La mejor película que he visto sobre vikingos es la realizada por Richard Fleischer en 1958. La explicación es sencilla. Los vikingos (The Vikings, 1958) transmite en plenitud el conflicto de los personajes y el barbarismo del momento, de un tiempo que quizá solo existe en la película, de ambición y tragedia, de lucha. Lo que veo y escucho me genera la sensación de estar ante una película que va más allá de la aventura, de la leyenda y de la épica. Deviene en idilio entre lo que cuenta y el cómo lo cuenta, entre el mundo físico y el emocional de los personajes, y alcanza un tono épico-dramático que la hace única. Eso no lo consigue Jack Cardiff en Los invasores (The Long Ships, 1965), otra aventura vikinga, pero sin la emoción, ni la corporeidad física ni la entidad psicológica y dramática del film de Fleischer. La propuesta de Cardiff, que había sido el responsable de la espléndida fotografía de Los vikingos, se inicia con el hundimiento de un drakkar, embarcación vikinga, y la posterior leyenda sobre la gigantesca campana de oro que será la excusa para dar rienda a la aventura, la competición y el enfrentamiento entre antagonistas y sus dos mundos: el de los hombres del norte y el islamita. Ambos momentos, tempestad y leyenda, tienen en común a Rolfe (Richard Widmark), único superviviente del naufragio, embaucador y narrador del cuento que el príncipe musulmán Ali Mansuh (Sidney Poitier) cree verídico. La campaba, conocida como “la madre de las voces”, obsesiona al noble sarraceno hasta el punto de convertirlo en el motor de su existencia; su preferida, la bella Aminah (Rosanna Schiaffino), intenta hacérselo comprender, pero sus palabras caen en oídos sordos. Ali ordena arrestar a Rolfe, porque le cree poseedor de la ubicación del tesoro, pero el vikingo logra escapar. Se arroja al Mediterráneo y, después de que Cardiff presente el poblado vikingo, el héroe sale de las aguas en el frío y lejano norte, en tierras familiares, las de su hogar. Pero allí no es bien recibido por su padre (Oskar Homolka), jefe vikingo cuya economía se reduce a las dos piezas de oro entregadas por el rey Harald (Clifford Evans), a cambio de un barco funerario que Rolfe y Orm (Russ Tamblyn), su hermano pequeño, roban para hacerse de nuevo a la mar. Y de ahí, parten en busca de la legendaria campana, de <<oro macizo y tan alta como tres hombres>>, como le dice a su padre para convencerle que le ceda un barco, que resulta ser el que ha vendido al rey vikingo, y hombres para emprender la búsqueda de la “madre de las voces”.
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lunes, 18 de septiembre de 2023
miércoles, 15 de noviembre de 2017
Muerte en el Nilo (1978)
miércoles, 19 de abril de 2017
Guerra y paz (1956)
<<—¿Por qué va usted a la guerra? —preguntó Pedro.
—¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy porque... —se detuvo—. Voy porque la vida que llevo aquí, esta vida, no me satisface>>.
Esta conversación entre los dos amigos —tomada de la novela de Tolstoi— anuncia la búsqueda existencial no solo de Andrei, también la del resto de protagonistas de Guerra y paz versión Vidor, la cual no necesita describir los rasgos de los personajes —de eso se encargan las imágenes— e inicia su trama en un Moscú pictórico (la práctica totalidad del film semeja una sucesión de pinturas románticas y realistas) atestado de húsares y dragones que desfilan por las calles antes de partir hacia Austria, donde lucharán para evitar el avance de las fuerzas (e ideas) napoleónicas.
La introducción fílmica prescinde de la expuesta en las páginas de la novela, aunque no por ello deja de mostrar las sensaciones y opiniones de los personajes que presenta. Desde la ventana del palacio de los Rostov, Pierre (Henry Fonda) y Natasha (Audrey Hepburn) observan a las tropas antes de introducirse en el interior y unirse a la familia, siempre alegre y generosa, al menos hasta que la guerra amenace su inocencia. Dicha inocencia es uno de los atributos que definen a la joven Natasha, que, al igual que su núcleo familiar, actúa como si nada ni nadie pudiera romper el lazo que los une. Sin embargo, la guerra no entiende de sentimientos, solo provoca emociones encontradas, muerte y soledad, una soledad que formará parte de los tres protagonistas de la historia —Natasha, Pierre y Andrei—, enfrentados a sí mismos y a su visión tanto del conflicto armado como de la vida, la suya propia y la de ese mundo que se derrumba ante ellos. Durante las más de tres horas de metraje, el trío vive su recorrido existencial, que depara encuentros, desencuentros, despedidas..., que van dando forma a la madurez y a las diversas interpretaciones que cada uno de ellos hace de los espacios por los que transitan, sean físicos (salones aristocráticos, el Moscú amenazado por el fuego y el enemigo, en los campos de batalla donde rusos y franceses se enfrentan o en los espacios nevados por donde las tropas napoleónicas caminan en retirada) o espirituales (como los transitados por Pierre en busca de respuestas existenciales acerca de la vida, de la muerte, de la guerra, del amor, de la soledad y también sobre la familia, que él nunca ha tenido al ser hijo natural del conde Bezukhov y que encuentra en el hogar de los Rostov al inicio y al final del film). El empleo que Vidor hizo del color rehuye del realismo predominante en films como ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) o El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934) para acceder a un terreno de ensoñación y simbolismos —por el que también transita Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946)— por el que campa la subjetividad de los personajes. A través de ellos, el público accede a su comprensión de cuanto observan, sufren o viven. Por ello, Guerra y paz no es un film fallido —al menos no aquel que decepcionó a su responsable ni a quienes comparan novelas y películas sin tener en cuenta sus muchas diferencias—, pues posee atractivos suficientes (su tono pictórico, su reinterpretación de Tostoi, la narrativa de Vidor, el uso de la fotografía -a cargo de Jack Cardiff y Aldo Tonti- y de la pantalla ancha o el alejamiento del realismo para adentrarse en la realidad subjetiva de sus protagonistas) para que este título no desmerezca dentro de la imprescindible filmografía de un cineasta humanista y reflexivo que, cansado de Hollywood, no tardaría en poner fin a una carrera profesional que había empezado en su Galveston (Texas) natal en 1913.
Las frases entre comillas han sido extraídas de las memorias de King Vidor, publicadas con el título Un árbol es un árbol (A Tree is a Tree). Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 2003.
domingo, 12 de mayo de 2013
La condesa descalza (1954)
Algunos cuentos de hadas no tienen un final feliz, concluye Harry Dewes (Humphrey Bogart) durante el lluvioso funeral en el que sus recuerdos se suceden para dar cuerpo a la historia de María Vargas (Ava Gardner), la desconocida bailarina que se convirtió en estrella del celuloide y posteriormente en la condesa a la que hace referencia el título de este film de Joseph L. Mankiewicz. Esta ascensión de la nada al supuesto triunfo acerca a la joven madrileña a la figura de la Cenicienta, pero también a la de Rita Hayworth, actriz de origen hispano que alcanzó el estrellato gracias a películas como Gilda (Charles Vidor, 1946) o La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, Orson Welles, 1947) y que posteriormente se convertiría en princesa tras su matrimonio con el príncipe Ali Khan. Este personaje real sirvió a Joseph L. Mankiewicz de inspiración para la trágica historia que narra La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954), un cuento de apariencias que se desarrolla a lo largo de seis flashbacks que siguen una línea temporal homogénea, y que nacen de la subjetividad de tres de los presentes en el entierro. Harry Dewes, una especie de alter ego de Mankiewicz, se encarga de introducir a la enigmática figura femenina, pero no sin antes presentarse a sí mismo como el guionista y director responsable de las tres películas protagonizadas por esa mujer, con quien mantuvo una relación honesta dentro de un mundo falto de honestidad. La memoria del cineasta viaja a un punto concreto de su pasado, rememorando su estancia en España, país al que llega acompañando a Kirk Edwards (Warren Stevens), un multimillonario metido a productor, que desea encontrar un nuevo rostro que llevar a la fama. Ese instante de presentación también desvela el desencanto que domina a Dewes, consciente de que se encuentra ante su última oportunidad para salvar una carrera en la que había vivido días gloriosos. Sin embargo, en ese presenta-pasado se encuentra al borde del olvido, algo que por otra parte no tendría nada de ficticio dentro de un ámbito como el cinematográfico, cuestión que Mankiewicz dejó patente en la amargura y desencanto de ese cineasta víctima de la hipocresía dominante en su entorno.
domingo, 15 de enero de 2012
Los vikingos (1958)
Las luces se apagan, la pantalla se ilumina con el colorido de los grabados y una voz suena. La oscuridad es la señal, la tela nuestra puerta de entrada al pasado y las palabras que llegan a nosotros son ecos del ayer. Nos dicen que, durante los siglos VIII y IX, la costa inglesa sufrió numerosos ataques de los hombres del norte. Esa voz nos ha trasladado a la época de los vikingos, guerreros y marinos cuyo máximo honor sería morir espada en mano y, orgullosos, entrar en el Walhalla, su paraíso, el prometido a todo bravo guerrero. Pronto comprendemos que se acabó lo idílico, en Los vikingos (The Vikings, 1958) no hay lugar para la inocencia ni la ingenuidad de aventuras cinematográficas previas. Es un film carnal y visceral, violento, como sus protagonistas, pero lleno de belleza primitiva. Su ambientación, la fotografía de Jack Cardiff, los personajes, el pulso de Richard Fleischer, contundente y estable, pasa del intimismo a la épica y a la batalla, sin resentirse; e igual de bravo y seguro de su narrativa, Fleischer va de la brutalidad a la tragedia familiar, de la rivalidad a la atracción-rechazo que une el destino del triángulo protagonista.
Veinte años después, ya en el presente en el que se desarrolla el resto de la historia, se descubre que el pequeño se ha convertido en un joven esclavo llamado Eric (Tony Curtis). Eric ha crecido bajo las costumbres vikingas, sin duda sería uno más entre ellos, a no ser por la realidad que le condena a servir a sus amos, como se descubre cuando se celebra la fiesta de retorno de Ragnar tras su última expedición a las costas británicas, de donde se ha traído a un Lord inglés llamado Egbert (James Donald). Este noble ha logrado escapar de las garras del rey Aella, cuando éste pretendía ejecutarlo tras descubrir su traición, además de aliado de los vikingos, Egbert será quien descubra la verdadera identidad del joven esclavo. Sin embargo, es otra presencia la que sorprende y enfrenta a Eric y a Einar (Kirk Douglas), el hijo legítimo de Ragnar. Morgana (Janet Leigh), la bella prometida del rey Aella, cala en el corazón de estos dos bravos guerreros, quienes desde el primer momento en el que se encuentran frente a frente inician un enfrentamiento que les perseguirá hasta el final, salvo en el instante en el que deben unir fuerzas para alcanzar un objetivo común.
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