Pero este film no es un caso excepcional, menos aún la versión de Liman, que es peor que la de Herrington por derecho propio, aunque pretenda un mayor esbozo emocional del personaje —insiste más en su pasado— y un tono más desenfadado. Se lo gana sin esfuerzo: la protagonizada por Jake Gyllenhaal es mala con una avaricia que supera la de cualquier Midas y hace inevitable el pensar que la versión original, que nada tiene de novedosa, tiene algo que la hace más simpática: las peleas y la música (la que supuestamente se toca en directo en el local) parecen más auténticas y también los personajes, empezando por el de Kelly Lynch y acabando por el de Patrick Swayze, actor cuyo cuerpo, peinado ochentero a lo A-ha, algunos gestos y algunas palabras dan forma al cowboy solitario que llega a un bar de carretera para poner orden. No es el shérif, pero es un tipo duro y licenciado en Filosofía a quien creían más alto. Lo han contratado como vigilante de bar, para que limpie el gatito de indeseables, camellos, bailaoras de sobre mesas y pendencieros de tres al cuarto. Sus armas son la contención, el estudiar el terreno, el evitar peleas que no conducen a victoria alguna y, si no se puede evitar, los puños. Pero, como western, el héroe puñetero, que no onanista, debe enfrentarse al villano local empleando la violencia y, como película hecha en el Hollywood de los ochenta, esa violencia es el supuesto atractivo de una historia sin mayor historia que la desarrollada con mucho ruido y pocas nueces. Aun así, Road House, la “original”, tuvo su momento y su público, pero esto no la convierte en una buena película, que no lo es, por mucho culto que se le quiera dar; pues, obviamente, que algo guste, no quiere decir que por fuerza haya de ser bueno, sencillamente que encaja dentro del patrón del individuo que se deleita consumiéndolo…
martes, 2 de abril de 2024
Road House (1989)
sábado, 18 de febrero de 2023
Barry Seal, el traficante (2017)
De los actores de su generación —sus compañeros de reparto en Rebeldes (The Outsiders, Francis Ford Coppola, 1984) y otros como Timothy Hutton o Sean Penn—, Tom Cruise es quien mejor ha sabido llevar su carrera profesional hasta la cima de Hollywood y mantenerse en ella —así ha sido desde Top Gun (Tony Scott, 1986) hasta Top Gun: Maverick (John Kosinski, 2022)—, y todo parece indicar que allí seguirá, mientras el éxito y el cuerpo aguante. Película tras película, asumiendo algún riesgo calculado, dándose el lujo de participar en alguna producción de “modesto” presupuesto, tipo la exitosa Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), protegiéndose de cualquier posible tempestad en la taquilla en la franquicia Misión imposible, ha ido tejiendo una de las filmografías más populares y rentables de la historia de Hollywood —no considero necesario recordar que “popular” y “rentable” no son sinónimos de calidad, tampoco antónimos; pero a veces me dejo ir y caigo en lo innecesario—. El poder y el saber escoger los proyectos, el querer ser dirigido por grandes cineastas de la época —Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Oliver Stone, Sydney Pollack, Neil Jordan, Stanley Kubrick, Brian De Palma, Steven Spielberg o Paul Thomas Anderson—, son puntos a favor de quien se luce en Barry Seal, el tragicante (American Made, Doug Liman, 2017) como narrador y protagonista absoluto. Barry es principio y fin de todo cuando sucede, aunque él no sea quien controle el juego. Narra subjetivo, es su visión de los hechos: el cómo vivió la realidad que, entre 1985 y 1986, registra en sus video-confesiones; cuando los narcos ya le han puesto precio a su cabeza.
Este piloto que “siempre cumple” deja constancia en las cintas de cómo su existencia pasa del aburrimiento que para él conlleva pilotar un avión comercial para la TWA a la hiperactividad laboral cuando empieza a trabajar para la CAI/CIA, un trabajo clandestino con el que se mezcla su vida privada y algún conflicto geopolítico de la era Reagan, un presidente que Barry compara con un sheriff que llega a la ciudad para poner su orden. El orden de Reagan pasa por ganar la guerra fría, pero, mientras el fin del conflicto no llegue, el nuevo presi se conforma con poner fin al brote comunista en Nicaragua. Con un Cruise en plena forma, exhibiendo en su personaje sentido del humor, en un mundo alocado que agudiza su locura con el ritmo del montaje, Barry Seal, el traficante avanza a velocidad de crucero por los últimos años de la década de 1970 y la primera mitad de los 80. Vuela por el narcotráfico —el personaje se encarga de introducir la cocaína del cártel de Medellín en Estados Unidos— , aterriza en el conflicto entre los sandinistas y la contra nicaragüense, o, apenas de pasada, por aquello de entregar y recoger, visita el Panamá gobernado por Noriega. Mientras la incongruencia y la ambigüedad, las armas, las guerrillas, las drogas, los dólares… asoman por la pantalla, el héroe intenta conciliar su vida laboral, en la que amasa millones y millones, y más millones, con su vida familiar, mujer, hijos y un cuñado descerebrado bastante acorde con el mundo que se vive. El tono escogido por Doug Liman es el asumido por Barry, o viceversa, es de un desenfado no novedoso —salvando las distancias, ya se ha visto con anterioridad en Uno de los nuestros (Goodfellas, Martin Scorsese, 1990), El señor de la guerra (Lord of War, Andrew Niccol, 2005) o El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Martin Scorsese, 2013)—, pero efectivo en su ritmo hiperactivo, a imagen del protagonista que siempre cumple, ya sea para la Agencia, el cártel o las más altas esferas.