lunes, 31 de julio de 2017

El placer (1952)


Como aficionado al buen cine encuentro placentera la elegancia de los movimientos de la cámara de Max Ophüls, sus encuadres, su transgresora modernidad, su sentido rítmico y fílmico en películas como El placer (Le plaisir, 1952), uno de sus grandes títulos (que no son pocos) y un regalo sensorial desde sus créditos iniciales hasta su ambiguo final, cuando el recorrido por el placer, el amor, la pureza y la muerte se cierra con la paradójica negación <<la felicidad no tiene por qué ser alegre>>. Con frecuencia se ha dicho y escrito que Ophüls es el director por excelencia del melodrama y del cine femenino, quizá por su genialidad a la hora de dar forma a La mujer de todos (La signora di tutti, 1934), Carta de una mujer desconocida (Letter from a Unknown Woman, 1948), Madame de... (1953) o Lola Montes (Lola Montès, 1955), sin embargo, es algo más, es el creador de un universo cinematográfico subjetivo, repleto de sensaciones, en cuyo centro se encuentra la figura de la mujer en busca de su realización y de una liberación a menudo fuera de su alcance. Como la de otros grandes cineastas, su creatividad se adelantó a su época y a la industria cinematográfica, fuesen la alemana, la francesa o la estadounidense para la cual rodó cuatro películas (y participó en otra que no llegó a completar). Tras su paso por Hollywood regresó a Europa e inició su segunda etapa francesa, durante la cual filmó, con evidente maestría, los títulos que cierran su brillante trayectoria profesional. En conjunto o por separado, La ronda, El placer, Madame de...Lola Montes serían suficientes para encontrarlo entre los mayores talentos de la historia del cine. En ellas se descubre a un cineasta capaz de transformar el melodrama en armonía, sensaciones y arte. El placer, su antepenúltima producción, encontró su punto de partida en tres cuentos de Guy de Maupassant, a quien no vemos, pero a quien sí escuchamos, pues el autor de los relatos literarios funciona como un personaje más, aunque sin presencia corpórea, pues su tiempo terrenal había pasado, y nos llega desde la voz de Jean Servais. El Maupassant imaginado por el cineasta alemán presenta a sus personajes, también los espacios por donde estos deambulan, y acompaña con su subjetividad los hechos que dan forma a los tres fragmentos que, según nos informa, muestran la confrontación del placer con el amor, con la pureza y con la muerte. Los tres funcionan de forma autónoma y armoniosa, siendo el narrador y el placer los nexos que unen La máscara, La mansión Tellier y La modelo. El salón de danza donde la multitud se reúne para bailar y coquetear, la casa de citas de Julia Tellier (Madeleine Renaud) o el estudio donde los protagonistas del tercer cuento viven la pasión inicial de su amor, son espacios que nos acercan al placer sensorial y carnal. Por contra, la casa del anciano matrimonio, el campo o la ventana desde la cual se arroja Josephine (Simone Simon) nos aproximan al sufrimiento, a la resignación, a la entrega, a la pureza, al abandono y al vacío. Estos espacios resulta fundamentales en la contraposición aludida por el guía omnisciente y subjetivo. En el primero, el local de danza, se descubre al anciano Ambroise (Jean Galland) enmascarado, que corre hacia la pista, su conquista del tiempo y del sexo, pero en su intento desfallece y la trama nos traslada a su hogar (prisión), donde somos testigos del enfrentamiento entre la necesidad de satisfacción de Ambroise y la resignada devoción que se descubre en su esposa (Gaby Morlay), que, encerrada entre las cuatro paredes, asume los flirteos de su marido como parte de su amor incondicional hacia ese hombre que, escondido tras su máscara, desea revivir el esplendor físico ya extinto. En el segundo episodio, el placer lo proporcionan la patrona y las pupilas de la mansión Tellier, donde los ciudadanos ilustres encuentran la alegría carnal y la posibilidad de evadirse de sus monotonías. Al igual que sucede en el primer fragmento, en La mansión Tellier se enfrentan dos espacios antagónicos. Si en La máscara se oponen el glamour y el gentío del salón con la soledad y las sombras del cuartucho del matrimonio, en este relato, el de mayor duración, el enfrentamiento espacial se produce entre la ciudad (la casa de Julia Tellier) y el medio rural a donde Julia se traslada en compañía de sus seis pupilas para festejar la primera comunión de la hija de su hermano Joseph (Jean Gabin), un carpintero que encuentra su placer en la presencia de tanta joven hermosa y desinhibida, entre ellas Rosa (Danielle Darrieux). Pero al contrario que en La máscara o en La modelo, el tercer segmento, la alegría es la nota predominante, salvo cuando los vecinos de la ciudad descubren que su lugar de recreo ha cerrado. Para ellos, más que una contrariedad, el cierre de su desahogo es una desgracia que provoca el inicio de un tiempo de incertidumbre y espera: sentados y mirando hacia el mar, sin saber qué hacer una noche de sábado. Este instante se encuentra impregnado de un humor cínico, elegante e irónico, un humor que se transforma en luz con la llegada de las señoritas a la granja de Joseph. Porque, a parte de ser portadoras de placer, en las seis muchachas se descubre la pureza en su contacto con la naturaleza y con un lugar donde la inocencia de la comulgante y el silencio nocturno, extraño para ellas, les supone un soplo de aire fresco, de libertad y de evocación. El tercer episodio, el más triste y trágico en su proximidad a la muerte física y simbólica, lo introduce el Maupassant narrador a través de las palabras del testigo (Jean Servais) del nacimiento y muerte del deseo de Jean (Daniel Gélin) y Josephine (Simone Simon), la modelo a quien el artista idealiza sobre el lienzo y en su espejismo de amor. El paso del tiempo rompe el hechizo y, con su desaparición, el sentimiento idealizado se transforma en indiferencia, rechazo, discusiones, reproches y finalmente en el abandono y la nostalgia que afectan a la muchacha, que amenaza con suicidarse y se arroja por la ventana en presencia de Jean, lo cual provoca su invalidez y su unión definitiva con el pintor, que en su culpabilidad encuentra la felicidad, porque, como dice el narrador ante la contrariedad del oyente de su historia, <<Amigo mío, la felicidad no tiene por qué ser alegre>>.

domingo, 30 de julio de 2017

El cameraman (1928)



En 1928 los films sonoros se encontraban a años luz de la perfección expresiva alcanzada por el cine mudo, pero la amenaza era real para el silente y poco después fue definitiva. ¿Por qué la industria hollywoodiense apostó por el sonido cuando el medio visual ni lo exigía ni lo precisaba, ya que gozaba de una salud envidiable en películas como ...Y el mundo marcha, SoledadEl viento, Los muelles de Nueva York o La frágil voluntad? La pregunta implica una respuesta que no tengo, al menos no una precisa que implicaría mayor detenimiento y conocimiento, de modo que me limito a decir que, con lo escrito hasta ahora, ni pretendo un ejercicio de nostalgia ni minusvalorar el cine hablado o ensalzar al mudo, solo dejar constancia de que la desaparición del silente no se debió al sonido en sí mismo, sino posiblemente a los intereses que el adelanto técnico generó entre quienes manejaban la industria cinematográfica, que no eran precisamente los cineastas ni los espectadores que todavía reían con la inventiva de Charles Chaplin, Buster Keaton o Harold Lloyd. En este punto de la historia, el periodo que abarca desde el estreno de Don Juan (1926), primer film en incluir sonido, y El cantor de Jazz (The Jazz Singer, 1927), el primero en el que se escucha hablar, hasta triunfo definitivo de las películas dialogadas, se produjeron numerosas obras maestras del silente, clásicos indiscutibles que mostraban un medio de expresión que no necesitaba diálogos para su comprensión, más aún, la introducción del habla provocaría la muerte de la universalidad del lenguaje cinematográfico y, salvo excepciones puntuales, la desaparición del cómico que había dominado la pantalla con su humor ágil, acrobático y mímico. Pero antes de que esto sucediese, 1928 fue un gran año para la comedia muda. Chaplin estrenaba El circo (The Circus), en Francia René Clair Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d'Italia), Harold Lloyd protagonizaba Relámpago (Speedy), King Vidor caricaturizaba Hollywood en Espejismos (Show People) y Buster Keaton ofrecía El héroe del río (Steamboat Bill, Jr.) y El cameraman (The Cameraman), su última obra maestra. Desoyendo los consejos de sus amigos, q
uizá debido a la amenaza que implicaba el sonoro o a sus problemas personales, Keaton asumió que lo más conveniente para él era asegurar su futuro con un buen contrato en la MGM y no continuar arriesgándose como independiente en un presente incierto. Pero, como quedaría demostrado a partir de El comparsa (Spite Marriage, 1929), el cómico se equivocó en su decisión, él mismo así lo reconocería más adelante, y poco a poco su brillo se extinguió en comedias de enredo en las que solo ejerció de actor. Tanto comercial como artístico, El cameraman resultó un éxito y nada, salvo su contrato con un estudio que le exigía el control artístico de sus producciones, parecía presagiar la perdida de su independencia y, en su ausencia, el desperdicio de su talento por parte de los ejecutivos de la Metro-Goldwyn-Mayer, estudio conocido por controlar las películas que producía y las carreras de sus estrellas. Pero hay ciertas cuestiones que parecen señalar que en El cameraman este control no llegó a ser total, como demuestra la presencia en el guión de su habitual Clyde Bruckman, divertidos e ingeniosos gags (la llamada telefónica en su edificio o la pelea en el barrio chino), o en el propio personaje de Keaton, más sentimental (desde el inicio cuanto hace y sufre lo hace por el amor de Sally), sin su sombrero stetson, pero igual de solitario, inexpresivo y ajeno a la realidad que le rodea. Él va por libre, de modo que su interpretación del entorno choca con la del resto. Incluso su trabajo de fotógrafo callejero (que abandonará por amor y por ser un heroico reportero), sin apenas beneficios e invisible para la multitud, parece corroborar que se trata de un individuo diferente y, de hecho, así es, porque Keaton, el cómico irrepetible de El cameraman y de sus anteriores largometrajes silentes, es distinto y único: un payaso sensible, inocente, generoso, en ocasiones torpe y en otras brillante, pero siempre incansable e imperturbable en su lucha contra los elementos y los obstáculos humanos que le salen al paso.

sábado, 29 de julio de 2017

Felices Pascuas (1954)



No desvelo secreto alguno al decir que 
Esa pareja feliz (1951), el primer largometraje realizado por Luis García BerlangaJuan Antonio Bardem, parte de una premisa similar a la expuesta por Preston Sturges en Navidades en Julio (Christmas in July, 1940) y a la de Jacques Becker en Se escapó la suerte (Antoine et Antoinette, 1947). Tampoco creo expresar novedad si escribo que, rupturista y fundamental para el posterior desarrollo del cine español de la época, el film carece de la sutil malicia del primero y de la equilibrada sencillez con la que Becker detalla la realidad que afecta a su pareja protagonista. Por otro lado, es bien sabido que Bardem y Berlanga introdujeron características realistas en su debut, también que, en su segunda producción en solitario, Bardem de nuevo recogió influencias neorrealistas (descampados donde juegan los niños, el campamento gitano o el triste hogar de la clase trabajadora representada en la familia protagonista) para dar forma al recorrido urbano de una comedia que presenta un punto de partida similar al de los títulos citados. Pero el realismo del realizador madrileño en Felices Pascuas (1954) es mínimo y formal, ya que, como sucedía en Esa pareja feliz (1951) o en ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952), film que coescribió al lado de Berlanga, los personajes son caricaturas que el cineasta emplea para poner en marcha la sátira que prevalece y se impone durante su metraje, quizá con más altibajos que los otros dos clásicos del cine español referidos arriba.


En su intención crítica y en la negrura de su humor, Felices Pascuas introduce dosis de verismo entre su aparente tono amable, familiar y navideño, aparente porque el realizador lo usa para lanzar a sus contemporáneos (que depositaban sus esperanzas de mejora en la suerte o en el plan Marshall) dardos cómicos que, en determinados momentos, se tornan subversivos en su caricatura de iglesia, familia o ejército, pilares sociales intocables que en manos del director de Cómicos (1954) son ridiculizados en diferentes compases de la película. El villancico que ameniza los títulos de crédito o la doble exclamación de Juan (Bernard La Jarrige), cuando se despide de su trabajo diciéndole a su jefe <<¡Usted es un tirano! ¡Usted es un patrón!>>, señalan que el humor de Felices Pascuas pretende algo más que provocar la risa. Sin embargo la intención de divertir y la de evidenciar no llegan a funcionar, al menos no en su totalidad, quizá porque, en solitario, el Bardem director de comedia no supo o no pudo equilibrar la burla y la crítica a la falta de acción del matrimonio protagonista (quieren comer el cordero, pero delegan el uno en el otro la responsabilidad de matarlo) o a la doble moralidad de personajes como Manolo (Beni Deus), el matarife vegetariano y sentimental que solo mata corderos en su horario de oficina, pero cuando lo hace, podría acabar con uno, dos o tres rebaños. Concluidos los créditos, las imágenes muestran la mañana del 22 de diciembre, día de la celebración del popular sorteo navideño que la radio retransmite y el país entero escucha, a la espera de que la suerte llame a su puerta o, en el caso de Juan, a la barbería donde trabaja. Dicha espera refleja una falta de acción similar a la de los vecinos de Villar del Río, que sueñan con la llegada de los norteamericanos que, para su contrariedad, no van a solucionarles la vida. De igual modo, los hombres y mujeres que se observan o se escuchan al inicio de Felices Pascuas sueñan con ganar un sorteo que, símbolo de la esperanza y de su pasividad para solucionar sus miserias, tampoco va a mejorar su día a día. Tras las secuencias iniciales, la ilusión se personaliza en Juan, a quien se descubre cortando el rostro de un cliente mientras repite que el premio no se le escapa. Dicho y hecho, la alegría estalla en el barbero cuando escucha a través del transistor el número del Gordo (que coincide con el de su participación de dos pesetas), aunque su júbilo, la valentía y la seguridad que le animan a despedirse de su trabajo (y a exigir a su mujer que deje el suyo) se esfuman para dar paso a la derrota que se apodera de él cuando Pilar (Julia Martínez) le confiesa que ha regalado una parte del boleto y la otra la ha cambiado por una rifa premiada con un corderito al que empiezan a llamar cariñosamente "Bolita". Este pequeño y tierno lanudo se convierte en la excusa argumental para que 
Bardem inicie su retrato de un matrimonio de clase trabajadora, que podría ser cualquiera de la época, con dos hijos y, posteriormente, el recorrido social y urbano por los distintos espacios donde el inocente cordero, convertido en la fantasía culinaria de cuantos lo observan, transita de aquí para allá mientras su nueva familia, resignada ante su suerte, se desvive en su intento de recuperarlo.

jueves, 27 de julio de 2017

El rey de los cowboys (1925)


En un momento puntual de
El rey de los cowboys (Go West, 1925), mientras se juega una partida de cartas, uno de los vaqueros del rancho donde se encuentra el solitario interpretado por Buster Keaton, le dice si pretende acusarle de hacer trampas, lo haga sonriendo. El bueno de Keaton se lo piensa durante unos segundos, tras los cuales se lleva sus dedos a los labios e intenta una mueca, similar a la de Lillian Gish en Lirios rotos (Broken BlossonsDavid Wark Griffith, 1919), que vendría a significar que es incapaz de sonreír. Este plano muestra su imposibilidad de reír y reafirma desde la burla uno de los principales rasgos de la identidad artística de su inolvidable personaje. Años antes de ser uno de los grandes cómicos de celuloide, el cineasta asumió como rasgo característico la ausencia de sonrisas, pues había comprobado que su seriedad ante ciertas situaciones provocaba las carcajadas entre el público que observaba sus desventuras, y la superación de estas, sin que en su rostro asomara ningún rictus de alegría. Como consecuencia de su inexpresividad facial, recibió el apodo de "cara de palo", pero Keaton había logrado algo más grande: crear un personaje inolvidable y admirable que superaba cualquier obstáculo por su constancia y tenacidad, ya fuesen una venganza en La ley de la hospitalidad (Our Hospitality, 1923), la deriva en El navegante (The Navigator, 1924), la horda de novias que lo persigue en Siete ocasiones (Seven Chances, 1925) o la estampida que él mismo provoca en El rey de los cowboys, cuando conduce las mil cabezas de ganado de su jefe por las calles de una ciudad donde, al tiempo que la presencia de las reses siembra el pánico y el caos entre los transeúntes y los comerciantes, genera la carcajada del espectador que contempla su tranquilidad —las pasea como si formaran parte de una excursión—, su ingenio, cuando se disfraza de diablo rojo para guiarlas a la estación, y su velocidad de fuga cuando corren tras él.


En esta comedia,
Keaton muestra a su personaje sin más posesiones que una cama y los objetos que en ella traslada a la tienda de empeños donde los vende por un 1, 65 dólares. Con lo puesto y sin dinero, lo recibido lo entrega al vendedor por una mínima parte de lo adquirido, una barra de pan y embutido, el joven decide viajar de polizón en un tren que lo conduce a Nueva York. Pero las prisas y el gentío de la Gran Manzana no son para él, así que emprende un nuevo viaje que lo traslada al oeste, a un rancho donde debe aprender a ser puntual a la hora de las comidas y donde encuentra a su única amiga, una vaca con la que establece amistad. <<¿Eres una dulce niña o eres una verdadera vaca?/ Mi corazón siempre me dijo que eras una verdadera vaca>> escribe Rafael Alberti versos en su poemario Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Se refiere a la vaca de Keaton, su amor. Con ella establece la reciprocidad que los aleja de la soledad en la que ambos han vivido hasta su encuentro. Dicha amistad se convierte en principio y fin en la mente de Keaton, que, ante la venta de su "Brown Eyes", Georgina para Alberti, decide hacer cuanto esté en su mano para impedirlo. Aunque El rey de los cowboys no alcanza la perfección cómica ni narrativa de las obras mayores del genial cómico, no decae en su ritmo y presenta el atractivo añadido de parodiar el género por excelencia del Hollywood silente. De tal manera, las coordenadas geográficas del western, las estampidas, el asalto al tren, los revólveres que se quedan sin balas o las disputas en las partidas de naipes son empleadas por el cómico como parte de su discurso humorístico: los caricaturiza y los transforma en los obstáculos que no frenan a su estoico antihéroe, que, también parodiando el típico romance entre el héroe y la heroína, escoge a su inseparable vaca y no a la chica.

miércoles, 26 de julio de 2017

El pirata (1948)

El musical realizado en la Metro-Goldwyn-Mayer, al menos aquel que engloba el periodo que va desde El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939) hasta Gigi (Vincente Minnelli, 1958), apostaba por la espectacularidad y vivacidad de decorados y vestuario, por el alegre uso del technicolor, por las canciones de compositores del talento de Irving Berlin o Cole Porter y por sus números musicales, muchos de los cuales fueron interpretados por Fred Astaire (tras su marcha de R.K.O.) y Gene Kelly. En buena medida, esta combinación fue debida a la presencia de Arthur Freed en la producción. Su equipo mantenía cierta independencia dentro del estudio, algo por otra parte inusual en la MGM, lo cual beneficiaba el trabajo de sus colaboradores, entre ellos Vincente Minnelli. El realizador debutó en la dirección de largometrajes de la mano de Freed y, a partir de Una cabina en el cielo (A Cabin in the Sky, 1943), la primera película en la que acreditaba su dirección, las colaboraciones entre ambos se multiplicaron para dar su mayor fruto en El Pirata (The Pirate, 1948), uno de los grandes musicales del estudio del león y, por lo tanto, del musical hollywoodiense. Su alegre colorido, la comicidad y la química entre sus dos estrellas, Gene Kelly y Judy Garland, ambos en estado de gracia, y la creatividad que brilla con luz propia a lo largo de los minutos, se entremezclan con la fantasía, el humor y los números musicales coreografiados por Robert Alton y el propio Kelly, que incluyen una secuencia onírica central (en la que, una vez más, el actor despliega sus dotes de bailarín) y el famoso "Be a Clown". Pero más que por los bailes o las canciones de Cole Porter, el film de Minnelli destaca por su vitalismo y la alegría que ya se descubre en la realidad sedentaria de su protagonista femenina, quien verá transformada su anodina existencia en la fantasía que Serafin (Gene Kelly) le ofrece para enamorarla. El Pirata se abre a las páginas del álbum de dibujos que permite a Manuela (Judy Garland) fantasear con el temible pirata Mococo, símbolo de su liberación y de las aventuras que se le niegan, ya que nunca ha salido del hogar de tía Inés (Gladys Cooper) y, por lo visto poco después, nunca lo hará. Pues, a pesar de sus reticencias a la hora de contraer matrimonio con don Pedro (Walter Slezak), el alcalde y el hombre más acaudalado del pueblo, su destino ha sido sellado por los intereses de su tía y, resignada, asume un casamiento de conveniencia que no la contenta. Ella no ama a su prometido, tampoco desea permanecer encerrada entre las paredes de su hogar, por ello apura a su tía para que le deje vivir su última experiencia de soltera en Puerto Sebastián, adonde se traslada para recibir su ajuar y, por cuestiones del destino y del cine, conocer al cómico Serafín. La alegría y el descaro conferidos por Kelly a su personaje lo convierten en un atractivo más del film. Su desparpajo y su exageración por momentos llegan a eclipsar a Garland, la mayor estrella de los musicales MGM desde su protagonismo de El mago de Oz, pero la actriz resiste el envite de su pareja de reparto y se nivela para beneficiar la química entre ambos y, más si cabe, la comicidad de las situaciones que viven a la espera de confirmarse el romance que el público aguarda. Los primeros momentos compartidos muestran el rechazo de Manuela, enamorada de la imagen idealizada de su Macoco de fantasía, pero el verdadero Macoco se esconde en el pueblo y se encuentra más cercano de lo que sospecha, pues este no es otro que su prometido. Alejado del mar y de sus sanguinarias fechorías, don Pedro ha iniciado una vida sedentaria que lo protege de la justicia que lo persigue. Sin embargo, su encuentro con Serafín provoca su temor, ya que el clown lo ha reconocido, pero, para su sorpresa, el actor no lo denuncia y asume su identidad porque ve en el engaño la oportunidad de convertir en realidad el sueño de Manuela y conquistar su amor.

martes, 25 de julio de 2017

Las dos tormentas (1920)



A menudo, nos referimos a David Wark Griffith como el inventor de múltiples técnicas que revolucionaron el cine —primer plano, plano medio, profundidad de campo, uso del montaje, panorámica, fundidos, cámara subjetiva, profundidad psicológica de los personajes y un largo etcétera—, pero solemos olvidar que algunas habían sido empleadas con anterioridad en el cine europeo y en el estadounidense, aunque, por decirlo de alguna manera, en un estado primitivo. Lo que sí hizo, y muy bien, fue desarrollarlas hasta el extremo de convertirlas en parte fundamental de su lenguaje fílmico, expresión visual que se convertiría en uno de los referentes fundamentales y fundacionales de la narrativa cinematográfica que ha llegado hasta nuestros días. En menos ocasiones, también lo recordamos por ser pionero en la búsqueda de la independencia autoral y empresarial, el descubridor de actores y actrices que se convertirían en estrellas (Lillian Gish o Mary Pickford), el "maestro" de futuros cineastas (Allan Dwan, Raoul Walsh o Erich von Stroheim) o que, en su afán de engrandecer el medio y su prestigio, se saltó normas oficiosas como la duración establecida por las distribuidoras y los dueños de las salas de proyección. El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914) duraba más de tres horas, y aún así arrasó en la taquilla. No sucedió lo mismo con Intolerancia (Intolerance, 1916), que superaba los doscientos minutos de metraje y cuya narrativa marcaría un antes y un después en la historia del cine. Algunos de sus títulos posteriores —Corazones del mundo (Heart of the World, 1918), Las dos tormentas (Way Down East, 1920), Las dos huerfanitas (Orphams of the Storm, 1921) o América (America, 1924)— también dejaban atrás la hora y media que se consideraba el límite conveniente para que el estreno de un largometraje resultara rentable. Pero a Griffith, esto le daría igual; él invertía su dinero y tanto los éxitos como los fracasos de sus películas eran suyos, tanto que, al final de su carrera, nadie se atrevía a concederle crédito para sus proyectos. De modo que, conociendo las posibilidades del medio y la creciente demanda del público por disfrutar de películas más largas, el "capricho griffithiano" de alargar el tiempo de sus historias supuso una revolución en Hollywood, además de ser un ejemplo para otros cineastas, aunque, a diferencia de aquellos, el responsable de Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919) controlaba sus producciones. Para lograr el control absoluto de sus películas había abandonado la Biograph (1908-1913) y creado la Triangle Films Corporation (con Thomas Ince y Mack Sennett como socios). Posteriormente, en 1919, fundaría, junto a Chaplin, Fairbanks y Pickford, la United Artists, que contaba con su propia red de distribución. La independencia empresarial que le proporcionó tener su propia distribuidora le permitió mantenerse al margen de la influencia de los estudios que, al mando de los Carl Laemmle, Adolph ZukorJesse Lasky o William Fox, se asentaron en la segunda era del cine mudo estadounidense. Dicha independencia resultó vital para el desarrollo de sus técnicas formales y también para los contenidos de sus películas, las cuales, a menudo, delatan un pensamiento conservador cuyo origen se encuentra en su educación tradicional decimonónica.


Para corroborar lo dicho, fijémonos en el inicio de Las dos tormentas (Way Down East, 1920). En ese instante, Griffith anuncia mediante rótulos explicativos su intención de salir en defensa de la mujer, pero dicha intención apunta hacia una interpretación ultraconservadora, pues, desde la perspectiva expuesta por el realizador, el objetivo único en la vida femenina, que individualiza en el personaje encarnado por la gran Lillian Gish, es el matrimonio. Esta idea tendría su origen en los valores que le inculcaron (y que al parecer nunca puso en duda), quizá por ello el cineasta no contempla que su generalidad haya sido fomentada por imposiciones sociales que nada tenían que ver con las realidades, sueños e inquietudes de mujeres que —por ejemplo la científica Marie Skolodowska-Curie, las escritoras Georges Sand, Jane AustenRosalía de Castro, Selma Lagerlöf, la diseñadora Gabrielle "Coco" Chanel o la pionera cinematográfica Alice Guy—, pusieron en evidencia (años antes de este film) la ceguera que relegaba al género femenino al rol aceptado por el cineasta. En su intención de salir en defensa de la mujer, de la que el considera (esposa, madre e hija), Griffith otorga a su protagonista la condición de víctima del hombre (Lowell Sherman) que la seduce y de quienes la juzgan por ser madre soltera, pero, más allá de esta situación, su sufrida heroína es un ser pasivo, educada y condenada a resignarse y a padecer en silencio su culpa (inexistente), el dolor y el rechazo que nacen a raíz del engaño del seductor que, alcanzado su propósito, la abandona a su suerte. Al inicio de Las dos tormentas se contrapone la inocencia de Anna con la lujosa imagen (e hipocresía) de la alta sociedad a la que pertenecen sus primas, a quienes visita para pedirles ayuda económica. En ese momento, la joven se encuentra fuera de lugar y así seguirá hasta que, rechazada por todos, los Bartlett la acepten como empleada de hogar, aunque sin conocer la mancha de su pasado. Lo curioso de la familia, pilar básico del pensamiento griffithiano, sobre todo de Squire Bartlett (Burr McIntosh) (más intolerante que justo, a pesar del dibujo que de él pretende el director), reside en que apenas se diferencia de quienes con anterioridad repudiaron a la muchacha, pues la moralidad que predican también se encuentra condicionada por los prejuicios originados por (contra)valores desfasados y represores que la condenan por ser madre soltera. Y solo cuando comprenden que Anna ha sido engañada encuentran la justificación que les permite perdonarla y así establecer el final feliz que cierra este destacado melodrama que, superando las dos horas de duración, muestra a los dos Griffith: el genio creativo y el hombre conservador.

lunes, 24 de julio de 2017

El código criminal (1931)


Hacia finales del periodo silente e inicios del sonoro, estudios cinematográficos como Paramount y sobre todo Warner Brothers encontraron en la figura del gángster una fuente de inspiración para algunas de sus películas, que aún no habían desarrollado ni el pesimismo ni la negrura que caracterizarían al cine negro posterior. A la espera de ese género que brillaría en sus claroscuros formales y temáticos, aquellos primeros films se dedicaban a exponer con brillantez el submundo criminal en La ley del hampa (UnderworldJoseph von Stenberg, 1927) o La horda (The RacketLewis Milestone, 1928). Poco después, incorporado el sonido, llegarían las sobresalientes Hampa dorada (Little CaesarMervyn LeRoy, 1931), El enemigo público (The Public Enemy,  William A. Wellman1931) y Scarface (Howard Hawks, 1932). Por aquel entonces, a medida que el cine gangsteril se iba desarrollando y cobrando nuevas perspectivas, surgió el penitenciario, cuyas tramas se alejaban de los grandes hampones (de sus ascensos y sus inevitables caídas) para adentrarse en correccionales como el expuesto por George Hill en El presidio (The Big House, 1930) y Howard Hawks en El código criminal (The Criminal Code, 1931), dos películas que pueden considerarse pioneras del subgénero que algunos expertos señalan su origen en la posterior (y también espléndida) Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from Chain Gang; Mervyn LeRoy, 1932). Pero, más que de cine negro, habría que hablar de (melo)drama carcelario no exento de cierta crítica social, aunque lejana de la contundencia crítica y de la crueldad física de Fuerza bruta (Brute Force, Jules Dassin, 1947), Sin remisión (Caged; John Cromwell, 1950) o Motin en el pabellón 11 (Riot in Cell Block 11; Don Siegel, 1954). El penitenciario de los primeros años de la década de 1930 mostraba a delincuentes corrientes, a inocentes confinados por error o a víctimas de su mala suerte y de la mala gestión de sus defensores legales. Este último caso, el de la mala fortuna y el de un abogado incompetente, conduce al joven protagonista de Código criminal a su reclusión y a la desesperanza, la cual parece abandonar cuando su camino se cruza con el de Mary Brady (Constance Cummings), la hija del nuevo alcaide (Walter Huston), quien a su vez había sido el fiscal que lo envió a presidio.


Al tratarse de una producción de la 
Columbia de Harry Cohn, por aquel entonces un estudio sin prestigio que se dedicaba a producciones baratas, Hawks contó con pocos medios materiales, aunque esto se vería compensado por una mayor libertad a la hora de poner en marcha su cruda exposición del sistema penal. Para ello, el cineasta dividió la película en dos momentos y dos espacios alejados. El primero se desarrolla fuera del correccional y expone con brevedad la detención y la condena de Robert "Bob" Graham (Phillips Holmes) por el homicidio involuntario de un cliente del local donde celebraba su cumpleaños. El segundo espacio, la prisión donde el joven ha pasado los seis últimos años, gana en protagonismo, de hecho, se convierte en un personaje más de la trama y anuncia constantes definitorias del cine penitenciario (las duras condiciones, el abuso por parte de carceleros como el capitán Gleason, los intentos de fuga, las armas clandestinas o los ajustes de cuentas). Allí se produce el reencuentro del reo con Mark Brady, el fiscal que, siguiendo la ley, le dijo en su primer encuentro que <<alguien tiene que pagar>>, aunque el delito fuera una cuestión de mala suerte. La frase de Brady resume el código penal, basado en el ojo por ojo, y también sintetiza el código criminal que reina entre los prisioneros, un código que Galloway (Boris Karloff) expresa de la misma manera que el abogado-alcaide cuando alude a Runch (Clark Marshall), el delator que debe pagar por su chivatazo. Esta circunstancia iguala ambos ámbitos, lo cual apunta hacia la crítica de un sistema que, cometido el crimen, busca un culpable aunque sea inocente, pues alguien debe responder por el delito; la ley, la política, la prensa y la opinión pública así lo exigen. Este es el sino de Bob, que, a pesar de ser inocente, se ve envuelto en un nuevo homicidio, el mismo día que espera recibir su libertad por buen comportamiento. La mala fortuna vuelve a llamar a su puerta, situándolo en el lugar y en el momento inadecuados. Aunque no es testigo del asesinato de Runch, la presencia de Graham en el despacho del alcaide le permite descubrir a Galloway, su amigo y compañero de celda. Este hecho provoca que, tanto para salvar su carrera como para salvar al joven, el alcaide le presione para que delate al asesino, pues muerto el delator, Brady ve como su éxito al evitar la fuga se trasforma en una situación delicada que lo pone entre la espada y la pared, presionado por la fiscalía, la opinión pública y el sistema penal que seguiría siendo cuestionado en sucesivos títulos del subgénero penitenciario.



sábado, 22 de julio de 2017

Marruecos (1930)


Tras su estancia en Alemania, donde rodó El ángel azul (Der blaue engel, 1930), la primera película sonora alemana y una obra maestra indiscutible del cine, Josef von Sternberg regresaba a Estados Unidos acompañado de la interprete que había dado vida a Lola Lola, la vampiresa protagonista del film. Aquella joven desconocida para el público estadounidense, pronto dejaría de serlo. Gracias a sus seis películas en común para Paramount, realizadas entre 1930 y 1935, Sternberg convirtió a Marlene Dietrich en un icono ambiguo y morboso, imagen fomentada a partir de la escena de Marruecos (Morocco, 1930) en la que, vestida en un frac, para mayor regocijo del público que observa su erotismo y sensualidad, besa a una de las clientas del local donde actúa. De esta forma, Dietrich entraba por la puerta grande en el cine estadounidense
, en el seno de uno de los estudios más poderosos del momento y, seguramente, el más liberal, bajo la dirección de su mentor y al lado de una estrella emergente, Gary Cooper, y otra descendente, Adolphe Menjou. Los tres forman el triángulo protagonista de la adaptación cinematográfica de Amy Jolly, título de la obra teatral de Benno Vugny en la que se basó el guión de Jules Furthman. En cierta medida, sobre todo en sus primeros números en el cabaret, la artista de variedades recuerda a Lola Lola de El ángel azul, sin embargo la heroína de Marruecos ni somete ni humilla deliberadamente a los hombres hasta reducirlos a la condición de mascotas. Amy es diferente, huye del sexo masculino porque su pasado estaría marcado por el dolor y la pérdida de su fe en los hombres, la misma pérdida que posiblemente la ha llevado hasta África. Como consecuencia, se protege en el cinismo y en la negación, evitando no volver a sentir la desilusión que le ha provocado el sexo opuesto, como deja constancia su doble rechazo hacia La Bessiere (Adolphe Menjou); primero en el barco que los lleva a tierras marroquíes y posteriormente en el local donde ella actúa por primera vez ante el deseo creciente del legionario Tom Brown (Gary Cooper). El flechazo entre la cantante y el soldado, mujeriego y granuja, es inevitablemente, como también lo es la resignación del tercer vértice, que, enamorado de Amy, no desespera ante el rechazo y continúa su conquista, aun consciente de que ella ama a otro. La Bessiere espera y teme que le reconozca su amor por el soldado, incluso así, la acompaña en su búsqueda de aquel u observa en silencio como ella lo abandona definitivamente para seguir por las arenas del desierto los pasos del legionario que ha grabado su amor por Amy Jolly en la mesa del local donde se reencuentran. Aparte de la química entre los personajes, Marruecos destaca por la recreación de un espacio exótico que traslada al público a la irrealidad que rodea al romance, el cual, a punto de materializarse cuando ella le dice <<espérame>> para huir juntos, se posterga en el tiempo porque, en ese instante de espera, el soldado, enamorado de la artista, la abandona al comprender que no podría proporcionarle las comodidades y el lujo que el millonario francés sí puede.

viernes, 21 de julio de 2017

Elia Kazan. Claroscuros de un gran cineasta



Para hacerse una idea de los orígenes (y del pensamiento) de Elia Kazan, nada mejor que visionar América, América. En esta película, el autor de Los asesinos narró la historia de su tío en una Turquía donde las minorías armenia y griega sufren la intolerancia y la represión por parte de la mayoría turca. Esta realidad social lleva al joven protagonista a soñar con emigrar al continente americano, donde, en la década de 1950, su sobrino se convertiría en uno de los directores más destacados de Hollywood, gracias a títulos como Un tranvía llamado deseo, ¡Viva Zapata!, La ley del silencio o Al este del edén. Mucho antes de que esto ocurriera, los Kazanjoglou abandonaban su Turquía natal para instalarse durante un breve periodo en Berlín. Poco después, en 1913, la familia se instalaba en Nueva York, donde residía el tío Joe, en quien Kazan se inspiró para su película. Ya desde aquella temprana edad, su pertenencia a una minoría étnica influiría en su comprensión y relación con el medio, también en su posterior decisión de afiliarse al partido comunista, aunque, claro está, en aquel momento de su juventud, no era consciente de que su filiación política le llevaría a formar parte de la historia negra de Hollywood. Pero Kazan no fue el único que, dando nombres de compañeros de partido y de profesión al Comité de Actividades Antiestadounidenses, salvó su carrera y se ganó el rencor de quienes reprocharon su delación ante los inquisidores que habían encontrado en Hollywood el espacio ideal para sus fines mediáticos. Aunque Kazan y otros como él dieron nombres, habría que señalar como culpables a la hipocresía y a los intereses que fomentaron la caza de brujas y, durante más de diez años, las listas negras. Con lo dicho, no pretendo salir en defensa del realizador de la espléndida Río Salvaje, cada uno sabe el por qué de sus decisiones y que estas acarrean consecuencias que hay que asumir, pero sí señalar que es más simple y fácil culpar que plantearse ¿qué habría hecho yo en su lugar? ¿Por qué los dueños de los estudios aceptaron formar parte de la intolerancia? o ¿por qué se produjo el sinsentido que, más que perseguir comunistas, perseguía la notoriedad de sus responsables? Dejando de lado este oscuro y triste periodo hollywoodiense, Elia Kazan fue uno de los nombres propios del cine estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, aunque su debut en la dirección de largometrajes se produjo en 1945, con Lazos humanos. A pesar del éxito de películas como La barrera invisible, su primer Oscar al mejor director del año, no sería hasta la década siguiente cuando se puede hablar de un cineasta consciente de serlo y de las múltiples posibilidades (de expresión) ofrecidas por el medio cinematográfico; de ahí que su etapa más compleja y acertada se inicie con ¡Viva Zapata!. Su recreación de la vida del líder agrario Emiliano Zapata significó un punto de inflexión en su obra y, salvo la desafortunada Fugitivos del terror rojo, el futuro realizador de El último magnate iniciaba su etapa más personal y creativa. Los primeros pasos artísticos de Kazan se produjeron en Yale, donde cursó Arte Dramático y participó en varios montajes aficionados, para posteriormente ejercer como actor profesional y director escénico en el Group Theatre, bajo la dirección de Harold ClurmanLee Strasberg. Su mejor momento en Broadway se produjo con sus adaptaciones de Arthur Miller y Tennesse Williams, autor que también llevaría al cine en Un tranvía llamado Deseo y Baby Doll. La primera resultó un éxito colosal, encumbrando a Marlon Brando al estrellato, y la segunda presenta mayor libertad cinematográfica, lo cual indica la evolución de un autor que había eliminado cualquier rastro de teatralidad de sus películas. <<Tres grandes cosas me han influenciado: el Método de Stanislavsky tal y como lo enseñaban Clurman y Strasberg, mis lecturas de Vakhtangov y el cine>> (Elia Kazan a Michel Ciment en Elia Kazan por Elia Kazan). Admirador confeso de El acorazado Potemkin, de Aleksandr Dozhenko y de John Ford, por diferentes motivos (entre ellos su declaración ante el Comité), Kazan no pudo adaptarse a Hollywood y decidió regresar a Nueva York, donde en 1945 había co-fundado el famoso Actor's Studio, fuente inagotable de actores y actrices (Carroll Baker, James Dean, Julie Harris, Lee RemickMarlon Brando) sin apenas experiencia cinematográfica que modelaría a su gusto y así lograr las interpretaciones que buscaba para sus películas. En sus producciones se descubren rasgos autobiográficos -América, América o El compromiso- un constante conflicto externo e interno en sus personajes y también rechazo -a la injusticia social en ¡Viva Zapata!, a la pérdida de identidad provocada por el mal uso del medio televisivo en Un rostro en la multitud o a la autoridad paterna en Al este del Edén y Esplendor en la hierba-. Aparte de su fructífera relación con el teatro (galardonado con tres premios Tony) y el cine, en la década de 1960 inició su tardío y breve coqueteó con la narrativa: América, América, El compromiso y Los asesinos, El doble, Actos de amor, El hombre de Anatolia y Beyond the Aegean, de las cuales él mismo adaptaría a la gran pantalla las dos primeras.


Filmografía

People of Cumberland (1937) (cortometraje)

Lazos humanos (A Tree Grows in Brooklyn; 1945)

Mar de hierba (Sea of Grass; 1947)

El justiciero (Boomerang!; 1947)

La barrera invisible (Gentleman's Agreement; 1948)

Pinky (1949)

Pánico en las calles (Panic in the Street; 1950)

Un tranvía llamado Deseo (A Streetcar Named Desire; 1951)

Fugitivos del terror rojo (Man on Tightrope; 1953)

La ley del silencio (On the Waterfront; 1954)

Al este del Edén (East of Eden; 1955)

Baby Doll (1956)

Un rostro en la multitud (A Face in the Crowd; 1957)

Río salvaje (Wild River; 1960)

Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass, 1961)

América, América (America, America; 1963)

El compromiso (The Arrangement; 1969)

Los visitantes (The Visitors; 1971)

El último magnate (The Last Tycoon; 1976)

Premios y nominaciones


Tony al mejor director por Un tranvía llamado Deseo
Premio de la Asociación de Críticos de Nueva York al mejor director por La barrera invisible y El justiciero
Premio NBR (National Board of Review) al mejor director por La barrera invisible y El justiciero
Nominado al Gran Premio Internacional del festival de Venecia por La barrera invisible
Globo de Oro al mejor director por La barrera invisible
Oscar al mejor director del año por La barrera invisible
Tony al mejor director por Muerte de un viajante
Ganador del Premio Internacional del festival de Venecia por Pánico en las calles
Nominado al León de Oro en el festival de Venecia por Pánico en las calles
Premio de la Asociación de Críticos de Nueva York al mejor director por Un tranvía llamado Deseo
Premio Especial del Jurado en el festival de Venecia por Un tranvía llamado Deseo
Nominado al León de Oro en el festival de Venecia por Un tranvía llamado Deseo
Nominado al mejor director del año por Un tranvía llamado Deseo
Nominado al Gran Premio del festival de Cannes por ¡Viva Zapata!
Premio Especial del Senado de Berlín por Fugitivos del terror rojo
Premio de la Asociación de Críticos de Nueva York al mejor director por La ley del silencio
Premio del Sindicato Nacional de Críticos Italianos a la mejor película extranjera por La ley del silencio
León de Plata al mejor director en el festival de Venecia por La ley del silencio
Nominado al León de Oro en el festival de Venecia por La ley del silencio
Globo de Oro al mejor director por La ley del silencio
Oscar al mejor director del año por La ley del silencio
Ganador del Premio al mejor film dramático en el festival de Cannes por Al este del Edén
Nominado a la Palma de Oro en Cannes por Al este del Edén
Premio Kinema Jumpo (Japón) a la mejor película extranjera por Al este del Edén
Ganador del premio del CEC (España) al mejor director extranjero por Al este del edén
Nominado al Oscar al mejor director del año por Al este del Edén
Globo de Oro al mejor director por Baby Doll
Tony al mejor director por Dulce pájaro de juventud
Nominado al Oso de Oro en el festival de Berlín por Río Salvaje
Estrella en el Paseo de la Fama en 1960
Nominado al Premio WGA (Sindicato de Guionistas Estadounidenses) al mejor guión dramático por América, América
Ganador de la Concha de Oro en el festival de San Sebastián por América, América
Ganador del Premio Sant Jordi a la mejor película extranjera por América, América
Globo de Oro al mejor director por América, América
Nominado al Oscar a la mejor película del año por América, América
Nominado al Oscar al mejor director del año por América, América
Nominado al mejor guión adaptado por América, América
Nominado a la Palma de Oro en el festival de Cannes por Los visitantes
Miembro Honorario de la DGA (Sindicato de Directores Estadounidenses) en 1983
Premio DGA a toda su carrera en 1987
Oso de Oro a toda su carrera en 1996
Mención Especial de NBR a toda su carrera en 1996
Premio en el festival de Estambul a toda su carrera en 1997
Premio en el festival de Estocolmo a toda su carrera en 1997
Oscar Honorífico en 1998


jueves, 20 de julio de 2017

Extraños en un tren (1951)


No haber leído la novela de Patricia Highsmith Extraños en un tren, me impide valorar su narrativa, pero tampoco creo que sea necesaria su lectura para referirse a la narrativa empleada por Alfred Hitchcock en su adaptación cinematográfica, pues, en realidad, cine y literatura son dos medios y modos diferentes de narrar. Lo que sí puedo confirmar es que el material de Highsmith, que dio pie al guion de Raymond Chandler, Czenzi Ormonde, Whitfield Cook y Ben Hecht (sin acreditar), visto en la pantalla luce como un espléndido ejercicio de suspense hitchcockiano, un suspense que, tras las menos logradas Atormentada (Under Capricorn, 1949) y Pánico en la escena (Stage Fright, 1950), recuperaba la mejor versión del magistral director británico. El tren (escenario en algunos de sus títulos más destacados), el falso culpable (personaje que reaparece una y otra vez su filmografía), el hijo desequilibrado e inteligente (que alcanzaría su máxima expresión en Psicosis), condicionado por una madre que hace sospechar de donde llega el desequilibrio de su retoño, la nulidad policial a la hora de resolver los casos (incluso empuja al sospechoso a solucionar la amenaza en la que se ve envuelto), un instante de violencia (el asesinato de Miriam reflejado en el cristal de sus gafas), un objeto extraviado (el mechero del protagonista) que llama la atención del público, el montaje paralelo (que aumenta el suspense y la tensión mientras juega con el tiempo y con la percepción del espectador) del partido de tenis y el viaje del asesino hacia el escenario del crimen (donde pretende dejar la prueba que incrimine al inocente), son algunos de los ingredientes que, unidos a otros, forman un film cien por cien Hitchcock; bueno, tal vez exagero y solo sea un noventa y nueve.


<<¿Queréis suspense? ¡Pues empecemos!>>, parece decirnos el cineasta en la apertura de Extraños en un tren (Strangers on a Train,1951), cuando su cámara realiza un travelling que sigue las extremidades inferiores de dos personajes que emprenden el camino hacia el vagón-bar donde sus pies chocan para, al tiempo que se observan el uno al otro, desvelar sus rostros y sus nombres. En su primer encuentro, los antagonistas entablan una conversación en apariencia trivial, pero, tras el almuerzo en el compartimento de Bruno Antony (Robert Walker), este le expone a Guy Haines (Farley Granger) que en algún momento de sus vidas los humanos desean deshacerse de alguien cercano y, siempre teorizando, expone su plan para cometer el crimen perfecto: intercambiar las víctimas. Guy no toma en serio sus palabras, se despide y acude a ver a Miriam (Kasey Rogers), su mujer, quien, tras haberle engañado y pedido el divorcio, ahora se niega porque él se ha convertido en un personaje público, gracias a su publicitada relación con Anne (Ruth Roman), la hija mayor del senador Morton (Leo G. Carroll). En este instante de frustración, Hitchcock muestra como la reacción de Guy semeja dar la razón a la teoría de Bruno, pues, en la conversación telefónica que el tenista mantiene con Anne, exclama que mataría a su mujer con sus propias manos. Pero, aunque pudieran serlo, no son las suyas las que eliminan el obstáculo que impide su felicidad, sino aquel extraño compañero de viaje que, en su desvarío, pone en marcha su plan. Bruno es un desequilibrado obsesionado con la muerte de su padre, quizá porque desee ocupar su puesto (como parece confirmar su presencia en la cama de aquel) o por su dinero. Fuera como fuere se trata de un perturbado, aún así las simpatías del realizador y las del público se decantan hacia este personaje, más logrado, mejor interpretado y, dejando a un lado sus actos y su psicopatía, más honesto que el playboy que, indiferente al fallecimiento de su mujer, sufre la pesadilla de verse acosado por quien le presiona para que realice la parte que le corresponde del trato que en el tren creyó broma.