída del Imperio Romano (
The Fall of the Roman Empire;
Anthony Mann, 1964), compitiendo de tú a tú con las grandes superproducciones hollywoodienses y persiguiendo crear su propio Hollywood en España, donde los costes de producción y las facilidades logísticas ofrecidas por el gobierno formaban parte de los atractivos. Para lograr el éxito, el productor también era consciente de la necesidad de contar con buenos profesionales, con directores de renombre y estrellas internacionales que sirvieran de reclamo para llenar las salas comerciales. De lo primero había suficiente en el cine español, no así en los otros dos casos, mas
Broston, productor de pensamiento similar al de los magnates del Hollywood dorado, tuvo la osadía de gastarse un dineral para incluir en sus películas repartos repletos de rostros conocidos para el público internacional, repartos como el de
La caída del Imperio Romano, encabezado por
Sophia Loren, quien, al aceptar participar en esta superproducción, se convertía en la segunda actriz en recibir el salario de un millón de dólares. Pero, de regreso a los imperios, surgen preguntas como ¿cuáles fueron las causas de la caída de Broston? ¿Y de la de Roma?
El sueño imperial de Broston concluyó porque los beneficios no cubrían los gastos, mientras, la caída romana fue más compleja y se gestó durante siglos, debido a varios factores. Entre lo épico y lo trágico, La caída del Imperio Romano se adelantó a lo expuesto por Ridley Scott en Gladiator (2000), superando a esta en sus esplendorosos decorados y, sobre todo, en la reflexión sobre la decadencia (pasada, presente y futura) que encierran sus imágenes, una reflexión inexistente en la película de Scott, que en todo momento apuesta descarada y lícitamente por el entretenimiento y el espectáculo, el cual también tiene cabida en partes del film de Anthony Mann, aunque, en realidad, más que un film de Mann sería una película de Samuel Broston, pues la libertad creativa del cineasta estaría supeditada a las intenciones y ambiciones del productor. La gran extensión del imperio, las desigualdades entre las distintas zonas que lo formaban, las luchas intestinas, el disparo del gasto púbico, la falta de alimentos para abastecer a la población, la corrupción y la mala gestión de sus políticos, cegados por su ambición desmedida, el creciente poder del ejército en la elección del emperador, las enfermedades, las constantes guerras fronterizas, la conveniencia o inconveniencia de la entrada masiva de pueblos germanos, la cada vez menos silenciosa presencia del cristianismo o el descontento civil son algunas causas que aparecen a lo largo de la película de Anthony Mann, aunque lo hacen en pequeñas dosis, supeditadas a la espectacularidad de decorados como el foro romano, a las batallas, a las escenas de acción (como el espléndido duelo de bigas por un bosque germano), a los personajes y sus relaciones de amor y odio. La película se inicia con el emperador Marco Aurelio (Alec Guinness) y Timonides (James Mason), el filósofo que representa las ideas del cristianismo, asistiendo a la lectura de un ave por parte del augur, una lectura que presagia los malos tiempos de los que el emperador es consciente, pues Roma agoniza y necesita la paz para sobrevivir. Para lograrla, el monarca decide nombrar heredero de su trono a Livio (Stephen Boyd), en lugar de Cómodo (Christopher Plummer), su vástago. Sin embargo, hay quienes no desean que los planes de Marco Aurelio se lleven a cabo y se unen en la conjura que le da muerte y precipita la subida al trono de Cómodo, un gobernante incompetente, sediento de poder y de la gloria de los dioses.
En esta ocasión, Mann (que ya había realizado para Bronston EL CID) conseguía, dentro de las premisas de un film espectacular de gran presupuesto, una obra de inusual densidad en su contenido y enérgica narrativa que no excluía una impresionante belleza plástica, especialmente en su primera mitad. Con personajes muy bien definidos (respaldados por espléndidos actores como Mason, Guinness, Quayle) asistimos al crepúsculo de un mundo convulso donde la razón, la sabiduría que emana de la experiencia y las ideas de paz y convivencia son finalmente barridas y aplastadas por la codicia, la prisa, la envidia y la traición. Todo ello sintetizado y plasmado en un excelente guión del que fueron responsables entre otros el blacklisted Ben Barzman y Philip Yordan (ambos trabajaron para varias películas de Mann) y que, hay que decirlo, en su proceso tuvo muchas dificultades de construcción.
ResponderEliminarUn placer leerte, Teo, y no lo digo porque coincida con lo que expresas, que también, sino por cómo lo expresas, con elegancia y conocimiento. Saludos.
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