sábado, 28 de julio de 2018

La terra trema (1948)



La familia en el cine de Luchino Visconti adquiere un lugar de suma importancia, y lo hace en varias de sus mejores películas, siendo La terra trema (1948) la primera que le concede el protagonismo, aunque compartido con las injusticias, la esperanza, la realidad y el melodrama que se observan durante un metraje que se aproxima a las tres horas de duración. Tres años antes del inicio oficial del neorrealismo con Roma ciudad abierta (Roma città aperta; Roberto Rossellini, 1945), Visconti había transitado la senda realista en su debut cinematográfico. Ossessione (1942) rompía con las formas y los contenidos del cine italiano del periodo fascista e, inconsciente, se convertía en el antecedente directo del movimiento, aunque no fue hasta La terra trema cuando el cineasta milanés realizó su cumbre neorrealista, quizá el único de sus films que se puede encuadrar dentro de aquel maravilloso suspiro cinematográfico de libertad y de realidad que vivió el cine italiano de la posguerra. De origen aristocrático, Visconti nunca experimentó las privaciones económicas de sus personajes, aunque esto no le impidió ofrecer una imagen contundente y veraz de la miseria y de la precariedad que forman parte de la cotidianidad de la familia Valastro y del pequeño pueblo del litoral siciliano donde sufren las consecuencias de la tradición y donde sienten la necesidad de apartarse del orden establecido. Cuanto se ve en la pantalla rezuma vida, sobre todo los personajes, ya sea el abuelo, cuya imagen es la de la aceptación del orden establecido, Ntoni o su hermano Cola, los dos jóvenes pescadores que deciden rebelarse contra el sistema, conscientes de que solo el cambio eliminará las carencias económicas y las injusticias sufridas por los suyos durante generaciones. Explotados en un mundo insolidario, donde intentar mejorar económica y socialmente se paga con el ostracismo, se descubren las influencias y el control de los mayoristas que mal pagan las capturas. Pero también observamos la importancia vital del mar, al tiempo amigo y enemigo, que proporciona a los Valastro el sustento y el peligro que puede acabar con las esperanzas que en él depositan. Tanto el mar como los intermediarios son enemigos naturales de los pescadores, aunque son los segundos quienes, conscientes, imposibilitan la mejora económica que Ntoni desea y exige, lo cual le lleva a enfrentarse a los precios irrisorios que aquellos le ofrecen por la pesca que genera (a los mayoristas y dueños de la mayoría de las embarcaciones) cuantiosos beneficios. Ante esta injusticia, heredada y sufrida por padres e hijos, los Valastro deciden rebelarse, hipotecando su vivienda y emprendiendo el negocio familiar que esperan les hará libres y, con un poco de suerte, ricos. La terra trema expone la eterna historia de oprimidos y opresores, pero lo hace sin guión, solo con el argumento que Visconti y Antonio Pietrangeli idearon a partir de la novela I Malavoglia (1881) de Giovanni Verga que dio pie a esta primera entrega de una trilogía que nunca llegó a rodarse, trilogía que se completaría con los episodios de la mina y el campo. Finalmente, solo el capítulo del mar vio la luz y, a pesar de que no gustó en determinados sectores sociales italianos, se convirtió en uno de los títulos de referencia del neorrealismo. La terra trema disgustó a algunos por aquello que expone y cómo lo expone, pues Visconti no dudó a la hora de ofrecer una imagen verídica y casi documental sobre un espacio humano poblado por hombres y mujeres tan vivos y palpables como la extrema pobreza que obliga a Ntoni a enfrentarse a la conservadora tradición asumida por todos, una tradición laboral que piensa dejar atrás, aunque con la mala fortuna de que, amigo y enemigo, el mar le ofrece la oportunidad que poco después le arrebata, la misma oportunidad que los hombres acaban por erradicar, condenado a los Valastro a regresar al lugar de donde han intentado escapar sin éxito.

jueves, 26 de julio de 2018

Mesas separadas (1958)



En la entrega de los Oscar de 1955, Marty (1954) era una de las grandes favoritas y, como tal, se alzó con el premio a la mejor película del año y Delbert Mann, su realizador, con el galardón a la mejor dirección. En ese instante, Mann se convertía en el primer debutante en conseguir la estatua dorada al mejor realizador, pero lo que parecía el inicio de una brillante carrera profesional, nunca llegó a serlo, quizá porque, en realidad y aunque su filmografía cuente con títulos como el ya nombrado o Mesas separadas (Separate Tables, 1958), no fue un cineasta a la altura cinematográfica de compañeros de generación como Sidney Lumet o John Frankenheimer. Cuando encaró su primer largometraje, Mann contaba con experiencia en la televisión, medio para el cual había dirigido episodios de distintas series antes de tomar las riendas del guión escrito por Paddy Cheyefsky y producido por Burt LancasterHarold Hecht. El resultado fue un drama sensible e intenso, que por momentos pierde parte de su energía y fuerza, aplaudido por la crítica y el público. El éxito no alteró la presencia televisiva del realizador, quien continuó intercalando ambos medios audiovisuales durante el resto de su carrera. Satisfechos de aquella primera colaboración, Hecht y Lancaster le produjeron The Bachelor Party (1957) y Mesas separadas, en la que el famoso actor se reservó uno de los papeles principales, el de John Malcolm, uno de los huéspedes que habitan el hotel de Pat Cooper (Wendy Hiller). Al igual que había sucedido en Marty, el guion, en esta ocasión basado en una pieza teatral de Terence Rattigan, y el elenco, en el que brilló con luz propia la británica Wendy Hiller dando vida a la equilibrada dueña de la pensión, resultaron fundamentales para dotar de credibilidad a los personajes y a los hechos que se desarrollan en ese establecimiento que parece el lugar idóneo para huir del pasado, también del presente y del futuro, y aislarse del mundo.


En su interior descubrimos al heterogéneo grupo de huéspedes que forman un microcosmos aislado del espacio exterior, hombres y mujeres estereotipos, cuyos tópicos no merman su fuerza dramática ni crítica. En esa pensión-residencia, cuyo desayuno y cena se saborean en mesas separadas, cohabitan personalidades que se contraponen para ofrecernos un retrato social de la intolerancia, de los miedos pretéritos y actuales, de la imagen aceptada, de la represión y de la sumisión que impiden la liberación de Sibyl Railton-Bell (Deborah Kerr) o de la ausencia de futuro, una ausencia que se agudiza al enfrentarla a la esperanza que se descubre en la joven pareja de enamorados formada por Charles (Rob Taylor) y Jean (Audrey Dalton). Pero, a pesar de sus múltiples diferencias, existe un nexo común que une a los huéspedes permanentes. Dicho nexo es la soledad que cada uno experimenta, la cual se hace más patente y palpable cuando se producen los detonantes dramáticos que alteran la cotidianidad del establecimiento. La noticia de que el comandante Pollock (David Niven) ha sido denunciado por tocar reiteradamente el codo de una desconocida en el cine del pueblo y la aparición de Ann Shankland (Rita Hayworth) —huyendo de la vejez y de la soledad que intenta alejar de sí recuperando a John— precipitan las habladurías y la salida de la normalidad inicial. Los huéspedes se dejan llevar por la inalterable y estricta moral de la señora Railton-Bell (Gladys Cooper), madre y carcelera de Sibyl e inquisidora de la casa donde solo John, Pat y la señorita Meacham (Mary Hallatt) contradicen sus palabras y se oponen a la expulsión de Pollock del microcosmos que la dominante dama de hierro construye a su fría e intolerante imagen.

lunes, 23 de julio de 2018

La perla (1947)


<<Si esta historia es una parábola, tal vez todo el mundo tome su propio significado de ella y lea su propia vida en esta. En cualquier caso, dicen en el pueblo...>>. Así concluye la introducción que John Steinbeck empleó para adentrarnos en La perla (The Pearl, 1947), el espléndido relato de la trágica existencia de Quino, Juana y su bebé Coyotito, pero La perla (1947) también es la magistral película que Emilio "el indio" Fernández realizó a partir del guión que él mismo escribió al lado del escritor estadounidense. En sus mejores trabajos, tanto el cineasta mexicano como Steinbeck orientaron sus simpatías hacia los desheredados y esa misma simpatía prevalece a lo largo del metraje de un film de emociones humanas —dolor, esperanza, amor, violencia, miedo...— que fluyen a raíz de la "perla del mundo" que Quino (Pedro Armendariz) encuentra en el fondo del mar. En presencia física o simbólica, la joya se convierte en la excusa narrativa que nos aproxima a la condición humana que el Indio Fernández exteriorizó equilibrando (y enfrentando) las necesidades y los sueños de sus protagonistas, una pareja indígena, y la avaricia que se desata y confirma la imposibilidad de los pobres de escapar de su condición social. La perla de Quino y Juana (María Elena Marques) es al tiempo la promesa de libertad y opulencia a la que inicialmente ambos se aferran —un rifle, ropas nuevas o que su bebé aprenda a leer y a escribir— y la maldición que los persigue, aunque dicha maldición es fruto de la codicia que la esfera de nácar desata entre mercaderes, vecinos, el cura del pueblo o el doctor que rechaza atender a Coyotito tras recibir la picadura de un alacrán.


Los primeros compases de La perla, aquellos que preceden a la aparición de la joya, nos muestran la precaria situación de los nativos de origen precolombino: viven en chabolas, carecen de cualquier atención social, no tienen acceso a la educación y siempre son víctimas del engaño de quienes se aprovechan de su trabajo, de su ignorancia, de su falta de recursos y de su condición marginal. La primera parte de
La perla nos permite acceder al pensamiento de Quino, cuya ignorancia no le impide comprender que solo la educación permitiría a su hijo ser libre, y a su vez, dicha libertad posibilitaría la suya, la de su mujer y la de todos los oprimidos por el sistema que los somete. Con la aparición de la perla, materializar el sueño deja de ser una quimera, al menos, deja de serlo para la pareja que no tarda en sufrir los hechos que se encargan de alejar la realidad deseada, la cual es sustituida por los atropellos que obligan a Quino, Juana y Coyotito a huir en busca de la posibilidad que se les niega y que para ellos es inexistente. Como en otras de sus mejores películas, La perla reincide en el tema de indigenismo que Fernández supo desarrollar mejor que nadie en una época en la que tratar aspectos como los expuestos, de la forma en la que son expuestos, era nadar a contracorriente dentro de la industria cinematográfica mexicana. Pero él lo hizo con gran acierto, impregnando al cine azteca de un nuevo aire donde lo mexicano, la naturaleza, el melodrama, el amor y las fuerzas que intentan impedirlo se convierten en los protagonistas absolutos de cuanto se observa en la pantalla y en La perla todo ello se equilibra a la perfección para dar como resultado el que posiblemente sea su film más logrado.

martes, 17 de julio de 2018

El beso mortal (1955)


El lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón apuró el inminente fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la era atómica, que enfrentó a dos grandes bloques antagónicos (el capitalista y el comunista) en una nueva guerra, la fría, aunque caldeada en lugares y periodos concretos de la segunda mitad del siglo XX. Tras la guerra mundial la hegemonía planetaria recayó en la Unión Soviética y en Estados Unidos, país donde, en 1947, el Comité de Actividades Antiestadounidenses iniciaba las persecuciones a sospechosos de simpatizar con el comunismo, persecuciones legalizadas que cobraron repercusión mediática en las vistas de "los diez de Hollywood", y posteriormente de otros guionistas, actores, actrices y cineastas hollywoodienses. Aquel año, los que siguieron y la década posterior, fueron años convulsos para Hollywood, años de cazas de brujas, de listas negras, de la amenaza de la televisión, del fin del sistema de estudios y del clasicismo cinematográfico. También fue el tiempo del debut en la dirección de largometrajes de
 Don Siegel (1946), Richard Fleischer (1946), Nicholas Ray (1948), Samuel Fuller (1949), Robert Aldrich (1949) o Richard Brooks (1950), cineastas cuyas personalidades difieren, aunque no en su intención de modernizar el lenguaje audiovisual. La mayoría de los nombrados fueron agrupados y etiquetados como la generación de la violencia, pero se trataba de un grupo heterogéneo que no respondía a una escuela o influencia común y sí a sus distintos intereses creativos, ideológicos y laborales. Su pasó a la dirección se produjo tras trabajar como guionistas (Fuller y Brooks), por la sala de montaje (Siegel) o en el caso de Aldrich tras ser ayudante de directores como Charles ChaplinJoseph Losey o Fleischer. Ya desde sus primeras películas, el responsable de Veracruz (1954) destacó por agitar el sistema de estudios de Hollywood, pues no dudó en asumir su individualidad para criticar en sus películas tanto a la industria del cine como a determinados estamentos sociales, e incluso, antes que lo hicieran otros, señaló el delictivo y lucrativo contrabando atómico que precipita la intriga de la espléndida El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955). Su personal adaptación del detective creado por el escritor Mickey Spillene se inicia con unos títulos de crédito a contracorriente, tampoco es convencional la presentación de sus dos personajes más importantes, ni que uno de estos, Christina (Cloris Leachman), lo sea por su ausencia de la pantalla y por el <<recuérdame>> que regresará en determinados momentos de la obsesiva búsqueda de Mike Hammer (Ralph Meeker). Pero el mayor distanciamiento, respecto al cine negro anterior, reside en la ausencia de ética asumida por el detective, a quien solo importa su beneficio, transgrediendo normas o utilizando a cualquiera que pueda darle respuestas al asesinato de la desconocida que recogió en la carretera. Al detective poco o nada preocupa que su empeño se cobre vidas ajenas, pues persigue un fin y no le importan los medios empleados para alcanzarlo. En manos de Aldrich, Mike Hammer es amoral, hedonista y violento, rasgos que lo alejan de los detectives cinematográficos anteriores, como el más ético Phillip Marlowe interpretado por Humphrey Bogart en la magistral y más clásica El sueño eterno (The Big Sleep; Howard Hawks, 1946). El Hammer de El beso mortal pierde la simpatía del público porque solo muestra interés por sí mismo y por su ambición. Como consecuencia, cuanto hace provoca violencia y muertes que van afectando a desconocidos y conocidos, sea su secretaria (Maxine Cooper), a quien secuestran, o Nick (Nick Dennis), su amigo mecánico a quien asesinan. Estos dos hechos puntuales sí lo afectan, aunque demasiado tarde para cambiar o para abandonar la investigación que poco importa a Aldrich, cuyo interés reside en el personaje en sí mismo y en la inmundicia donde se sumerge sin contemplaciones.

lunes, 16 de julio de 2018

La historia interminable (1984)



Como escritor, encuentro en una página en blanco la posibilidad de un viaje a lo desconocido, a los imprevistos, a la maduración de ideas, lo cual también conlleva la maduración de uno mismo, a mi propia interioridad y a la imaginación que se dispara o se ralentiza según el ritmo de las líneas que sustituyen al blanco donde cobran forma los universos cambiantes que, de no poner punto final, continuarían transformándose sin fin. Suena a tópico, y habrá quien así lo sienta, pero como lector, abrir un libro también implica iniciar un recorrido —que puede gustar, disgustar o dejar indiferente— y la complicidad con las letras impresas que generan las diferentes interpretaciones, reacciones y sensaciones en quienes las desciframos. Estas sensaciones son fruto del propio contenido, de la capacidad de quien escribe para desarrollarlo y de la conexión que los cómplices anónimos establecemos con la lectura, que a menudo no resulta como uno la imagina previo a sumergirse en ella. Pero siempre que las letras (pensamiento del escritor) conectan con el pensamiento de los lectores se inicia el diálogo personal y privado que genera preguntas, respuestas, dudas, atracciones, rechazos,..., así como la invitación a ser parte protagonista de lo descrito y de lo omitido, a ser viajero en un instante peregrino. Todo ello provoca que hagamos nuestros o nos planteemos los motores existenciales de los personajes, sus carencias, sus situaciones, sus emociones o sus metas. Lo mismo sucede con los espacios que habitan y condicionan sus comportamientos. Por ello, sospecho que no es necesario que la lectura sea fantasiosa para trasladar nuestra imaginación a mundos reales e irreales que no tienen porque coincidir con el expuesto por los autores, pues, a veces, un libro realista permite imaginar más allá de las ficciones expuestas en el género fantástico, un género que a priori propone un viaje a la irrealidad que nos adentra en lugares mágicos, habitados por personajes con habilidades que escapan a las de los mortales que nos encontramos a la vuelta de cualquier esquina. Pero esas habilidades no son la magia de la literatura, pues la magia de la literatura la encontramos en sí misma, en lo idealizado y descrito por los diferentes creadores de universos que nos descubren pensamientos, ideas, obsesiones o ensoñaciones que pueden o no coincidir con las nuestras, pero que, según su calidad, no suelen dejarnos impasibles. Y aunque abrir un libro y sumergirse en sus páginas se encuentra al alcance de la mayoría, por diferentes motivos, no todos estamos dispuestos a dejarnos envolver por una aventura, por una vida cotidiana, por una intriga, por un drama, por un ensayo o por un recorrido fantástico. Hay quien sustituye esta falta de disposición con su predisposición hacia el cine, medio que ofrece la oportunidad de familiarizarse con mundos sin las letras de las que huyen quienes no encuentran atractivo en el innegable atractivo de los libros.


Desde Alice Guy y Georges Méliès, las películas han desarrollado historias originales y otras adaptadas de la literatura, lo cual acerca en mayor o menor grado a los no lectores los mundos descritos y escritos, aunque lo hace desde una complicidad distinta. Entre la prestigiosa 
El submarino (Das Boot, 1981) y su debut hollywoodiense con Enemigo mío (Enemy Mine, 1985), Wolfgang Petersen realizó la adaptación cinematográfica de la La historia interminable y el resultado fue una aventura fantástica entretenida, aunque olvidable, que conectó con el público más joven, aunque disgustó al autor de la novela, de ahí que su nombre no aparezca en los créditos. La historia interminable (Die unendliche Geschichte, 1984) cinematográfica nunca podría haber sido la literaria, porque el lenguaje audiovisual y el lenguaje escrito difieren, como también lo hace el propio proceso creativo. Un libro se escribe en la intimidad y condicionado por quien lo escribe, mientras que, desde su gestación hasta su estreno, una película se encuentra condicionada por intereses externos que no tienen cabida en la creación literaria. El atractivo de las letras son las letras en sí mismas y en una película el atractivo reside en la maestría de los grandes cineastas para combinar los diferentes componentes del film: reparto, trama, fotografía, decorados o el fondo musical e incluso en la campaña publicitaria ajena a los directores y que en ocasiones se centra en las estrellas protagonistas. La historia interminable de Petersen encontró un aliado publicitario en la canción interpretada por aquella estrella fugaz llamada Limalh. El sencillo, que sonó en medio mundo, se sumó a la gran difusión de la novela de Michael Ende, a la expectativa de los millones de lectores, al elevado presupuesto (el más holgado en una producción alemana) que posibilitó unos destacados efectos especiales y al nombre que el realizador alemán se había labrado tras El submarino. Todo ello, aspectos externos, condicionaron el éxito de la película, pero esta es otra historia, una de las múltiples que rodean a cualquier historia, a cualquier libro y a cualquier película. La historia que aquí interesa se desarrolla en dos espacios diferenciados: el mundo real donde vive Bastian (Barret Oliver) y las páginas del libro que el pequeño protagonista toma prestado mientras se esconde de los tres compañeros de clase que lo persiguen y acosan a diario. El niño posee una imaginación que choca con la perspectiva de su padre, que le aconseja mantener los pies en el suelo. El consejo paterno va en contra de la naturaleza infantil, de la literaria, de la cinematográfica, de la de cualquiera que sueñe y de la creatividad que posibilita el arte y la magia que este nos transmite. Pero la naturaleza de Bastian no puede condicionarse y se decanta por idealizar y viajar a otros mundos, como descubrimos cuando el muchacho enumera al librero las novelas que ha leído, aunque la que ahora tiene entre sus manos, y lee en el desván de la escuela, le resulta diferente a cualquier otra. A través de sus páginas, accede a ideas fantasiosas y ajenas, que provocan que las suyas salgan a relucir durante la aventura que comparte con los habitantes de Fantasía, una aventura y un reino imaginario que le ofrecen la posibilidad de formar parte de una fantasía donde, aunque lo ignora, se convierte en protagonista indispensable y, a su vez, se transforma en el héroe de quienes observamos su relación con las páginas que provocan su conexión con el reino amenazado por la nada, que avanza y engulle cuanto encuentra a su paso, pues esa nada remite a la perdida de la imaginación y a la ausencia de creatividad, dos rasgos humanos indispensables para que la historia no termine.

viernes, 13 de julio de 2018

Secretos de un matrimonio (1973)


¿Es relevante estar casado (haberlo estado) o mantener una relación estable para reflexionar sobre el matrimonio? Supongo que habrá quien diga sí, pero también supongo que no todas las parejas son capaces de aceptar ni de asumir ni compartir responsabilidades, así como tampoco se encuentran capacitados para encarar con sinceridad las distintas circunstancias que van mermando sus relaciones, realidades que omiten o acallan en su cotidianidad y otras situaciones en las que prefieren desviar culpas hacia su pareja o cerrar los ojos, porque ambas son posturas cómodas que evitan enfrentarse a los espectros propios y comunes que empujan la relación hacia el abismo que se abre ante ellos. Quizá, uno nunca piense que su matrimonio pueda convertirse en un fracaso, en un fraude o en un lastre que transforma el amor de pareja en un término al que recurrir cuando la cotidianidad común mal funciona, aunque sin saber cómo definirlo, al menos, no con la claridad suficiente para explicar en qué consiste el amor aludido, si existe, si es eterno o si es el espejismo efímero de un momento más o menos prolongado por el deseo, por las necesidades individuales, por los intereses ajenos al sentimiento en sí o por el convencionalismo establecido y previsto como un paso más dentro de la sociedad a la que se pertenece. Han sido muchos los cineastas que han llevado a la pantalla la relación de pareja, algunos la han expuesto desde la comicidad, otros desde el drama, algunos la han esbozado como un estado idílico, sin fin y sin apenas altibajos, dibujando una felicidad y una complicidad perfectas que otros cineastas han puesto en tela de juicio, quizá porque han pretendido mayor reflexión y honestidad a la hora de analizar aspectos que a menudo permanecen ocultos bajo la alfombra de los diferentes hogares reales y ficticios, como si exteriorizarlos implicase la ruptura de la fantasía y el fin de las diferentes cotidianidades que han ido relevando a la pasión, a la complicidad, a la comunión y a la atracción sexual inicial de los primeros tiempos. Uno de esos realizadores, me arriesgo y afirmo quien mejor ha expuesto la descomposición matrimonial, fue 
Ingmar Bergman en Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973), una magnífica reflexión sobre la crisis matrimonial que se prolonga a lo largo de una sucesión de escenas que superan los 280 minutos de sinceridad expositiva, ajena a la manipulación y con dos actores excepcionales que hacen suyos los diálogos, precisos, dolorosos, honestos y tan reales como la propia realidad. La postura de Bergman va más allá de ser una serie de televisión dividida en seis capítulos, o una película que redujo su metraje original a 168 minutos para su estreno en las salas comerciales, pues Secretos de un matrimonio iguala cine y televisión para realizar un análisis tan personal como imprescindible sobre el deterioro matrimonial, el misterio y la complejidad de la vida común, la incomunicación y las contradicciones, el miedo a la soledad, el dolor, la frustración y la pérdida de la relación marital que en Marianna (Liv Ullman) y Johan (Erland Josephson) semeja inquebrantable, aunque sin ser tan perfecta como pretenden exteriorizar. <<Esta historia hay que contarla objetivamente sin florituras de cara con algo así como un tono áspero apoético que nos libere de todos los excesos cinematográficos>>*. La presentación escogida por Bergman para introducirnos a la pareja protagonista confirma su intención de austeridad y define a los personajes desde la naturalidad de una cámara que, sin inmiscuirse, los observa mientras son entrevistados por una periodista que les pide que hablen de sí mismos. Johan, ingeniero de cuarenta y dos años, se muestra seguro, quizá altivo y orgulloso, apenas nombra su matrimonio, tampoco alude a sus dos hijas, y se decanta por enumerar rasgos de una personalidad deseada que pretende real. Por contra, Marianne, abogada de treinta y cinco años, duda qué decir sobre ella, pues ignora quién es, y repite que tienen dos hijas y que llevan diez años felizmente casados. La siguientes escenas, aquellas en las que marido y mujer charlan a solas con la periodista, confirman que existen dudas en un matrimonio en apariencia perfecto, dudas que en la pareja de amigos que poco después cenan con ellos han dado paso al violento rechazo que inconscientemente genera en los protagonistas las primeras señales de alarma. En ese momento de Inocencia y pánico, sin que ninguno lo nombre, la sombra del distanciamiento y de la ruptura asoma por la pantalla, una sombra que se inicia en el primer capítulo y se confirma en El arte de barrer bajo la alfombra. Ambos episodios muestran a un matrimonio burgués acomodado en su rutina, que se esfuerza por mantener controlada su relación, y cuya vida sexual ha disminuido hasta apenas mantener contacto físico. Ninguno se atreve a exponer aquello que les genera miedo, dudas, contradicciones o el malestar que se confirma en Paula, la tercera parte de Secretos de un matrimonio. En este episodio Johan se presenta en la casa de verano y confiesa a Marianne su relación con una joven de 23 años con quien pretende establecerse en París. Es un momento crucial para el matrimonio, pues las cartas se ponen boca arriba y las omisiones de años de silencio fluyen con brusquedad y desesperación para generar el dolor, sobre todo el dolor de Marianne, quien, humillada y desorientada, ruega a su marido que permanezca a su lado. El tiempo transcurre sin que seamos testigos de la separación y el cuarto capítulo, Un valle de lágrimas, nos muestra el reencuentro de la pareja tras casi un año de amistoso alejamiento, pero de indudable desorientación y desconocimiento de quiénes son y qué desea cada uno. En ese instante se aferran al fantasma del amor pasado y hablan de recuperar su matrimonio, sin embargo en Los analfabetos, el quinto capítulo, se reúnen en el despacho de Johan para firmar los papeles del divorcio que este se niega a rubricar, al ser incapaz de decidirse y definirse. La maestría de Bergman reside en la sencillez formal y la complejidad analítica, en su valentía a la hora de mirar el interior de sus personajes, también el suyo propio, y exteriorizar los miedos, la humillación, la desorientación y el final de un matrimonio que siempre ha estado condicionado por aquellos convencionalismos que la pareja antepuso a sí mismos y a la unión que alcanza una nueva dimensión En plena noche, en una casa oscura, en algún lugar del mundo.



* Bergman, Ingmar. Cuadernos de trabajo (1955-1974) (Arbetsboken 1955-1974). Nórdica Libros, 2018

martes, 10 de julio de 2018

Adiós al rey (1989)


La penúltima aventura cinematográfica realizada por 
John Milius despide a las variantes del "rey" que se deja ver en la mayoría de los títulos que componen su breve filmografía como realizador. Son reyes sin corona, fuera de lugar y a contracorriente como el propio cineasta, pero reyes al fin y al cabo, aunque el único nombrado, y reconocido como tal, es Learoyd (Nick Nolte), el protagonista de Adiós al rey (Farewell to the King, 1989). Marginales y antisistema, estos "monarcas" son constantes en el cine de Milius y presentan el rasgo común de la violencia que los define. Pero en esta aventura antibelicista, el realizador ni la ensalza ni la expone como parte natural del personaje principal, como sí hizo en Dillinger (1973) o en Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), pues, más allá de haber sido soldado durante los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial o de ser un desertor del ejército estadounidense, Learoyd es un pacifista subversivo que reniega del mundo en guerra para encontrar el propio, aquel que aboga por la vida y la libertad que disfruta en el paraje idílico, primitivo y alejado de la destrucción bélica que no tiene cabida en los primeros compases de la analepsis introducida por la voz del capitán Fairbourne (Nigel Havers). Este personaje ubica la acción en 1945, en una zona selvática de Borneo donde, previo a su llegada, la guerra es un eco en la distancia. El oficial británico recuerda desde su presente aquella misión pasada que consistía en incitar y preparar a las tribus nativas en la lucha contra los japoneses, sin contar con los deseos de los nativos, ajenos al conflicto, aunque no a su inminente amenaza. El interés del oficial (y el del propio Milius) por narrar la historia no reside en el conflicto bélico ni en las órdenes a cumplir. Se centra en la fascinación que personaje y realizador sienten hacia el estadounidense que ha renegado de su patria, de la civilización occidental y de las armas, aunque avanzado el metraje las emplee forzado por las circunstancias. En él encuentra a un hombre que escapó del horror y encontró su lugar entre esos nativos que, tras apresarlo y torturarlo, lo aceptaron como uno de ellos y lo convirtieron en su caudillo. La estancia del capitán entre los maruts provoca el choque entre dos culturas distantes, cuando no excluyentes, la una primitiva y en conexión con la naturaleza y la otra, la occidental, caracterizada por los prejuicios e intereses bélicos que no impiden la historia de amistad que domina en la pantalla, una historia que Fairbourne recuerda desde la admiración y la huella imborrable que el rey dejó en él.

lunes, 9 de julio de 2018

¡Quiero vivir! (1958)



A pesar de cualquier promesa de realidad, el cine es ficción y, como tal, las historias narradas distan de los sucesos reales; incluso en su vertiente documental, el cine vive condicionado por el punto de vista de quien lo realiza (y de la subjetividad de quien lo recibe). Su poder de recreación y representación es innegable, incluso es característica común y necesaria a toda obra cinematográfica. Sin embargo, a veces leemos o escuchamos que tal o cual película está basada en hechos reales y
 ese "basado en hechos reales" suele implicar dos reacciones opuestas entre el público: atracción en quienes encuentran motivación en la promesa de presenciar sucesos verídicos y rechazo en quienes, no sin cierto escepticismo crítico, se dejan llevar por los prejuicios que la frase les genera. Pero ni la una ni la otra son posturas objetivas, pues ninguna película es mejor o peor por exponer un hecho extraído de la realidad, de una obra literaria o de la originalidad de cineastas y guionistas. El problema (uno de ellos) que se presenta a la hora de valorar los casos o vidas reales trasladados a la pantalla lo encontramos en los propios responsables de llevarlos a cabo, ya que hay productores, guionistas y directores "tramposos" que intentan seducir al público con sensiblerías baratas, fondos musicales que desvían la atención de las imperfecciones que asoman por la pantalla o fotografías que, al igual que las anteriores, condicionan la mirada del espectador y esconden las limitaciones del film y de sus autores. De modo que para alcanzar una narrativa (crítica o no, realista o imaginativa) que convenza a unos y a otros es mejor crear que manipular, ser honestos con las intenciones y dejar que sea el espectador quien, partiendo de las imágenes y de los sucesos que observa, extraiga sus propias conclusiones. Esto no siempre se logra, a menudo tampoco interesa que se logre, pero existen películas como ¡Quiero vivir! (I Want to Live!, 1958) que saben que condicionan y lo hacen desde la honestidad que domina el punto de vista escogido, en este caso concreto el empleado por Robert Wise a lo largo de una narración sin apenas fisuras, que pasa del cine negro (nocturno y jazzístico) inicial al drama judicial y carcelario que da pie al melodrama que se impone en determinados momentos de la heterogénea mezcla que da forma a la trágica experiencia de Barbara Graham (Susan Hayward).


<<Hice I Want To Live! con Susan Hayward, y ella quería trabajar con un director de fotografía que era la última persona que yo quería para esa película, porque hacía un tipo de trabajo muy pulcro y brillante. Y yo quería algo con mucho grano. Había un director de fotografía en Paramount que me gustaba mucho, Lionel Lindon, admiraba su trabajo. Así que tuve que lanzarme y decirle a Susan que yo quería a este chico. Todos me decían que ella no aceptaría. Pero yo dije que no haría la película si no contaba con él. Le expliqué a Susan por qué no me gustaba el hombre que ella quería, y que el mío era mejor, porque podía conseguir una fotografía con grano cercana al documental. Susan aceptó y yo conseguí a mi hombre. Y ella ganó un Oscar. Yo estaba entonces filmando Odds Against Tomorrow en Nueva York, y todos nos sentamos a ver la ceremonia de los premios de la Academia. Yo estaba nominado pero no gané, y Susan sí que ganó. Cuando salió a recoger el premio dio las gracias a uno y a otro y a otro, pero no me dio las gracias a mí. Otra persona dijo: “Gracias, Bob”.>> (1) Aunque se trata de una de las películas más populares y reconocidas de
Wise, ¡Quiero vivir! también es un film de su productor, Walter Wanger, y de su actriz protagonista, Susan Hayward, que alcanza suma importancia al ser la presencia absoluta y fundamental que condiciona la exposición de los hechos, aunque no altera el posicionamiento crítico de Wise y Wanger hacia la pena de muerte. La presencia estelar de la actriz se convierte en el reclamo principal del film, pero no trastoca (al menos, no demasiado) la intención de la película, que no residen en demostrar la culpabilidad o la inocencia del personaje interpretado por Hayward, tampoco pretende juzgar su comportamiento. La propuesta llevada a cabo por Wise en ¡Quiero vivir! se posiciona con valentía y rotundidad contra la pena capital y, para ello, relata la experiencia real de Barbara Graham. <<Originalmente se titulaba The Barbara Graham Story, porque todo estaba sacado de un caso real. Ed Montgomery, un reportero del “San Francisco Examiner”, fue escribiendo todo lo relativo al caso y luego yo conseguí muchas historias sobre ella, y se las conté a Nelson Gidding para que hiciera el guion. También leí algunas de las cartas que Barbara Graham había escrito a su amiga Peg, y en una de esas cartas decía: “En una de las últimas cartas que te escribí, te decía que no quería vivir, que no quería seguir con esto. He cambiado de idea. Quiero vivir”. De ahí salió el título, de una de sus cartas.>> (2)


Barbara es una mujer a quien inicialmente descubrimos en ambientes nocturnos donde el jazz y los clientes masculinos se convierten en su compañía. Barbara se gana la vida engañando, mintiendo y vendiéndose, pero sobre todo observamos en su comportamiento el rechazo a la moral aceptada. Es una vividora, pero también una mujer que acaba por cansarse de su vida disoluta, al lado de delincuentes y de hombres a quienes engaña y que no le proporcionan más que algo de dinero y algunos minutos de diversión. Pero Barbara ya no es la chiquilla que pasó dos años en el reformatorio antes de deambular por las calles y los clubes nocturnos, ahora es una mujer que pretende enderezar su rumbo y formar una familia, aunque su elección, como tantas otras anteriores, la conduce a un callejón sin salida. Tras un año de matrimonio y un hijo a quien se ha entregado, su hogar vive en la violencia y la desesperación que la deciden a separarse de su marido, aunque, sin alternativas económicas, se ve obligada a regresar a sus antiguos hábitos y a frecuentar a viejos conocidos que acabarán por acusarla de asesinato para salvar sus vidas. Este hecho abre un nuevo frente en ¡
Quiero vivir!, aquel que pone en evidencia a la prensa que manipula para aumentar las ventas y al sistema judicial que busca un culpable que puede no serlo, pero que calme la sed de justicia que le exigen y exige. El tono dramático aumenta con el ingreso en prisión de Barbara y el realismo cobra mayor contundencia cuando se confirma la sentencia de muerte en la cámara de gas que la cámara de Wise detalla con minuciosidad en la angustiosa parte final de un film que a esas alturas de metraje apunta sin disimulo la frialdad, la profesionalidad y la inhumanidad legalizada en la pena de muerte.


(1) (2) Robert Wise, en Ricardo Aldarondo: Robert Wise. Festival de cine de San Sebastián/Filmoteca Española, San Sebastián - Madrid, 2005.