jueves, 30 de abril de 2020

La batalla del raíl (1945)


Las primeras proyecciones del cinematógrafo de los hermanos
Lumière fueron capturas de realidad. No había narrativa, solo la curiosidad y la intención de captar instantes cotidianos como la salida de los obreros de la fábrica o la llegada del tren. En esas imágenes se encuentra el origen del documento cinematográfico y, por supuesto, del cine. En realidad, los Lumière no sospechaban las posibilidades de su invento, pero abrían el camino que, tiempo después, se bifurcó en narrativo y documental; incluso abrían una tercera vía, mezcla de ambas perspectivas. Pero todo eso llegaría más adelante, surgiría de la inventiva, del desarrollo tecnológico y también de las distintas necesidades de cada momento, como apunta el origen del neorrealismo italiano de posguerra, que aunaba intenciones documentales y narrativas para mediar entre la realidad y el público. En 1945, el mismo año en el que Roberto Rossellini prestaba su atención a la resistencia italiana en Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), René Clément hacía lo propio en La batalla del raíl (Bataille du rail, 1945), un film que aportaba realismo al cine francés de la inmediata posguerra, pero su intención realista apenas tuvo continuidad en el tiempo. Las circunstancias de Italia y Francia tras el conflicto bélico diferían —el primero era un país derrotado, que había vivido dos décadas de dictadura fascista, y el segundo una república, que asumió una postura victoriosa tras cuatro años de ocupación alemana—, como también distaban sus situaciones sociales anteriores a la guerra. La necesidad apuró al cine italiano, que por fin pudo expresarse con libertad; mientras que al francés lo condicionó la reconstrucción de su industria cinematográfica nacional. Además, el rechazo del público a películas críticas que encarasen el presente y el pasado reciente, quizás, explique en parte que los cineastas franceses siguiesen otros caminos. Hoy, La batalla del raíl se disfruta tanto por su valor histórico como por su espléndida mezcla de ficción y verismo, pero también por ser un caso aislado del realismo francés de posguerra que finalmente no fue más allá. Pero fue un espléndido intento y una de las grandes películas de Clément, de quien no me cuesta escribir ni creer que fue fundamental en el renacer del cine galo de posguerra —junto a los Allegret, Autant-Lara, Bresson, Becker, Clouzot, aunque este tendría que esperar un par de años para volver a dirigir, Carné o al Duvivier de Pánico (Panique, 1946). Tampoco dudo de su sensibilidad humanista, me la confirma Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1951), ni de su capacidad narrativa, por ejemplo en Los malditos (Les maudits, 1947), ni de su cultura, tanto literaria como cinematográfica; esta última la corrobora la secuencia del acordeón que rueda sobre el suelo hasta detenerse, después de que el tren que transporta tropas y vehículos bélicos alemanes descarrile como consecuencia de la intervención de la Resistencia. Las imágenes podrían pertenecer a Arsenal (1929), pero no. Se trata del homenaje que el realizador rinde a Aleksandr Dovzhenko en un momento puntual de su primer largometraje, obra clave de la posguerra, aunque hoy, como tantas otras grandes películas de su época, viva ignorada por la cultura de consumo instantáneo.


Cierto es que La batalla del raíl responde a una necesidad concreta de un momento concreto; necesita mostrar la importante labor de resistencia en la Francia ocupada, quizá para remarcar que no se quedaron de brazos cruzados. Esto aún le confiere mayor atractivo a la
mezcla de realidad y representación de la misma que expone instantes de la ocupación durante la Segunda Guerra Mundial. Y lo hace de la mano de un cineasta que, aunque se enfrentaba a su primer largo, no se trataba de un director sin experiencia, sino de uno que había realizado varios cortometrajes documentales previos; de hecho, inicialmente, La batalla del raíl fue planeada como otro corto documental. Pero, para dejar mayor constancia de la lucha francesa en las sombras, la Resistencia, que financió parte del film, vio con buenos ojos aumentar su metraje y el resultado fue un homenaje a los ferroviarios franceses en territorio ocupado, anónimos que abrazaron la lucha clandestina y las labores de sabotaje puesto que, como apunta la leyenda con la que Clément abre su película, <<los trenes son una primera forma de resistencia>>. Al contrario que la lucha expuesta por John Frankenheimer en El tren (The Train, 1966), la desarrollada por el cineasta francés carece de antagonismos y protagonismos individuales. La lucha de los empleados del ferrocarril en La batalla del raíl es coral y anónima. Ambas películas desarrollan instantes de un mismo tiempo centrando la atención en los ferroviarios que colaboran con la Resistencia para entorpecer los transportes alemanes. Sus acciones retrasan el traslado de tropas, suministros y armas. Es su lucha cotidiana, aquella que ocultan en su día a día laboral, durante cuatro años en los que no cruzan de brazos. Pero no considero correcto decir que la expuesta por Clément sea cotidiana, como tampoco lo es la del film de Frankenheimer, que se centra en un hecho puntual. Clément generaliza, pero, a medida que avanzan los minutos, presta mayor atención al momento que sigue a la noticia del desembarco aliado en Normandía y ubica la mayor parte de su duración en el verano de 1944. El avance aliado aumenta la actividad de sabotaje para entorpecer el transporte de material bélico alemán al frente occidental, aunque lo interesante del film reside en la importancia que el realizador concede a los detales, a los sonidos y al ambiente. La suma da como resultado su tono realista, por momentos, casi documental, uno que permite observar otra cara del desembarco, la que nos acerca a trabajadores que ocultan fugitivos, transportan panfletos o anteponen la libertad de Francia a sus vidas, sacrificio que se muestra en toda su humanidad en la secuencia donde varios resistentes aguardan la muerte frente al paredón donde una mano toma la de su compañero en un gesto y un momento cinematográficos impagables.

lunes, 27 de abril de 2020

Una mujer para dos (1933)


Sin exhibicionismo, sin violencia, solo una sutil bofetada a las mentes biempensantes de parte de Ernst Lubitsch, que prefiere un trío vital a un matrimonio que comprendemos muerto antes de que Max (Edward Everett Horton) abandone el inmaculado lecho nupcial que ha compartido con Gilda (Miriam Hopkins). La escena a la que tenemos acceso lo dice todo: sale de la habitación, cierra la puerta y, malhumorado, da un puntapié a la maceta con dos tulipanes idénticos que George  (Gary Cooper) y Tom (Fredric March) enviaron a la novia como regalo de boda. Por eso me gusta Lubitsch, porque es capaz de transgredir con elegancia, y esto le sobra a una comedia del tipo Una mujer para dos (Desing for Living, 1933). En el cineasta de "dos para una mujer" vence la alegría, el amor y el sexo. Pierden los convencionalismos, la hipocresía y la moral que La liga de la Decencia y el código Hays —aprobado en 1930 y obligatorio desde 1934– pretendían salvaguardar mediante censura y normas de conducta. No se trata de que a dos hombres les guste la misma mujer, sino que a esa misma mujer le gustan dos hombres que corresponden la atracción. Lubitsch deja claro que Gilda mantiene relaciones con ambos, lo anuncia en la escena del tren donde Tom y George la conocen. Gilda se coloca en el asiento de enfrente, entre los pies de uno y otro, al tiempo que pone los suyos entre los cuerpos masculinos. Ahí queda establecida la relación, aunque todavía no se conozcan. Lo harán cuando el escritor y el pintor despierten de la siesta y descubran a la mujer que se convierte en su objeto de deseo y en la crítica de su arte.


La relación la confirma Max cuando se entrevista con los bohemios, lo hace por separado pero les dice lo mismo: <<La inmoralidad puede ser divertida, pero no lo suficiente para sustituir a un cien por cien de decencia y tres comidas al día>>. Esta adversativa apunta la personalidad del publicista, y lo opone a los artistas, pero también sirve para que los dos amigos comprendan que mantienen relaciones con la misma mujer, lo cual, inicialmente, provoca su enfrentamiento. En ese instante, los artistas asumen una postura convencional, la del rechazo, pero ellos no son convencionales. Su modo de vida se encarga de expresarlo y
Lubitsch lo muestra en la buhardilla parisina que comparten, donde el desorden no preocupa, salvo cuando Gilda se presenta. En ese instante, limpian la habitación, esconden el polvo bajo los muebles y colocan sus respectivas obras a la vista, para llamar la atención de la invitada. Están dispuestos a que ella decida a cuál de los dos prefiere, pero ambos son como dos sombreros distintos que la favorecen de igual modo. Ese es el conflicto, que no está por la labor de decidir entre uno u otro, los quiere a ambos, por eso propone el pacto de no agresión entre caballeros, pero, como Gilda dirá más adelante, <<no soy un caballero>>. Aunque los créditos de Una mujer para dos señalen que adapta la obra de Noël CowardLubitsch se desentiende totalmente de la pieza teatral y crea algo nuevo, algo tan transgresor como esta comedia en la que Gilda, ya casada con Max, decide romper su matrimonio, su prisión —que ella misma escoge para no elegir entre sus "tulipanes"—, y volver con sus dos amantes para disfrutar de un trío liberador, alegre y lleno de vida.

domingo, 26 de abril de 2020

Love Story (1970)

Las imágenes de Love Story (1970) nacen de los recuerdos de su protagonista, pero los momentos que Oliver Barret (Ryan O'Neal) evoca en el parque donde permanece sentado, de espaldas a la cámara, rodeado de nieve y envuelto por la melodía que lo acompaña a casi todas partes, no los comparte con nadie; ni los escribe ni los comenta. Son para él, para su soledad, pero al tiempo parece que no lo son. Y aquí entran en juego mis impresiones, mi subjetivo, y la música de Francis Lai, que asume un papel en ocasiones deshonesto. Busca con su repetida e impuesta emotividad subliminar emociones de "corazones puros". ¿Por qué hacerlo? ¿O por qué dar a la historia forma de recuerdo? Porque, de otro modo, adiós a lo idílico y bienvenida la sucesión de estampas. Si se suprimiera esa escena inicial, el film no se sostendría en su sucesión de tópicos, de nada. Pero, al darle forma de evocación, las estampas cumple su función emocional, aunque superficial. Esta sospecha, la de estar frente a un film que se recrea en su impostura, quizá en ese vacío aludido, se reafirma a lo largo de situaciones como la intimidad en la que, después del sexo, Olivier pregunta a Jenny (Ali McGraw) <<¿por qué te has alejado de la Iglesia?>>; o en la ceremonia matrimonial donde la cámara presta atención a Phil (John Marley). ¿Estaría Oliver en esa cama o preparando alguna escena posterior? ¿Acaso, en la boda, observa al padre de la novia, que cobra protagonismo en la primera parte de la ceremonia, o extasiado al contemplar el inolvidable rostro que recuerda? No. Sencillamente responde a la (in)necesidad de preparar (en el primer caso) y redundar (en el segundo) la tolerancia y el amor incondicional de Phil por su hija, así como la supuesta liberación de la pareja que alcanza su séptimo cielo, pero Arthur Hiller no es Frank Borzage. Los autores son conscientes y condicionan a conciencia. Lo hacen para que los recuerdos del protagonista conecten con el público, aquel que acepte compartir el cariño de la pareja y la aflicción de Oliver. No obstante un recuerdo silenciado solo pertenece a la interioridad de quien lo piensa, puesto que no se dirige a nadie en particular, salvo a sí mismo y a su soledad. Pero Oliver sí nos habla de la mujer amada, aquella que murió a los veinticinco años de edad, la misma joven a quien descubrimos llena de vida en el primer instante que inicia la relación que Love Story muestra por caminos establecidos, y tan convencionales como sus personajes y su historia de “amor verdadero” truncada por la muerte, caminos que muestran a una pareja que se enamora, se casa, y supera trabas, salvo el final al que todos tendremos acceso. Las situaciones que se suceden son fragmentos impuestos por Hiller, que no va más allá de la superficialidad donde desarrolla el idilio, enfrenta clases sociales, desde el cliché -liberal y tolerante, la clase trabajadora; reaccionaria e intolerante, la millonaria- y el conflicto paterno-filial que distancia a Oliver de un hombre a quien trata de señor. Barret padre (Ray Milland) nombra “amor verdadero”, cuando le dice a su hijo que espere un tiempo para saber si lo es, pero ¿cuál es el falso? ¿El expuesto en la pantalla? El amor puede definirse de tantas maneras como quienes lo sientan o crean sentirlo, pero, para todos, es algo real. Quizá sea la suma de atracciones, contradicciones, sentimientos, emociones, pensamientos y sensaciones, pero no es superficial. Por contra, el evocado en la película es idílico, puro, pero sin vida, no sangra, ni late, ni goza de altibajos, salvo aquel que, inesperado e indeseado, resulta inevitable. Los conflictos que asoman en pantalla, sea la ruptura de Oliver con el conservadurismo que él mismo asume -sueña que su hijo sea un gran deportista de Harvard o sigue los pasos sociales establecidos- muestran a una pareja que conecta con su público, puede que aquel que asume ser sensible o aquel que, en cierta medida, se acomode o se deje condicionar por el conformismo y la sensiblería de una película en la que se magnificó la escena en la que Oliver corre y corre, buscando a Jenny, porque han discutido. La música lo acompaña, chirriante, insistente, eliminando cualquier posibilidad de sufrimiento, desorientación o desesperación. ¿Artificio? ¿Aporta a la necesidad del protagonista de encontrar a la mujer amada? En su encuentro, ella le dice, con lágrimas en los ojos, que <<amar significa no tener que decir nunca lo siento>>, pero sus palabras contradicen un sentimiento que también es reconocimiento; es sentir y reconocer que se siente. Esta escena se construye, se fuerza, no fluye, busca descaradamente el momento del reencuentro que se produce en las escaleras de su hogar. Ahí, Hiller rompe cualquier posibilidad de encanto, al introducir esa frase en boca de Jenny, una que, bien pensada, sobra, ya que amar no implica necesariamente decir nada. Sus miradas se aman, los cuerpos y las mentes lo saben y también aman. Lo cierto es que tanto los personajes como las situaciones son como el paño de Love que cuelga en una de las puertas de su primer apartamento; son puros y suaves, pero parecen adornos; o quizá, mis impresiones sobre Love Story son las de alguien que nunca ha amado, puesto que siempre siento y digo lo siento.

sábado, 25 de abril de 2020

Los tres días del condor (1975)


<<Nadie piensa realmente si no abstrae de aquello que es dado, si no relaciona los hechos con los factores que los provocan, si no deshace -en su mente- los hechos. La abstracción es la vida misma del pensamiento, el signo de su autenticidad>>.1 El protagonista de
Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, 1975) no es un agente de campo, sino de silla. Y en su asiento, limita su pensamiento a la cotidianidad que no le exige abstracción. Cada mañana laboral llega a la oficina neoyorquina donde lee novelas y libros de espías, publicados en otros idiomas, en los que busca conspiraciones literarias que después envía a la central, para que allí estudien posibles fallos en el sistema o conexiones con la realidad. Pero, alguna vez se habrá planteado ¿para qué y para quién lo hace? ¿O de qué realidad se trata? Quizá sea aquella a la que todavía no tiene acceso, la misma que no se plantea y, cuando lo haga, la desvelada no dejará de ocultar otras tantas que el lector de la Agencia solo podrá suponer o incluso pasar por alto; aunque ya podrá cuestionar y relacionar hechos y factores. La duda se habrá sembrado; dejará de ser el ingenuo feliz de los primeros minutos, aquel que llega tarde a su trabajo, en apariencia exento de riesgos; de hecho, su ocupación no tiene nada de excitante ni de peligrosa, incluso puede considerarse una aburrida monotonía. Sin embargo, todo cambia cuando sale a por bocadillos al bar cercano donde el camarero comenta a otro cliente que el chico rubio con cara de Robert Redford es un intelectual, porque tiene un título universitario y lee. Mientras el agente de silla aguarda a que ese buen hombre, que tampoco piensa, le sirva el pedido, Sydney Pollack muestra la masacre de la oficina. Turner vive otro instante de un mismo momento temporal. En el suyo todo sigue igual que siempre, hasta que se encuentra a sus compañeros asesinados. Su vida cambia en apenas un vistazo al espacio que, cinco minutos antes, creía controlar. Ahora, la única certeza es que no tiene explicación para los hechos. Esto le impacta y, evidentemente, lo desubica. No solo ha perdido a sus colegas, ha perdido su cotidianidad, a la que ya no podrá volver. Ante él se abren interrogantes que echan por tierra ideas previas, hasta entonces validas para definir su entorno, su trabajo, su vida, su país.


El ingenuo feliz desaparece y su lugar lo ocupa el ingenuo asustado, aquel que ya no sabe distinguir, puesto que ha perdido las referencias que le habrían indicado o inculcado. Así, se convierte en fugitivo, en secuestrador, en falso culpable y en el objetivo de Jaubert (
Max von Sydow), un asesino a sueldo que crea su realidad y su ética —en la que solo importa a quién, cuándo y, sobre todo, cuánto. Tunner no comprende qué ha sucedido y, en su ingenuidad, contacta con la Agencia de Inteligencia para informarles, aunque, más que nada, telefonea porque necesita que le indiquen qué hacer, puesto que aún es un niño asustado ante el descubrimiento de algo que escapa a su comprensión. Condor, su nombre clave, tiene los días contados y los empleará para descubrir las causas, el por qué y el quién. Como héroe, superará las trabas humanas y tecnológicas —de control y vigilancia—, vivirá su fugaz romance con Kathy (Faye Dunaway) —un idilio que se antoja parte del reclamo popular del film—, y sufrirá la amenaza y la comprensión de Jaubert, quizás el personaje más interesante, pero se quedará con la duda de vivir en un presente de sombras totalitarias y de factores más complejos que los señalados por Higgins (Clif Robertson), otra marioneta de la Agencia y de los intereses ocultos que Pollack esboza en la superficie.


1.Marcuse, Herbert: El hombre unidimensional (traducción Antonio Elorza). Austral, Barcelona, 2016

jueves, 23 de abril de 2020

El teniente seductor (1931)

En las primeras comedias sonoras de Ernst LubistchMaurice Chevalier encarnó al pícaro seductor que encuentra en el opuesto femenino su razón de ser. Pero, en realidad, el seductor es el propio Lubitsch, quien seduce con elegancia, con su picardía y con la insinuación que combina con buen gusto, alegría y su dos más dos y que usted lo sume bien. Sus películas son como los guiños de Niki (Chevalier) en El teniente seductor (The Smiling Lieutenant,1931), cuyo gesto expresa que quiere algo más que expresar un "me gustas". Ese gesto de complicidad e intención son las comedias de Lubitsch, que también quiere algo más de nosotros, requiere que nuestra imaginación entre en su juego e interprete sus dobles sentidos, su delante y detrás de las puertas, el cambio de tono y de melodía en el piano o qué significa el tablero de damas que termina sobre la cama que por fin será compartida. Cuando William Wyler respondió al comentario de Billy Wilder con "lo peor de todo es que nos quedamos sin las películas de Lubitsch", el realizador de Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years of Our Lifes, 1947) hablaba de futuras películas, al tiempo que rendía un sentido homenaje al arte de un maestro en sugerir doses más doses. Una de sus sumas la entrega al inicio de El teniente seductor, cuando, sin mostrarlo, presenta a su protagonista detrás de la puerta donde, delante, un sastre timbra sin que nada suceda, salvo la insistencia que le lleva a desistir. Para el cobrador y su recibo la entrada está prohibida. Baja las escaleras sin haber cumplido su objetivo, y se cruza con una joven que no tarda en golpear con sus nudillos esa misma puerta, que sí se abre para ella, aunque todavía no para el público, que queda fuera, a la expectativa, observando el plano detalle de una lámpara que se enciende y, al cabo de un tiempo indeterminado que se reduce a varios segundos en pantalla, se apaga. En ese instante, la chica sale, ha conseguido lo que ha ido a buscar; y ahora Lubitsch permite el paso al interior donde descubrimos a Niki, en su habitación, en pijama y con una sonrisa de satisfacción. No hace falta más; hemos sumado y obtenido el resultado. Sabemos qué ha sucedido durante el encendido y el apagado; comprendemos que al teniente vienés le apasionan las mujeres bellas e ignora a los cobradores. Niki es un seductor alegre de serlo, disfruta haciendo el amor; lo corrobora con su canción y sus tarareos. Siempre tararea después de lograr su meta, aquella que va después del guiño, aunque una de estas insinuaciones le acarrea su contratiempo con la realeza de Flausenburn, reino imaginario y cuna de la ingenua princesa Anna (Miriam Hopkins), cuya irrupción en la vida del oficial trastoca la feliz cotidianidad donjuanesca. Debido a la confusión que se produce durante un desfile, Niki se encuentra en un aprieto que le exige presentarse en palacio. Allí, ante la inquisidora mirada de las damas, del rey y de la princesa, despliega su encanto. Miente sobre sus sonrisas y su guiño al paso de la carroza de la realeza que el emperador austriaco ha invitado a Viena. Para librarse, adula, aprovecha el malentendido y calla que sus gestos eran para Franzi (Claudette Colbert), la violinista con quien mantiene un apasionado idilio. En la confusión que se genera, Anna asume que fueron para ella y siente curiosidad. Le pregunta cuál es el significado del guiño; y poco después de conocer la respuesta, ella misma le ofrece uno. Lubitsch no necesita palabras ni exhibicionismo para comunicar qué quiere la chica. Lo hace con un sencillo y alegre movimiento de pestaña que sorprende a Niki, quien no pretende complacer a la princesa, aunque le obliguen a casarse con ella y, consecuentemente, a separarse de la concertista con quien ha pasado veladas que tocan a su fin. Triste ante la imposibilidad, Franzi se despide de su amante con una nota y una liga para que la recuerde; pero, tiempo después, se reencuentran y Niki vuelve a tararear. De nuevo es feliz y luce la sonrisa que le niega a su esposa, a la ingenua que intenta el acercamiento tocando el piano, pero su música y su ropa interior no suenan divertidas ni desenfadadas. La transformación de Anna se produce a partir de su encuentro con Franzi, en apariencia su opuesta y su rival, pero, el cineasta berlinés se encarga de desmentirlo cuando las encierra en una habitación donde, con cuatro detalles textiles y musicales, las iguala y las acerca, tanto que prefiere dejarnos fuera, a la espera de que pasen días, quizás semanas, y la puerta se abra para mostrar a dos amigas íntimas que se despiden para siempre; ahora la violinista ya no hace falta, puesto que ha pasado el testigo a la princesa, metamorfoseada en la simpática seductora que ya tiene acceso a su tarareo.

lunes, 20 de abril de 2020

La reina Kelly (1928)


<<Soy grande. Son las películas las que han empequeñecido>> no lo dijo Erich von Stroheim, sino Norma Desmond; aunque tampoco resulta descabellado pensar que ideas similares rondasen por la mente del cineasta cuando se vio condenado al ostracismo. La doble afirmación de Norma en su presentación a Joe Gillis en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard; Billy Wilder, 1950) define su sentir, pero también define al tercer personaje, el mayordomo que proyecta la película que la actriz y el guionista verán en la sala de la mansión donde Wilder los encierra. El sirviente responde al nombre de Max von Mayerling, pero no hay duda de que podría llamarse Erich von Stroheim, el autor del film que la mujer disfruta, reviviendo su esplendor en la pantalla, mientras que el guionista observa una reliquia de ese pasado enmudecido que, sin ser consciente, le atrapa y lo transforma en otra figura espectral condenada a la inexistencia. La imagen corresponde a La reina Kelly (Queen Kelly, 1928), la última gran obra cinematográfica de Stroheim, un cineasta fuera de época y cuyo personaje en el film de Wilder asume sin aflicción el olvido del que es víctima. No se aflige porque no sufre por él, sufre por Norma, a quien protege con sus cuidados y con las cartas de fantasía que a la diva silente le permiten encarar su actuación definitiva, durante la cual, a través de sus ojos y de sus gestos, expresa su triunfal regreso al mundo de los sueños. Durante ese instante de puro cine, el personaje de Swanson habla con su cuerpo y comunica su estado emocional; ha perdido cualquier contacto con la realidad que desaparece definitivamente cuando el plano se difumina. No es una escena teatral, puesto que la palabra, herramienta indispensable en el arte escénico, desaparece y deja su lugar al gesto y a la mirada. No hay palabrería barata, que apenas comunicaría una mínima parte de las sensaciones que fluyen en ese instante por la mente de la actriz; o, retrocediendo en el tiempo y viajando a La reina Kelly, durante la cena que la misma Gloria Swanson disfruta en compañía del príncipe consorte (Walter Byron) que la secuestra.


En esta escena, los ojos de Swanson hablan de su ingenuidad y de su fantasía, dicen que vive un sueño, que es feliz en su despertar sensual y sexual, que está dispuesta a amar y a ser amada. Por su parte, el príncipe la mira con deseo; siente atracción por la colegiala a quien acaba de raptar del convento que poco antes ha incendiado para volver a verla. En su primer encuentro, en el campo, las miradas cruzadas habían establecido la atracción que se confirma durante la cena y que deparará el drama. Este solo es uno de los muchos ejemplos de cómo las diferentes partes de la anatomía
 hablan sin sonido, pero alto y claro. No hay margen de error, comprendemos lo que sucede en el interior de ambos personajes. Algo similar ocurre cuando la reina Regina (Seena Owen) los sorprende besándose sobre la cama de una habitación de palacio, la víspera de su enlace real con ese mismo príncipe. El rostro de la monarca habla, del mismo modo que su gesto y su mano al coger el látigo. Desvelan que a ella nadie puede contrariarla, puesto que es ama y señora del hombre que promete amor a la joven a quien la reina azota, porque también siente ese derecho, y arrastra fuera del castillo. Esto es Stroheim —cuyo cine iba diez años por delante del resto; según le dijo Wilder; y el respondió, veinte—, su mundo de ensueño en el que encontramos erotismo, lujo, gusto por los detalles -sin ir más lejos en la presentación de los personajes-, perversión, sadismo, realismo, pesimismo y melodrama, el de una joven que acaba viajando a África donde se convierte en la dueña del prostíbulo que pertenecía a su tía, pero donde también vive su encierro. Pero, como otras de sus películas, sin ir más lejos Avaricia (Greed, 1924), La reina Kelly sufrió el sino del genio, desmesurado e incomprendido, entre otros contratiempos que impidieron la conclusión del film, del que no se rodó la mayor parte de la estancia africana de Kelly, durante la que sufre las miradas acosadoras de Jan y un destino más oscuro que el del príncipe, a quien la reina ha encerrado en prisión. Tampoco se filmó ningún plano del epílogo, donde se produce el reencuentro de los enamorados. Solo queda hacerse una idea de lo que pudo ser y no fue, ya que el cineasta fue despedido por Swanson, la productora del film, a los tres meses de iniciarse el rodaje; poco tiempo para que alguien como Stroheim pudiese llevar a cabo su proyecto. En 1931, la actriz montó parte del material filmado y estrenó una versión de la que pudo ser la cumbre cinematográfica de uno de los directores más grandes e imaginativos del periodo silente.

miércoles, 15 de abril de 2020

Mauvaise graine (Curvas peligrosas, 1934)



Según declaraciones del propio Billy Wilder: en Alemania había escrito más de cien guiones, la mayoría sin acreditar, así que no fue hasta Gente en Domingo (Menschen am sonntag, 1929) cuando su nombre empezó a sonar en el cine. Luego llegaron los guiones de Emil y los detectives (Emil und die detektive, 1931) y de las dobles versiones de películas en alemán y francés que posibilitaron que su nombre también asomase en las pantallas de Francia, país adonde se trasladó huyendo del sinsentido nazi que se había hecho con el poder en Alemania. De origen judío, Samuel "Billie" Wilder, el mismo Billy Wilder que años después se convertiría en uno de los grandes cineastas de Hollywood, comprendió el peligro y abandonó Berlín y puso tierra de por medio —más adelante, también pondría el mar que posiblemente le salvó la vida. Pero cuando llegó a París, el genio del genio aún estaba verde y paseaba a la espera de algo que hacer, antes de emprender su aventura americana. No desaprovechó su estancia en suelo francés, pues allí, junto al también austrohúngaro Alexander Esway, dirigió su primer film, aunque Curvas peligrosas (Mauvaise graine, 1934) dista de lo que se vería una década después. No obstante, el film tiene su gracia, sobre todo cuando uno de las víctimas de robo localiza la matricula de su coche en el de juguete de un niño, al que da el alto, antes de advertir al agente de policía que ese es el auto que lleva varios días buscando por toda la ciudad. Quizá, este sea el momento de mayor hilaridad de una comedia urbana realizada con la pretensión de divertir sin aburrir, imprimiendo velocidad a los coches y a la historia, en la que hay cabida para el engaño, la amistad y el romance.


Todo comienza con Henri Pasquier (
Pierre Mingand), un joven feliz porque tiene su propio automóvil, uno que alcanza los 130 kilómetros por hora y que le permite coquetear con las jóvenes que se dejan seducir por el vehículo. Sin embargo, su felicidad, como cualquier felicidad o infelicidad, es efímera. Lo comprueba cuando su padre (Paul Escoffier), un médico sereno y austero, le informa de la venta de su objeto de deseo. Este instante rompe la armonía y la relación entre padre e hijo. Henri sale a la calle, añora ir sobre cuatro ruedas y toma un coche prestado para ir a recoger a la joven con quien se había citado. Por fortuna, buena y mala, es asaltado por varios miembros de la banda de ladrones de automóviles y llevado ante el jefe (Michel Duran), que reina en el garaje donde saltan chispas antagónicas y donde pintan los autos robados y cambian sus matrículas. Ese es el negocio en el que empieza Henri, a raíz de su amistad con Jean-la-Cravate (Raymond Galle), el muchacho que no puede evitar coleccionar corbatas robadas, por él mismo. Ya amigos, Jean le ofrece un sillón donde dormir y le presenta a su hermana Jeanette (Danielle Darrieux), la chica que trabaja de gancho para los ladrones. Ella se encarga de atraer a conductores que intentan sus conquistas exhibiendo sus descapotables, de los que Jeanette informa al taller. El negocio es rentable, pero el jefe no reparte los beneficios de una forma proporcional al riesgo asumido por cada empleado. Esto contraría a Henri, que no se calla ante la injusticia y precipita su segundo enfrentamiento con el mandamás; en el tercero, que se produce en el vestuario de una piscina pública, llegan a las manos y el jefe a la conclusión de que debe eliminar a su  nuevo empleado. Más o menos esta es la historia rodada por Wilder y Esway, una comedia que, por momentos, parece influenciada por las de René Clair, pero ¿qué comedia francesa de la época no estaría bajo la influencia de las de Clair?





martes, 14 de abril de 2020

Un hombre lobo americano en Londres (1981)

Las primeras películas de John Landis apuntan hacia un director "gamberro", aunque su mejor momento llegó a inicios de la década de 1980. En los setenta, entre otros títulos, había filmado Desmadre a la americana (National Lampoon's Animal House, 1978), que apostaba por el humor burdo como medio de rebelión y su propuesta se quedó en burda y en éxito de taquilla. Prefiero Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers, 1980) y Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981), quizá las mejores muestras del cine "canalla" con el que pretendía transgredir en su ausencia de seriedad y en su apuesta por el desorden asumido por sus protagonistas, aunque poco le duró la gracia. En el caso de Jack Goldman (Griffin Dunne) y David Kessler (David Naughton), el caos se mitiga respecto a los miembros de los hermanos Blues, pero está latente, bajo la fantasía, el humor (más comedido y negro) y el homenaje al cine de terror de la Universal y de la Hammer. No desaparece y sale a relucir en determinados momentos en los que la película recupera ese toque subversivo y caricaturesco con el que Landis introduce a sus dos mochileros estadounidenses en tierras del norte de Inglaterra o los reúne en una sala X con las víctimas del licántropo. La primera imagen muestra a los dos viajeros en un camión de ovejas -¿son ellos dos ovejas que se apean y apartan del rebaño?- y los lleva a una taberna donde los contertulios enmudecen al descubrir su presencia. La pareja rompe la armonía del lugar, esa cotidianidad en la que los presentes juegan a los dardos, cuentan chistes y esconden sus temores, fruto del secreto que ocultan y del que no quieren hacer partícipes a los intrusos. Ese instante de ruptura del orden implica el rechazo hacia los visitantes, que abandonan el local para ser sorprendidos por un animal enorme y peludo en la nocturnidad del páramo adonde no deben acercarse; pero lo hacen. Jack muere y, tras huir y dar media vuelta, David sufre las mordeduras de la bestia humana de la que nadie ha querido hablarles, puesto que aquellas buenas personas prefirieron enterrar sus miedos en el silencio. Cuando David despierta, tres semanas después, sufre desorientación en la cama del hospital londinense donde el mito se sustituye por la ciencia y la lógica. El mundo científico y luminoso, aquel que escapa al miedo irracional con explicaciones racionales, donde nadie puede ni quiere dar crédito a un ataque de un hombre lobo. David intenta no pensar en ello, pero Jack, o lo que va quedando de su cuerpo en descomposición, se presenta una y otra vez para advertirle de las consecuencias del ataque que sufrieron aquella noche de luna llena. Otra luna se acerca y, cuando luzca en plenitud, David sufrirá su transformación. Aunque sin la desfachatez ni la hilaridad de los Blues, David también se rebela en su metamorfosis, sobre todo cuando despierta desnudo en una jaula y se las apaña para ocultar sus vergüenzas robando globos a un niño o un abrigo rojo a una anónima sentada en un banco. Es al tiempo un simpático Jekyll, enamorado de su enfermera (Jenny Agutter), y el peludo Hyde con instintivo asesino, como demuestra la cámara que persigue a una de sus víctimas por los claustrofóbicos pasillos del metro londinense. La rebeldía del animal sustituye al desenfreno descarado de los hermanos blues en un Chicago avocado al caos de los cantantes, para desordenar una Inglaterra civilizada y divida en dos espacios: el urbano y lógico y el rural y supersticioso. Pero tanto en uno como en otro, lo cierto es que la presencia de David resulta peligrosa, no por ser peligroso en sí, sino por ser distinto, aunque en su caso no haya sido por elección musical, sino por mordiscos...

domingo, 12 de abril de 2020

El prestamista (1964)



La culpabilidad de haber sobrevivido al horror de los campos de exterminio nazi fue una de las realidades a las que se enfrentaron los supervivientes, aunque no todos lo hicieron de la misma forma, ni con el mismo resultado. El protagonista de El prestamista (The Pawnbroker, 1964) lo hace guardando sus emociones y sus miedos. Los oculta junto con su pasado, aunque este nunca desaparece de su presente neoyorquino donde se ha acostumbrado a sobrevivir en silencio, sin apenas mostrar humanidad, herida de muerte en aquel momento anterior que, desde su liberación, vela en su memoria, donde también encierra cualquier posibilidad de sentir. Es el cuarto oscuro de su mente, donde todavía late el horror del que fue víctima y del que fue testigo. El señor Nazarman (Rod Steiger) intenta aislar el ayer y se aísla. Existe en soledad, y no permite que nadie se le acerque. <<Y una cosa más. Aléjese de mi vida>>, le grita a la señorita Birchfield (Geraldine Fitzgerald). Aunque no hable de su terrible experiencia, está ahí, en su negativa a expresar el dolor y la culpa que nadie, salvo los allí confinados, pueden comprender.
Las imágenes pretéritas regresan en flashes. Son breves planos subliminales que Sidney Lumet introduce para desvelar el campo de batalla que existe en la mente del personaje. No quiere recordar y, sin embargo, no puede dejar de hacerlo. Vive atrapado en su confinamiento, tras la espectral y macabra alambrada de aflicción que en el exterior cobra forma física en las rejas de su casa de empeño, adonde acuden otras vidas rotas -delincuentes, desempleados, desamparados o la propia Birchfield, que recauda donativos para una asociación benéfica- y donde él solo ve o dice ver <<basura. Desechos>>.


El prestamista
es una de las grandes películas de Sidney Lumet, quizá una de las más intimistas e hirientes de su filmografía, ya no por centrarse en ese hombre que sufre, negándose el sufrimiento, y sin saber cómo dejar de sufrir, también por un presente marcado por la imposibilidad, la violencia, el encierro, la delincuencia y la muerte. <<Es una película sobre cómo uno crea prisiones particulares>>1 y Nazerman vive en la suya, en su marca imborrable que lee en esos números tatuados en su brazo, números del terror y de la pérdida que forman parte de su experiencia, tan dolorosa y terrible que nunca podrá escapar de ella. Lumet también expone al personaje a la desesperanza de las calles de Harlem, el gueto donde se encierra a minorías hispanas y afroestadounidenses, personas que viven su propia condena, la de no poder escapar de la miseria, de la desesperanza o de la continua venta de objetos que no les proporciona una salida, solo la puerta de regreso que a la marginalidad de la que Jesús Ortiz (Jaime Sánchez), el empleado de Nazerman y otro desheredado de la vida, pretende escapar por la vía rápida, aquella que le conduzca al dinero, fin que asume como el único válido tras escuchar a su jefe, cuando este le dice que el dinero lo es todo, incluso la diferencia entre la vida y la muerte. En ese instante, Nazerman continúa su batalla, intenta que las imágenes no se prolonguen. No desea recordar, pero las calles y las situaciones que experimenta desencadenan los recuerdos y las emociones que lleva y llevará tatuadas bajo la piel. 



1.Lumet, Sidney: Así se hacen las películas (traducción de José María Areste). Rialp, Madrid, 2017

sábado, 11 de abril de 2020

El francotirador (2014)

La imagen del patriota asumida por John Wayne en algunas de las películas que protagonizó se asentó en la cultura popular estadounidense, quizá lo hizo más de la cuenta, quizá muchos estadounidenses encontraron en ellos a quienes imitar. Cuando su oficial ficticio aterriza en el Vietnam de Los boinas verdes (The Green Berets, 1968) está convencido de que el Mal existe y que ese mal son los comunistas vietnamitas a los que pretende combatir. Para el coronel de las fuerzas especiales el vietcom representa la amenaza a la seguridad y al modo de vida estadounidense. ¿Amenazan o el personaje lo cree en su limitada y sesgada visión de la realidad, en la que asume que él representa el Bien, el único que considera posible? Da igual la respuesta, pues creyendo en su verdad, justifica su postura y el intervencionismo militar en un territorio a miles de kilómetros de su hogar. Es un patriota unidimensional, incapaz de aceptar más dimensión que la suya. Y como Wayne, lo son Chris Kyle (Bradley Cooper) y su padre (Ben Reed), quien le enseña de niño que hay tres tipos de hombres: ovejas, lobos y perros pastores. Esta división refleja el simplismo de un padre que inculca en sus hijos conceptos de familia, patriotismo y amor a las armas, pero también les hace creer que son perros pastores y, por lo tanto, que son los encargados de velar por la seguridad de los suyos. Esta sería la realidad en la que crece el protagonista de El francotirador (American Sniper, 2014), la misma que, a los treinta años de edad, le lleva a alistarse voluntario en los SEAL, cuando siente que su patria se encuentra amenazada. Kyle es el héroe de Clint Eastwood, aunque en el cineasta la figura heroica se aleja de la imagen de John Wayne para ofrecer dos caras: la que observan los demás y la que habita en la intimidad del individuo a quien el responsable de Sin perdón (Unforgiven, 1992) observa desde dos perspectivas que se unen en un mismo cuerpo. La figura o idea del héroe y del no héroe son las imágenes asumidas por Chris Kyle. El cineasta lo muestra letal y vulnerable, lo muestra en la ambigüedad moral de salvar vidas acabando con otras y en la ceguera de su primer momento, la que le distancia de cuanto no sea su interpretación del deber del perro pastor. La evolución de Chris está salpicada de cadáveres que acumula en su cuenta, suma que, a ojos de sus compañeros en las calles de batalla, lo convierte en héroe. No obstante, él no piensa que sea uno, sencillamente asume la responsabilidad heredada y la idea de la cual no duda. Desde ella concluye que hace lo correcto, cuando lo correcto tiene más de una cara o sencillamente no existe en términos absolutos. Sus regresos a Estados Unidos lo muestran distante, atrapado en su pensamiento, que todavía combate en suelo iraquí, lo cual le imposibilita acercarse a su mujer (Sienna Miller) o reflexionar sobre aquello de lo que no duda, quizá porque su capacidad crítica haya sido minimizada y enfoque su función de perro pastor de un modo distinto al asumido en su último retorno al hogar, cuando vislumbra que proteger vidas no implica quitar otras.

jueves, 9 de abril de 2020

Billy Wilder. Sueños de engaños


El <<nadie es perfecto>> de I. A. L. Diamond que Billy Wilder guardaba en el cajón, mientras ambos decidían la frase final de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), es una de las oraciones más sencillas y recordadas de la historia del cine. También es una de las más certeras, pues ¿quién puede discutirles esas tres palabras que vieron la luz casi sin querer, palabras que pronunciadas por Joe E. Brown definen a la perfección la visión wilderiana del ser humano? Pero hay otra frase, expresada por Barton Keyes en Perdición (Double Indemnity, 1944), que define sus películas, aquellas que descubren la imperfección humana y la proyecta en espacios sin héroes, ni vencedores. Keyes le dice a Walter Neff que las vidas de los hombres y las mujeres que investiga son dramas que <<están llenos de sueños de engaños>>. Son los individuos que reclaman su indemnización, su porción de cielo, la mayoría manipuladores y manipulados, hombres y mujeres corrientes a quienes el investigador descubre engañando o engañándose. Esos sueños de engaños son los films de Wilder, que muestra a sus protagonistas en su peor y mejor versión, pues los muestra humanos, e insiste en ello, aunque lo haga en forma de comedia, drama o cine negro. Sean unas u otras, en todas, salvo quizá en su peor película, El vals del emperador (The Emperor Waltz, 1948), desvela aspectos individuales y sociales, comportamientos y morales variables, farsas, hipocresías e ilusiones que surgen de ambiciones que, pequeñas o grandes, deparan fracasos, éxitos momentáneos, victorias pírricas o, en el caso del directivo de Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961), la botella inesperada e indeseada. Sus comedias divierten destapando el deseo y la crisis que la vecina de La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955) despierta en el "rodríguez" de abajo, la fidelidad del matrimonio de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964) o el adelante a la vida de la luminosa dependienta y del gris ejecutivo de Avanti! (1972) durante su breve encuentro italiano.


La mirada wilderiana es irónica e hiriente, aunque no insensible, desnuda la imperfección de inolvidables medianías como el generoso oficinista (y arribista) de El apartamento (The Apartment, 1960) o las ambiciones de los periodistas sin escrúpulos de El gran carnaval (The Ace in the Hole, 1951) y Primera plana (The Front Page, 1974). A ninguno le cuesta engañar, mentir o dejarse engañar, ya que saben que todo vale en sus fantasías, en sus caminos hacia el éxito o hacia el fracaso. La mentira forma parte de ellos, de mí y de ti, y se consuelan con su "nadie es perfecto". Ni siquiera el famoso detective de La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970) es infalible, ni es ajeno a caprichos que escapan a su control, aunque roce la perfección que Watson ha mitificado en sus publicaciones. Ningún personaje escapa a sus intenciones, ni a sus sueños de engaños donde buscan placer, beneficio, amor, sexo, dinero, huir de su "condena"... y obtienen resultados agridulces o simplemente inútiles. No hay triunfadores, aunque el cabo de Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943) venza con sus artimañas al Rommel interpretado por un imponente Erich von Stroheim o la pareja de travestidos de Con faldas y a lo loco escape de los mafiosos y abrace un final feliz, su sueño, al lado de sus respectivas medias naranjas.


Los personajes wilderianos son personas falibles, cercanas, reconocibles, y no están a salvo de la lucidez ni de la chispa del genio que mueve los hilos, aquel que disecciona al individuo y al espacio que ocupan para mostrar sus entrañas morales e inmorales. Lo hace con suma gracia y maestría, poblando sus películas de soñadores ingenuos y fantasiosos como Sabrina (1954), Ariane (Love in the Afternoon, 1957) o los vértices del "triángulo" amoroso de Irma la dulce (Irma la Douce, 1963), calculadores y letales como los amantes de
Perdición o autodestructivos como el escritor alcohólico de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945) o Norma Desmond. Pero todos ellos mienten y se mienten, como sucede con quienes acompañan a Norma en su ocaso de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), con los prisioneros de Traidor en el infierno (Stalag 17, 1952) o con los farsantes que se citan en el tribunal de Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957). Son fruto de ambiciones, fantasías, miedos, deseos, de instintos de supervivencia en la mediocridad o en el encierro que transciende el físico, del cual pretenden escapar para abrazar sus sueños, quizás americanos o quizás universales, por pequeñas o grandes que sean las porciones que creen les corresponde y, para conseguirlo, no dudan en transgredir límites y vidas. Salvo en aquellos personajes que recaen sus simpatías, Wilder no tiene piedad de hombres y mujeres a quienes muestra brillando por un instante que les aleja de su patetismo o sin brillo, basta recordar al escritor de Días sin huella o la actriz que desciende la escalera que solo para ella conduce a la gloria, a la invención de una nueva mentira que le permita vivir en esa falsa ilusión que también abrazan otros de sus personajes. El cineasta sabe que viven en un mundo de luces y sombras, de claroscuros que no son externos, son propiamente humanos, tanto del reportero de En bandeja de plata (The Fortune Cookie, 1966) como de aquellos que, como su cuñado, quieren trepar, aunque solo logren flotar sobre una piscina de sueños alcanzados, ya inalcanzables.