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lunes, 8 de mayo de 2023

Sección especial (1975)

<<Nos han prometido, como indemnización, la justicia de la Historia. Se parece un poco al paraíso católico, que sirve para que los miserables cándidos que se mueren de hambre en esta Tierra no se impacienten. Sufrid, hermanos, comed vuestro pan seco, acostaos en la dura piedra mientras los afortunados de este mundo duermen sobre plumas y se alimentan de exquisiteces. Dejad también que los malvados ocupen los altos cargos mientras a vosotros, los justos, os empujan hacia el arroyo. Dicen también que, cuando todos hayamos muerto, las estatuas serán para nosotros. Por mí, de acuerdo; pero espero que la revancha de la Historia sea más seria que las delicias del paraíso. No obstante, me hubiera gustado ver un poco de justicia en este mundo…>>

Emile Zola: Yo acuso.

En alguna ocasión, me he preguntado por qué el cine francés de posguerra y de los años que la siguieron, incluso tras la irrupción de la nueva ola (suma de una diversidad cinematográfica que, en busca de la modernidad defendida y pretendida por sus miembros, escogía el yo subjetivo), no miró con ojo crítico las decisiones y la intervención de sus líderes nacionales (y de sus gentes) antes y durante la Segunda Guerra Mundial, como sí hicieron las cinematografías japonesa e italiana. Quizá la transalpina, debido al carácter y a la necesidad de hablar claro de sus intelectuales y cineastas tras dos décadas de mordaza, así como a la democracia y a la libertad de expresión recién adquiridas después de veinte años de fascismo, fuese, desde una perspectiva comprometida y social, la más incisiva y reveladora del cine europeo de entonces. ¿Por qué no lo creía necesario el cine francés, si había recuperado su libertad, oficialmente perdida con la firma del armisticio que rendía Francia al dictador nazi? ¿Le era prioritario reconstruir la industria con películas que no hurgasen en la herida? ¿Creía que Francia tenía la conciencia tranquila o que se avergonzaba de algo que era mejor no remover para seguir soñando ser la cuna y el faro de la fantasía igualdad, fraternidad y libertad? Supongo que habría ganas de dejar atrás el pasado inmediato; la mayoría por el dolor sufrido y otros por olvidar sus actos. Así <<lo anecdótico primó sobre lo auténtico, la épica novelesca sobre el documento vivo>> (1)

Por otra parte, cabe la sospecha de que a los vencedores se le exime (ayer, hoy y probablemente mañana) de enfrentarse a los desmanes cometidos durante los periodos bélicos, que en suelo francés fue mayoritariamente un periodo de ocupación, pero también de colaboración por parte de las autoridades —los anónimos que buscaban sobrevivir o beneficiarse son otro asunto—. Esto viene a la “razón de Estado” señalada por Costa-Gavras y Jorge Semprún en Sección especial (Section spéciale, 1975), la adaptación cinematográfica del libro de Hervé Villeré. Es la “razón” que se impone, la que tapa y olvida sus atropellos de Estado, como el expuesto a lo largo de la película. Solo hay que recordar que tras la guerra nadie juzgó los abusos de Stalin fuera y dentro de sus fronteras —la matanza de Katyn (Polonia) o la política mortal de no retroceder en la batalla de Stalingrado, por ejemplo—, más bien se le deificó, cuando, en realidad, fue la entrega de los suyos (y la megalomanía de Hitler) la que salvó a la Unión Soviética y permitió avanzar hacia Berlín; o las miles de toneladas de bombas aliadas arrojadas sobre suelo urbano alemán sin valor estratégico ni militar (algo similar a lo hecho por la aviación alemana en Guernica durante la guerra civil española, tampoco entonces se juzgó el acto), para apurar la guerra y tal vez como represalia al terror nazi, quizá para amedrentar y forzar a la población a la rebelión; algo impensable para los civiles, víctimas de sí mismos, de sus líderes y de la aviación aliada. En este aspecto, la realidad de la posguerra siempre ha sido la misma y nada apunta que vaya a cambiar; ¿verdad, monsieur Verdoux? No se juzga una razón de Estado, ni al vencedor, solo al derrotado o a cabezas de turco como Dreyfus o los acusados del film de Costa-Gavras.

No tengo la respuesta, solo me hago ideas que me guardo. Supongo que hay ensayos y otros ejercicios sobre el tema que respondan interrogantes o lo intenten. Mismamente, en su Francia: reivindicación de la qualité, (2) Marcel Ons apunta <<que hubo que esperar algunos años para que esta página de la historia de Francia fuera abordada con toda la lucidez que precisaba la necesaria desmitificación retrasada continuamente por otros imperativos.>> Debido a ese continuo retraso, fruto de imperativos como la guerra de Indochina o la de Argelia, pero también la negativa del propio público a hurgar en el pasado inmediato, en el cine francés de los años que siguieron a la II Guerra Mundial fueron pocos los que abordaron el antisemitismo de Vichy, pero que ya había apuntado el siglo anterior, como confirma el “caso Dreyfus” denunciado por Zola en Yo acuso. Dicho antisemitismo es uno de los temas principales de Claude Berri en El viejo y el niño (Le vieil homme et l’enfant, 1967), del estadounidense Joseph Losey en El otro señor Klein (Mr. Klein, 1976), de Louis Malle en Adiós, muchachos (Au revoir les enfants, 1987) o del ruso Andrey Konchalovsky en Paraíso (Pan, 2016). Tampoco el colaboracionismo fue tema frecuente, ni destapar formas de terror de Estado como la apuntada por Costa-Gavras en esta coproducción italiana, suiza y alemana occidental rodada en 1975, veinticuatro años después de los hechos que narra. Pero no solo ha sido poco frecuentado el periodo de ocupación, al menos con una intención de señalar ya no heroicidades o soledades, sino el comportamiento tanto del gobierno colaboracionista como de parte de la población —a lo sumo la reacción de las masas tras la liberación, como sucede en los recuerdos de Nevers en Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959)—. Tampoco suele hablarse de otros momentos históricos del siglo XX, de decisiones como las tomadas previo a la Segunda Guerra Mundial o las relacionadas con el conflicto argelino apuntado de refilón por Godard en El soldadito (Le petit soldat, 1960). Habría que esperar a la Ítalo-argelina La batalla de Argel (La battaglia di Algeri, Gillo Pontecorvo, 1965), que fue la que mejor lo expuso por entonces. Ya en la década siguiente, Jacques Perrin (productor de Sección especial) produjo el documental La guerre d’Algerie (Yves Courrière y Philippe Monnier, 1972); y en La guerra sin nombre (La guerre sans nom, 1992), Bertrand Tavernier entrevistó a veteranos y documentó una guerra de la que apenas se habló. Me he desviado del periodo de ocupación y de que apenas hay films que se centren en las decisiones del gobierno francés, sí hay, por ejemplo, sobre la resistencia, entre ellas La batalla del raíl (La bataille du rail, René Clement, 1945) y El ejército de las sombras (L’armee des ombres, Jean-Pierre Melville, 1969); pero es Sección especial la que critica la “razón de Estado” y reconstruye cinematográfica un hecho puntual que desvela la política colaboracionista de un periodo más amplio que la semana en la que Costa-Gavras desarrolla su película, como apunto arriba basada en el libro de Hervé Villeré, que fue adaptado por el propio director y por Jorge Semprún, quien también se encargó de escribir los diálogos. Es evidente que el cine de Costa-Gavras se beneficia con su encuentro con Semprún, añade la perspectiva histórica, la memoria de quien vivió parte de los grandes acontecimientos del siglo XX europeo; incluso de ese periodo de ocupación durante el cual formó parte de la resistencia antes de ser arrestado, interrogado y enviado a Buchenwald. No sería descabellado señalar Z (1969) como un punto de origen para el cine político que se desarrolló en la década de 1970, un cine combativo y de denuncia en el que Costa-Gavras y Semprún fueron abanderados. Sección especial es otra espléndida muestra…

El asesinato de un oficial de la marina alemana, a manos de un grupo de jóvenes comunistas que deciden luchar contra la ocupación, provoca que el gobierno de Vichy intervenga, según se justifican, para evitar males mayores. Dicen que así evitarán la muerte de cien franceses (algo que tampoco está claro), pero todo apunta que las represalias que pretenden evitar son las que podrían hacer peligrar su poder (o el espejismo de este). Eso es lo que parecen temer, la pérdida de poder, el que Hitler les ha permitido. Para ello, el ministro de interior (Michael Lonsdale) decide sacar adelante una ley retroactiva que le permite condenar a muerte a seis presos (el mismo numero exigido por la marina alemana) que nada tienen que ver con el asesinato del metro que se juzga. Dicha ley supone un atentado contra la ética legal, como expresa el ministro de justicia o los magistrados; aunque todos ellos, salvo el primer candidato a la presidencia de la “sección”, interpretado por Michel Galabru, —que rechaza formar parte de algo que califica de abominable—, acaban aceptándola. Tienen una semana para sacarla adelante y juzgar a seis presos, escogidos entre los reos comunistas y judíos, a los que ya han condenado a muerte antes de saber quiénes serán y cuál es su delito, pues el juicio solo es una pantomima —<<Aquí se va a celebrar un juicio, pero no a hacer justicia>>, dice el abogado defensor interpretado por Jacques Perrin—, la de un gobierno pelele y criminal que manipula leyes según los intereses políticos. Como apunta Hannah Arendt en su ensayo Sobre la violencia, <<el poder no necesita justificación por ser inherente a la existencia misma de comunidades políticas; lo que necesita es legitimidad>>. Y eso es lo que busca el ministro de interior cuando decide aprobar la ley retroactiva para lograr sus fines. Y sobre eso gira la exposición de Costa-Gavras, precisa, de puntería fina y que abarca desde los instantes anteriores al conflicto ético-legal, en los que muestra al grupo de jóvenes inexpertos que no quieren cruzarse de brazos frente a la presencia invasora, hasta el juicio de presos que ya habían sido juzgados y condenados (con penas maximas de cinco años) por los delitos que la “sección especial” juzgará de nuevo, condenándoles a la pena capital o a trabajos forzados. Costa-Gavras se detiene en los entresijos políticos, en las ambiciones, las presiones, los miedos, en el conformismo de políticos y magistrados. En definitiva, detalla con ojo crítico la farsa política y legal con la que Vichy pretende contentar a los alemanes y afianzar el poder que aquellos les han otorgado tras la capitulación francesa, y no se corta a la hora de señalar los distintos comportamientos y expresar que, al final, prevalece la “razón de Estado”, la cual, en Sección especial, pisotea la justicia, la ética, la libertad, la fraternidad, la igualdad, las personas, la inocencia…

(1) (2) Marcel Ons: Francia: reivindicación de la “qualité”, en Historia General del Cine. Volumen IX. Europa y Asia (1945-1959). Cátedra, Madrid, 1996.

jueves, 2 de marzo de 2023

El escándalo de Larry Flynt (1996)

La infancia y la juventud de Milos Forman, su formación en la FAMU, se desarrollaron en un momento durante el cual su país carecía de la libertad básica que precipitó el tema principal que vértebra su obra fílmica: la libertad del individuo frente a cualquier tipo de autoritarismo, opresión política, social o moral, que la impide. A lo largo de su filmografía, el director checo denunció entornos que roban la posibilidad de ser libre a la que se aferra, por ejemplo, el protagonista de Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew over the Cuckoo’s Nest, 1975) o el magnate del porno de El escándalo de Larry Flynt (The People vs Larry Flynt, 1996), personaje que, al igual que el Andy Kaufman de The Man on the Moon (1999), hace de su comportamiento “estrafalario” su arma y su defensa contra la intolerancia y la hipocresía. Comportamientos que pueden parecer neuróticos a ojos de los adaptados y defensores del orden social dominante, también se descubren en Mozart o en Goya; por supuesto, en McMurphy, el interno a quien dio vida Jack Nicholson en la película más popular de Forman, aunque este último personaje no se base en alguien real. Todos ellos se expresan por el cineasta checo, que los convierte en agentes defensores de la libertad frente a la amenaza de perderla o frente al autoritarismo que la imposibilita. Por tanto, emplea a sus personajes, basados en tipos reales nada convencionales, no para hacer biopics, sino para denunciar los entornos que actúan contra las libertades individuales; en el caso de Larry Flynt (Woody Harrelson), la de expresión amparada por la Primera Enmienda de la constitución estadounidense. Larry no es ningún héroe, tampoco un criminal ni un pervertido. Es un hombre de negocios diferente, alguien peculiar, que se rebela contra el sistema, la hipocresía y la intolerancia que le persigue y persigue a cualquiera que se desmarque del orden moral dominante y de aquello que se considera políticamente correcto.

<<¿Qué es más obsceno, el sexo o la guerra?>>, pregunta abiertamente tras salir de la cárcel, a la que había sido enviado por obscenidad y relaciones con el crimen organizado —acusaciones de las que es absuelto por el tribunal de apelación—. Larry denuncia que se puede fotografiar la guerra, la muerte o el asesinato de alguien, sin que nadie se ofenda o proteste, pero no el sexo, que, aparte de ser tema tabú para la decencia, la humanidad entera lo práctica a solas, en pareja o en mayor amplitud. Tabú, porque existe quien se avergüenza de ser carnal o quien se niega a aceptarlo como algo natural y vital; sin embargo, es probable que no vean inmoral la venta y uso de las armas. Las sociedad es contradictoria, y quizá en el equilibrio de esa variedad de opuestos resida su mayor riqueza, en su libre expresión; pero cuando alguna peligra, se corre el riesgo de suprimir la libertad que se presume y se da por supuesta. Durante el primer juicio, la defensa que su abogado Alan Isaacman (Edward Norton) hace del caso del magnate del porno, es sencilla e irrebatible, pero el jurado no lo comprende así y declara culpable a Larry, que es condenado por el juez a veinticinco años de cárcel, sentencia en extremo exagerada que el tribunal de apelación invalida. El alegato de Alan vendría a decir algo así como que si no les gusta, el afirma no le gustan las publicaciones de Larry, que no las lean. O lo que sería lo mismo: la libertad consiste en elegir y en tolerar las elecciones ajenas. Pero resulta indiferente, Larry es condenado a veinticinco años de cárcel por publicar una revista. Sin embargo, el tribunal de apelación revoca dicha sentencia. En realidad, ese solo es el principio de la lucha de Flynt, quien, como exhibe en una de sus camisetas, se empeña en dar “por saco” al sistema y a quienes le persiguen por estar rompiendo tabúes, parodiando la moralidad que somete al individuo o hablando con libertad sobre temas molestos para esa hipócrita moral que igual impone su decencia que se reúne en la sombra para dar rienda suelta a cuanto denuncia y persigue a la luz del día. Pero El escándalo de Larry Flynt no solo es una denuncia, también es la historia de amor entre Althea (Courtney Love) y Larry, dos personajes al margen, nada convencionales, no por estrafalarios, sino porque de su círculo íntimo, aquellos que ayudaron a crear la revista, son los únicos que se mantienen fieles a quienes eran antes de enriquecerse.



lunes, 27 de febrero de 2023

La noche cae sobre Manhattan (1996)


El cine judicial y el policíaco en Sidney Lumet tiene tono oscuro. Se desarrolla en las sombras, zonas grises de la interioridad humana, condicionada por el espacio externo que los personajes transitan y descubren del mismo color. Desde sus comienzos en el cine hasta el final de su carrera, parece quedar claro que a Lumet no le interesan los “thrillers” de acción fabricados en Hollywood, aquellos que suelen navegar por la superficie de personajes estereotipados y de tramas no menos tópicas. La ofensa (The Offense, 1972), Serpico (1973), El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981) o Distrito 34: corrupción total (Q & A, 1990), son excelentes ejemplos de Lumet indagando en las profundidades del individuo y del ambiguo sistema en el que se encuentra atrapado, y que resulta diferente al supuesto por idealistas, románticos e ingenuos como Serpico o Sean Casey, el protagonista de la también espléndida La noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan, 1996). Este maduro, oscuro y amargo drama policial y familiar, que pasó sin pena ni gloria por las salas comerciales, pero merecedor de mayor atención, indaga en la corrupción y en los entresijos del sistema judicial y de la fiscalía de Nueva York, que difiere del ideal de románticos como Sean (Andy García), quien, inicialmente, mira el mundo en blanco y negro, desconocedor de la zona gris de cualquier espacio humano. Esta zona en la que se adentra cuando pasa a ser ayudante del fiscal (Ron Leibman) le pone a prueba, le posibilita descubrirse a sí mismo y le confirma las palabras de Vigoda (Richard Dreyfuss): <<las cosas nunca son tan sencillas como queremos que sean>>.



Casey se hace abogado porque cree en el sistema legal, en su buen funcionamiento, en su transparencia y en su promesa de ser igual para todos. Como nuevo ayudante del fiscal, uno de tantos, él es de los que llega con la intención y la creencia de que ayudará a que se cumpla ese para todos. Inicialmente no se plantea que durante su labor, sus valores y su fe en el sistema entren en conflicto con sus sentimientos y sus relaciones personales, conflicto que se desata tormentoso cuando se encuentra de lleno con la corrupción policial, con los intereses en la sombra y con otros asuntos poco claros que le atañen profesional y personalmente, sobre todo cuando asoman las sospechas de que Joe (James Gandolfini), el compañero de su padre (Ian Holm), pueda ser un policía corrupto; lo cual siembra la duda y la posibilidad de que su padre también lo sea. De ese modo, el protagonista vive momentos de sospecha, de amargura y decepción, la cual se hace palpable en la comida con su padre y con Joe, y ya cuando padre e hijo se quedan a solas, en una intimidad hiriente, pero en la que el amor que les une no se debilita, más bien, se hace más fuerte. 



Sean es un personaje totalmente adaptado al imaginario de Lumet, que se vale de la ingenuidad de su protagonista para regresar sobre temas por los que transita con paso magistral. Ex agente de policía y abogado, el protagonista de La noche cae sobre Manhattan se adentra en un entorno donde la línea que separa legalidad y criminalidad se difumina mientras la basura le envuelve y afecta no solo su relación paterna, sino la que le une a Peggy (Lena Olin) y la más íntima, aquella que mantiene consigo mismo, con sus valores y sus ideales. Ahí, en esa intimidad callada, Sean entra en conflicto y este es el que más interesa a Lumet, también autor del guion —que adapta al cine la novela Tainted Evidence, de Robert Daley—, pues desde el aprendizaje y decepción, resistencia e insistencia del personaje, reflexiona acerca de la inexistencia del blanco o negro. Todo es más complejo y complicado, fuera y dentro del individuo, que habita en las zonas grises. Llegar a comprender esto y no dejarse derrotar es el aprendizaje de Sean, el mismo que lega en sus palabras finales, las que pronuncia durante su discurso de bienvenida a los futuros ayudantes del fiscal.




martes, 31 de agosto de 2021

El dilema (1999)


Publicado en Vanity Fair en mayo de 1996, el artículo de Marie Brenner The Man Who Knew Too Much se centraba en Jeffrey Wingand, el hombre que sabía demasiado sobre las tabacaleras. Aquellas páginas y el químico, ex-directivo de una empresa tabacalera, inspiraron El dilema (The Insider, 1999), uno de los mejores films de Michael Mann. Pero mucho antes de que la periodista escribiese su artículo, ya no era noticia que el tabaco fuese perjudicial para la salud humana. Los fumadores lo sabían, los gobiernos, el sistema sanitario y las tabacaleras, también. Ese no era el tema y “fumar puede perjudicar seriamente la salud” no era noticia, ni vendía titulares, ni atemorizaba a los asiduos de los estancos para que dejasen de consumir, ni apenas amenazaba al imperio de las grandes tabacaleras, cuyos magnates reinaban desde su Olimpo el consumo de nicotina, tabaco y demás sustancias que adquirían la forma cilíndrica de un negocio redondo y multimillonario. El tema apuntado en el reportaje era otro; trataba de perjurio y engaño, trataba de un hombre corriente y de gigantes empresariales que quizá no hubiesen visto Todos los hombres del presidente (All the President Man, Alan J. Pakula, 1973) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979). La primera de las citadas se basaba en la investigación real llevada a cabo por dos periodistas del Washington Post y, a lo largo de la película, Pakula dejaba claro que, aunque resultaba complicado e incluso peligroso, no siempre el grande se come al chico. A veces salta la sorpresa y el débil desenmascara al poderoso que ha mantenido ocultas ilegalidades de su Imperio.



Algunas noticias impactan más que otras, aunque la mayoría caen en el olvido poco tiempo después de cumplir su misión de desvelar situaciones como la expuesta en
El dilema, una noticia que destapa el fraude empresarial de las grandes empresas tabacaleras. Lowell Bergman (Al Pacino) es el productor del programa televisivo 60 minutos y un periodista todoterreno, comprometido con sus fuentes y con su labor informativa. Huele la noticia, sabe que Wingand (Russell Crowe) desea hablar y desvelar verdades ocultas, pero, para romper su silencio, el informador debe superar el miedo a las amenazas y el ahogo legal e ilegal al que se ve sometido. De ese modo, mediante la presión, las pruebas y los testimonios se acallan, nadie se responsabiliza sobre el peligro del tabaco y los productos químicos con los que se mezcla y, como cantaba alguien, la vida sigue igual: sale al mercado, se consume y la minoría más poderosa continúa llenado sus arcas. Con este film, el director de Hunter (Manhunter, 1986) confirmaba que era uno de los cineastas de Hollywood que mejor sabía combinar el espectáculo con la intimidad de sus personajes, atrapados entre el drama familiar —la pérdida de empleo y de bienestar de la familia Wingand— judicial, periodístico —la investigación llevada a cabo por Bergman y su conflicto con los directivos de la CBS— y el thriller que no rehuye la polémica y la mala praxis de los gigantes empresariales. Más que la lucha de dos hombres, Mann narra la experiencia sufrida por ellos cuando chocan contra los intereses en la sombras. El cineasta se vale del montaje y del elenco para crear y transmitir sensaciones e ideas, lo hace cinematográficamente, sin abusar de diálogos superficiales y eliminando cualquier rastro de “teatralidad” en los personajes. En manos de otro director, la historia de El dilema podría haber derivado en un drama insulso, quizá destinado al consumo televisivo, pero, afortunadamente, la exposición de Mann atrapa desde el prólogo, cuando Lowell, encapuchado, es conducido ante la presencia de un líder integrista a quien propone una entrevista, pero su mayor reto lo encontrará a su regreso a Estados Unidos, donde se produce su encuentro con Wingand.



Las gigantes ejercen presión y violencia psicológica. Atan a Wingand con una cláusula de confidencialidad y, aún así, le atacan con amenazas de muerte, de cárcel, económicas…
Mann muestra la insignificancia del individuo frente un sistema dominado por el poderoso, expone la pequeñez del hombre corriente frente a la amenazante maquinaria industrial y económica que le recuerda su tamaño y su lugar. Como sucede en El dilema o en Dark Waters (Todd Haynes, 2019), por citar un film más cercano en el tiempo, quizá el anónimo venza alguna vez, ¿pero quien podría decir el número de veces que ha perdido? Jeffrey siente como destrozan su vida: le desacreditan, hurgan en su privacidad, exageran, alteran o inventan instantes de su pasado, su familia se desmorona, se queda solo, incluso siente que Bergman le deja en la estacada, aunque el periodista lo haga porque también se ha quedado solo en su cruzada por desvelar la verdad. No obstante, Lowell Bergman se niega a claudicar ante las exigencias de la cadena televisiva que le paga, se niega porque no puede ser cómplice de la falta de ética profesional de la emisora cuando los directivos deciden realizar una versión alternativa del programa. Su enfado no es solo una cuestión de ego, tampoco se trata exclusivamente de que ha dado su palabra al químico, sino que descubre un aspecto de su entorno que hasta entonces ignoraba: el mercantil, el de los intereses que ponen en peligro su compromiso con la verdad y con sus fuentes. <<La prensa es libre solo para sus dueños>>, dice en respuesta a unas palabras de Wallace (Christopher Plummer), la estrella mediática con quien ha trabajado los últimos catorce años y quien en un primer instante, más adelante cambiará de parecer, escoge la vía fácil, la que le permite no arriesgar su lugar en la cima. Este nuevo conflicto surge paralelo al primero y reafirma la crítica que señala esos intereses económicos que parecen erigirse en principio y fin de un país de contradicciones, capaz de lo mejor y de lo peor, un lugar de héroes de papel y celuloide y de individuos que, como Jeff y Lowell, deciden dar el salto al vacío.



lunes, 5 de octubre de 2020

Aguas oscuras (2019)


Es inevitable, todos somos cómplices de algo. Incluso quienes lo niegan, o quienes no son conscientes de serlo, lo son. Hay diversidad o distintos tipos de complicidad; hay para todos los gustos, dulce o amarga, amistosa, pasional, criminal o hiriente, y Todd Haynes no se atreve a profundizar en varias de las que señala. Al cineasta no le interesa adentrarse por aguas pantanosas y navegar sus corrientes ocultas, sus zonas grises, aunque dicha navegación resultase tan interesante o estimulante como la investigación y lucha que plantea la cara visible de Aguas oscuras (Dark Waters, 2019). Basada en el reportaje de Nathaniel Rich The Lawyer Who Became DuPont’s Worst Nightmare, publicado en The New York Times magazine, Haynes recrea el enfrentamiento desigual y real entre el individuo corriente y la gran corporación de turno. Sus fuerzas litigan en la pantalla por enésima vez, pienso en los anónimos de El dilema (The Insider; Michael Mann, 1999) y Erin Brokovich (Steven Soderbergh, 2000) enfrentados a las tabacaleras y a una poderosa compañía eléctrica. Pero, más interesante que los pasos dados por el protagonista del film de Haynes, me resulta lo apuntado al inicio. El realizador lo muestra en un par de momentos, cuando Tennant (Bill Camp), el denunciante de la contaminación de las aguas que bañan sus tierras, ve que algo ha cambiado en su cotidianidad. Lee el periódico y descubre el por qué. El titular explica que un granjero de la localidad, él, ha demandado al mayor empleador del lugar, una planta química de DuPont. Ese instante apunta insolidaridad ciudadana y falta de conciencia ecológica y social, aunque, en realidad, habla de un tipo de complicidad. En una sociedad de consumo, ¿quién está dispuesto a poner en riesgo su trabajo y su bienestar económico? Nadie quiere perder su empleo, ni su seguridad inmediata, y miran hacia otro lado, por lo que ven en la actitud de Tennant una amenaza para el orden y la comodidad de la comunidad. En ese primer momento, a los vecinos no les importa la contaminación ni sus consecuencias a corto y a largo plazo. Solo al granjero parece importarle que una gran compañía química vierta residuos en las aguas del arroyo, pero, de no verse afectado (en su bolsillo, en su ganado y posteriormente en su salud), ¿habría acudido a Rob Bilott (Mark Ruffalo)?

Haynes desarrolla la historia de este abogado que trabaja en un prestigioso bufete de Cincinnati, que asume el caso de Tennant y demanda a la gigante química. Los años pasan, desde 1998 a 2012, más de una década en la que el protagonista batalla por destapar la negligencia de una empresa que lleva cuarenta años contaminando con sus residuos y sus productos de C8. Pero Rob no pelea contra una gigante industrial, también se enfrenta al silencio de un sistema que no protege a los individuos, posibles víctimas o ya afectados, protege al sistema. Esta es la lección que aprende el abogado interpretado por Mark Ruffalo de sus años enfrentados a DuPont, más de una década que le lleva a la comprensión de que los individuos deben aprender a vivir desprotegidos y a lidiar con su indefensión con los pocos recursos de los que disponga. Eso hace Rob, y se entrega a la causa de Tennant porque la asume como su deber moral. Relega cualquier otro aspecto de su vida a un plano secundario y batalla por llevar adelante la denuncia, que señala más de cuarenta años de engaño por parte de una industria que contamina consciente del riesgo que los vertidos implican para la salud de la ciudadanía del área de Virginia Occidental donde el granjero tiene sus tierras.

jueves, 2 de julio de 2020

Declaradme culpable (2006)


Espero que a nadie moleste que tome prestadas las palabras de Hannah Arendt para señalar que <<todo juicio público se parece a una representación dramática, por cuanto uno y otra se inician y terminan basándose en el sujeto activo, ni en el sujeto pasivo ni en la víctima>>.1 Este parecido también se aplica a una película que desarrolle un juicio mediático, exagerado, quizá tanto que alcance el grado de grotesco. Se trata de un juicio en el que el <<elemento central [...] tan solo puede ser la persona que cometió los hechos -en este aspecto es como el héroe de un drama->>. Pero, más que un drama, podemos decir que Declaradme culpable (Find Me Guilty, 2006) es un esperpento que no esconde sus simpatías. Las de Sidney Lumet recaen sin disimulo sobre el personaje de Vin Diesel, que interpreta a un criminal convicto que, cansado de la palabrería y de la falta de resultados de sus abogados, decide asumir su defensa durante el juicio a supuestos miembros de una importante familia mafiosa. Lumet muestra al personaje en un estado de excepción, fuera de su campo de acción y del correccional donde cumple su condena. Lo muestra ejerciendo de defensor legal donde no se espera que lo haga. El bagaje cultural de este traficante se reduce a su paso por la escuela primaria y a sus constantes entradas y salidas de cárceles donde, en suma, ha pasado media vida. Y, como consecuencia, resulta chocante que decida representarse y defenderse a sí mismo en la sala de justicia donde se juzga a más de una veintena de sospechosos de conspiración criminal. La mirada de Lumet hacia su protagonista es amable, aunque quizá "amable" no sea la palabra exacta. Le confiere un tono cómico, burlón, desenfadado y bufón, que nunca abandona durante su estancia en tribunal donde Declaradme culpable no alcanza la notoriedad de la sala de Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Man, 1956). Aún así, la película funciona bien. Funciona en su mezcla de drama judicial y de espectáculo circense, funciona como entretenimiento que no pretende ensalzar al criminal, sino, desde su postura chulesca y exagerada, evidenciar a un sistema legal que permite acuerdos con criminales para condenar a otros criminales. Lumet no se corta a la hora de señalar la existencia de pactos con delincuentes para encerrar a otros, pero también recalca que la apariencia vende más, y mejor, conquista a la prensa, al público y al jurado. De hecho, Jackie DiNorscio (Vin Diesel) se gana las simpatías del jurado y de los espectadores que lo ven ejercer una defensa en la que de macarra e ignorante pasa a héroe que se rige por un código de honor que nada tiene que ver con el código legal. El Lumet de Declaradme culpable no relata o recrea el juicio más largo de la historia de los Estados Unidos, aquel que duró más de seiscientos días y que juzgó a imputados por conspiración criminal, lo que hace es tomar de la realidad y generar cine espectáculo, dejando claro que un tribunal también puede ser escenario donde la ficción y la realidad se confunden. Lumet se maneja en la sala del juez (Ron Silver) con idéntico desparpajo que Jackie, el único de los imputados que está en prisión y el único que prescinde de un abogado defensor, cansado de que estos no logren defenderle. De ese modo decide defenderse a sí mismo, después de rechazar el trato que le propone el fiscal (Linus Roache), a quien poco después se enfrenta en una sala donde se convierte en payaso que se ríe y hace reír, en defensor de su causa, en repudiado por los suyos, y en quebradero de cabeza del juez, de la acusación -que espera una victoria, y obtiene una espera que desespera- y del resto de los acusados.


1.Arendt, Hannah: Eichmann en Jerusalén. DeBolsillo, 2006

jueves, 7 de abril de 2016

Veredicto final (1982)


En su debut en la dirección de largometrajes, Sidney Lumet llevó a la gran pantalla la historia que Reginald Rose había escrito para la cadena televisiva CBS (1), en la que doce miembros del jurado se reúnen a deliberar en una sala que se convierte en el escenario de palabras, pensamientos, enfrentamientos y prejuicios. Ellos son el centro de la ópera prima de Lumet, el acusado, los testigos, los abogados o el juez no tienen presencia entre esas cuatro paredes, salvo en los recuerdos de quienes son aislados para dictaminar si un hombre vive o muere. Años después, con títulos tan destacados como comprometidos en su haber —Punto límite (Fail-Safe, 1964), La colina (The Hill, 1965), Serpico (1973), Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) o Network (1976)—, el director de Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, 1957) regresó al drama judicial. Aunque, al contrario que en aquel magistral encierro cinematográfico, en Veredicto final (The Verdict, 1982) el jurado cede el protagonismo a un abogado que se compadece de sí mismo mientras ahoga sus penas en alcohol. Desde este personaje se accede a un sistema legal ambiguo, que presenta fallos que la propuesta de Lumet esboza sin llegar a profundizar, al decantarse por la lucha que se desata entre el pequeño y el grande. Aún así, su planteamiento resulta atractivo desde su inicio, cuando se presenta a ese letrado maduro y perdedor en un entierro donde busca posibles clientes. Como consecuencia de esta primera imagen se comprende que su idealismo se ha diluido dentro de un espacio donde el poder y el dinero desequilibran la balanza.


Frank Galvin (Paul Newmanes un individuo derrotado, aunque bajo su fracaso todavía late la conciencia de aquel que se decantó por la abogacía porque creía en la justicia teórica e imparcial que no ha descubierto en la vida real. <<Vine aquí a aceptar su dinero. Traje estas fotos para enseñarlas y conseguirlo. No puedo aceptarlo porque si lo tomo estoy perdido. No seré más que un rico aspirante a la muerte>>. Su negativa al sustancioso acuerdo que el obispo le ofrece, para que no lleve a juicio al hospital de la diócesis, muestra a un hombre cansado de mirar hacia otro lado que recupera aquel ideal sobre el cual sustentaba su pensamiento juvenil. Esta escena marca un punto de inflexión en la narración, ya que, a partir de la decisión de Frank, la película se aleja del intimismo dominante hasta entonces para desarrollar el enfrentamiento entre el antihéroe interpretado por Newman con un rival todopoderoso que contrata para su defensa los mejores servicios legales. En su cruzada por demostrar la negligencia médica que ha dejado en coma a su clienta, el abogado solo cuenta con la ayuda de su viejo colaborador (Jack Warden) y la de una mujer (Charlotte Rampling) que aparece en su vida en el mismo instante que decide llevar la demanda ante un juez que inclina su simpatía hacia la defensa. A pesar de la derrota del gigante, Veredicto final no es una película optimista. La lucha que expone ni es justa ni presenta igualdad de condiciones, lo cual vendría a explicar el por qué de la decepción que domina al protagonista a lo largo del metraje, una decepción nacida de las manipulaciones legales que habría visto en el pasado, cuando comprendió que sus ideales solo eran la fantasía de un inexperto e inocente abogado que no había entrado en contacto con el medio legal, donde la igualdad ante la ley es un aspecto teórico que no tiene cabida dentro de la realidad de la sala donde se exhorta al jurado a olvidarse de la verdad escuchada, como consecuencia de tecnicismos legales, y donde se permite tergiversar las palabras de sus testigos, a quienes se pone en duda sacando a relucir cuestiones que poco o nada tienen que ver con lo que se está juzgando.


(1) Episodio primero de la séptima temporada de Studio One, emitido el 20 de septiembre de 1954, dirigido por Franklin J. Schaffner y en los papeles principales Robert Cummings, Franchot Tone y Edward Arnold.

martes, 17 de abril de 2012

Ellos no olvidarán (1937)


Durante la década de 1930 se realizaron excelentes films de denuncia social, sus ejemplos más claros serían Furia (Fury, 1936) y Sólo se vive una vez (You only Live Once, 1937) de Fritz Lang, o Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932) de Mervyn LeRoy, quien también dirigió Ellos no olvidarán (They Won't Forget, 1937), película donde expuso como los prejuicios, la ambición o el odio, generan la injusticia que se desata en una pequeña villa sureña. El encuadre inicial muestra a varios ancianos que lucen el uniforme confederado, ellos serían los últimos vestigios del pasado que se conmemora ese día, una época que recuerdan y que no se ha borrado de los corazones de sus habitantes. Ellos no olvidarán presenta varios aspectos, que van desde la ambición política que se descubre en el fiscal Andy Griffin (Claude Rains) hasta la distorsión de la realidad que realiza el periodista Bill Brock (Allyn Joslyn), mostrando el poder de la prensa para influir en la opinión pública; sin embargo, lo más destacado sería la ausencia de la presunción de inocencia en el caso de Robert Hale (Edward Norris), quien antes de ser juzgado ya ha sido condenado por los habitantes de una ciudad que no cree en su inocencia. La desgracia de Hale comienza el día de la conmemoración sureña, cuando se encuentra impartiendo una de sus clases en el colegio Baxton, antes de que el director le interrumpa, le ridiculice y envíe a las alumnas a participar en los festejos. Hale se quede sólo en el interior del edificio, sin saber que Mary Clay (Lana Turner) ha regresado para recoger su bolso; como tampoco lo sabe Redwine (Clinton Rosemond), el portero que disfruta de una siesta que le impide observar lo que sucede. Desde que se encuentra el cadáver de la alumna se producen varios hechos fundamentales para el futuro de Hale: la reclamación de venganza por parte de la familia, la oportunidad que Griffin esperaba para poder conquistar la opinión pública, y con ella el puesto de senador, o la ocasión de que Bill Brock tenga entre sus manos una noticia de verdad, no las nimiedades que ha publicado hasta ese momento. El primer sospechoso para la policía resulta ser el portero, un hombre de color que jura, una y otra vez, que él no ha sido; sin embargo, no tarda en dejar de ser el principal sospechoso cuando se descubre que Robert Hale se encontraba en el interior del edificio en el momento del crimen. Una serie de pruebas circunstanciales le apuntan como autor del asesinato, en realidad sólo sería una: la mancha de sangre en su chaqueta, consecuencia de un corte que se produjo en una peluquería cuyo dueño testificará en falso durante el juicio, como también lo harán otros testigos. Antes de que el fiscal realice la acusación formal ya se le considera culpable; Griffin escucha como sus posibles electores emiten un veredicto de culpabilidad que le convence de que se trata de la oportunidad que aguardaba para alcanzar su objetivo (que evidentemente no sería la búsqueda de la verdad, como confirma su frase al final del film).


El juicio de Robert Hale se convierte en un enfrentamiento a nivel nacional (procede del norte del país), apartándose de la realidad en sí, que sería juzgar la culpabilidad o inocencia de quien utilizan para fines personales, permitiendo que rebroten viejos odios, lo cual sería fatal para un hombre en la situación del profesor. Ellos no olvidarán no es una película de intriga, pues no busca ni suspense, ni misterio ni un culpable (aunque Mervyn LeRoy apunta un posible sospechoso cuando Mary Clay entra en el colegio). Tampoco se puede esperar un “final feliz”, porque se trata de un film que busca constatar una injusticia cometida por los miedos, la venganza, el odio y los prejuicios que dominan a esa sociedad que le juzga. El final del film, tras la conmutación de la pena capital por parte del gobernador, resulta de gran crudeza, tanto por el desenlace que se omite, pero que queda perfectamente mostrado mediante el saco que cuelga en el poste de la vía, como por las palabras finales del periodista y del fiscal, quienes no parecen arrepentidos en ningún momento de los hechos que han ayudado a provocar.

domingo, 1 de mayo de 2011

Doce hombres sin piedad (1956)



<<Tenedlo presente, se os ha dado un poder inmenso, el poder de decidir. ¡Más cuanto mayor es el poder, más terrible es la responsabilidad!>>


Fiódor M. Dostoievsli: Los hermanos Karamázov.



El cine judicial asoma en la pantalla en compañía de la comedia —La costilla de Adán o Monsieur Verdoux—, el drama —El manantialAnatomía de un asesinato o Matar a un ruiseñor—, el western —La venganza de Frank JamesEl sargento negro—, el bélico —El motín del CaineSenderos de gloria o Rey y patria—, la intriga —El proceso Paradine o Testigo de cargo—, el cine negro —Soy un fugitivoFuria o Más allá de la duda— o de cualquier otro género cinematográfico, pero en la mayoría de los casos se observa la perspectiva de un tribunal donde los abogados exponen sus argumentos al tiempo que interrogan a testigos bajo la supervisión de jueces que controlan sus intervenciones. Sin embargo, en el debut de Sidney Lumet en la dirección de largometrajes la perspectiva fue otra distinta. Doce hombre sin piedad (12 Angry Men, 1956) abandona la sala donde la pugna legal ha concluido y se traslada a la habitación que se convierte en el escenario exclusivo de otro enfrentamiento, que tiene como protagonistas a los miembros del jurado que se convierten en principio y fin de esta
 tensa, valiente y comprometida historia que obliga al espectador a plantearse y a posicionarse ante los hechos que se desarrollan allí donde se decide el bien más preciado del ser humano: la vida. De tal manera, en su primer contacto con el drama judicial, Lumet, a partir del guion de Reginald Rose, expuso un tema tan delicado como el de decidir quién vive y quién muere, y más desde el punto de vista de individuos que ni están preparados, pero ¿quién lo está?, ni se encuentran en ese lugar por voluntad propia (la mayoría cree que estaría mejor en otra parte), pero que se han visto obligados por el sistema legal a asumir la responsabilidad de emitir un veredicto que puede salvar o condenar a un hombre a la pena capital.


El talento cinematográfico de Lumet logra que un solo espacio, pequeño, delimitado por cuatro paredes, nunca llegue a aburrir, ni parezca el mismo, porque, en realidad, son doce espacios interiores los que está filmando. Asimismo, con firmeza y sin perder de vista lo que quiere contar muestra el conflicto que se establece entre esa docena de hombres que no se sienten implicados frente a la dura tarea que se les ha impuesto, porque han sido elegidos al azar entre otros muchos candidatos para presenciar el juicio y tomar una decisión de la que depende el futuro de un semejante, pero también el de sus conciencias, las cuales se ven puestas a prueba por un sistema que se proclama justo, pero ¿justo para el reo, que depende de la interpretación subjetiva de doce personas que carecen de preparación necesaria para asumir la responsabilidad adquirida por azar? ¿O justo para quienes deciden sin tener la certeza de hacer lo correcto? Aunque no lo digan abiertamente, a ninguno le agrada asumir una situación que les exige compromiso, reflexión y sobre todo objetividad, ajena a mentes que han sido condicionadas por las pruebas, por los prejuicios que habita en cada uno o simplemente por su manera de entender cuanto escucharon y observaron en la sala del tribunal. Como consecuencia son seres subjetivos, y como tal reaccionan, por lo que c
ada uno de se deja arrastrar por su personalidad, por sus problemas y por sus miedos (algo que no podría ser de otra manera), lo cual les conduce al constante enfrentamiento y al estado de ansiedad que se afianza entre las cuatro paredes donde se encuentran recluidos a la espera de alcanzar la unanimidad que se resiste, ya que uno de los miembros (Henry Fonda) pretende un estudio exhaustivo de las pruebas, así se lo dicta su conciencia, no porque crea en la culpabilidad o en la inocencia o porque sea su deber como jurado, ya que alberga dudas y teme ser el responsable de mandar a la muerte a un inocente. Esta circunstancia delata que ninguno de los allí presentes se encuentra preparado para asumir la responsabilidad que les exige la sociedad y que a ellos los supera para sacar a relucir prejuicios, frustraciones, egoísmos, recelos y otras cuestiones que nada tienen que ver con la vida que se encuentra en sus manos y en su decisión final.