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lunes, 8 de agosto de 2022

El arte de vivir (1965)


<<La integración del individuo en nuestra sociedad se verifica, casi necesariamente, a costa de una serie ininterrumpida de renuncias. Cada renuncia, por pequeña que parezca, facilita y exige otra renuncia inmediata. De esta manera se provoca la conversión de aquel en un ser distinto del que inicialmente era —mentalmente, moralmente, socialmente distinto—, ya que distintas son sus metas y los procedimientos que utiliza para acceder a ellas. El arte de vivir narra uno de estos procesos de transformación de un hombre en otro>>.1 



El inicio de El arte de vivir (1965), la presentación de su protagonista (Luigi Giuliani), resulta entre realista y chaplinesco, en la postura contracorriente asumida por Luis. No camina en sentido contrario a la multitud, pero permanece inmóvil en medio de la carretera mientras pasan automóviles, y los demás peatones aguardan en la acera. Así individualiza Julio Diamante a su protagonista, más lo hace cuando le concede la capacidad de compartir con nosotros su pensamiento crítico y su descontento —que brillan por su ausencia cuando volvamos a escuchar su voz interior, ya totalmente alienada. Disconforme con su entorno y con aspiraciones filosóficas e intelectuales, el joven pasea solitario por la tarde dominical madrileña hasta que conoce a Ana (Elena María Tejeiro). Ese intervalo permite que comprendamos que Luis se plantea su existencia, a la espera de vivirla y de encontrar su lugar en el mundo. Pero ¿cuál es el futuro que le espera? ¿Qué hará de su vida? ¿Traicionará sus ideales? No quiere ser un burgués como Santiago (Paco Valladares), ni un vividor como su primo Juanjo (Juan Luis Galiardo), pero corre el riesgo de ser lo peor de ambos, ya que es consciente de los cambios que va aceptando para salir adelante en un sistema laboral deshumanizado: una corbata y frases hechas que no siente, en su primer empleo; o la pérdida de compañerismo y generosidad, en el segundo, aunque su mayor traición será en el plano personal: su relación con Ana y consigo mismo.


Ella se entrega a él, con todas las consecuencias, consciente de lo que esto significa en una sociedad marcada por la “moral del que dirán”. Es esa moral hipócrita la que provoca su vergüenza, pues, como mujer en una sociedad tradicional y represiva, se le acusa, juzga y condena —así hace la madre de Luis (Lola Gaos) cuando la conoce en el piso de su hijo o Juanjo, que intenta aprovecharse de ella. Ana es la víctima del brutal formalismo de puertas afuera, el que la condena a sentir vergüenza por amar y expresar físicamente su amor por Luis. Respecto a esto, la escena de la cafetería, donde el camarero llama la atención de la pareja porque ella besa la mano de su novio —una escena similar asoma en la episódica Tiempo de amar (1964), el anterior trabajo de Diamante—, y la posterior subida clandestina a la pensión del joven son expresivamente claras. Lo que resalta después de disfrutar de El arte de vivir es la intención de Diamante de señalar la ausencia de libertad en el individuo, en este caso la pareja, —<<poniendo aquí el acento en analizar más en profundidad los mecanismos dominantes en la sociedad en la que la historia amorosa se desarrolla>>—,1 que acaba renunciando a su yo y transformándose en otro yo distinto al de sus ilusiones iniciales, aquellas que no pueden ser dentro de la sociedad a la que Luis y Ana pertenecen, una que orienta y prohíbe, y que fomenta la necesidad de dinero, exigiendo sumisión y actitudes prácticas que acaban por hacer del personaje interpretado por Luigi Giuliani alguien distinto a aquel que, al inicio de la película, aguardaba en medio de la carretera. El amor es una de las primeras víctimas de esta conversión, pero también lo es la generosidad y la libertad del individuo dentro de una sociedad alienada y alienante. Ya desde el primer momento, quizá solo sea posible en su ideal, pues vista la travesía de la pareja por su relación y por el entorno se comprende que está condicionada por la moral dominante y por la necesidad de un trabajo que posibilite dinero: el factor que marca nuestras vidas y también nuestras condenas a no ser quienes y como habíamos soñado y deseado ser. Esa imagen ideal, con la que inicialmente Luis se enfrenta al mundo, solo podría sobrevivir en alguien que, como el vagabundo de Chaplin, camine a contracorriente, prescinda de los bienes materiales y esté dispuesto a pagar las consecuencias sociales y personales de su acceso a un mayor grado de libertad.



1.Diamante, Julio: De la idea al film. Cátedra, Madrid, 2010


lunes, 4 de noviembre de 2019

Juguetes rotos (1966)




La práctica de final de carrera de Manuel Summers, El viejecito (1960), apuntaba al gran director que alcanza su máximo en Juguetes rotos (1966). Pero este irónico, sensible y humano documento cinematográfico fue el revés que lo orientó hacia otro tipo de cine, más comercial y menos arriesgado en sus formas y propuestas que el que había realizado hasta entonces. Si por una parte la incomprensión generada por Juguetes rotos implicó la pérdida de un excelente cineasta, no dudo que también fue la cima de su cine, también una de las cumbres del documentalismo español. Su deseo de distanciarse de la mediocridad y de la comodidad son evidentes en su amargo retrato, sentimental y memorístico, de la vejez en un país que olvida su rostro humano, olvida a sus gentes y a quienes en el pasado lo hicieron brillar y vibrar. Para su viaje al presente y al pasado, al desencanto de los ancianos y a las esperanzas de los jóvenes que asoman por las imágenes, Summers transita por cuatro ámbitos populares (variedades, boxeo, fútbol y toros) que le permiten observar la realidad, recuperar la existencia de los olvidados y actuar como conductor de las entrevistas y de la narración en la que no se oculta, ni esconde su postura. La mirada del cineasta, que desvela su pensamiento, su humor, su ternura y su denuncia, observa desde influencias del neorrealismo más cercano a Zavattini, pero quiere ser y es una mirada subjetiva, que asume mayor protagonismo en el episodio que dedica a Gorostiza, antiguo jugador del Bilbao, del Valencia y de la selección española. Previo a su encuentro con el futbolista, el humorista y realizador sevillano rememora al ídolo de su infancia, que él mismo confiesa haber olvidado en el presente. Lo recuerda gracias al viejo cromo que le devuelve la imagen de "bala roja" a su memoria. De tal manera, evoca al jugador del pasado y busca al anciano del hoy. Quiere hacer una película con él, pero apenas sabe dónde buscar, ya que nadie parece recordarlo. Lo descubre en la soledad del asilo donde malvive. A la pregunta ¿a usted cómo le ha ido?, el olvidado no duda en responder con un <<mal>> que sale de su alma desgarrada. Es la sombra de aquel héroe vitoreado por todo un país y, aunque sea por un instante, Summers pretende devolverlo a la luz, en la que "Goro" afirma que <<teniendo lo que tengo, no tengo nada>>.


Mezcla de documental y de la intención de Summers, honesta porque nunca la niega, el responsable de La niña del luto (1965) sale a la calle, entra en locales o pasea por el parque donde Ricardo Alis, antiguo campeón de boxeo, golpeado por los combates del ayer y por el paso del tiempo, ejerce de guarda de viveros en Valencia. Alis es una de las paradas realizadas por el cineasta en su viaje a través de la memoria, de los recuerdos de sus protagonistas y de las imágenes de archivo que muestran combates, partidos de balompié o fragmentos de la película Campeones (Ramón Torrado, 1943). Las entrevistas, el montaje, los espacios reales y la omnipresente voz del narrador, su subjetividad consciente y sus preguntas, en ocasiones incómodas para quien debe contestar, completan las piezas que hacen de Juguetes rotos un documento único en la España de entonces, tanto, que fue incomprendido por la medianía de la época en la cual vio la luz, un momento que convenció al director para <<hacer películas tan comerciales como las de Luis Lucia o Pedro Lazaga>>1. El olvido y el recuerdo, la popularidad y el ostracismo, la juventud y la vejez, son parte de la realidad humana y, por tanto, también forman parte de la historia de cualquier lugar y época. Estos opuestos son fundamentales en el desarrollo del film, en su nostalgia, en su lúcida y cruda mirada al presente, a esa otra realidad que no solía proyectarse en las pantallas, a esos personajes que han sido borrados de la memoria del hoy y abren una ventana a la España de la década de 1960 donde Summers se adentra sin miedo, con actitud crítica, pero humana, y con la intención de despertar conciencias desde el drama y el humor, ya que, ante todo, el cineasta ni niega ni reniega del humorismo que recorre la totalidad de su vida profesional. En los primeros compases de la película, la cámara lee una pintada en la pared, <<la risa ofende y halaga, sé benévolo al repartirla>>. El director lo asume y nada de lo expuesto en pantalla cae en lo vulgar, ni en el chiste fácil, ni siquiera la burla a la ignorancia resulta hiriente; resulta acertada en su breve contacto con anónimos de la calle (objetivos escogidos para mostrarla) a quienes pregunta por diferentes personajes reales. Estos hombres desvelan su sobrado conocimiento acerca de "El cordobés", Bahamontes, Di Stefano y otros ilustres del espectáculo y el deporte, y su absoluta ignorancia de quién fue Mozart, Picasso, Velázquez o Fleming, entre otros protagonistas del Arte, de la Ciencia y de la Historia que desconocen. Esa ignorancia, advertida por Summers, continua vigente en las calles de cualquier ciudad del mundo y, quizá inconsciente de que algún día del futuro sería ignorado, el realizador ha pasado a formar parte del olvido contra el que se rebela el film. Pero no se trata solo de eso, se trata de confrontar y descubrir las dos imágenes de aquellos individuos que en algún momento de su juventud fueron aplaudidos y vitoreados, estrellas que se apagaron para convertirse en los espectros de un espacio presente donde la miseria se muestra a la luz del sol, en la cotidianidad en la que Juguetes rotos también descubre el deseo de la juventud, el de triunfar por la vía rápida, aunque ni fácil ni probable, la vía del boxeo o la escogida por más de cinco mil muchachos que centran sus esperanzas en el ruedo. Quizá sea su idea de triunfo o la única posibilidad que cambiaría sus vidas, que les alejaría de la pobreza y del anonimato. Todos tienen en común que se adentran en ella inconscientes de que la promesa de éxito puede transformarse en la realidad del artista del primer segmento, que a sus ochenta y tantos años continúa esperando su oportunidad; la de los boxeadores que, como Paulino Uzcudun, no han caído en la lona pero sí en la miseria; la del solitario Gorostiza, sin el menor rastro del admirado en los estadios, en cromos, chapas de gaseosas y en la película Campeones; o la del diestro Pacorro y Marina Torres, su mujer y actriz igual de olvidada que el también torero Nicanor Villalta, el galán deseado en su época de gloria y el derrotado orgulloso que, por última vez, sale a la arena para brindar a Summers la corrida que cierra su entrañable y amargo documento sobre personas, realidad y olvido.


1.Antonio Castro. El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

El viejecito (1960)



<<Esta es la historia de un viejecito que no se quería morir...>>, y esta historia fue proyectada durante la octava edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Durante el certamen se exhibieron varias prácticas de fin de carrera de los alumnos del I. I. C. E., entre ellos Basilio Martín Patino, José Luis Borau, Manuel Summers y Miguel Picazo, jóvenes que, junto a otros, estaban llamados a renovar la anquilosada cinematografía española. Por lo que se pudo ver en aquella edición del festival, la renovación era factible, aunque otro cantar sería rodar fuera del seno de la escuela donde habían filmado con libertad, con escasos medios, con inventiva e ilusión. Dicha inventiva se observa en El viejecito (1960), una comedia de apenas veinte minutos de duración, pero veinte minutos cargados de humor negro e ironía, dos presencias que acercan la práctica de diplomatura de Summers a los guiones escritos por Rafael Azcona en su primera etapa como guionista de Marco Ferreri. Pero allí donde el riojano no muestra compasión por sus personajes, Summers mira con ternura (y compasión) a su viejecito, cuya leyenda ya nos indica su negativa a fallecer.


La primera secuencia nos ubica en una habitación donde un hombre le pregunta a su hija si <<se ha muerto el abuelo>>. Y lo hace sin mostrar mayor emoción, como si fuera algo esperado, que todos dan por hecho. De igual manera, ella le responde <<no. Está durmiendo>> y, a continuación, entra la habitación del anciano y lo despierta. En ese ese espacio el humor negro cobra forma en el ataúd apoyado sobre la pared, al lado de la cama del protagonista, un ataúd que parece insistir en ser empleado, aunque no convence al anciano para que se deje ir. Él desea ver la calle y tiene intención de vivir, como desvela su interés por aprender inglés o su acercamiento a la ventana desde donde mira el exterior. Lleva dos años enfermo, posiblemente sin salir de entre esas cuatro paredes donde inesperadamente se presenta una sombra que anuncia la figura de una anciana, portadora de un reloj de arena y de una guadaña. Es la muerte y, como tal, se presenta para hacer su trabajo, sin prisa y sin emociones, pero inexorable a la hora de anunciar el motivo de su visita. Al viejecito solo le quedan cinco minutos de vida y aprovecha este tiempo para rezar, una, dos, tres,..., oraciones iguales que apelan a su ángel de la guarda, el cual desciende del cielo (mediante una transparencia que delata la falta de medios y como estos pueden superarse) para preguntarle cuál es el problema y que nada puede hacer para resolverlo, porque solo es un simple funcionario. El humor de estas escenas es innegable (la figura de la muerte calcetando, la alusión a la burocracia celestial o las alas sujetas al cuerpo del ángel mediante una cinta), como también lo es la escasez que se supera con inventiva y con humor. <<De tener que elegir un film, me quedaría con El viejecito, de Manuel Summers, cuyos personajes están tratados con más amor y en el que encuentro mayor inspiración cinematográfica>>. Estas palabras de José Luis Guarner, extraídas de su artículo publicado en la revista Documentos cinematográficos (nº 4, septiembre de 1960), nos indican dos cuestiones que estarán presentes en posteriores trabajos del cineasta: el amor (ternura) hacia sus personajes y la inspiración cinematográfica. Ambas se dan la mano en El viejecito, en el deseo del protagonista de vivir y de volver a pisar la calle, en el deambular de la cámara por el asfalto urbano o en su alejamiento final, que distancia al protagonista del suelo callejero, que poco antes ha podido recorrer gracias a la tramposa intervención de su ángel de la guarda.



lunes, 12 de noviembre de 2018

Del rosa... al amarillo (1963)



Antes de caer por una mediocridad fílmica desacorde con sus primeros pasos cinematográficos, el cine de Manuel Summers fue de los más interesantes de aquellos jóvenes realizadores que, tras pasar por el IIEC, debutaron en la dirección durante la década de 1960 para encontrarse con una realidad (político)cinematográfica que, si bien pretendía cambios que modernizasen la cinematografía española, apenas pudo cambiar nada. Fue el periodo de José María García Escudero al frente de la Dirección de Cine, de la Escuela de Barcelona y del Nuevo Cine Español, el cual, Los golfos (Carlos Saura, 1959) aparte, dio sus primeras señales de vida profesional en 1963, el mismo año en el que Miguel Picazo debutaba en la dirección de largometrajes con La tía Tula, Francisco Regueiro con El buen amorMario Camus con Los farsantesSummers con Del rosa... al amarillo. Para quien escribe, se trata de una espléndida aproximación, tierna, poética e ingenua por necesidad, al amor en la infancia y en la vejez. La pintada <<Guillermo quiere a Margarita>> nos abre al sentimiento idealizado por el niño protagonista, que siente como su mundo gira en torno a la joven que contempla en la calle, con quien juega y con quien experimenta la emoción del ideal al que se aferra durante las clases, mientras se mira al espejo en busca de señales de pubertad o en el campamento de verano donde recibe una instrucción marcial que no le aparta de su ensoñación amorosa. Dicho sentimiento, el amor en su estado de mayor pureza e inocencia, evoluciona en la segunda parte del film, cuando descubrimos la resignación que el paso del tiempo ha provocado en la pareja de enamorados que vive en el mismo asilo, aunque sin posibilidad de acercase más allá de las tiernas miradas o de las cartas que ambos se escriben y esconde en el carro de la comida. Estamos ante el idealizado por los niños y ante la última esperanza de vencer a la resignación que hace mella en los ancianos, una resignación que también contempla el no poder vivir más que la idea que los une (en la distancia) en un momento de soledad que logran vencer con sus miradas y sus palabras escritas en los papeles que intercambian en secreto. Pero, además, Del rosa... al amarillo mira con sutileza a su época, a la presencia dominante de la iglesia católica en la sociedad española, desde la primera a la tercera edad, a las circunstancias que observamos en la escuela donde Guillermo (Pedro D. del Corral) encaja las reprimendas del cura que la dirige o donde pinta el corazón que apunta a su despertar sexual, en la calle donde juega a la pelota, al prisionero o a las chapas, y donde por primera vez acaricia la mano de Margarita (Cristina Galbó), en un instante que para ellos lo es todo. Algo similar sucede en la residencia de la tercera edad donde Valentín (José Vicente Cerrudo) y Josefa (Lina Onesti) permanecen separados por las normas establecidas que impiden su acercamiento, más allá de las cartas en las que hablan de su amor y de la felicidad que implica para ellos saberse correspondidos. Son momentos honestos, sencillos y tan humanos como los protagonistas, seres reconocibles, sinceros y entrañables, que viven sus emociones y sus sensaciones desde el rosa infantil al amarillo de los ancianos, dos instantes de vida, de veracidad y de sensibilidad que nos acercan a los personajes, a sus ilusiones y a su desencanto, y a la ternura con la que interpretan un sentimiento que en la infancia de Guillermo y de Margarita desborda fantasía y evoca la creencia de ser eterno y en la vejez de Josefa y de Valentín aleja la sombra de la soledad y la amenaza de la eternidad que nos limita.