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martes, 2 de abril de 2024

Road House (1989)


La versión de Doug Liman de Road House (2024) hace mejor, que no buena, la original filmada por Rowdy Herrington a partir del guion David Lee Henry y Hilary Henkinhace, cuya historia evoca al western, aunque sitúe su acción fuera de la época más representativa del género. Típico de las películas del oeste, llamadas “vaqueradas” por estos lares y en otros tiempos, es la aparición de un forastero en una pequeña localidad controlada por un cacique que impone su ley al resto del pueblo. Los vecinos viven sometidos y ese cacique campa a sus anchas sin que nadie se atreva a enfrentársele; y así hasta que fulano de tal llega al lugar y pone fin a esa situación de indefensión, corrupción y opresión a golpe de revolver y de puños; a veces también usa rifle o una botella de whisky que romper en la cabeza de algún secuaz molesto y de poca monta. Más o menos esta viene a ser la historia de Road House (1989), que ubica su acción a las afueras de Kansas City, en una localidad controlada por Brad Wesley (Ben Gazzara). Allí se desarrolla este western que ambienta su trama en la década de 1980, un decenio en el que el cine de acción empezaba a ir de “guay” y no daba la talla; salvo excepciones, claro, que la hubo, las hay y, esperemos, las habrá…

Pero este film no es un caso excepcional, menos aún la versión de Liman, que es peor que la de Herrington por derecho propio, aunque pretenda un mayor esbozo emocional del personaje —insiste más en su pasado— y un tono más desenfadado. Se lo gana sin esfuerzo: la protagonizada por Jake Gyllenhaal es mala con una avaricia que supera la de cualquier Midas y hace inevitable el pensar que la versión original, que nada tiene de novedosa, tiene algo que la hace más simpática: las peleas y la música (la que supuestamente se toca en directo en el local) parecen más auténticas y también los personajes, empezando por el de Kelly Lynch y acabando por el de Patrick Swayze, actor cuyo cuerpo, peinado ochentero a lo A-ha, algunos gestos y algunas palabras dan forma al cowboy solitario que llega a un bar de carretera para poner orden. No es el shérif, pero es un tipo duro y licenciado en Filosofía a quien creían más alto. Lo han contratado como vigilante de bar, para que limpie el gatito de indeseables, camellos, bailaoras de sobre mesas y pendencieros de tres al cuarto. Sus armas son la contención, el estudiar el terreno, el evitar peleas que no conducen a victoria alguna y, si no se puede evitar, los puños. Pero, como western, el héroe puñetero, que no onanista, debe enfrentarse al villano local empleando la violencia y, como película hecha en el Hollywood de los ochenta, esa violencia es el supuesto atractivo de una historia sin mayor historia que la desarrollada con mucho ruido y pocas nueces. Aun así, Road House, la “original”, tuvo su momento y su público, pero esto no la convierte en una buena película, que no lo es, por mucho culto que se le quiera dar; pues, obviamente, que algo guste, no quiere decir que por fuerza haya de ser bueno, sencillamente que encaja dentro del patrón del individuo que se deleita consumiéndolo…



sábado, 18 de febrero de 2023

Barry Seal, el traficante (2017)

De los actores de su generación —sus compañeros de reparto en Rebeldes (The Outsiders, Francis Ford Coppola, 1984) y otros como Timothy Hutton o Sean Penn—, Tom Cruise es quien mejor ha sabido llevar su carrera profesional hasta la cima de Hollywood y mantenerse en ella —así ha sido desde Top Gun (Tony Scott, 1986) hasta Top Gun: Maverick (John Kosinski, 2022)—, y todo parece indicar que allí seguirá, mientras el éxito y el cuerpo aguante. Película tras película, asumiendo algún riesgo calculado, dándose el lujo de participar en alguna producción de “modesto” presupuesto, tipo la exitosa Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), protegiéndose de cualquier posible tempestad en la taquilla en la franquicia Misión imposible, ha ido tejiendo una de las filmografías más populares y rentables de la historia de Hollywood —no considero necesario recordar que “popular” y “rentable” no son sinónimos de calidad, tampoco antónimos; pero a veces me dejo ir y caigo en lo innecesario—. El poder y el saber escoger los proyectos, el querer ser dirigido por grandes cineastas de la época —Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Oliver Stone, Sydney Pollack, Neil Jordan, Stanley Kubrick, Brian De Palma, Steven Spielberg o Paul Thomas Anderson—, son puntos a favor de quien se luce en Barry Seal, el tragicante (American Made, Doug Liman, 2017) como narrador y protagonista absoluto. Barry es principio y fin de todo cuando sucede, aunque él no sea quien controle el juego. Narra subjetivo, es su visión de los hechos: el cómo vivió la realidad que, entre 1985 y 1986, registra en sus video-confesiones; cuando los narcos ya le han puesto precio a su cabeza.

Este piloto que “siempre cumple” deja constancia en las cintas de cómo su existencia pasa del aburrimiento que para él conlleva pilotar un avión comercial para la TWA a la hiperactividad laboral cuando empieza a trabajar para la CAI/CIA, un trabajo clandestino con el que se mezcla su vida privada y algún conflicto geopolítico de la era Reagan, un presidente que Barry compara con un sheriff que llega a la ciudad para poner su orden. El orden de Reagan pasa por ganar la guerra fría, pero, mientras el fin del conflicto no llegue, el nuevo presi se conforma con poner fin al brote comunista en Nicaragua. Con un Cruise en plena forma, exhibiendo en su personaje sentido del humor, en un mundo alocado que agudiza su locura con el ritmo del montaje, Barry Seal, el traficante avanza a velocidad de crucero por los últimos años de la década de 1970 y la primera mitad de los 80. Vuela por el narcotráfico —el personaje se encarga de introducir la cocaína del cártel de Medellín en Estados Unidos— , aterriza en el conflicto entre los sandinistas y la contra nicaragüense, o, apenas de pasada, por aquello de entregar y recoger, visita el Panamá gobernado por Noriega. Mientras la incongruencia y la ambigüedad, las armas, las guerrillas, las drogas, los dólares… asoman por la pantalla, el héroe intenta conciliar su vida laboral, en la que amasa millones y millones, y más millones, con su vida familiar, mujer, hijos y un cuñado descerebrado bastante acorde con el mundo que se vive. El tono escogido por Doug Liman es el asumido por Barry, o viceversa, es de un desenfado no novedoso —salvando las distancias, ya se ha visto con anterioridad en Uno de los nuestros (Goodfellas, Martin Scorsese, 1990), El señor de la guerra (Lord of War, Andrew Niccol, 2005) o El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Martin Scorsese, 2013)—, pero efectivo en su ritmo hiperactivo, a imagen del protagonista que siempre cumple, ya sea para la Agencia, el cártel o las más altas esferas.



viernes, 26 de septiembre de 2014

Al filo del mañana (2014)


Cualquiera de las versiones cinematográficas de la obra de H. G. Wells que dio origen a El tiempo en sus manos (George Pal, 1960), la imaginativa propuesta de Los héroes del tiempo (Terry Gilliam, 1981), las primeras entregas de Terminator (James Cameron, 1984), la trilogía de Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985), Timecop (Peter Hyams, 1994), Doce monos (Terry Gilliam, 1995) y su original inspiradora La Jeéte (Chris Marker, 1962) o más recientemente Looper (Rian Johnson, 2012) y X-Men: días del futuro pasado (Bryan Singer, 2014) corroboran que los viajes temporales son una fuente inagotable para el cine de ciencia-ficción; sin embargo el Eterno Retorno (aunque individualizado y con posibilidad de variación de hechos) tiene menor presencia dentro del género, aún así, existen casos como aquella simpática comedia protagonizada por un meteorólogo televisivo que vive atrapado en un bucle indefinido de la misma jornada. Esta repetición sufrida por el protagonista de Atrapado en el tiempo (Groundhog DayHarold Ramis, 1993) resulta similar a la expuesta por Doug Liman en Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, 2014), ya que al igual que aquel vanidoso presentador, el mayor William Cage (Tom Cruise) se ve obligado a vivir una y otra vez el mismo día, aunque, en su caso, la jornada se reinicia únicamente a partir de su muerte. Pero, géneros aparte, el 
tono humano de Atrapado en el tiempo marca una diferencia fundamental respecto al film de Liman, cuya carencia de humanidad se disfraza de ruido y efectos, bebe del vídeo-juego y del cine de James Cameron, por lo que, exista una evolución en el personaje de Cruise, no es el eje temático. El de Liman es lograr la victoria, por lo que su propuesta puede entretener pero no perdura en la memoria (otras victorias en el cine de acción la harán olvidar) como sí hace el film de Harold Ramis.


El mundo de este oficial cobarde, manipulador y aprensivo, se encuentra ante una guerra global contra los miméticos, una especie alienígena que ha extendido sus tentáculos por la práctica totalidad del continente europeo, como si tratasen de emular lo acontecido en las dos guerras mundiales que marcaron el devenir del siglo XX, conflictos de los que el film toma prestado la batalla de Verdún (omitida) y el asentamiento de las tropas aliadas en Inglaterra, donde aguardan el momento de partir hacia la costa francesa. Las horas previas y las primeras de la invasión aliada forman el intervalo temporal en el que Cage queda atrapado poco después de ser degradado y conducido al matadero como miembro de la escuadra J, un pelotón que en ciertos aspectos recuerda al de marines que acompaña a Ripley en
Aliens: el regreso (James Cameron, 1986). Este primer contacto de Cage con el terreno resulta crucial para el desarrollo de su historia, pues en ese instante se le presenta sudoroso, nervioso, asustado y ajeno al ámbito bélico donde desentona y donde poco después perece tras detonar un artefacto explosivo con el que también mata a un Alfa enemigo, lo que provoca que la acción retorne al punto de partida, cuando este mismo soldado, fallecido en combate y portador de la sangre del Alfa, se despierta en el campamento ante el mismo sargento y ante la misma sucesión de hechos y comentarios. Una y otra, como si se tratase de un videojuego, Cage se despierta (reinicia la partida y su eterno retorno) en el mismo lugar y de la misma manera, pero con cada resurrección, aunque todo sea igual, aprende algo nuevo: perfecciona el manejo de las armas, conoce las identidades de sus compañeros de pelotón o accede a la sargento Rita Vrataski (Emily Blunt). A partir de este instante el aprendizaje y el adiestramiento de Cage, bajo la supervisión de Vrataski, adquieren un sentido y una finalidad de las que antes carecía, además, su contacto con la guerrera le permite comprender que ella padeció síntomas similares durante la batalla de Verdún. Pero, como la luchadora ha recuperado su estado primigenio (si muere, muere y ahí se acaba todo), el soldado se ve obligado a ayudarla a destruir al Omega invasor, la única posibilidad de derrotar al enemigo. Al filo del mañana se desarrolla desde un ritmo sin pausa que no da lugar a posibles reflexiones acerca de vivir una y otra vez la misma experiencia, que, en el caso de Cage, le afecta desde la desorientación y la sorpresa, pasando por el desencanto o la imposibilidad, hasta que finalmente logra la convicción que le guía en su metamorfosis de publicista manipulador, engreído y miedoso, a soldado que, obligado por las circunstancias, asume la superación de limitaciones, obstáculos y temores para enfrentarse a un destino que empieza a avanzar sin opción de reinicio cuando le realizan una transfusión sanguínea; pero a esas altura de la película poco importa, porque aquel patético oficial ha dejado de existir y su lugar lo ocupa una maquina de matar alienígenas entregada a la causa (destruir al Omega para poner fin al conflicto) y a la persona de quien literalmente se enamora con el roce diario.

lunes, 7 de octubre de 2013

El caso Bourne (2002)

El nacimiento de Jason Bourne (Matt Damon) se materializa cuando un pesquero le recoge de las oscuras aguas sobre las que flota malherido. Allí le curan sus heridas de bala y le aceptan como a uno más entre ellos, sin embargo, él no puede aceptarse, ya que se descubre sin pasado, sin nombre y sin comprender el motivo que provocó los balazos que luce en su espalda. Lo único que sabe, y que le desconcierta de igual manera que aquello que ignora, es el número de una cuenta bancaria que alguien implantó bajo su piel. Para este recién nacido solo existe la certeza de que debe darse una identidad que le permita conocerse, así que para ello sigue la única pista que posee y se traslada a Suiza, donde encuentra dinero, pasaportes y una pistola que arroja a una papelera (¿inconscientemente siente rechazo por su yo pasado?). Ahora conoce su nombre: Bourne, Jason Bourne, residente en París, aunque a decir verdad no tiene constancia de que ni lo uno ni lo otro sean fiables. A pesar de este planteamiento inicial, El caso Bourne (The Bourne Identity) resulta previsible, más si cabe porque, gracias al enfrentamiento dialéctico que mantienen Ted Conklin (Chris Coper) y Ward Abbott (Brian Cox), se tiene acceso a toda la información que el desmemoriado irá recopilando a lo largo de las persecuciones y de las peleas que se convierten en la llave que posibilita su avance. Las evidentes carencias dramáticas y significativas de El caso Bourne no desmerecen el acierto del guionista de la saga, Tony Gilroy, al desmarcase de la insustancial novela de Robert Ludlum, dejando que la trama transite por otros derroteros en los que no hay cabida para el temor a Carlos, y sí para el descubrimiento de que Bourne es un asesino sin escrúpulos que ejecuta sin miramientos las órdenes de quienes le han hecho así. Sin embargo, la simpatía que el personaje despierta en el espectador provoca que se deje de lado su antigua personalidad, quizá porque se ha presenciado su nacimiento y se comparte el esfuerzo que significan sus primeros pasos por el mundo de los vivos, donde sobrevive al tiempo que la acción se convierte en el eje fundamental de su recorrido existencial, durante el cual las situaciones extremas a las que se enfrenta resultan fundamentales para que adquiera conciencia de sus capacidades y de la siguiente pista a seguir en su afán por alcanzar esa identidad que, sin percatarse, se moldea con cada paso que da, del mismo modo que le aleja de su antiguo yo (aquél que dejó de existir cuando recibió los disparos). A decir verdad, El caso Bourne cumple la expectativa de entretener durante todo su metraje, incluso en el precipitado y falso romance que se gesta en menos de un minuto, en una situación en la que solo Marie (Franka Potente) aceptaría llevar a Bourne a París, ciudad donde comprenderá que también ella es una víctima de ese pasado que ambos desconocen y que seguirá persiguiendo al desmemoriado a lo largo de dos secuelas que superan en calidad a esta primera entrega de la saga.