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lunes, 18 de septiembre de 2023

Los invasores (1964)

La mejor película que he visto sobre vikingos es la realizada por Richard Fleischer en 1958. La explicación es sencilla. Los vikingos (The Vikings, 1958) transmite en plenitud el conflicto de los personajes y el barbarismo del momento, de un tiempo que quizá solo existe en la película, de ambición y tragedia, de lucha. Lo que veo y escucho me genera la sensación de estar ante una película que va más allá de la aventura, de la leyenda y de la épica. Deviene en idilio entre lo que cuenta y el cómo lo cuenta, entre el mundo físico y el emocional de los personajes, y alcanza un tono épico-dramático que la hace única. Eso no lo consigue Jack Cardiff en Los invasores (The Long Ships, 1965), otra aventura vikinga, pero sin la emoción, ni la corporeidad física ni la entidad psicológica y dramática del film de Fleischer. La propuesta de Cardiff, que había sido el responsable de la espléndida fotografía de Los vikingos, se inicia con el hundimiento de un drakkar, embarcación vikinga, y la posterior leyenda sobre la gigantesca campana de oro que será la excusa para dar rienda a la aventura, la competición y el enfrentamiento entre antagonistas y sus dos mundos: el de los hombres del norte y el islamita. Ambos momentos, tempestad y leyenda, tienen en común a Rolfe (Richard Widmark), único superviviente del naufragio, embaucador y narrador del cuento que el príncipe musulmán Ali Mansuh (Sidney Poitier) cree verídico. La campaba, conocida como “la madre de las voces”, obsesiona al noble sarraceno hasta el punto de convertirlo en el motor de su existencia; su preferida, la bella Aminah (Rosanna Schiaffino), intenta hacérselo comprender, pero sus palabras caen en oídos sordos. Ali ordena arrestar a Rolfe, porque le cree poseedor de la ubicación del tesoro, pero el vikingo logra escapar. Se arroja al Mediterráneo y, después de que Cardiff presente el poblado vikingo, el héroe sale de las aguas en el frío y lejano norte, en tierras familiares, las de su hogar. Pero allí no es bien recibido por su padre (Oskar Homolka), jefe vikingo cuya economía se reduce a las dos piezas de oro entregadas por el rey Harald (Clifford Evans), a cambio de un barco funerario que Rolfe y Orm (Russ Tamblyn), su hermano pequeño, roban para hacerse de nuevo a la mar. Y de ahí, parten en busca de la legendaria campana, de <<oro macizo y tan alta como tres hombres>>, como le dice a su padre para convencerle que le ceda un barco, que resulta ser el que ha vendido al rey vikingo, y hombres para emprender la búsqueda de la “madre de las voces”.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

Muerte en el Nilo (1978)


Los relatos que he leído de Agatha Christie desaparecieron de mis recuerdos apenas cerré sus tapas, sin embargo nunca podré olvidar la adaptación cinematográfica que Billy Wilder realizó de una intriga de la escritora inglesa en Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), un filme que, a pesar de su origen literario, es wilderiano en su concepción, en su cinismo y en su desarrollo, aunque algunos creyeron ver en él la sombra de Alfred Hitchcock, otro ilustre y excepcional cineasta, pero cuyo cine nada tiene que ver con el del autor de El apartamento (The Apartment, 1960). Entre el resto de adaptaciones que parten de la imaginación y de la narrativa de Christie también me vienen a la memoria Diez negritos (And Them There Were None, 1945), de René Clair, y los dos primeros títulos que Jim Bradbourne y Richard B. Goodwin produjeron a partir de narraciones de la novelista: Asesinato en el Orient Express (Murder on Orient Express; Sidney Lumet, 1974) y Muerte en el Nilo (Death on the Nile, John Guillermin, 1978). Las otras dos, El espejo roto (The Mirror Crack'd; Guy Hamilton, 1980) y Muerte bajo el sol (Evil Under the Sun; Guy Hamilton, 1982), las encuentro inferiores a los títulos referidos y ni siquiera sus multitudinarios repartos internacionales, reclamos populares en las cuatro producciones, le confieren el atractivo que sí encuentro en Muerte en el Nilo, quizá la más lograda del conjunto. El Hercule Poirot interpretado por Peter Ustinov resulta más natural en su petulancia y en su evidente necesidad de observar a quienes le rodean que el detective encarnado por Albert Finney en la película de Lumet. Desde su aparición en la pantalla, el Poirot de Ustinov se descubre como un mirón profesional, siempre al acecho del resto de personajes, a quienes estudia aunque parezca que no lo haga. Es un deje de su profesión detectivesca, un oficio que le ha concedido la fama que le precede, la misma que todos conocen, por eso resulta un riesgo cometer un asesinato cerca del belga, que no francés, más aún, la serie de muertes que se precipita tras el homicidio de la millonaria Linnet Ridgeway (Lois Chiles). La introducción del filme se desarrolla en un castillo inglés donde Jackie (Mia Farrow) confiesa a su amiga su intención de contraer matrimonio con Simon Doyle (Simon MacCorkindale). Pero este primer encuentro entre Simon y la rica heredera se resuelve con miradas recíprocas que dan paso a la noticia de su matrimonio. Esta circunstancia, unida a la presencia de Jackie allí donde se encuentre la pareja en su luna de miel, apunta a que la despechada ha perdido la razón, lo cual también la señala como sospechosa del fallido intento de asesinato que se produce en las ruinas de templo de Karnak. A partir de este instante, el resto de la acción se desarrolla en el barco que navega sobre las aguas del Nilo, transportando a un variopinto grupo de pasajeros que, salvo el coronel Race (David Niven), tienen sus motivos para desear la muerte de Linnet. Servida la intriga, que guarda similitudes a la expuesta por Lumet en Asesinato en el Orient Express, las dotes detectivescas de Poirot cobran protagonismo, aunque es en su relación con los pasajeros y con el entorno donde Muerte en el Nilo juega su mejor baza.

miércoles, 19 de abril de 2017

Guerra y paz (1956)



<<...Recibí una llamada telefónica del productor italiano Dino de Laurentiis, para preguntarme si me gustaría llevar a la pantalla la gran novela de Leon Tolstoi, Guerra y paz. ¡Aquella fue la decisión más rápida que he tomado en mi vida!>> La ilusión con la que King Vidor aceptó adaptar una de las novelas que más admiraba fue cayendo en una sucesión de circunstancias que provocaron las irregularidades que dan forma a una película que, entre otras cuestiones, vio reducido su montaje en más treinta minutos, como parte de la estrategia de la Paramount para poder exhibirla en un horario que no era propicio para un film de tan larga duración. << Un poco antes, aquel mismo año, Cecil B.De Mille había realizado Los diez mandamientos (1956) para la Paramount, y su poder en la compañía le permitió exigir que dos filmes de duración tan larga no se pasaran simultáneamente>>. Esta decisión provocó mutilaciones en el metraje, sobre todo aquellas que podrían acercar la historia a una perspectiva más próxima a la pretendida por el responsable de El manantial (The Fountainhead, 1949), a quien tampoco le salió bien su elección de Peter Ustinov como Pierre. Los productores no veían en el actor inglés la pareja apropiada para Audrey Hepburn, así que también le impusieron a Henry Fonda como estrella masculina. <<Con el paso de los años, he seguido pensando que Peter Ustinov hubiera realizado la encarnación más sugestiva del personaje, Fonda era muy bueno, tenía muchas cosas, pero quizá carecía de la fuerza espiritual que yo pensaba que tenía Ustinov>>. Como consecuencia, lo que iba a ser una película acabó siendo otra, porque <<como siempre, al final no me consultaron, y todo lo que sucedió fue un brillante ejemplo de la estupidez de los estudios, risible si no hubiera constituido un desastre para mi película>>. Esto vendría a demostrar que, con mayor frecuencia de la deseada, incluso los grandes cineastas, como sin duda lo fue 
King Vidor, se enfrentan a circunstancias ajenas que trastocan las ideas con las que encaran los rodajes de sus películas. Como consecuencia, Guerra y Paz (War and Peace, 1956) no resultó el film pretendido por el realizador y la historia protagonizada por Audrey Hepburn, Mel Ferrer y Henry Fonda presenta altibajos que impiden que sea una película redonda, a pesar de contar con momentos cinematográficos del mejor Vidor.
 

Una novela habla en la intimidad sin tiempo definido. Una película se presenta en colectivo durante un limite temporal insalvable. Esto provoca que el medio escrito y el medio cinematográfico sean incomparables, aunque a día de hoy aún hay quien insiste en comparar ambos sin tener en cuenta que sus lenguajes y sus tiempos de consumo se distancian desde la primera letra y la primera imagen. Por lo tanto es natural encontrar diferencias entre unas y otras, por ejemplo, el original literario de
Tolstoi abre sus páginas en los salones del palacio de Ana Pavlovna en San Petersburgo. Allí, el autor se toma su tiempo para detenerse en algunos de los múltiples personajes de su magistral y monumental relato. Entre ellos se descubre a Pedro (Pierre) —de mirada inteligente, tímida, observadora y franca—, Helena y Lisa Bolkonskaya —de quienes alaba su hermosura— y, poco después, al marido de esta última, el príncipe Andrés, a quien describe bajo de estatura y de rasgos distinguidos, pero a quien muestra ajeno a la superficialidad de cuanto le rodea. Esta reunión de la aristocracia también es aprovechada por el autor ruso para introducir en la distancia los hechos históricos que se están viviendo en Europa mientras continúa alternando detalles físicos con detalles de las personalidades (iniciales) de quienes irán ocupando las páginas de su espléndida obra. En ese instante se comprende que, recién llegado a Rusia, Pierre es diferente al resto, aún es un joven lleno de dudas, ajeno a las normas de decoro dominantes, que no frena sus ansias de expresar sus ideas respecto a Napoleón, lo que corrobora su distanciamiento de los presentes y de los convencionalismos que reinan en el salón de Pavlovna. Por su parte, Andrei Bolkonski no desea pertenecer a esa sociedad de apariencias donde las reuniones sociales son sinónimos de la banalidad de la que pretende huir, como si ese universo, en el que su mujer se encuentra a gusto, le impidiera materializar su deseo de conquistar logros que le harían sentirse un gran hombre (y así ganarse definitivamente la admiración-aceptación paterna).

<<—¿Por qué va usted a la guerra? —preguntó Pedro.
—¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy porque... —se detuvo—. Voy porque la vida que llevo aquí, esta vida, no me satisface>>.

Esta conversación entre los dos amigos —tomada de la novela de Tolstoi anuncia la búsqueda existencial no solo de Andrei, también la del resto de protagonistas de Guerra y paz versión Vidor, la cual no necesita describir los rasgos de los personajes —de eso se encargan las imágenes— e inicia su trama en un Moscú pictórico (la práctica totalidad del film semeja una sucesión de pinturas románticas y realistas) atestado de húsares y dragones que desfilan por las calles antes de partir hacia Austria, donde lucharán para evitar el avance de las fuerzas (e ideas) napoleónicas.


La introducción fílmica prescinde de la expuesta en las páginas de la novela, aunque no por ello deja de mostrar las sensaciones y opiniones de los personajes que presenta. Desde la ventana del palacio de los Rostov, Pierre (Henry Fonda) y Natasha (Audrey Hepburn) observan a las tropas antes de introducirse en el interior y unirse a la familia, siempre alegre y generosa, al menos hasta que la guerra amenace su inocencia. Dicha inocencia es uno de los atributos que definen a la joven Natasha, que, al igual que su núcleo familiar, actúa como si nada ni nadie pudiera romper el lazo que los une. Sin embargo, la guerra no entiende de sentimientos, solo provoca emociones encontradas, muerte y soledad, una soledad que formará parte de los tres protagonistas de la historia —Natasha, Pierre y Andrei—, enfrentados a sí mismos y a su visión tanto del conflicto armado como de la vida, la suya propia y la de ese mundo que se derrumba ante ellos. Durante las más de tres horas de metraje, el trío vive su recorrido existencial, que depara encuentros, desencuentros, despedidas..., que van dando forma a la madurez y a las diversas interpretaciones que cada uno de ellos hace de los espacios por los que transitan, sean físicos (salones aristocráticos, el Moscú amenazado por el fuego y el enemigo, en los campos de batalla donde rusos y franceses se enfrentan o en los espacios nevados por donde las tropas napoleónicas caminan en retirada) o espirituales (como los transitados por Pierre en busca de respuestas existenciales acerca de la vida, de la muerte, de la guerra, del amor, de la soledad y también sobre la familia, que él nunca ha tenido al ser hijo natural del conde Bezukhov y que encuentra en el hogar de los Rostov al inicio y al final del film). El empleo que Vidor hizo del color rehuye del realismo predominante en films como ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) o El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934) para acceder a un terreno de ensoñación y simbolismos —por el que también transita Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946)— por el que campa la subjetividad de los personajes. A través de ellos, el público accede a su comprensión de cuanto observan, sufren o viven. Por ello, Guerra y paz no es un film fallido —al menos no aquel que decepcionó a su responsable ni a quienes comparan novelas y películas sin tener en cuenta sus muchas diferencias—, pues posee atractivos suficientes (su tono pictórico, su reinterpretación de Tostoi, la narrativa de Vidor, el uso de la fotografía -a cargo de Jack Cardiff y Aldo Tonti- y de la pantalla ancha o el alejamiento del realismo para adentrarse en la realidad subjetiva de sus protagonistas) para que este título no desmerezca dentro de la imprescindible filmografía de un cineasta humanista y reflexivo que, cansado de Hollywood, no tardaría en poner fin a una carrera profesional que había empezado en su Galveston (Texas) natal en 1913.


Las frases entre comillas han sido extraídas de las memorias de King Vidor, publicadas con el título Un árbol es un árbol (A Tree is a Tree). Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 2003.

domingo, 12 de mayo de 2013

La condesa descalza (1954)


Algunos cuentos de hadas no tienen un final feliz, concluye Harry Dewes (Humphrey Bogart) durante el lluvioso funeral en el que sus recuerdos se suceden para dar cuerpo a la historia de María Vargas (Ava Gardner), la desconocida bailarina que se convirtió en estrella del celuloide y posteriormente en la condesa a la que hace referencia el título de este film de Joseph L. Mankiewicz. Esta ascensión de la nada al supuesto triunfo acerca a la joven madrileña a la figura de la Cenicienta, pero también a la de Rita Hayworth, actriz de origen hispano que alcanzó el estrellato gracias a películas como Gilda (Charles Vidor, 1946) o La dama de Shanghai (The Lady from ShanghaiOrson Welles, 1947) y que posteriormente se convertiría en princesa tras su matrimonio con el príncipe Ali Khan. Este personaje real sirvió a Joseph L. Mankiewicz de inspiración para la trágica historia que narra La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954), un cuento de apariencias que se desarrolla a lo largo de seis flashbacks que siguen una línea temporal homogénea, y que nacen de la subjetividad de tres de los presentes en el entierro. Harry Dewes, una especie de alter ego de Mankiewicz, se encarga de introducir a la enigmática figura femenina, pero no sin antes presentarse a sí mismo como el guionista y director responsable de las tres películas protagonizadas por esa mujer, con quien mantuvo una relación honesta dentro de un mundo falto de honestidad. La memoria del cineasta viaja a un punto concreto de su pasado, rememorando su estancia en España, país al que llega acompañando a Kirk Edwards (Warren Stevens), un multimillonario metido a productor, que desea encontrar un nuevo rostro que llevar a la fama. Ese instante de presentación también desvela el desencanto que domina a Dewes, consciente de que se encuentra ante su última oportunidad para salvar una carrera en la que había vivido días gloriosos. Sin embargo, en ese presenta-pasado se encuentra al borde del olvido, algo que por otra parte no tendría nada de ficticio dentro de un ámbito como el cinematográfico, cuestión que Mankiewicz dejó patente en la amargura y desencanto de ese cineasta víctima de la hipocresía dominante en su entorno.


Durante la estancia en el local madrileño se deja notar la presencia de un tercer hombre, Oscar Muldoon 
(Edmond O'Brien), sudoroso y adulador, siempre a las órdenes del caprichoso magnate que amenaza a Harry cuando éste se niega a hostigar a María para que les acompañe a Roma. Ante dichas amenazas, el director y guionista accede a cumplir el mandato de Edwards, y de ese modo se inicia su relación de amistad con la bella bailarina, que muestra un total desinterés por la presencia del millonario y cierto aire soñador, no exento de miedo, que no cuadra con el mundo de apariencias al que accede para alejarse de su madrastra. Los sucesivos recuerdos proporcionan la información que inevitablemente conduce hasta ese presente lluvioso donde Oscar también mira hacia atrás, y recuerda cuando María, convertida en una estrella del celuloide, abandona el cine e inicia su relación con Alberto Bravano (Marius Goring), multimillonario similar a Edwards, con quien la actriz llega hasta la Riviera Francesa, donde conoce al hombre de sus sueños. Bajo esa misma lluvia que cala a Harry y a Oscar, surge la figura del conde Vincenzo Torlato-Favrini (Rossano Brazzi), el tercer encargado de perfilar al personaje de María, la mujer que fue su esposa. Como cuento de hadas, la Cenicienta de Mankiewicz materializa su fantasía de casarse con un príncipe azul, sin embargo, éste resulta ser un hombre gris, atormentado por su esterilidad y por los celos que provocan un final exento del vivieron felices con el que concluyen los relatos de hadas, porque, como desvelan las amargas palabras de Dewes, La condesa descalza no deja de ser una crítica a las apariencias y a la hipocresía que condenaron a una joven que, en su inocencia, se convirtió en la víctima propicia.

 

domingo, 15 de enero de 2012

Los vikingos (1958)


Las luces se apagan, la pantalla se ilumina con el colorido de los grabados y una voz suena. La oscuridad es la señal, la tela nuestra puerta de entrada al pasado y las palabras que llegan a nosotros son ecos del ayer. Nos dicen que, durante los siglos VIII y IX, la costa inglesa sufrió numerosos ataques de los hombres del norte. Esa voz nos ha trasladado a la época de los vikingos, guerreros y marinos cuyo máximo honor sería morir espada en mano y, orgullosos, entrar en el Walhalla, su paraíso, el prometido a todo bravo guerrero. Pronto comprendemos que se acabó lo idílico, en Los vikingos (The Vikings, 1958) no hay lugar para la inocencia ni la ingenuidad de aventuras cinematográficas previas. Es un film carnal y visceral, violento, como sus protagonistas, pero lleno de belleza primitiva. Su ambientación, la fotografía de Jack Cardiff, los personajes, el pulso de Richard Fleischer, contundente y estable, pasa del intimismo a la épica y a la batalla, sin resentirse; e igual de bravo y seguro de su narrativa, Fleischer va de la brutalidad a la tragedia familiar, de la rivalidad a la atracción-rechazo que une el destino del triángulo protagonista.


La historia de
Los vikingos se inicia con una incursión en tierras británicas del joven rey Ragnar (Ernest Borgnine), que asola con sus huestes el reino de Nortumbría, masacrando y rapiñando cuanto se pone a su alcance, incluso llegando a violar a la reina Kitala (Eileen Way). Las consecuencias del ataque vikingo marcan el futuro de los personajes: Kitala queda embarazada y el rey de Nortumbría muere, hecho que permite que Aella (Frank Thring) acceda al trono y esto advierte a la reina de la necesidad de enviar al recién nacido lejos de allí. La intención de Kitala y del padre Godwin (Alexander Knox), al enviar al niño a Italia, es la de mantenerlo a salvo. En tierras transalpina recibiría una educación cristiana, bajo la tutela de unos monjes, sin embargo, nada de eso ocurrirá.


Veinte años después, ya en el presente en el que se desarrolla el resto de la historia, se descubre que el pequeño se ha convertido en un joven esclavo llamado Eric (Tony Curtis). Eric ha crecido bajo las costumbres vikingas, sin duda sería uno más entre ellos, a no ser por la realidad que le condena a servir a sus amos, como se descubre cuando se celebra la fiesta de retorno de Ragnar tras su última expedición a las costas británicas, de donde se ha traído a un Lord inglés llamado Egbert (James Donald). Este noble ha logrado escapar de las garras del rey Aella, cuando éste pretendía ejecutarlo tras descubrir su traición, además de aliado de los vikingos, Egbert será quien descubra la verdadera identidad del joven esclavo. Sin embargo, es otra presencia la que sorprende y enfrenta a Eric y a Einar (Kirk Douglas), el hijo legítimo de Ragnar. Morgana (Janet Leigh), la bella prometida del rey Aella, cala en el corazón de estos dos bravos guerreros, quienes desde el primer momento en el que se encuentran frente a frente inician un enfrentamiento que les perseguirá hasta el final, salvo en el instante en el que deben unir fuerzas para alcanzar un objetivo común.


La puesta en escena de 
Richard Fleischer en Los Vikingos destaca por su atractivo realismo, magnificado por la soberbia fotografía de Cardiff y un excelente reparto, que hace posible la intención del director (y guionistas) de respetar las costumbres del pueblo vikingo; de hacernos creer que son vikingos, pero sin caer en un estudio riguroso de las mismas. Esto permite que la aventura sea la protagonista de una historia que se acerca a la tragedia clásica, de ritmo sin altibajos, emocionante en todo su metraje, en el que la acción muestra los motivos que impulsan a los personajes hacia una resolución inevitable marcada por el destino, que ha decidido al inicio del film. Ese mismo azar permite que Eric ayude a Ragnar a morir como un verdadero vikingo, sin que ninguno de los dos conozca el vínculo familiar que les une. Un lazo que Einar descubre, pero que no atenúa sus sentimientos hacia el esclavo con corazón de vikingo; sin que su odio desaparezca acepta la propuesta de aquel a quien desea matar, porque antes debe vengar la muerte de su padre en una última incursión en el reino de Nortumbría. Los vikingos pretende ser fiel con la realidad que rodeaba a ese pueblo del norte de Europa, pero su historia podría trasladarse a cualquier época, pues en ella se descubren aspectos atemporales como el romance o la tragedia que se gesta sin que los implicados sean conscientes de que el destino les conduce hacia lo inevitable.